viernes, 28 de diciembre de 2012

El patrimonio de los decentes


            Nuestro plan era tan ambicioso como querer coronar cualquier cumbre del Himalaya con un cortaúñas por piolet. Sin embargo, la esperanza tendió escalas en nuestras paredes de hielo cuando el azar nos llevó a conocer los métodos impartidos en las viejas granjas de espías de Siberia.
Los rusos se convencieron muy pronto de que su grandeza tenía un mayor enemigo: el resto del planeta. En ese orden, y sin descuidar a los agentes que ya servían en sus embajadas, del mismo modo que en las escuelas se hacían cribas de futuros deportistas de élite, ajedrecistas o astronautas, el KGB seleccionó niños que cumplieran un perfil concreto para, tras ser sometidos a un exigente periodo de pruebas, sustraerlos de su entorno y enviar, a los mejores, a la Кирил ферма (La granja Kiril). Tuvimos constancia de que, al menos, tres, dos varones y una hembra, al cabo de veinte años, surgieron de sus aulas para confundirse en las naciones que se les asignara como si fueran uno más de sus nativos. Expertos en idiomas, manejaban inflexiones, acentos y jergas como si hubieran nacido en los barrios más castizos de la capital establecida. Su pasado de invención abarcaba desde guarderías nunca pisadas, excursiones juveniles jamás realizadas, vínculos a familias ya fallecidas, álbumes fotográficos adulterados y diplomaturas falseadas. Valery, caucásico, el más psicópata, fue enviado a los EEUU y trabajaba de comercial en una empresa de Ohio dedicada a la climatización. Talant, de rasgos orientales y suma inteligencia, dirigía una imprenta en Korea del Sur. Evguenia Mobate, experta en redes, fue nuestra gran suerte o quizá debería señalar que el vínculo surgido entre ella y nuestro querido Markel se tradujo en la mejor de las lealtades. De piel negra como una noche de galernas, Evguenia fue introducida como azafata en una línea aérea de Qatar. Un vuelo les llevó a coincidir y el enorme atractivo de Markel hizo el resto. Aliada para nuestra causa por amor, tuvimos que darle toda la cobertura a nuestro alcance para que, a modo de trueque, ella nos ilustrara mientras la manteníamos a salvo de la alargada sombra del servicio secreto ruso.
         Los consejos de Evguenia fueron aceptados por nuestra organización. Muchos de nuestros venerables no verían el resultado pero se convencieron de que el método, aunque lento, resultaría tan efectivo como fatal. Queríamos cambiar el orden mundial, acabar con quienes durante la última mitad del siglo se habían servido de la humanidad para mantenerse en el poder y seguir enriqueciéndose sin importarles las consecuencias tan nefastas para los más desprotegidos. Así, imitando los métodos rusos, formamos a jóvenes con el fin de infiltrarlos en estamentos y corporaciones concretas. Markel y Evguenia también participaron, y el hermoso mulato que surgió de su amor fue quien llegó más lejos. ¿Pero cómo lograríamos acabar con aquella élite, tan protegida y repartida por todo el planeta, y de un solo golpe? La respuesta la teníamos, el cuándo, también: la nochevieja del año 2012.
         Dos días antes de la gran noche, Mario Tormes terminaba su jornada y regresaba a su apartamento en la localidad de Epernay, en el departamento francés de Marne. Recogió una pequeña maleta, revisó su pasaporte y a un kilómetro del aeropuerto de Vatry quemó el coche que había robado. Dos horas después volaba rumbo a Oporto. A unos cinco mil kilómetros de Mario, Amir Majid oprimía el claxon por las abarrotadas calles de Bandar Anzali. Para un pescador abandonar Irán por el Caspio le evitaba las alambradas y un subfusil apuntando a su trasero, pero en las nuevas orillas la incertidumbre sería su compañera, y, reconocido como hostil, el precio de una bala iba ser el único coste de su despacho. Aún así, puso proa al norte dejando como único rastro una estela y una habitación desordenada. A esas horas, Adolf Mankel empezaba su turno en una fábrica de componentes para automoción sita en la localidad alemana de Zwickau, en el estado federado de Sajonia. Al día siguiente se marchaba de vacaciones a Mallorca y presumió de su suerte entre sus compañeros. Lo cierto es que su todoterreno cargaba equipaje, víveres y combustible suficiente, en un depósito extra, para no detenerse hasta llegar a Portugal. En el otro extremo del orbe, en la ciudad china de Shenzhen, la joven Xiaoyan Wei, se descalzaba antes de lanzarse al vacío desde la azotea de la planta donde trabajaba. El plan estaba en marcha y tan solo restaba que los componentes se unieran para que la reacción esperada se produjese.
         En la mañana del uno de enero de 2013, por primera vez en muchas décadas, pudieron verse asientos vacíos en el concierto de año nuevo interpretado por la Filarmónica de Viena. Algunos de los más notables y esperados asistentes no acudieron a la cita. Era el acto elitista más madrugador y el primero en desvelar que algo extraño estaba ocurriendo. No tardaron en llegar a las agencias noticias de ciertas indisposiciones de un número elevado de líderes mundiales de la banca, la energía, la industria y la política que no comparecían a los actos programados. A media tarde, se filtró el fallecimiento de algunos de ellos. Cerca de la medianoche se confirmaron nuevas bajas. Las llamadas de urgencia realizadas entre los miembros del Club Bilderberg pusieron nuevas voces al otro lado de las líneas. Secretarías compungidas confesaban luctuosas la defunción de sus jefes y describían el pánico reinante pues también familiares y allegados habían corrido la misma suerte. Al día siguiente, el balance de víctimas dejó un resultado impensable. La práctica totalidad de congresistas, diputados, senadores y cargos electos de los países del primer mundo colmaban las neveras de los forenses. Directores ejecutivos de multinacionales eran velados en sus domicilios. Familias enteras de banqueros eran amortajados por sus sirvientes. Y mientras el planeta se cuestionaba su orfandad de líderes, fue internet el medio elegido por nuestra organización para enviar la advertencia a aquellos que, aún perteneciendo a esa casta deshumanizada, habían logrado sobrevivir. Y para que nuestro discurso fuese admitido y nuestra responsabilidad reconocida, revelamos nuestro método de aniquilación. La imbecilidad, los clichés, las recurrentes formas de ostentación eran repetidas e imitadas tanto entre los trajeados de Armani y sábanas de seda como entre los mafiosos de camisetas de tirantes y salsa boloñesa en sus bigotes. Todos coincidían en degustar los productos más exquisitos, en beber los espumosos más caros, en viajar en blindados y depositar sus dedos en las pantallas táctiles de moda. Autores y cómplices, acólitos y bufones, correveidiles y lacayos; aquellos que también degustaron o acompañaron a sus indecentes amos en los brindis o en el empacho, acabaron de igual modo: envenenados. Cierto que algunos inocentes que pasaron de refilón por aquellos modos de vida fueron víctimas colaterales. Como en toda guerra, en ocasiones, balas perdidas se llevan almas que nunca fueron su objeto. La purga estaba hecha, ahora rezábamos por los inocentes y porque el mensaje hubiera calado. La impunidad, por fin, era patrimonio de los decentes. 

