domingo, 20 de marzo de 2022

Angelitos

             Marzo 2022, a las afueras de Kiev, Ucrania.

Esta mañana es la segunda que mamá me lleva en brazos. Formamos parte de una columna de vecinas del raión de Podil. A cada paso por el barro endurecido la respiración sé que esconde una queja. Hemos ido abandonando bultos y maletas como Hansel las migas. Nosotras nos hemos quedado con una manta cruzada como un rifle, documentación, comida, bebida y un retrato familiar protegido en un sobre de burbujas. Papá nos acompaña, pero en la foto. «Me quedo, hija. Me necesitan», dijo y me dio un beso que pareció dolerle.

Aunque le añoro, encuentro curioso este viaje por el campo. El silencio en la hilera me permite escuchar el crujir de los charcos helados, el roce de las ropas, la viscosidad del barro y los truenos. Estampidos que dejamos atrás, al igual que las casas que esquivamos, como si los carámbanos que lucen los aleros fueran enormes dientes de un peligro dormido.

Me encanta dormir al raso y señalar las estrellas y esperar a alguna fugaz; siempre pidiendo el mismo deseo y siempre en secreto para que se cumpla. Sé que mamá lo desea igual, porque cita a papá en los descansos y reza cada noche con nuestro retrato entre las manos.

Al amanecer, al iniciar la marcha, me entretengo con sumar el vapor de mi aliento con el de mamá y pienso que mandamos nubes blancas que compiten con las grises del invierno. A pesar del frío, aferrada a los hombros de mamá, me siento en el lugar más cálido del mundo, donde sé que nada malo nos puede suceder. Me ha recordado el cuento de La tetera, al menos la parte que más gusta, la de un corazón que le creció dentro.

Disfruto cuando hacemos un alto y, al recolocarme sobre su espalda, mi cara se pega a la suya. Entonces, le busco la mirada y espero su sonrisa. Aunque hace un rato, me la ha regalado con el mismo brillo en los ojos que le dedicó a papá en la despedida. No sé porqué, pero he sentido una punzada en el estómago, distinta a la que me ronda desde que salimos.

Es mediodía y estamos cerca de Khomutets, donde residen unos primos. El viento saca de las calles un fuerte olor a barbacoa. Mamá me propone un juego: debo cerrar los ojos y adivinar hacia dónde giraremos en el siguiente cruce. Mientras medito la respuesta y calculo los pasos recorridos, me sorprende descubrir que el olor desaparece, que nos estamos alejando del pueblo en un silencio distinto al sigilo habitual. Al parecer, dicen, ya nadie vive ahí.

Cada hora solemos parar unos minutos y cada dos mamá me ofrece su trozo de pampushka, pero los truenos se acercan y hemos corrido hacia una arboleda sin probar bocado. «Son tormentas sin nubes, cariño», describe, al tiempo que busca un rincón donde escondernos. «No te preocupes», añade, mientras trata de ocultar mi flequillo dentro del gorro y me cubre de besos para evitar que observe cómo tiembla. Acurrucadas bajo un viejo árbol caído, descubro que su tripa suena parecida a la mía. «Son otras tormentas», afirma, y me canta Котику сіренький, Gato gris, mientras me arropa y mece envolviéndome con su abrigo. Ya no caminaremos más por hoy. Las tinieblas relampaguean a la espalda de las colinas.

          Anoche nevó y no hay más camino que el que nuestros pasos dibujan. El juego de las curvas lo hemos cambiado por una venda. «Tus ojos grises; hay que cuidarlos» advierte ante la inmensidad blanca que nos espera. Pero la venda cede y me permite ver columnas de humo que surgen de un pueblo sin tejados. Vuelve el olor a barbacoa. Sé que ahí tampoco descansaremos. La entrada la bloquea un camión ennegrecido. Tras la cabina, de una jaula que estiraba un toldo, penden girones como arañados por mil gatos. Las ruedas parecen hundirse en una abultada alfombra de carbón.

El gélido viento exige un techo, pero una mujer de pelo blanco sugiere bordear el pueblo. Los comentarios siempre han sido en voz baja, pero esta vez ya nadie habla. Sin saber porqué yo también susurro; mamá sonríe, me ajusta la venda, pero al incorporarme una rendija surge y no tardo en descubrir a un grupo de hombres, tumbados en la nieve, al pie de una pared arruinada de agujeros.

          ─Se van a resfriar.

          Mamá se arrodilla y me coloca frente a ella. Mi ojo libre refleja el miedo en los suyos. Se apresura con la venda, me sube a los hombros y acelera el paso.

          ─¿Mamá?

          ─Son angelitos, cariño… y están esperando a desplegar las alas… Sí… alguien les hará una señal y todos extenderán sus brazos y piernas, y las agitarán… Y dibujarán sobre la nieve las alas y faldas de los ángeles. Esta noche te enseñaré cómo.

Los imaginé moviéndose; también, subiendo al cielo.

          Cuando oscureció, la temperatura había descendido tanto que decidieron encender una hoguera, la primera en tres días de camino. Las llamas alegraron el ánimo de todas. Después de que manos y pies adoraran la lumbre, alguien con la voz rota arrancó a cantar nuestro himno. Mamá coreó la estrofa final «…somos la nación cosaca», de pie, junto a mí, y descubrí a la luz trémula el orgullo en su cara. Entonces se tumbó y me enseñó la huella que deja un ángel. Luego, se incorporó, sacudió la nieve y me invitó a hacer lo mismo. Desde el suelo la vi más gigante que nunca, aplaudiendo mi acierto. Reímos las dos. En ese instante, surgieron cientos de estrellas fugaces, distintas, más veloces. Silbaban a su paso con un tableteo lejano al final. Todas terminamos sobre la nieve.

