jueves, 28 de junio de 2012

Los domingos, zapatos limpios


        Contraviniendo costumbres, los domingos madrugo. Me encanta caminar en soledad y ver cómo despierta el día, cómo traiciono a la ciudad que dejo atrás y me pierdo por entre las montañas que la burlan. Con mi marcha me alejo de las zancadillas de la semana, purgo mis tormentas y busco en la naturaleza detalles insignificantes que me reconcilien con esa humanidad que no comprendo pero que necesito. Nada mejor que coronar una cima y ver cómo se extingue el lucero del alba en cuanto el sol mete sus codos por el horizonte, para reconocer mi diminuta existencia.
         Poco antes de la hora del ángelus ya estoy de vuelta con mi morral vacío de almuerzos pero lleno de paz. Las campanas repican y la procesión de fieles, dirigiéndose hacia los templos, es fácilmente reconocible. A pesar de los muchos años transcurridos, en los que mi pecado original había vuelto para quedarse, dada mi proscripción, ciertas costumbres familiares, como vestirse de domingo, se mantenían en mis vecinos y reconozco que, al verlas vigentes en una minoría de las nuevas generaciones, me trasladaban a una época en la que en mi armario de patas colgaba un pantalón, un jersey y un polo de cuello vuelto prohibidos entre semana. Tiempos donde un lengüetazo de colonia domaba mis remolinos y estiraba un flequillo que me moría de ganas por despeinar. Pero si el estilismo era discutible, faltar al rito dominical era innegociable. La severidad de mi abuelo con el catecismo no era asunto baladí, sin embargo, si algo había más sagrado que la comunión, esos eran mis zapatos. Negros y lustrosos como el cierre de un rifle, era vigilada su pulcritud y cuidado por las miradas prietas de mis mayores. Censurado a todo balón, carrera o salto, durante su puesta, solo me permitían jugar a ser un mayor como ellos pero de la talla s. Con esa infancia amortiguada, cincuenta y dos días al año, sin contar bautizos y comuniones, suponían cincuenta y dos rozaduras a medida que mi pie crecía y el cuero, tan cepillado como insurrecto, me declaraba haber llegado a su límite. Y es que al mes de estrenar el calzado, mis andares ya parecían los de una geisha escocida. El dobladillo sí tenía sus concesiones a cuenta de los estirones de la fiebre, entonces el pespunte descendía marcando una línea en la tela como la que dejan las riadas en las fachadas. Toda una época en que uno no elegía sus galas y se sometía a la mortificación de unos cilicios con cordones despreciados como penitencia.
         Colgado el morral y tras una buena ducha, si más tarde me acerco a una panadería de guardia, en la cola me distraigo con los más menudos, con sus tirones en las perneras y sus lamentos de viuda tratando de conseguir con su melodrama, ese dulce envuelto en vivos colores que luce en el aparador junto a la caja registradora. No dejo de observar sus bocamangas, bajos y, por supuesto, sus pies. Y cuando me topo con un mozalbete que muestra muñecas y tobillos, que parece retraído y cuya mirada suspira por ese balón que chutan no muy lejos los de su edad, me veo reflejado en el brillante betún y recuerdo mis domingos de zapatos limpios.

miércoles, 20 de junio de 2012

El afecto

         Amistad, según la Real Academia Española: Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato.
        