jueves, 20 de diciembre de 2012

La muerta del presente


         El informe de científica confirmaba la identidad. Las huellas encontradas por toda la habitación y en el arma del crimen pertenecían a Dionisia Méndez, una maestra jubilada que tuvo sus más y sus menos con la justicia en los tiempos de Mr. Marshall. Incluso el informe de la muestra de ADN hallada en el cuello de la víctima, Dolores Carmesí, comparada con un mechón prendido de una astilla, confirmaba la identidad. Hubiera sido un caso fácil de resolver si al dirigirnos en busca de la señorita Méndez no la hubiéramos encontrado en el cementerio. El juez de instrucción ordenó la exhumación. Si nuestra extrañeza ya era mayúscula, nuestra perplejidad se tornó paralizante cuando dentro de la caja encontramos toda una biblioteca ocupando el espacio donde esperábamos a la malograda anciana. La lápida databa el deceso treinta años atrás, por lo que sumados a su partida de nacimiento nos encontramos con que la presunta homicida era centenaria. Con aquellos datos decidí dar un rodeo antes de regresar a mi despacho. Previamente, había ordenado que nos remitieran los libros a la dependencia. Creo que ni cuando compartí piojos en la escuela recuerdo haberme rascado tanto la cabeza. Nada tenía sentido y en cada avance la fantasía parecía rodear aquel extraño asesinato. Harto de ver a mi compañero encogerse de hombros como si viviera en un permanente escalofrío, dadas la horas, opté por irme a contemplar las sombras del techo de mi cuarto. Hay gente que lee libros para que el sueño le sorprenda, yo le daba al bourbon. La somnolencia no tardaba en llegar y con ella mi cabeza parecía ordenarse a mis espaldas, puesto que a la mañana siguiente, con cuidado de no calzarme la botella vacía, sentí el tufo de la corazonada. No tardé más de media hora en presentarme ante la montonera de libros arrinconados en un cuartucho de la comisaría. El tiempo y la humedad habían corrompido los volúmenes pero con algo de cuidado aún se podían extraer restos legibles. Nos llevó toda la jornada tratar de ordenar aquellas maltratadas reliquias, pero ya a media tarde reconocimos estar perdiendo el tiempo. Aburrido de aquel trabajo bibliotecario aquella noche no concilié el sueño. Ni siquiera tenía ganas de mi mágico jarabe. El olor rancio del papel enmohecido se había colado hasta mi garganta y todo me sabía a la lluvia empolvada que levantan los camiones. A la mañana siguiente, con unas ojeras como los faldones de una levita apoyé mi sopor entre los expedientes que me atrincheraban en el escritorio. No tuve tiempo de acomodar mi fatiga pues mi nombre fue gritado desde el despacho del fondo. Reunión con el jefe, añadió el voceras. El comisario escuchó atento mis consideraciones sobre lo investigado hasta el momento; luego, con un gesto de su mano, señaló un cenicero de su mesa. Lo comparó con un ovni esperando a que admitiera el parecido. Mi arrugada frente pareció animarle en lo absurdo y me presentó al perchero como si fuera un erguido calamar. Entonces comprendí que debía salir del despacho sin abrir la boca, pero en la puerta me detuvo y me informó que el horario para asuntos paranormales no se había establecido, pero que en la próxima quema de droga miraría el viento para que las nubes no pasaran por mi barrio. «Céntrese» me dijo por dos veces antes de señalarme la puerta. Cuando regresé para desplomarme en mi silla encontré a mi compañero sentado con la sonrisa más tonta que alguien, que se supone ha superado una oposición, sería incapaz de esgrimir. ¿Qué tienes? Le pregunté. Y extendió sobre la mesa un libro infantil, escolar, delgado, con las pastas deshechas y sus hojas unidas como obleas de hojaldre. Sin embargo, el libro contenía una dedicatoria que se había mantenido intacta en su centro cercada por la humedad como los fotogramas finales del cine mudo. Tras leerla supe que mi sonrisa debía estar estirándose con la misma mueca imbécil de mi subordinado. Debíamos parecer un par de flipados hartos de marihuana pues no había ceja que no se arqueara en el trajín de detectives que bordeó nuestra mesa. Habíamos resuelto el caso y estirábamos nuestro tirantes con los pulgares como agentes de bolsa con la ciudad a sus pies.
         En mis treinta y siete años de sabueso nunca había presenciado un entierro como al que asistí al día siguiente. A falta de marmolista, el enterrador tiró de martillo y destornillador y esculpió sin ningún esmero la nueva fecha en la vieja tumba de Dionisia Méndez. Tan extraño como un diploma con tachaduras, la losa presentaba el mismo aspecto que la conclusión oficial firmada en nuestras diligencias: el giro inverosímil. Mientras observaba cómo el mismo ataúd que sirvió de baúl se llevaba, por fin, los restos de la Méndez, medité en la torpeza con que habíamos llevado la investigación. Dolores Carmesí había muerto y también su asesina, ambas el mismo día, puesto que eran la misma persona. Nunca descubrimos qué llevo a Dionisia Méndez a simular su fallecimiento ni por qué acabó suicidándose como si fuera un homicidio. Tampoco tenía importancia. Con el tiempo transcurrido cualquiera que hubiera sido su falta habría prescrito. Nuestro error fue dar por supuesta la identidad del cadáver según refería su documentación y no comprobar sus huellas como obliga el procedimiento.
Desde entonces mi vida se ha vuelto más sana. Paseo todos los días, incluso de noche. Respiro el aire de la madrugada y ya no bebo bourbon para conciliar el sueño. No hay jornada que no acabe rendido. La única pega son los zapatos nuevos y el uniforme, que me tira de la sisa.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Piratas