          Mamá cayó en su huella. Esperé a que alguien diera la señal, pero sólo se percibía un leve crepitar. El frío me llevó a mamá y me envolví con sus brazos. Ya no rugían sus tormentas y mis nubes blancas ascendieron solas hacia un cielo oscuro, nuestro firme cielo cosaco.

 

 

sábado, 2 de enero de 2021

El rey mago Borrón

          

Quizá alguna vez habéis oído hablar de niños que recibieron regalos que nunca citaron en su carta a los reyes magos. O tal vez a vosotros os sucedió. 

Sea como fuere, la mayoría piensa que quizá se debió a la mala letra o a que con tantos regalos que reparten sus majestades es normal que se equivoquen, pero lo cierto es que ninguna de esas razones son la causa de esta contrariedad. 

Voy a hablaros del culpable de esta desdicha. Tiene un nombre que nadie se ha atrevido a mencionar hasta ahora, pero ha llegado el momento de revelarlo. Debo confesaros que mi corazón se encoge al pensar en él, pero debo sobreponerme por el bien de la Navidad. Se trata del rey mago Borrón. Un monarca cuya maldad comenzó a extenderse a partir del nacimiento de un niño que marcó la historia de la humanidad para siempre. 

Hace más de 2.000 años, cuando los hombres supieron que aquella inmensa estrella de larga cola anunciaba el nacimiento del rey de reyes, los más altos representantes de los reinos decidieron seguir la estela sin importarles la distancia que habrían de recorrer con tal de honrar al recién nacido. 

Conocida la noticia del advenimiento, todos los monarcas de la tierra quisieron formar parte de la feliz caravana, pero se decidió que tan sólo tres serían los afortunados, uno por cada continente conocido. Pero en el preciso momento en que se descartó al resto fue cuando surgió la maldición, fue cuando algunos de los regalos de la noche de reyes dejaron de ser los esperados. 

En aquella histórica elección de los tres embajadores se decidió que, el rey Melchor, con su codiciado oro, viajaría desde Tartessos representando a Europa. El rey Baltasar, con la preciada mirra, atravesaría los desiertos de la lejana África. Y el rey Gaspar, desde la exótica Asia, llevaría el venerado incienso para quemarlo ante el futuro rey de todos los hombres. 

Los demás monarcas asumieron la elección y esperaron pacientes al regreso de los tres afortunados, para escuchar de su propia voz las maravillas que los halcones reales avanzaban en los mensajes sujetos a sus garras. 

Sin embargo, Borrón, alteza de un reino de la lejana Mongolia, hombre de mal perder, nunca aceptó que la sabrosa pimienta negra, de la que presumía cultivar con sus manos, fuera descartada frente al incienso del rey Gaspar. Maldijo la expedición y dispuso toda su magia oscura para que aquellos regalos se malograran. 

Pero aquella maldición no consiguió transformar el oro ni deshacer el incienso ni alterar la mirra al polvo en el que pretendió convertir esas ofrendas. Pero sí logró que, con el paso del tiempo, en la tarde noche de la recepción de las cartas, algunas de las que rebosan las sacas de sus majestades, se emborronen por la acción de la especia maldita y la redacción se altere, y, con ella, las ilusiones de muchos niños. 

Por eso, a causa de ese conjuro, a veces, los Reyes magos, a pesar de su eterna bondad, dejan junto a los zapatos regalos que jamás fueron deseados. 

Pero lo que nunca pudo sospechar el rey mago Borrón es que, gracias a su magia negra, los niños se esforzarían por escribir mejor, y los más aplicados conseguirían que, a pesar de la maldición, los tres reyes magos leyeran mejor las cartas y, a día de hoy, continúen llenando de felicidad la noche más mágica de todos los tiempos.

El segundo enigma

Aquel grupo de renos surgió de la nada.

E instintivo fue el volantazo posterior.

Parte de las compras de la nochebuena saltaron del asiento.

Algunas terminaron bajo los pedales.

Los faros primero alumbraron al bosque.

Luego a la nieve.

Luego a las estrellas.

Luego, oscuridad.

Desperté en mi habitación; la cama era distinta, pero era mi cuarto.

El mismo villancico sonaba, pero ahora en la radio de la cocina.

La estancia olía a cordero y a mazapán.

Dos enfermeros discutían al pie de la cama.

Algo se jugaban a los chinos.

Mi sonrisa se estiró al reconocer las voces tras las mascarillas.

¡Eran mis hermanos!

Toda una sorpresa que el mayor se hubiera presentado a la cena.

Se le suponía en Afganistán.

Descubrieron mi despertar y uno salió corriendo.

─¡Madre, madre! ─gritó por el pasillo.

Esforcé la vista hacia el rostro de quien acariciaba el mío.

─Hermana, ¡por fin! ─suspiró.

Las canas veteaban las sienes de nuestro soldado; las arrugas acechaban su mirada. La guerra, aparte de arrebatar vidas, consumía la de sus testigos.

Volví a cerrar los ojos complacida.

La radio se hizo más presente; pasos; arrastre de sillas; emoción.

La neblina que acompaña al despertar de un sueño profundo me asomó a un escenario donde a los rostros enmascarados de antes se sumaba el de mi madre, próxima, primorosa, pero nadie más.

Con una coreografía perfecta de los tres me incorporaron sobre una cuña de almohadones.

Un bol con varios racimos de uvas apareció en mi regazo.

Y mientras ellos recontaban la docena en los suyos, confirmé dos ausencias.

No había silla para padre y tampoco el marco con mi novio presidía la pared.

Las explicaron las lágrimas que arrasaron los ojos de mi madre al advertir mi desasosiego.

Sonaron los cuartos, las mascarillas cayeron y asomaron los años.

Doce segundos tardé en descubrir el primer enigma: que llevaba una década sin celebrar esta noche.