         Dicen que cuando naces con un defecto el temor a la burla o la constancia en la insidia te pueden volver distante. El problema quizá no resida en el defecto sino en la propia incapacidad para asumir aquello que nos disgusta porque nos diferencia y lleva a un círculo que no elegimos y despreciamos. Lo cierto es que yo tenía un defecto y mi victimismo me había llevado a perder las riendas hacia el fácil enojo. Me costaba relacionarme y las amistades que inicié en la escuela se fueron diluyendo en cuanto la vida nos llenó de las ocupaciones que nos extraviaron por allí donde el trabajo nos requería. Fui apagando mis encuentros y encendiendo la soledad, y llegué a pensar que acabaría mojando pan con leche para dirigir una orquesta de gatos.
Cuando nos presentaron por primera vez, cosas de mi padre, no tuve muy claro si acabaría confiando en ella. Tuvieron que pasar varias semanas para que, un buen día, coincidiéramos de nuevo, nos quedáramos solos, y, tras un largo paseo, en el que me acompañó resuelta por mis lugares de costumbre, supiera que nuestra amistad era ya una relación sólida como las rocas que sujetan los mares.
         Liz era de origen inglés y de una inteligencia soberbia. Llevaba tan solo un año en España y no había perdido el tiempo en la academia pues, nada más salir, ya había encontrado un trabajo de guía. Tenía el pelo rubio y largo; de porte atlético, su seriedad de extranjera se relajaba en cuanto sentía de cerca la naturaleza. 
       Se había criado en una granja de Sussex y la ciudad, en ocasiones, parecía sobrepasarla; aún así, le encantaba todo lo que le ofrecía su nuevo país y, a mí, ser su compañía. Puede parecer precipitado pero, en ocasiones, un pálpito indescriptible, un sobresalto que despierta toda nuestra alerta nos lleva a tomar una decisión que creíamos propia de temerarios. Lo cierto es que, tras aquel primer paseo, decidí que se viniera a vivir conmigo.
Nos apasionaba la montaña, distinguir los matices de los aromas que el sol despertaba con su calor y que la sombra encerraba con su frescura. Todos los domingos, que el cielo nos respetaba, cogíamos un tren y buscábamos nuevos senderos donde gastar las energías reprimidas durante la semana, alejarnos de las calles de nuestra gris ciudad.
No puedo negar que me embargaba su cercanía y que mis primeros celos surgieron con ella. Su carácter abierto obligaba a querer conocerla, pero Liz, siempre fiel a un pacto entre nosotros, que nunca hablamos, no tardaba en sacudirse los moscones y buscar mi torpe pero sentida conversación.
         Día tras día, cada vez que necesitaba de su compañía, pero que ahogaba reclamarla incluso en mis peores momentos, cuando mis, entiendo, insufribles quejas eran surtidos monólogos de un pelma, ella siempre estaba a mi lado; atenta, dispuesta a cambiarme el humor, como si nadie ni nada más le importara en el mundo. Nunca entendí por qué me dio tanto cariño, tanto consuelo; la misma cantidad que nunca supe expresarle.
         Al cabo de ocho años de recibir la más entregada y noble de las amistades posibles, Liz enfermó. El veterinario dijo que estaba perdiendo visión y que la operación no merecía la pena. Como siempre, ella se sentó a mi lado y apoyó su cabeza sobre mis pies. La noticia me había llevado al llanto. Lo único que mis ojos enfermos eran capaces de hacer por mi mejor amiga. Como siempre, Liz me consoló pero, esta vez, por su desgracia. Entonces reconocí que llevaba media vida ciego, pero el corazón.