                El sol ya mordía en sus primeras luces y la sal del relente se había pegado a la piel de los cinco hombres de aspecto abisinio que se repartían por cubierta abatidos como las fichas de un dominó. La codicia había quebrado el motor y la presa perseguida durante la noche, un pesquero español, se había escapado sin enterarse de los esfuerzos de aquella oscura lancha por darle alcance. Las culpas por la avería se habían repartido entre insultos y empujones. Los machetes brillaron a la luz de las motas del firmamento, pero volvieron a enfundarse cuando apareció la sed y el amanecer descubrió un océano sin esquinas. Entonces, la naturaleza africana, la esculpida en desiertos, les obligó a guardar energías, a cubrir las cabezas con jirones de sus harapos y a respirar en silencio el sudor mientras la marea se convertía en el timonel de sus destinos. El mar en calma se asemejaba a una enorme lámina de cuarzo e invitaba a caminar, la evaporación reverberaba orillas o barcos inexistentes y obligaba a erguir las cabezas para asegurarse  que se disipaban tras varios parpadeos. Pero a la media hora de los primeros orines sorbidos, un grupo de aletas triangulares apareció para quedarse olisqueando el nuevo fluido enjuagado junto a la borda. Como pescadores que fueron, los piratas reconocían su nueva posición en la cadena alimentaria, pero a la novedad le siguió, por toda alteración, un leve acomodo en sus abatidas posturas. De pronto, el tableteo del AK-47 despertó de la languidez a los más aturdidos. Samir había herido a uno de los escualos, al más menudo, y trataba de izarlo. Pero por cada agarre intentado nuevas úlceras surgían en sus manos agrietadas. Al ver que la bestia se hundía se lanzó al agua. Los demás reaccionaron alargando sus brazos para asirle, y entre todos consiguieron recuperar hombre y tiburón. Exhaustos, se desplomaron alrededor de la captura hasta que ésta dejó de pelear con la muerte y su última convulsión también detuvo sus branquias. Como zombis se incorporaron con lentitud hacia al cadáver. Con el primer tajo del machete los movimientos se aceleraron al descubrir el brillo de las vísceras. Manos y bocas se volcaron sobre el descuartizado animal sin contemplaciones. Hubo codazos y miradas inyectadas de rabia pero nadie perdió bocado en discutir parcelas, ni siquiera Samir reclamó mayor tajada. A los pocos minutos, un biólogo marino no hubiera podido reconocer aquel despojo de piel y espinas abandonado sobre la cubierta. Durante los dos días siguientes no volvieron a ver más aletas rondando la embarcación. Aún así organizaron turnos de pesca fusil en mano, pero llegó un momento que el peso del arma y la atención eran tareas imposibles con la extrema debilidad aumentando a cada momento. Samir murió esa tarde. La fiebre se sumó a la deshidratación y le apagó el cerebro como un corte de luz. Y aunque esa noche llovió, y las bocas se abrieron al cielo, y las lenguas aliviaron sus llagas, el sol del nuevo día parecía querer ganar el terreno perdido y lanzó llamas sobre esa parte del océano. Los espejismos se multiplicaron, y a la visión de auroras se sumaron nuevos sonidos más allá de los crujidos de la madera secando los últimos restos de barniz. Quizá por eso despreciaron la presencia del buque que había detenido su avance a media milla de la barca. Desde el puente, los prismáticos mostraban una agonía que el capitán intuyó teatral. La silueta pavonada del cargador curvo de la temida arma rusa se acunaba junto a uno de los piratas. Éste dirigió su mirada al ronroneo, y creyendo que formaba parte de su delirio quiso acallarlo con un disparo, sin embargo, en su intento, con su último esfuerzo, solo consiguió que el cargador se desprendiera y el fusil resbalara de sus manos para perderse en las profundidades. Acto seguido, como si se tratara de una señal, el doble de aletas triangulares que la vez anterior comenzaron a agitarse golpeando las cuadernas. Parecían estar llamando a las puertas de un festín. 
