Nuestro plan era tan ambicioso como querer coronar cualquier
cumbre del Himalaya con un cortaúñas por piolet. Sin embargo, la esperanza tendió
escalas en nuestras paredes de hielo cuando el azar nos llevó a conocer los
métodos impartidos en las viejas granjas de espías de Siberia.
Los rusos se convencieron muy
pronto de que su grandeza tenía un mayor enemigo: el resto del planeta. En ese
orden, y sin descuidar a los agentes que ya servían en sus embajadas, del mismo
modo que en las escuelas se hacían cribas de futuros deportistas de élite,
ajedrecistas o astronautas, el KGB seleccionó niños que cumplieran un perfil
concreto para, tras ser sometidos a un exigente periodo de pruebas, sustraerlos
de su entorno y enviar, a los mejores, a la Кирил ферма (La granja Kiril). Tuvimos
constancia de que, al menos, tres, dos varones y una hembra, al cabo de veinte
años, surgieron de sus aulas para confundirse en las naciones que se les
asignara como si fueran uno más de sus nativos. Expertos en idiomas, manejaban
inflexiones, acentos y jergas como si hubieran nacido en los barrios más
castizos de la capital establecida. Su pasado de invención abarcaba desde
guarderías nunca pisadas, excursiones juveniles jamás realizadas, vínculos a
familias ya fallecidas, álbumes fotográficos adulterados y diplomaturas
falseadas. Valery, caucásico, el más psicópata, fue enviado a los EEUU y
trabajaba de comercial en una empresa de Ohio dedicada a la climatización.
Talant, de rasgos orientales y suma inteligencia, dirigía una imprenta en Korea
del Sur. Evguenia Mobate, experta en redes, fue nuestra gran suerte o quizá
debería señalar que el vínculo surgido entre ella y nuestro querido Markel se
tradujo en la mejor de las lealtades. De piel negra como una noche de galernas,
Evguenia fue introducida como azafata en una línea aérea de Qatar. Un vuelo les
llevó a coincidir y el enorme atractivo de Markel hizo el resto. Aliada para
nuestra causa por amor, tuvimos que darle toda la cobertura a nuestro alcance
para que, a modo de trueque, ella nos ilustrara mientras la manteníamos a salvo
de la alargada sombra del servicio secreto ruso.
Los consejos
de Evguenia fueron aceptados por nuestra organización. Muchos de nuestros
venerables no verían el resultado pero se convencieron de que el método, aunque
lento, resultaría tan efectivo como fatal. Queríamos cambiar el orden mundial,
acabar con quienes durante la última mitad del siglo se habían servido de la
humanidad para mantenerse en el poder y seguir enriqueciéndose sin importarles
las consecuencias tan nefastas para los más desprotegidos. Así, imitando los
métodos rusos, formamos a jóvenes con el fin de infiltrarlos en estamentos y corporaciones
concretas. Markel y Evguenia también participaron, y el hermoso mulato que
surgió de su amor fue quien llegó más lejos. ¿Pero cómo lograríamos acabar con
aquella élite, tan protegida y repartida por todo el planeta, y de un solo
golpe? La respuesta la teníamos, el cuándo, también: la nochevieja del año
2012.
Dos días antes
de la gran noche, Mario Tormes terminaba su jornada y regresaba a su
apartamento en la localidad de Epernay, en el departamento francés de Marne.
Recogió una pequeña maleta, revisó su pasaporte y a un kilómetro del aeropuerto
de Vatry quemó el coche que había robado. Dos horas después volaba rumbo a
Oporto. A unos cinco mil kilómetros de Mario, Amir Majid oprimía el claxon por
las abarrotadas calles de Bandar Anzali. Para un pescador abandonar Irán por el
Caspio le evitaba las alambradas y un subfusil apuntando a su trasero, pero en
las nuevas orillas la incertidumbre sería su compañera, y, reconocido como
hostil, el precio de una bala iba ser el único coste de su despacho. Aún así,
puso proa al norte dejando como único rastro una estela y una habitación
desordenada. A esas horas, Adolf Mankel empezaba su turno en una fábrica de
componentes para automoción sita en la localidad alemana de Zwickau, en el
estado federado de Sajonia. Al día siguiente se marchaba de vacaciones a
Mallorca y presumió de su suerte entre sus compañeros. Lo cierto es que su
todoterreno cargaba equipaje, víveres y combustible suficiente, en un depósito
extra, para no detenerse hasta llegar a Portugal. En el otro extremo del orbe, en
la ciudad china de Shenzhen, la joven Xiaoyan Wei, se descalzaba antes de
lanzarse al vacío desde la azotea de la planta donde trabajaba. El plan estaba
en marcha y tan solo restaba que los componentes se unieran para que la
reacción esperada se produjese.
En la mañana
del uno de enero de 2013, por primera vez en muchas décadas, pudieron verse
asientos vacíos en el concierto de año nuevo interpretado por la Filarmónica de
Viena. Algunos de los más notables y esperados asistentes no acudieron a la
cita. Era el acto elitista más madrugador y el primero en desvelar que algo
extraño estaba ocurriendo. No tardaron en llegar a las agencias noticias de
ciertas indisposiciones de un número elevado de líderes mundiales de la banca,
la energía, la industria y la política que no comparecían a los actos
programados. A media tarde, se filtró el fallecimiento de algunos de ellos.
Cerca de la medianoche se confirmaron nuevas bajas. Las llamadas de urgencia
realizadas entre los miembros del Club Bilderberg pusieron nuevas voces al otro
lado de las líneas. Secretarías compungidas confesaban luctuosas la defunción
de sus jefes y describían el pánico reinante pues también familiares y
allegados habían corrido la misma suerte. Al día siguiente, el balance de
víctimas dejó un resultado impensable. La práctica totalidad de congresistas,
diputados, senadores y cargos electos de los países del primer mundo colmaban
las neveras de los forenses. Directores ejecutivos de multinacionales eran
velados en sus domicilios. Familias enteras de banqueros eran amortajados por
sus sirvientes. Y mientras el planeta se cuestionaba su orfandad de líderes,
fue internet el medio elegido por nuestra organización para enviar la
advertencia a aquellos que, aún perteneciendo a esa casta deshumanizada, habían
logrado sobrevivir. Y para que nuestro discurso fuese admitido y nuestra
responsabilidad reconocida, revelamos nuestro método de aniquilación. La
imbecilidad, los clichés, las recurrentes formas de ostentación eran repetidas
e imitadas tanto entre los trajeados de Armani y sábanas de seda como entre los
mafiosos de camisetas de tirantes y salsa boloñesa en sus bigotes. Todos
coincidían en degustar los productos más exquisitos, en beber los espumosos más
caros, en viajar en blindados y depositar sus dedos en las pantallas táctiles
de moda. Autores y cómplices, acólitos y bufones, correveidiles y lacayos;
aquellos que también degustaron o acompañaron a sus indecentes amos en los
brindis o en el empacho, acabaron de igual modo: envenenados. Cierto que
algunos inocentes que pasaron de refilón por aquellos modos de vida fueron víctimas
colaterales. Como en toda guerra, en ocasiones, balas perdidas se llevan almas
que nunca fueron su objeto. La purga estaba hecha, ahora rezábamos por los
inocentes y porque el mensaje hubiera calado. La impunidad, por fin, era patrimonio
de los decentes.