martes, 12 de junio de 2012

Soy de la CIA

Soy de la CIA. En mi habitación no hay nada que me relacione con la agencia, no obstante, las armas, sin número de serie, de polímeros e indetectables en aeropuertos, bajo el colchón, en caso de un registro me complicarían la existencia. Debí deshacerme de ellas después del asunto Raquel, dos días atrás, cuando la abandoné malherida; pero puede que pronto las necesitara, no eran fáciles de conseguir y mucho menos introducirlas en el edificio donde residía. En el último control, tuve que abandonar documentos valiosos para poder ocultarlas en el doble fondo de mi cartera.
         Era complicado llevar una vida anodina en el barrio donde me habían destinado. La familia con la que compartía alojamiento, gente muy mayor, parecía no preocuparle mucho a qué dedicaba mi tiempo libre; en cambio, sí que mostraban cierto interés con mi ocupación: mi tapadera. Y me preguntaban sobre la jornada, creo que por cortesía, a lo que les respondía amable con la misma superficialidad. Debía caerles simpático, pues no me cobraban pensión alguna. Deferencia que se volvió en mi contra cuando, una tarde, llegué con rasguños en la cara imposibles de disimular y la confianza les atrevió a interrogarme. Tuve la mala idea de meterme en una pelea, les dije, y, como siempre, el que separa se lleva el puño más rotundo. Con mi respuesta quedaron convencidos de la nobleza de mi acto y aquella noche cenamos juntos sintiendo que algo de afecto crecía antes del postre.
¡Emociones! La peor aflicción en un agente de campo. ¡Eran la antesala a los remordimientos!, ¡el gran freno que le retiraba a uno al papeleo!
Al acostarme supe que en cuanto dispusiera del dinero y de la documentación necesaria debería irme de la ciudad. Pero el asunto Raquel se interpuso y aceleró los preparativos de mi extrañamiento. La idea de la Agencia era que me integrara en el barrio, que formara parte del paisaje y que nadie arqueara una ceja fuera donde fuese que mis pies me llevaran. Lo de Raquel fue un acto reflejo del puro entrenamiento. Aunque las órdenes consistían en pasar desapercibido, si por alguna razón creía verme descubierto, debía eliminar la amenaza y sustraerme sin dejar rastro. Raquel se hacía acompañar de un grupo numeroso de amigas del mismo centro al que yo acudía, pero en cuanto terminaba mi jornada y llegaba al portal, a pesar de los rodeos, por dos ocasiones, la vi reflejada, sola, en el cristal de la puerta, escondida entre la gente. Al tercer día, antes de salir de mi habitación, oculté mi pistola en la cintura y allí se mantuvo durante las horas que permanecí sentado frente a mi mesa atendiendo las cinco reuniones de esa mañana. 
De nada sirvieron los nuevos rodeos, un esquinazo y una ligera carrera. Descubrí a Raquel de espaldas, en una zona de jardines desde donde podía controlar mi llegada al portal. Era lista; renunciaba a seguirme, se adelantaba y esperaba paciente mi aparición por el barrio; pero, esta vez, era yo quien la había sorprendido. Miré a mi alrededor, no era el mejor escenario, a plena luz del día, en el centro de decenas de ventanas que daban a los parterres. No lo pensé más, saqué mi arma y al abatirla, el sonido del muelle hizo volver su cara. Era una pena; tan joven, pensé. Reflexión que me recordó la debilidad a la que me asomaban los malditos remordimientos. El proyectil impactó cerca de su ojo izquierdo y la arrodilló en el suelo. Que se llevara las manos al centro de su dolor indicaba que mi disparo no había sido definitivo. Rematarla era una opción en el manual. Dejarla malherida, la otra. Su posterior refugio y demanda de ayuda me servirían para conocer con quién se relacionaba, quiénes andaban tras mi pista. Decidí abandonarla a su suerte.
Esta noche, a pesar de no contar con los suficientes fondos, pensaba largarme en los autobuses que partían hacia la capital. Mi equipaje, ligero, estaba dispuesto en una bolsa de lona y aprovecharía el sueño profundo de la venerable familia para salir sin ser visto. Dudaba en llevarme la escopeta, abultaba demasiado, pero era mi arma preferida. En mi recorrido hasta la estación me vería obligado a tirarla en algún contenedor.
Y en esas meditaba cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe. Una sombra enorme surgió del umbral. Por instinto, me lancé hacia la escopeta y con la rapidez de un felino disparé. Fui certero. Justo en la frente.
—¡Alejandro! ¿Qué te tengo dicho? —dijo la mujer mientras se retiraba la ventosa—. Y me quieres explicar ¿por qué la portera se ha encontrado tus libros en la escalera? Pero antes, cuéntame lo de Raquel. Su madre ha venido a verme. ¿Le quitaste la cuerda al corcho? Dice que casi le sacas un ojo.
—Me seguía —repliqué.
—¡Me vas a matar a disgustos! Anda, lávate las manos antes de cenar y ¿se puede saber qué llevas en esa bolsa?
—Nada…
La puerta quedó abierta y vi cómo mi víctima se alejaba por el pasillo sin secuelas por el disparo. Más tarde debería analizar cuál sería el punto débil de mi madre. El delantal antibalas me había obligado a apuntar a su cabeza; quizás sus talones… Pero la peor noticia fue que había descubierto mi petate y debía vaciarlo antes de que una inspección furtiva revelara mi fuga. Sin embargo, no encontré nada de lo que había guardado. ¡Sabotaje! Mi dossier con las fotografías de los sospechosos había sido sustituido por un álbum de cromos. Busqué los dos manuales con protocolos de la agencia y encontré tebeos de la Patrulla X. En lugar de mis granadas hallé un par de pelotas de tenis…
—¡A cenar! —escuché de lejos.
Resolví aceptar la invitación y coger fuerzas. Era lo más conveniente si quería superar los poderes de mi formidable enemiga y seguir siendo un agente de la CIA.