          Tras una semana bajo los cuidados del médico de a bordo, los dos únicos supervivientes fueron llevados a puerto y entregados a la autoridad presentados como pescadores rescatados de un naufragio. El capitán se despidió de ellos con una mirada paternal antes de estrecharles la mano con efusividad. Cuando éste, en unión de las autoridades, se alejó, los escuálidos piratas las abrieron sabiendo que un cartucho del calibre 7,62 X 39mm ocupaba sus palmas.

lunes, 10 de diciembre de 2012

El sacrificio del Pálido

    Hasta este jueves al mediodía, mi novela El sacrificio del Pálido estará en promoción al imbatible precio de cero (0) euros. Podéis descargarla gratuitamente en Amazon.es El sacrificio del Pálido y disfrutarla en cualquier dispositivo Android, ipad, mac o windows gracias a las aplicaciones kindle que ofrece Amazon sin coste; y, por supuesto, en el lector Kindle.

  Espero que os guste.

  Un abrazo. 

  José R. Aliaguilla

jueves, 6 de diciembre de 2012

Tu suelo es nuestra cima


         Tengo familia, mujer y dos hijos: mis tres amores; sin embargo, cuando me vi sepultado y supe que la húmeda oscuridad iba a ser mi compañera hasta el último minuto de mi esperanza, menté a mi difunta madre. Recordé sus suspiros frente a la cocina de chapa; su repaso por otras tragedias, que en la cuenca nunca son ajenas, y a esa lágrima que se acunaba en la raíz de sus pestañas sin llegar al desborde, pero que bruñía el destello de un sufrimiento obligado a evaporar para no contagiarme sus aflicciones, y así se retiraba en un giro brusco hacia los pucheros si mi curiosidad huérfana la sorprendía meditabunda. Cuando fui mozo no había mucho oficio donde prosperar salvo emigrando, y mi Asturias me tiraba tanto como para querer sumergirme en sus entrañas. Madre lo asumió a regañadientes. Sus consejos como viuda de picador arrugaban mis desayunos, pero sus cruces tras el cristal, al verme marchar, y su abrazo a mi regreso amparaban un cariño que transformaba mi inseguridad chica en el puntal que pretendía ser: un hombre de Les Cuenques. En esos años, fui lenguaraz, todo corazón y brega, y aunque, en ocasiones, con la euforia de los primeros sueldos abultando mis bolsillos caminé por los senderos de la incertidumbre, nunca me arrepentí de tiznar mis pulmones y de castigar mis manos con ese esfuerzo de elegidos. Porque allí abajo, coronados por una naturaleza apuntalada, encontré a esa humanidad que a la luz del día se tornaba esquiva. Nada como distinguir una voz amiga, a tu lado, cuando la tierra deja de temblar y las sombras pueblan tus retinas. La amistad en las galerías, la que se suda entre oquedades, donde la costumbre y una incandescencia aroman el valor, es el mineral más preciado que surge de los pozos. Siempre me pregunté si todo no sería un juego para que entre humildes nunca olvidáramos que los quilates eran las personas que empujaban las vagonetas y no el carbón que las colmaba. Pero si había una medalla que ignorábamos tan pretendida, y que solíamos despreciar por cercana, era el abrazo de nuestros íntimos tras un rescate. No sé el tiempo que permanecí sepultado antes de distinguir la primera linterna, pero me sirvió para que un desfile de recuerdos me abrigaran de la soledad y para detenerme a calibrar cuánta fortuna se me concedía al ver de nuevo esos rostros que añoré eternos por creerlos perdidos.