El segundo enigma, el de las máscaras, lo resolvió el mismo deseo que, con un extraño baile de codos, mi familia coincidió en prodigarse.

Idéntico al que la radio insistía en transmitir a todos los supervivientes del planeta.

El que desde siempre surge en los brindis por sincera afinidad o simple educación.

Y brindamos.

lunes, 21 de enero de 2019

Paréntesis

Querido lector, amada lectora:

Inmerso en un máster me encuentro desde hace medio año y la implicación al mismo me obliga a un insalvable paréntesis.

Mi refugio y pasión por la escritura se ven dirigidos ahora a otros estilos más técnicos y académicos, y aunque los relatos me asaltan en medio de apuntes y temarios (bendita distracción), la responsabilidad los desplaza a un futuro todavía lejano.

A mi regreso, confío en volver a encontrarnos por aquí y que alguna de esas historias que reservo te conmueva y te agrade.

Un abrazo lector.

domingo, 10 de junio de 2018

Marca dos

A los pocos meses de la marcha de don Bernardo de Gálvez supe del éxito de sus hazañas por la noticia que me anticipó el Misisipi. Un casaca roja, cuyo rostro había sido pasto de los mismos peces que pretendía pescar, había decidido orillarse entre los manglares de mi rincón favorito. Un cadáver siempre asusta y más a un mozo como aquel que fui, pero a pesar del sobresalto algo me impidió apartarme de él. 
Permítanme antes presentarme. Mi nombre es John Quarles y antes de afincarme en Misuri y convertirme en un acaudalado empresario, y mucho antes de que mi sobrino Samuel me perpetuara para la historia por formar parte de las raíces de su árbol de vida, fui miliciano en defensa de la Nueva Orleans que don Bernardo nos confió antes de marchar contra los ingleses río arriba. 
Volviendo al asunto del macabro hallazgo, y de los quebraderos en que decidí meterme por esa causa, supe semanas más tarde que en la conquista de Manchac no hubo bajas en ambos bandos, pero que en Baton Rouge la pólvora y la sangre formaron la melaza que acartonó uniformes y apelmazó cabelleras. Con toda probabilidad aquel soldado formó parte de esa batalla y los caprichos de las corrientes quisieron que arribara junto a mi sedal. 
Acostumbrado a la fetidez de las aguas cenagosas y a las nubes de mosquitos, el hedor de aquel despojo no le desproveyó de la humanidad que decidió entregar al servicio de esa majestad por la que la mayoría de los británicos se enorgullecen. Humanidad y deferencia con los caídos que me obligó a no despreciarle como su pestilente descomposición obligaba.
Hasta entonces, convencido de que los funerales, bien en el mar o bien en la tierra, no eran más que un simple ejercicio de salud más allá de un ritual religioso, pensé de inicio en alejar al soldado con mi caña donde la corriente decidiera el momento en su camino hacia el océano. Y ese fue mi propósito final, pero antes, algo me decía que al igual que en casa me esperaban, aún sin la cena que mis anzuelos solían presumir, alguien, quizá río arriba o quizá en otro continente, bajo otra lluvia, de gotas gélidas sin vendavales que las apresuraran, pero pertinaces, acechando viviendas de ladrillos como los que tras los últimos incendios y huracanes don Bernardo ordenó construir en nuestra Luisiana, ese alguien, quizá una madre, una hermana, quién sabe, esperaba noticias de este muchacho que marchó un buen día para defender al imperio y terminó sin honores, y desaparecido por siempre si yo no lo remediaba.
Con el respeto o reparo que un igual produce aun cuando carece de alma y se convierte en el decrépito envoltorio de aquel ser lozano que fue, registré sus prendas en busca de esa individualidad que todo uniforme esconde de la rigurosa mirada de los sargentos más chusqueros. La respuesta ideal la encontré en su pecho, pero, entre la bayoneta que la atravesó y el agua, la carta se deshizo entre mis dedos y la tinta se desdibujó en lágrimas de cian como la cera ante la lumbre. Me maldije por precipitarme en abrirla. De haberla dejado secar quizá algo hubiera podido averiguar sobre el destinatario o el autor. Dejé de lamentarme cuando descubrí la cadena en el cuello y la medalla adjunta. Impoluta, como la entrega un orfebre, permitía leer una amorosa dedicatoria y el nombre del soldado. 
En aquellos tiempos de escasez los metales preciosos triplicaban las posibilidades de aumentar las raciones. A falta de presas que cocinar y con el hambre como primer reloj de nuestras necesidades, el dorado colgante hubiera supuesto una mejora a la familia Quarles, pero la decencia o tal vez la compasión me decidieron por proteger la joya hasta encontrar la forma de hacérsela llegar a quienes añoraban conocer la suerte del malogrado.
Al final de la contienda, en la esquela que remití edulcoré el aspecto del finado. También mentí sobre la inmediatez de su muerte. Un disparo certero, describí, y no la agónica asfixia que un pulmón perforado siempre produce. En lo que no hubo engaño fue en el lugar donde yace. Con esta franqueza busqué evitar ese empeño, esas peregrinaciones con que las familias se desgastan en busca de los restos de sus seres queridos. Por esa razón lo amarré a un tronco y dejé que el río se encargara de entregarlo al océano. Después empaqueté el colgante junto a la misiva que les describo, como únicos vestigios del adiós y refugio o paño para las lágrimas de quien los recibiera. Me ahorré detallarles que el caprichoso Misisipi precisa de dos brazas para resultar navegable y que tuve que esperar cinco días a que llegara la pertinente crecida. Marca dos, se grita por la ribera cuando la sonda anuncia los 3,6 metros de profundidad necesaria. Precisamente el seudónimo que con los años adoptó mi sobrino Samuel y con el que se dio a conocer al mundo. Fama que sin duda merece, como otro tanto y más si cabe mereció nuestro querido gobernador que contra todo consejo y a pesar de las pocas fuerzas de que disponía tomó la decisión de atacar al inglés. Acción heroica que nos salvó del asedio.

