miércoles, 16 de mayo de 2012

Octavio, cruz



Aquella mañana de lunes, la lluvia me pilló desprevenido al poco de salir de una remozada cafetería del Arenal. El chaparrón me obligó a ceñirme a la fachada mientras, aligerando el paso, de puntillas sobre los charcos, trataba de llegar al cobijo de los soportales de la Plaza Nueva. Allí esperaría a que el viento dispersara la gran nube negra que inundaba la ciudad y me diera la tregua suficiente para alcanzar mi despacho sin parecer que el café me lo hubiera tomado nadando dentro de una enorme taza.
Llegué al primer pórtico y me sacudí la mojadura antes de que ganara oscuridad en mis hombros. No era el único que había elegido aquel refugio. Una pareja de jubilados, vestidos de primavera, cogidos del brazo, miraban la arqueada porción del cielo, subrayada de tejados, buscando el resquicio que indicara el fin de aquella cortina que nos retenía. Ella, con la mano libre, se atusaba su plateado cabello buscando devolverle la forma ahuecada y que, bruscamente, interrumpió. No pude escuchar qué observación hizo al oído de quien asumí era su esposo, pero a pesar de la inclemencia algo peor que no adivinaba les decidió a buscarse otro resguardo.
Me quedé solo vigilando el diluvio. Entonces lo percibí. La humedad acentuaba el olor a orines de un rincón donde, tendido, un indigente cubierto de  harapos, con un cartón de vino sujetado como un tesoro y unos periódicos como camastro, me miraba como quien descubre a un cervatillo en medio de un sendero. Las barbas ralas y el cabello enmarañado camuflaban sus rasgos pero su mirada me era tremendamente familiar. ¿Cuántos años? ¿Once?, seguramente, ese fuera el tiempo que nos escupimos, empujamos, nos tiramos de los pelos y nos hicimos buenos amigos de balón y cromos.
Cuando uno comparte pupitre, patio y recreativos con un mocoso durante todo ese tiempo nunca olvida su mirada por mucho que treinta años de por medio, el atuendo de la miseria, un rincón de deshechos y un alcoholismo avanzado vidrien los ojos de negación hasta el punto de la desmemoria. Cosa bien distinta era asumir lo que veía y a quien veía, y evaluar en prevención que mi dignidad pudiera verse amenazada como si la desgracia fuera contagiosa, como si ofrecer cierta cercanía con un perdedor fuera un error que mi fortuna trataba de advertirme. «Ten cuidado con las compañías» decía mi madre, pero Octavio, el hijo de la panadera, el borracho que ahora me miraba, siempre fue de su aprobación. Claro que mi madre no estaba ahora a mi lado para rectificar su arenga, seguramente, con espanto.
A punto estuve de seguir los pasos de los dos jubilados pero de inmediato me sentí ridículo por creerme amenazado. Al fin y al cabo, era Octavio, mi amigo de la infancia, y aunque mis dudas eran lógicas, me convencí en creer que él no tenía la culpa de que la vida no le hubiera sonreído. Quizá todo comenzara después de que su madre perdiera el despacho de pan por unas deudas, decían que el padrastro de Octavio sufría mucho por las grandes dudas que tenía a la hora de elegir entre la botella y las timbas. Octavio tuvo que cambiar de colegio a mitad curso. Se fueron de la ciudad. Un mes después se acercó por los recreativos. Cinco minutos estuvo y en el primero supimos que no era el mismo bravucón que a todos nos cascó antes de darnos su amistad. No volvimos a verle después de aquel breve encuentro.
En ese viejo recuerdo me había quedado ensimismado cuando Octavio se puso a gatas y, trabajosamente, con ayuda de la pared, logró ponerse de pie. Había dejado de fijarse en mí y ahora estrujaba el cartón buscando que las últimas lágrimas de vino cayeran sobre su boca, abierta hacia el techo abovedado. Dos sacudidas después lo lanzó al rincón de sus periódicos y se dirigió hacia mí con el caminar de un marino en temporal. Mil preguntas se agolpaban en mi cabeza y también mil pasos querían dar mis pies bajo la lluvia para alejarme de aquel fantasma. No hice ni una cosa ni la otra. Cuando se detuvo frente a mí amagué con sujetar su desequilibrio abriendo mis brazos, pero no tardó él en arquear sus piernas en una postura que manejaba con arte, acostumbrada, que mantuvo algo más firme su sísmica figura. Me sonrió y tuve que contenerme para no hacer lo mismo. Yo mantenía todas mis piezas y él todas sus encías, me parecía un insulto evidenciar, con aquel simple gesto, cuan distinta era nuestra suerte. Quise llamarle por su nombre, quise recodarle nuestra primera pelea, los cromos de Mazinger; la panadería de Anita, su madre, y esa palmera que nos regalaba los jueves para compartir; pero Octavio se adelantó, avanzó su mano como para estrechar la mía y fue entonces cuando decidió llamarme por un apodo que nunca antes me me había dirigido: «Jefe» me dijo, y añadió: «¿Tiene suelto pa darme?» Su palma, negra como la de un carbonero, temblaba abierta.
Al billete extendido le sucedieron reverencias que me negué a seguir contemplando. Me sumergí en la lluvia y anduve bajo ella hasta que sentí que la humedad me empapaba más allá de lo que mi lamentable alma condescendiente se inundaba de culpa.
Desde entonces, a todo extraviado le regalo mi detenimiento, mi saludo y mi caridad. Pienso que algún día tuvieron su tiempo de satisfacciones; que fueron como Octavio y que me tuvieron como amigo.

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