            Dos días después visité la tumba de madre. Acudí señero, alejado de lo florido, y deposité ante su nicho dos pedazos de carbón como ofrenda, como muescas de los vientres donde anidé mi miedo. Ante su nombre labrado le pregunté por padre, si dio con él en algún lugar de allí arriba; aquí abajó seguíamos fracasando en recuperar sus restos. Le confesé mis temores y el destierro de mis flaquezas. Aquellas que la convivencia aparta hacia lo superfluo por habituales. Y me rendí dejando de acunar las lágrimas que ella siempre supo reprimir. Fue entonces cuando descubrí que para los héroes de la mina no hay mejor polea al final de la jornada que un ser querido esperando. Mañana volvía al pozo. Nunca debe faltar el pan en la mesa de los abnegados. Es el milagro de convertir todos los días el carbón en harina. Pocos comprenden esta penitencia obrera, pero si alguien quiere entender este oficio que piense, cuando camine, que su suelo es nuestra cima.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Silbidos de vapor


         Necesitaba un chófer servil, discreto, de esos que nunca preguntan ni tampoco espían por el espejo las vidas postradas más allá de su respaldo. Al mismo tiempo necesitaba que también asumiera su desempeño algo alejado del volante, como un eventual recadero. Pero la pereza de llevar a cabo una selección, o malgastar mi ya de por sí cansada vista en leer las grandilocuencias de cientos de aspirantes, me llevaron a tirar por la calle de en medio. Fue la forma con la que di con Eugenio. En el proceso invertí apenas cien euros que me dirigieron a las cuatro esquinas del centro de Madrid donde se acumulaban las mayores concentraciones de taxistas. Mi paso de anciano era ideal para poner la oreja en las conversaciones que se sucedían junto al aparcamiento. Vestimenta, higiene, modales, estado de sus coches; Eugenio conducía un vehículo sencillo tan impecable como su manicura. Monté en su taxi en dos ocasiones y en ninguna de las dos charlé, pero elegí itinerarios donde el tráfico fuera un caos. A pesar de que en el exterior se desataba una contienda de ojos enrojecidos, de yugulares gruesas como hiedras rodeando gargantas repletas de insultos, Eugenio se deslizaba parsimonioso como un niño estrenando su triciclo en un aeropuerto de provincias. Anunciada mi oferta me discutió el horario pues cuidaba familia. Pero estrechamos las manos en cuanto le añadí una enfermera por mi cuenta y una residencia si fuera menester.
No siempre fui rico, de hecho, más de media vida me tacharon de miserable las putas con las que litigué favores. Tiempos en los que anduve rebotando entre oficios de poco lustre hasta que la fortuna me sonrió cuando, caminando por los arcenes que me devolvían a la vetusta pensión que me acogía, presencié un accidente de tráfico que espantó a un pulgoso habitual compañía en mi recorrido. El fuego hizo imposible el rescate de los adultos pero al niño pude sacarlo. La primera noche de quemaduras compartimos vendas y cuidados, y también la visita de un viejo de bigotes canos que vino a soltar unas lágrimas y dedicó una caricia a la frente del niño antes de desaparecer. Quince días más tarde, perdido el trabajo, regresaba de nuevo por el triste arcén y encontré junto al cerco dejado por el fuego un espléndido ramo de flores al pie de una cruz de forja. Aun sin ser creyente, por cierta simpatía con el chico, me santigüé. No había terminado mi dedo su recorrido cristiano cuando un coche se detuvo a mi espalda. Las lunas tintadas le daban al oscuro vehículo el aspecto de un enorme botín de flamenco. Una de ellas descendió lo suficiente para poder distinguir el semblante del anciano de bigotes canos. No rechacé la invitación de su asiento ni tampoco el trabajo de jardinero que me ofreció en su mansión a caballo entre castillo y palacio. Dejé mi espalda en los setos de sus cien jardines y mi desdicha desapareció tan rápido como la humedad del campo se aferró a mis huesos a lo largo de los años. A su muerte, el albacea me citó junto a un joven cuyo cabello crecía entre cicatrices de viejas quemaduras y obligaban a su mentón a alzarse con una altivez que no pretendía. No me atreví a preguntarle por su desgracia pues de su expresión se deducía el martirio que aquellas marcas le habían supuesto. Quizá fuera su salvador, y eso debió pensar el viejo, pero quizá para el joven fui quien le rescató para entregarlo a una vida de tormentos. Así, el silencio se instaló entre nosotros y ni una sola mirada nos cruzamos, ni siquiera cuando fuimos declarados herederos universales a partes iguales de una fabulosa fortuna. Cuando me quedé a solas con el testamentario supe que el viejo de bigotes canos, a causa de una mala maniobra, originó el accidente que malogró la vida de una joven pareja y marcó para siempre la del huérfano que acaba de abandonar el despacho como quien recibe una esquela.
Vendí todos los ladrillos que me fueron dados y me dediqué a recorrer, con la ayuda de Eugenio, los lugares donde por algún tiempo mis manos trabajaron por cuatro monedas. Doné buenos pellizcos a quienes recordé que me arroparon y dieron cobijo por aquel entonces, y engalané las tumbas de aquellos otros a los que mi visita les llegó tarde. Y en ese recorrido a la inversa acabé en mi barrio. Adquirí la vivienda que fuera de mis padres, ordené retirar todo objeto que señalé profano y rogué soledad a Eugenio para recorrer los rincones con la pausa absurda del que busca un efluvio del pasado. Pretendía evocar mi infancia y a la semana siguiente, con el silencio contenido en la mañana de los domingos puse una olla de válvula en el fogón y me dispuse a escucharla soplar tendido en el suelo del que fuera mi cuarto. La ventana daba a un patio de cuerdas y pinzas, y la luz era la misma, al igual que los rodapiés donde incidía. En esa posición, con la cabeza acolchada por la alfombra, la imagen que el techo mostraba era idéntica a la que fantasee, sesenta años atrás, cuando imaginaba caminar entre lámparas y sorteaba los marcos para poder llegar al salón y de ahí, a la cocina. Sendas lágrimas recorrieron el trayecto más corto hacia mis sienes, surgieron justo unos segundos después de escuchar los primeros giros de la válvula. Al poco, grité en un ahogo y nombré a mi madre; la llamé como un niño perdido que abraza al vacío; pero antes de romper a llorar, esperé por si la magia de las paredes me devolvía el eco de sus pasos, acercándose, con los silbidos del vapor de fondo. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