jueves, 5 de abril de 2018

Purgas

                        Después del terremoto en el Tíbet papá se olvidó de nosotros. Le llamaron y se largó. Ni besos ni mirada atrás. Se montó en el coche y condujo como si las réplicas que sacudían al planeta representaran una tormenta de verano.
         Las mensuales noticias que teníamos de él nos las proporcionaba el banco. Todo su afecto se había reducido a financiar nuestras necesidades. Y mientras a mi hermana y a mí el colegio nos refugiaba del cariño perdido, a mamá se le arrugó el corazón consumida entre las culpas que se impuso por el abandono. Las coplas que solía entonarnos con su buen ánimo se convirtieron en suspiros y su melena azabache, en el plazo de dos años, en un moño de plata.
                  A la semana de aquel adiós, cierto mediodía de gripe, un desconocido con acento de los Urales visitó nuestra casa. Que mamá me cerrara la puerta antes de pasarlo al salón me sacudió la fiebre y me animó a espiarles. Hablaron de mi padre. Más bien, él la interrogó por su paradero. Ese mismo mes, por la varicela de mi hermana, supe de otras tantas parecidas visitas y que todas terminaron con el mismo ruego de mi madre señalando la puerta: «Por favor, no sé nada y trato de olvidar.»
                  A pesar de que los ingresos seguían llegando con puntualidad, mamá se empleó de administrativa en una asesoría. Contrato que celebramos durante la cena y que le devolvió una ligera sonrisa. Mueca que pronto torcimos cuando la radio, compañera infalible y fondo en los silencios a la mesa, soltó la noticia: Había que desalojar la Tierra.
         Desde que la falla de Altyn Tagh decidió convertir el Himalaya en una escombrera, los sismólogos pusieron toda su atención en las nuevas cicatrices de la corteza. De entre todas, una surgió imponente para unir la de San Andrés con la de Motagua. El noticiario anunciaba la fragilidad, la inminente fractura y se extendía en detalles sobre el cataclismo que arrasaría con toda forma de vida.
                  Sin embargo, nadie entró en pánico. Los temblores ya formaban parte de nuestro día a día. No había árbol al que subirse ni puente o puerta que cruzar. No existía un cobijo ni punto planetario libre de las consecuencias. La gran ola arrasaría los cinco continentes. La resaca los remataría. La atmósfera irrespirable, nuevos volcanes, incesantes terremotos, centrales nucleares descontroladas… El fin. En cambio, la ansiedad sí que cundió entre los inmortales, como así se comenzó a denominar a los pudientes. Líderes mundiales o simples billonarios con capacidad o influencia para opositar a un billete en los transbordadores a Marte. Lanzaderas que los embarcaría en el crucero directo al planeta rojo. Sesenta millones de inmortales peleando por una de las diez mil plazas que admitía el Insolitus, mientras siete mil millones de resignados espectadores de esa fuga quedaríamos condenados a una muerte segura.
                  Dos días después de la noticia, los miembros de los clubes más elitistas del mundo, desacostumbrados a toda contrariedad, se reunieron de urgencia en Suiza. La cumbre pretendía organizar la construcción de más cruceros que permitieran salvar a todos los socios. En la tercera y última jornada, la de la deliberación, cuando ya se había escuchado al comité de expertos sobre la inviabilidad del proyecto, los reunidos descubrieron lo que ya advirtió Maquiavelo: «Es mejor ser temido que querido. Pero sólo temido, a largo plazo, genera un odio de consecuencias imprevisibles.» Ninguno salió vivo del incendio que asoló el hotel donde se concentraban. En una cuenta atrás incierta, ante un mañana improbable, el dinero había dejado de servir para comprar lealtades y el odio había bloqueado las puertas.
         La barbacoa alpina precipitó el despegue de las lanzaderas. La mitad, las que partieron del este, lo consiguieron. El resto se malograron en la guerra intestina que libraron los inmortales al tratar de abordarlas. Diezmados, en un mundo sin lacayos, despertaron de la ensoñación y descubrieron que la única riqueza se encontraba en disfrutar del tiempo restante.
                  Si bien la noticia del fin del mundo supuso un espaldarazo para los agoreros, prelados y demás profetas, una gran parte de la humanidad, creyente o ausente de fe, asumida la efímera existencia, decidió sacudirse catecismos y rezos y se dedicó a dejarse llevar por los placeres a su alcance.
                  Para muchos supuso regresar a aquellos lugares donde fueron felices, para otros consumirse entre drogas y orgías, y para un gran resto emprender un viaje iniciático sin otra preocupación que saciar el hambre. Para nosotros supuso volver a ver a nuestro padre en el umbral de la puerta.
                  Acabo de cumplir los treinta y hace veinte desde la declaración oficial del fin del mundo. Desde ese día decidí continuar con la labor oculta que nos confesó mi padre. Trabajo en el mismo centro de investigación que él y muchos de mis compañeros son hijos de otros geólogos. Todos juramos guardar el secreto de nuestros ancestros, dedicarnos, como el resto de científicos implicados, a mejorar la vida en el planeta y a prevenir catástrofes o pandemias.
           La vida del investigador es discreta, casi oscura, dependiente de subvenciones, del mecenazgo. Se nos considera pusilánimes, raros, y lo preferimos. Porque en nuestras convenciones, fuera de agenda, las noches las ocupamos en la captación de nuevos lumbreras que formen parte de nuestra red. Nunca hemos despertado recelos, pero permanecemos alerta para cuando el mayor depredador de la historia traspase los límites. En mi caso, en mi especialidad, esperamos las nuevas señales telúricas para decidir si ha llegado el momento de exagerarlas e iniciar una nueva purga. La última fue la del Insolitus. La primera surgió en el siglo XIV, cuando nuestros fundadores liberaron por los palacios de media Europa el virus de la Peste. Hemos aprendido de aquel error y de ignorar genocidas que luego marcaron la historia. Ahora somos más selectos, más precisos, confeccionamos listas. Somos la conciencia de los inconscientes, el demonio sobre el hombro del ángel. Nuestra ciencia ya venció al cáncer, ahora extermina a quien lo es.