El viento, el aire, las corrientes


           Martes y jueves, durante el sexto curso, a última hora, teníamos gimnasia. A pesar de los muchos años transcurridos jamás podría olvidar aquel horario y ese chándal que con el primer lavado perdió por el desagüe la mitad de las letras de la congregación. Los nuevos sistemas educativos la denominaron educación física pero yo la recuerdo como esas horas de la semana donde aprendí lo que era un cuadro sueco sin pensar en un museo y como la aspereza de una soga podía arder en las manos tal que una incandescencia. Sin embargo, en las escasas ocasiones en que se nos dispensaba de las tediosas tablas atléticas y un balón nos era entregado, como pirañas en un barreño atacábamos el esférico sin siquiera organizar porterías y equipos. Conforme la algazara disminuía, dado el desmán, los mejores se erigían capitanes. Uno de ellos se hacía con el balón bajo el brazo y retaba al otro a un duelo de pasos enfrentados para poder elegir primero al resto de los que allí nos apiñábamos. Conocido el vencedor no eran pocos los que levantaban el dedo acompañándolo con un «a mí» reiterado. Algunos, al ser seleccionados, brincaban y se prodigaban en abrazos bruscos, sin correspondencia, por ser elegidos junto a su mejor colega o al mejor jugador.  Ambos capitanes buscaban equilibrar los equipos pero siempre había uno, el último, a quien nadie quería ni aunque formara número. Hoy en día a ese desdichado, que mostraba una mueca de gatito subido a una rama, le llaman paquete, pero por aquel entonces, simplemente, se le llamaba «malo». No era mi caso pero a resultas me hubiera interesado dado que no había pasado un cuarto de hora y ya había desaparecido de aquel caos deportivo. La misma uniformidad y una estatura parecida favorecían mi deserción. Que fuéramos veinte contra veintiuno era otro factor a tener en cuenta para que ninguna línea del terreno quedara enflaquecida por mi ausencia y nadie me echara en falta; sobre todo, don Braulio, quien con aquellos largos bigotes rubios apenas dejaba ver el silbato que siempre apretaba en su boca y que, constantemente, hacía sonar para advertirnos que el malo también jugaba y había que pasarle el balón. Aunque era fácil perderse de clase salir del colegio suponía recorrer un laberinto de pasillos hasta dar con la puerta que franqueara el avance hasta la siguiente y, por fin, ganar la calle. Por entonces no existían los vigilantes de pasillo pero sí jefes de estudios de anárquicos horarios y zapatos de goma que parecían flotar entre las aulas y nombrarte con todos tus apellidos con solo verte la nuca si te sorprendían fuera de clase. En ese caso aprendí que era inútil excusarse con invenciones sobre dolencias sobrevenidas, muertes repentinas de familiares lejanos o cualquier circunstancia sobrenatural luminosa que estuviera dirigiendo mis pasos en contra de mi voluntad. Éramos 1.200 alumnos y los jefes de estudio llevaban más de una década escuchando todo tipo de alegatos cuando un alumno era sorprendido en un lugar que no le correspondía. Mi veteranía en el escaqueo no era sinónimo de éxito pues la improvisación formaba parte del laberinto de corredores. Era otoño y las ráfagas de viento, a parte de inundar de hojas el patio, cimbreaban los ventanales de las aulas logrando que el alumnado se distrajera con cierto temor a que los vidrios cedieran sobre sus cabezas. Yo, en esos momentos, circulaba agachado para evitar que mi coronilla fuera vista como un mapache recorriendo los marcos de las otras ventanas, las que daban al largo pasillo. Recorrerlo tenía su riesgo, más de quince aulas por planta daban a estos corredores, bastaba que de una de sus puertas un profesor saliera para descubrirme como un cuervo en un lago salado. Sin embargo, aun dolorido por transitarlo postrado, gané la esquina donde me detuve para enderezarme sin que la sonrisa del canalla dejara de estirarse en mi cara. No había terminado de recomponer mi espalda del todo cuando advertí unas suelas de goma frente a las mías. Un cuarenta y cinco, calculé. Demasiado calco para que coincidiera con otro asiduo a los novillos buscando