sábado, 17 de marzo de 2018

Sueños


Nunca fui rico ni aspiré a serlo, pero reconozco que cuando sueño y me veo reinar en las cimas de la opulencia disfruto de los lujos con tanta fidelidad como si los poseyera. No obstante, a pesar del gozo me siento vulnerable. Quizá sea por la falta de costumbre de verme desprovisto de esa humildad que obliga una vida de anónimo asalariado. Desde hace una década soy un contable más en el edificio de una firma de diez plantas donde cinco rotulan mi oficio.
Horario fijo de lunes a sábado, transporte público, fichar y fichar, y vuelta al autobús. Me recibe un portal que huele a cocido, un quinto sin ascensor, una puerta sedienta de barniz que dibuja de tanto rozar media sonrisa en la baldosa, y una gata, Carla, frotando su lomo en mis perneras rogando su comida. Sé que en mi ausencia se fuga por el patio, que riega macetas a su manera, asusta a los canarios hasta el desplume y marca su territorio afilando las uñas en marcos ajenos, para, a media tarde, retornar calmosa y poblar de pelos el mullido de su cesta hasta que me presiente en el rellano. Una cena frugal, la mía, un tanto metálico el sabor del filete, al límite de su caducidad supongo, ni siquiera recuerdo haberlo comprado, y Carla expectante a los restos. Sé que la odian, sobre todo, Renata, la portera. Nadie me confiesa abiertamente su hartazgo, pero las miradas vecinales, la sequedad en los saludos, denotan rabia contenida. Todas las semanas Renata me busca para largarme la crónica de las tropelías de Carla, pero omite en la queja sus intentos por darla caza. Termino la ingesta y dejo medio filete y las ternillas para Carla. Plato y cubiertos al fregadero. Un agua rápida y el jabón escurriendo por la loza como todo rastro de mi paso por la cocina. Cepillo dientes, pijama y una novela de lomo tatuado por la biblioteca que la cede. Lectura ritual, cuatro páginas mínimo antes de entregarme al sueño. Apago la lámpara de la mesilla y escucho el posterior tintineo de la cadenita balanceando, ya libre del estirón. Tres roces: ding, ding, ding. Dentro de un rato vendrá Carla a moldearse un hueco en el edredón, rara resultaría su demora. Es entonces cuando me entrego al azar del descanso y éste me franquea el acceso, no siempre, al mundo del lujo y la pompa. Me complace saber que con suerte despertaré con el regusto casi material de haber pilotado deportivos que conozco de marquesinas o del aparcamiento para directivos, o me recrearé con haber caminado por cubiertas de yates anclados en aguas turquesas al otro lado del mundo. Me veré disfrazado, nunca vestido, con ropas de vergonzante elegancia. Rodeado por personas de lentos ademanes y sonrisas perennes, siempre serviciales. Las puertas se abrirán a mi paso, ni un mal olor, ni una brisa que despeine un solo cabello. Todo estará en su sitio y todo impecable, aburridamente impecable, permanecerá en mi recuerdo hasta que a la mañana siguiente entre en el edificio de diez plantas.
Subo el embozo hasta el mentón y siento que mi sonrisa se estira. Al poco tripulo un Mercedes de alta gama, sin embargo, lo conduce un chofer de sobria elegancia. El mullido es impecable y el olor a nuevo, a matices de pino, colma la sensación de estrenar. El silencio se agradece durante el trayecto, apenas se percibe la rumorosidad del motor alemán y los anchos neumáticos rodando a un ritmo tranquilo. Silencio que se interrumpe cuando el vehículo invade una entrada alfombrada por piedras. Como cuando el mar bravo se retira de una playa de cantos. Imagino la mansión, el sendero nacarado que finaliza alrededor de una fuente con una escultura de ángeles trompeteros. Huele a ciprés o puede que a ese seto frondoso y de alta cota, debidamente podado, que evita la curiosidad plebeya. Algo no encaja, suelo dirigir mis ensoñaciones y donde esperaba un pórtico con mayordomos descubro un arco y a su sombra un capellán. De nuevo escucho el motor alemán o eso creo. Rugidos huecos, son mis tripas y una punzada estomacal, la primera, que pronto abre el camino a la segunda y que me retuerce y me ovilla. Tiro de la cadenita y la luz me golpea como una bofetada. Me mareo al incorporarme, pero mi boca, seca como la cecina, implora agua. Camino por el pasillo apoyado en las paredes, el dolor abdominal se asemeja al de una quemadura, nueva punzada. Cerca ya de la cocina tropiezo, luego resbalo y caigo. Veo a Carla, inmóvil, muerta, junto al vómito que me ha llevado al suelo. Mis ojos se cierran y vuelve el olor a ciprés por encima del aroma a pino y a mullido nuevo, el que acolcha mi reposo, y veo al capellán esparciendo agua bendita sobre mi rigidez y, a su vera, Renata, de luto, compungida, con su manojo de llaves, cual rosario, apretado al pecho.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Tormentas mágicas


                  Esta noche la tormenta ha sido de las más fuertes, casi tanto como la que cambió de sitio la escuela la semana pasada. Una lástima ya no poder preguntarle al maestro. Seguro que existe una palabra que define al pitido constante que invade mis oídos. Sin embargo, lo que más me inquieta es la certeza con la que me acosté anoche. Mis amigos se están marchando, ya no tengo con quien jugar, apenas recibimos visitas, ni siquiera de los abuelos. Sé que padre les excusa con una mentira sobre un largo viaje. La misma travesía que muchos vecinos emprenden cada nuevo amanecer. Ninguno confiesa adónde va, todos dicen que lejos, pero parten cargados de maletas precipitadas. Tanta despedida me inunda de tristeza y ha terminado por desvelarme, o quizá haya sido el ataque de tos por el polvo que invade la habitación, que también busca asentarse en mis ojos. No lo sé. Parpadeo para ventilarlo y paso de la plena oscuridad al negro del más profundo de los pozos. Al menos los truenos parecen alejarse y también los resplandores. Son tormentas mágicas. Así las definió padre cuando aparecieron por primera vez. Van cambiando de forma la ciudad, me dijo, cerrando calles y abriendo nuevas, me aseguró con su mano puesta en mi cabeza. Ahora no me importaría que alguno de esos fulgores recortara la silueta de madre en el umbral, como acostumbra cuando vigila mi descanso. Yo siempre finjo que no la veo, me hago el dormido, pero ella lo sabe, pues no puedo reprimir la pizca de placer que me otorga su presencia y necesito removerme, además se me escapa siempre un leve gemido al abrazar la almohada. Necesito llamarla y me surge una voz ronca. ¿Mamá?, digo, pero sólo escucho ese pitido que preside mi atención. Insisto en convocarla, esta vez a medio grito, y es el polvo el que acude a mi garganta. Nueva tos, más acusada, apenas sin recorrido. Sé que a padres les molesta que los despierte en plena noche. El descanso es tan importante como calmar la sed, el abuelo repetía. Decido sujetar los terrores bajo esa sensación de encontrarme cubierto por el peso de un millar de mantas. Debo dormir. Parece que el polvo se asienta y que la tormenta se extingue. En cambio, surgen por una esquina del techo estrellas imposibles. Su visión debe ser por el sueño que me vence. Quizá mañana, la escuela haya regresado y tape el enorme agujero que dejó en su despedida. Quizá entonces el maestro regrese y con él mis compañeros. Quizá pueda preguntarle por la palabreja sobre mis oídos, antes de que retome la clase de historia con el pasado amorita, hitita, asirio, persa, griego, romano, bizantino, árabe, mongol y otomano de nuestra fabulosa ciudad, Alepo.

domingo, 7 de enero de 2018

Los padres

                  ─Conclusiones finales de la defensa. Tiene la palabra, señor letrado.
                  ─Con la venia, su señoría. Ilusión, ilusión bajo el empleo de inocentes tretas. Engaño, si es la palabra que buscan, pero con el único ánimo, repito, de ilusionar. Esa es y fue la única intención de mis defendidos y nadie ha podido demostrar que causaran daño alguno a sus tutelados. Por lo tanto, solicitamos la libre absolución. Eso es todo señoría.
                  ─Señor fiscal, su turno. Conclusiones.
                  ─Con la venia, señoría. Hemos demostrado a lo largo de la vista, y así lo han reconocido los propios autores, la reincidencia y el nulo arrepentimiento. Así mismo, se ha evidenciado que siempre han actuado con nocturnidad y uso de disfraz prevaliéndose de la superioridad que la ley les concede como tutores. Por otra parte, han violado la correspondencia dirigida a personalidades de la realeza, para modificar a su conveniencia el contenido de lo pretendido con un claro ánimo de lucro cesante. Ante lo expuesto, nos encontraríamos con un concurso de delitos que agravaría la pena a imponer, por lo que solicitamos que sea establecida en su tramo superior, dados los antecedentes que ya suman por otra usurpación de identidad, ya juzgada, del conocido roedor de apellido Pérez.
                  ─Escuchadas las partes y antes de pronunciar la sentencia quiero aclarar varios aspectos, pues no puedo negar mi consternación. El menor se encuentra especialmente protegido por la legislación vigente, ahora bien, jugar con las decepciones de las personas y quebrar la inocencia desvelando o poniendo en riesgo un secreto que lleva preservándose desde hace tantos milenios sólo me obliga a tomar la más severa de las decisiones: Cadena perpetua sin derecho a revisión.
                  ─Recurriremos.
                  ─Está en su derecho, letrado, pero no es a usted a quien le corresponde.
                  ─Desde la fiscalía y a nuestro técnico entender, no entendemos lo que quiere decir, señoría.

                  ─Muy sencillo: cadena perpetua, señor fiscal, pero para usted. En este juzgado siempre hemos tratado de llegar a la verdad y usted, con su insistencia, ha conseguido llegar hasta ella y demostrarla indiscutible. Se ha cargado para siempre la más hermosa de las mentiras y con su empeño ha confirmado las sospechas que ya tenía de mi padre. Llevo ya unas cuantas navidades que le escucho de madrugada arrastrar las zapatillas por el pasillo. Ya no les pone galletas a los reyes porque dice que tiene alta el azúcar, me he encontrado lencería en mi zapato con un tique de regalo a su nombre y sigue empeñado en poner un botín de mamá, para a la mañana siguiente besarlo mirando al techo mientras la cita como su querida cómplice y que la echa de menos. Lléveselo de mi vista, agente. Se levanta la sesión.