la misma salida. Alcé la vista y los pantalones de tergal, de un gris uralita, ya confirmaban una edad que triplicaba la mía. Las manos rechonchas se asomaban por las mangas de un jersey poblado de pelotillas. Se unían sobre el prominente vientre y los pulgares giraban sin tropezarse y sin cesar. La papada, el mentón arrugado, la nariz bulbosa, las gafas de montura dorada y una calva reluciente como una aurora describían al azote de los novilleros. Y bien, dijo en su habitual preámbulo de cazador. ¿Cómo lo hace? Me atreví a preguntarle, asombrado por su capacidad para sorprenderme sin ni siquiera advertirlo. Él sonrió y acto seguido me hizo una propuesta: Si le daba una razón convincente que justificara mi presencia allí, no solo me respondería sino que, además, me dejaría marchar. No tenía fama de bromista y por esa razón miré a la profundidad de sus ojos buscando intuir nuevas consecuencias al ofrecimiento. Pero no encontré otro brillo que el de la seguridad de quien recita sus palabras con el aplomo de un apóstol. Es por amor, respondí mientras sentía que mi sonrojo llameaba como la soga del gimnasio mis manos. Había oído hablar del estoicismo del jefe de estudios sin embargo percibí un resquicio en su imperturbable semblante que retiró en cuanto me dio la espalda para que le siguiera a su despacho. Sillón para él, silla para mí. Un crucifijo en la pared, escritorio en medio, un teléfono, mi ficha y un listín abierto con el número de casa de mis padres. Auricular en la mano y el índice de la otra alojado en el nueve de la ruleta. ¿Enamorado?, preguntó y detuvo sus movimientos. Eso creo, respondí. Él dejó el auricular y se recostó sobre el respaldo dando a entender que un margen de crédito me concedía. Sus dedos pulgares volvieron a girar como en un planetario. Nunca antes había hablado de ella con nadie y sin embargo una vez que empecé a contar mis desvelos no paré. Comencé diciéndole que la conocí de casualidad, volviendo un día del médico acompañado de mi madre. Su colegio, uno de monjas, finalizaba la jornada media hora antes que el nuestro. En ese momento mi madre y yo lo bordeábamos. Andaba algo cabizbajo a causa de la fiebre y apenas levantaba la mirada para evitar encontronazos. Sin darnos cuenta nos vimos envueltos en una corriente de cientos de niñas de faldas tableadas y jerséis verde ciénaga que salían con la prisa propia de la juventud. Superada esa primera tromba llegamos frente a la verja de la entrada principal donde mi madre reconoció a una vieja amiga a la que abordó con efusiva entrega. Nadie me libraría de ser espectador primero de una conversación basada en lo estupenda que te veo; luego, ser centro de piropos y de parecidos razonables, para, al instante, ser olvidado; pero antes, antes de llegar a la parte de quedar otro día para un café, la vi. Formaba parte de un grupo que se reunía a caballo entre una escalinata y el patio de entrada. Al igual que el resto vestía de uniforme, sin embargo, una media, la izquierda, se arrugaba por encima del tobillo. Nada más especial podría decirse de ella salvo que me miraba, me miraba con fijeza para acto seguido retirar sus ojos a la conversación del grupo y nuevamente mirarme. Escuché la palabra café y a la infusión le siguió una colleja. La reunión de viejas amigas había terminado y mi madre había olvidado mis dolencias. Se dio cuenta del exceso para apremiarme pero algo comentó sobre mi embobamiento repentino sin todavía haber ingerido medicina alguna. Lo cierto es que casi me llevó a rastras y fue el muro del colegio lo que acabó logrando que nuestras miradas se desconectaran. La chica de la media caída desde entonces pobló todas mis ensoñaciones. Nuestros horarios eran incompatibles y para cuando llegaba a su colegio la verja cerraba a un par de monjas que escobaban el patio de restos de meriendas. Duchas de agua fría y ventanas abiertas al dormir no trajeron a mi salud un nuevo resfriado que me llevara al mismo recorrido a las mismas horas, al contrario, parecía que lejos de enfermar mi vigor aumentaba, por eso comencé a creer que salvo por unos leves cosquilleos en el estómago, aquellas