jueves, 4 de enero de 2018

La última emboscada

          ─Vamos, muchacho, deja el móvil y levanta la cabeza. Apuesto el café a que desconoces por dónde patrullamos.
          ─Los caimanes, perdón, ¿los veteranos no celebráis la Navidad? En estas fechas el ajetreo es demencial en las redes. Hay que estar al quite. Breve, eso sí, más de tres líneas saturan. Además, es el momento idóneo para recuperar relaciones marchitas y, por otra parte, atreverse a borrar, por fin, esos contactos que ya no soportan otro scroll de la agenda.
          ­­─Mira muchacho, no comprendo ni la mitad de lo que me dices, pero lo único cierto es que a mi lado ya han patrullado más de veinte tipos que se han creído muy listos, y cuando el servicio se ha torcido me han buscado como el hijo entre el gentío la mano del padre. Por suerte y por empeño nunca he tenido que lloraros a ninguno.
─Pronto te ofendes, caimán, pero asumo mi culpa y me abstendré de anglicismos. ¡Ah! Y me apetece ese café. Rodamos por Goya hacia Velázquez. Fácil, las luces navideñas reflejan su colorido en mi pantalla. ¿La mejor iluminación?, por si te apetece derivar hoy tu habitual conversación insulsa, la del tramo entre la Puerta de Alcalá con Cibeles. Aunque me temo que acabarás, como siempre, repasando quites magistrales de figuras del toreo o mencionando batallitas por cada esquina que doblemos, donde me recordarás esas carreras detrás de los roba gallinas de tus comienzos. Puede que no te des cuenta, pero me paseas por tu particular túnel del tiempo como a un aborregado turista. Razón por la que no cedes el volante. Sólo te falta el micro, el acento de un erasmus y descapotar el coche.
          ─Muchacho, no desprecies la veteranía por muy licenciado que seas en ciencias infusas y aprende. Patrullar es algo más que dar vueltas luciendo rótulos, placa, uniforme y esa vena en los bíceps que os empeñáis en cicatrizar los «viceversas». Patrullar es detectar a quién incomoda tu presencia, advertir lo extraño donde el resto asume normalidad, es ver más allá. En definitiva, anticiparse para actuar con firmeza, decisión y prudencia. Los malos podrán surgir en cualquier momento, pero nunca sorprendernos. Jamás pierdas la iniciativa, aunque la fiesta la comiencen otros.
          ─Lo que usted diga don firmeza, decisión y prudencia. No seré yo quien contradiga a quien le resta un día para jubilarse. Por cierto, gran putada cumplir años el mismo día de navidad. Toda una vida compartiendo fiesta con Santa Claus. Quizá esa sea la causa de tu mala leche a cuenta de un déficit de regalos. Y quizá del complejo del secundario surja la razón de tu barriga. ¿Buscas equipararte con tu rival? ¿Vas a dejarte barba?
          ─De la panza sale la danza, muchacho, y ya descubrirás la felicidad en los guisos cuando del ombligo para abajo superes tus obsesiones de jinete. Pero si quieres guerra, como mangos de paraguas. Así tenéis los jóvenes las cervicales de tanta pantalla. Y hablando de paraguas. Mi señora se dejó el suyo en el obrador de Pardiñas y me ha insistido. Voy a parar en la esquina. Bájate y lo recoges, pero asoma el morro antes de entrar y mira a los ojos como un tahúr a los que estén y sin despreciar a los que entren después de ti.
─¿Me tomas por un escudero? Vete tú.
─Si tengo que pagarte un café al menos gánate la sacarina.
          «Buen chaval, aunque hay que pulirlo», define al muchacho al verle caminar y meterse en la panadería, otra vez distraído con el móvil. Los andares le recordaron cuando él tenía esa percha y las manos ocupadas por la absurda gorra de plato y el equipo de transmisiones, y un uniforme que, quien aprobó su diseñó, estaba convencido, nunca se lo puso. Zapatos de cordones, corbata, camisa y pantalones de pinza. Ideal para desfiles y para vaciles de las putas. Vestido de primera comunión no se acude a los poblados a tratar con yonquis ni se persigue a tironeros.
          Cinco minutos más tarde, la demora del muchacho la evalúa con dos hipótesis. Una, que, a cuenta de las fechas, hoy atienda la hija del dueño. Toda una preciosidad que hasta al más pintado donjuán llevaría al tartamudeo. O, dos, que el WhatsApp registre un pico de imbecilidades y ande media España deseando agradar de inmediato con el reenvío de un gif ocurrente que dentro de un cuarto de hora ya se habrá quedado obsoleto.
Lo negaría, pero es cierto. A unas horas de cumplir los sesenta y cinco se encuentra al día en los avances de un mundo frívolo y de prisas digitales. Y aunque presume de ignorante, la curiosidad le ha llevado incluso a visionar los videos del Rubius. Sin manual, a pelo, dispuesto a estrellar la mentalidad encallecida por los años y aceptar las consecuencias. Mentalidad, por otra parte, inquieta a cuenta de la atenta escucha de las inevitables conversaciones en las muchas horas de patrulla junto a mozos con derecho, también, a usar de diván el estrecho asiento que marginan Franchi, mampara, emisora y salpicadero.
Sin esperar otro minuto decide bajarse del coche. La gorra queda en el asiento. Con disimulo prueba el empuñe del arma aún en la funda. Nunca se sabe si una tercera hipótesis, la indeseada, aguarda en un interior apacible. Asoma la cabeza. No hay luz. Un cartel advierte del cierre temprano: Nochebuena. Sin embargo, por ese umbral perdió de vista la espalda del muchacho. Raro. Alerta. La puerta cede al empuje y al instante los fluorescentes parpadean antes de fijar la intensidad. Iluminan al dueño, a su preciosidad y a toda una sonriente congregación de muchos de los compañeros con los que compartió servicio. Toda una vida de uniforme ahora representada en tipos de abultadas cinturas y desfasadas chaquetas, coronados con diferentes grados de alopecia. Todos, copa en mano, alrededor de un roscón culminado por una vela, escoltada por esposa e hijos, y una lágrima común que asoma al brindis por la última emboscada.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

El estreno

           —¡Arre Pandero, arre!, que ya se barruntan las luces tras la colina. ¡Vamos, Panderito!, que ya ventea la noche los acordes de la orquesta. Seguro que mi Maite ya ronda por la plaza, seguro que ya me busca entre la gente.