sensaciones entre ahogos y flotabilidad, debían ser causa del amor. Así que decidí buscar otras formas de… Sabe que durante el horario lectivo es responsabilidad del centro todo lo que le ocurra, interrumpió el jefe de estudios. Y que de ninguna de las maneras puede abandonar las instalaciones sin la autorización de sus tutores, añadió. Reconocí sus observaciones asintiendo con la cabeza. Luego, me acompañó al gimnasio, departió con don Braulio, ambos me miraron y cada uno se dirigió a sus cometidos. Al rato, sonó el silbato; al malo se lo llevaron entre varios a un rincón. Visto su tobillo parecía que el balón se hubiera instalado en su articulación. Entre lamentos y protestas don Braulio dio por finalizada la clase.
         A la semana siguiente el colegio había organizado una excursión al nacimiento de un río. Varios autobuses repletos de alumnos de otros cursos se adelantaban sobre el nuestro serpenteando las curvas que nos acercaban al valle donde brotaba. Para cuando llegamos a un recodo, vimos que en la explanada se concentraban más autocares de los que nos precedían. Descendimos y una vez recogidas nuestras mochilas nos agrupamos por cursos. El cielo, encapotado, amenazaba con descargar todo su gris presagio. Antes de iniciar la marcha pude distinguir al jefe de estudios en compañía de una señora que calzaba unas robustas botas y sumergía sus perneras en unos gruesos calcetines de lana. Ambos se acercaron hacia nuestro grupo, pero el se adelantó y me llamó a parte. El viento, el aire, las corrientes, me dijo. Al abrirse cada puerta de los largos pasillos, las que quedan más alejadas tiemblan. Si es un aula la que se abre se escucha el bullicio de los alumnos pero si es la de una planta, o es un hermano de la congregación o, en cambio, es un holgazán que busca en la calle una escuela sin normas. ¿Por qué me cuenta su secreto ahora?, le pregunté. Me diste una razón y me convenciste, respondió. Pero no me dejó marchar, repuse con cierto reproche resentido por el engaño. Estoy seguro de que aprobarás mi decisión si me permites presentarte a mi acompañante, apostilló, y con un gesto de su mano animó a que se acercara la mujer de las botas. No hizo falta que me anunciara pues de inmediato supe de quien se trataba a pesar de no llevar el hábito. A su espalda, en un segundo plano, pude ver cómo descendían aquellas mismas niñas que habían cambiado su jersey verde ciénaga por trencas perfectas para el paseo. Cierto temor recorrió mi cuerpo pues eran pantalones la prenda obligada y aquel calcetín arrugado era el comienzo de mis pesquisas para dar con ella. A pesar de la algarabía, que los diestros monitores trataban de enderezar, como si el cielo se abriera por dos resquicios, pude verla y ella a mí. Ignoro por qué el instinto me llevó a fijarme un instante en el jefe de estudios y en sor Ángela, que más tarde supe que ese era su nombre. Ambos sonreían como si mi dicha, la nuestra, fuera la suya. Entonces comprendí que todo aquello era una excusa, un montaje para nuestro encuentro, un secreto orquestado, una idea feliz que a nadie molestaría si se descubriera su encanto. Desde aquel momento, cuando compruebo que a mi alrededor algo inesperado congrega a tanta gente pienso que hay dos personas destinadas a encontrarse y que el resto somos comparsa para vestirla de casualidad.
Tras largos años de noviazgo llegó el día de nuestra boda. Invitamos solo a familiares y amigos muy allegados, y por supuesto, a dos ancianos. Él, muy enfermo, esperamos a que se recuperara para que pudiera estar presente. Sor Ángela se brindó a empujarle la silla. Llegado el momento de las felicitaciones nos acercamos a mi viejo jefe de estudios. Gracias por venir, les dije, era necesaria vuestra presencia. Ella sonrió con los ojos humedecidos pero él me indicó que me acercara pues su voz flaqueaba. Dale las gracias al viento, dijo, y al aire, y a las corrientes pero sobre todo dale las gracias a la verdad, tu corazón fue el que nos ayudó a conspirar aquella osadía. Acto seguido me pidió las manos, las unió a las suyas y terminó diciéndome: tú lograste que mis pulgares dejaran de girar.