            Pandero orienta una oreja hacia el joven jinete y como buen burro simula acelerar el trote con un leve brinco. La luna tiñe de grises senda, matorral y montura, de plata las galas del ansioso zagal y de nácar el hocico del asno.

—¡Vamos, Pandero bonito!, que el Casimiro aprovechará el pasodoble para arrimarse a mi Maite. Tarde salimos y pronto debemos regresar, antes de que el sol bostece el primer rayo y el abuelo vacíe el orinal.

El anciano había quedado en cama y los ronquidos fueron la señal esperada para iniciar la fuga. A oscuras se vistió de domingo el enamorado, pinzó los zapatos y descalzo llegó a la cuadra. Cabezada y zanahoria para el borrico, cautela con las bisagras y espuelas cuando la casa se perdió de vista en el primer meandro.

—¡Mira Pandero!, ese roble nos servirá para amarrarte. Descansa que la vuelta será ligera; algo de pasto queda y las yeguas del tío Emilio por aquí rondan al paso lento de los cepos. Me voy, Pandero; ya sabes que el Casimiro es obstinado y se ha fijado en mi Maite. ¡Ay, mi Maite!

Hasta la llegada de la primavera, Maite siempre había sido la espigada amiga de Ginés, el pasmado, el huérfano alojado con su abuelo y que buscaba los rincones de los patios para devorar novelas. Ginés no tardó en despertar la curiosidad de Maite, otra enamorada de las letras, y desde la entrada en la escuela hasta la despedida pasaban la jornada juntos. Una amistad pura hasta que la naturaleza le puso las curvas de una guitarra a la joven Maite y transformó los vistazos del pasmado en la mirada de un centinela.

Feriantes, tumulto, luces y algarabía; paso procesionario, zigzagueante, necesario para llegar sin empellones hasta la plaza. Allí bailaban parejas al son de La morena de mi copla. Ni rastro de Maite entre la muchachada, pero sí de las fornidas espaldas del Casimiro y, ceñido a su cintura, un brazo femenino al compás del pasodoble.

Ginés revivió el mismo ardor que cuando probó el orujo con el que aderezaba los postres el abuelo; sintió que sus narices se asemejaban más al hocico de Pandero y, con alevosa determinación, despreció las consecuencias de abalanzarse hacia una mole.

Los bailes tienen sus pasos y entre ellos los giros. En el último, cuando Ginés ya apretaba dientes y puños, la espalda de Casimiro se retiró como un telón y en el movimiento surgió Isabel, habitual pescado de orilla del grandullón. La cara de Ginés desvelaba la crispación incluso para un bruto como Casimiro, quien, sin esperar a que acabara el siguiente acorde, con los modales de un mulo, agarró del brazo al pasmado y se lo llevó en volandas hacia lo oscuro; lugar inmediato, a cuatro pasos de casi todas las plazas de los pueblos.

El pasmado imaginó su ropa hecha girones, la nariz apuntando para siempre al lado contrario del primer puñetazo y el desayuno con el abuelo. Pero cuando Casimiro le soltó, con la misma mano le cogió del cuello para dirigirle la atención hacia un coche estacionado entre las sombras.

—Golf GTI, descapotable, 16 válvulas; de Quique, el rubiales de los chalets —detalló Casimiro.

Ginés torció boca y ceño. Conocía al guaperas y quizá vendiera su coche. Se imaginó yendo a buscar a la Maite montado en él, pero, rápidamente, evaporó la ensoñación extrañado por la ausencia de los mamporros y el giro explicativo. El bruto asumió que su paisano no había terminado de entender.

—Mira, pasmado: los amortiguadores a prueba y los cristales empañados requieren de mucha, mucha… ¿Cómo se dice?

—¿Transpiración?

—Bueno…, eso, transloquesea. Así que a la del Quique hay que sumar otra.

Ginés prescindió de arrimarse para certificar la identidad de la moza.

—Es lo que hay, pasmado. En los inviernos las suspiramos para que luego lleguen los veraneantes y nos las chuleen.

Ginés caminó entre las sombras hasta que la vista se acostumbró a la oscuridad y a la acuarela del llanto, dejando atrás bullicio, fracaso y a un bruto que no le pareció tanto. Después de hacer un alto para enjuagarse la decepción, se dirigió hacia el roble donde le esperaba Pandero. Durante una hora de trote el borrico sería el confidente de su lamento. Tras desembridarlo, se acostaría y pasaría el resto de la madrugada buscando en el techo una respuesta a su desolación.

Pero la noche también es de las bestias y en sus planes, ante la llamada de los instintos, no cuentan los apuros de los amos. Pandero seguía amarrado al árbol, pero también encaramado a los cuartos traseros de una yegua en celo, de talla árabe, a la que no alcanzaba a satisfacer a pesar de la disposición de la hembra y los esfuerzos denodados del borrico por ganar la altura suficiente. A los rebuznos lastimeros de Pandero, por encontrarse tan cerca y tan lejos, se unían los chasquidos de las dentelladas por agarrarse a un aire que le aupara hasta el objetivo, mientras su descomunal ariete giraba en círculos por si el azar le llevara a culminar un imposible. Ginés supo de inmediato que amanecería y su taxi seguiría allí empalmado hasta que a la yegua le diera por llevarse su perfume a otros pastos.

—Vamos, Pandero. No desesperes. Ahora te acerco a esa loma y te arrimo a tu pretendienta.  Que al menos en esta fuga alguno regrese más contento de lo que partimos, y vamos pensando por el camino de vuelta qué nombre le pondremos al mulo que seguro nace de tanta pasión, y así me olvido de mis penas preguntándome cómo salí de casa a hurtadillas soñando con amar a la Maite y regreso estrenándome como mamporrero.