martes, 5 de junio de 2012

La Lectora



El parque de Dña. Casilda Iturrizar disfrutaba de magníficas sombras por su esbelto y frondoso arbolado. Presumía de zonas ajardinadas y, en ciertos enclaves, de abruptas lomas que ceñían su céntrico estanque ajetreado de patos. Se perdía la vista en corredores, escaleras, fuentes y pérgolas junto a hileras de columnas techadas por la vegetación enramada. Aquel oasis de verdor se fraccionaba por senderos de asfalto, meandros trenzados para recorrerlo sus paseantes sin olvidar el más recóndito rincón. Por supuesto, bancos de lamas se repartían a cada paso donde poder reposar y respirar la frescura que la naturaleza regalaba a la villa de Bilbao. Contrapunto a las huellas que la industria dejó en su corazón obrero marginado por la ría de su nombre. Lengua de mar que relamió astilleros y siderurgia con su otrora color chocolate.
Ella siempre ocupaba el mismo banco. El sol, a cierta hora de la tarde, colándose por entre las ramas, la iluminaba como una imagen santa rescatada de las penumbras por la vidriera cruciforme ceñida entre capiteles de una catedral en abandono. Él la descubrió un día de prisas en el que, buscando un atajo, se sumergió por el parque ahogado por la corbata y un traje italiano demasiado ceñido. Su impaciencia se vio frenada cuando aquellos rayos tardíos de primavera le dirigieron la mirada hacia la mujer más hermosa que jamás antes sus ojos habían contemplado. Ella no se dio cuenta de cómo el brío de su paso se aminoraba hasta casi detenerse, ni siquiera la joven levantó la vista del libro que abría sobre su regazo. Tan aturdido como apremiado, tuvo que continuar su camino sin poder evitar volverse a ratos para asegurarse que aquella joven no era una aparición divina producto de la falta de aire por el resuello agitado. De nada le sirvió, aunque tarde, llegar a la reunión, pues su mente se había quedado en aquel banco y su atención se había perdido en la ansiedad por volver a encontrarla.
Al día siguiente y el fin de semana que le siguió, recorrió el parque buscando a la joven lectora, pero no fue hasta el nuevo lunes cuando a la misma hora y en el mismo sitio, con los rayos incidiendo sobre las hojas del libro que sujetaba, el rostro de la joven resplandecía en ondulaciones como quien se mira en un arroyo de aguas cristalinas. Si el recuerdo fugaz acaso la hubiera enaltecido sin merecimiento, el presente la mostraba aún más hermosa. Era tal su belleza que el joven sintió que toda su decisión anterior, los tres días de ensoñaciones con encuentros imaginarios, de ensayos de discursos lisonjeros, se diluían como una sombra en el túnel de La Engaña. Fingió mirar la hora, descubrir otro sendero, algo que excusara a sus pies para frenar su avance hacia el ridículo, y encontró en un banco cercano el rescate a su bloqueo. Tan intimidado como sorprendido de su alteración, se negó a levantar la vista y fueron sus cordones los que, por un momento, se llevaron el margen que necesitaba para recomponerse. Con el reapriete de los nudos, y ciertos insultos que se dirigió, creyó ganar los arrestos perdidos pero, para entonces, la joven había abandonado el lugar.
Los quince días que pasó obnubilado le llevaron a descuidar sus reuniones para ganar tiempo buscando a la bella lectora. En su melancolía descartó los márgenes del parque y se aventuró por ciertas calles del centro que pensó dignas del caminar majestuoso que atribuía a su enamorada. De todas las elucubraciones posibles que un corazón golpeado es capaz de imaginar jamás pensó que, al entrar en su despacho, con la derrota dibujada en el pentagrama de arrugas de su frente, ella se encontrara sentada en el borde de su mesa.
Se supone que en terreno propio se gana soltura y desparpajo pero cuando la sorpresa traspasa todos los límites conocidos, la nube en que se flota retira el apoyo y uno se siente a merced del más leve de los soplidos.
En la estancia ya no había ni cuadros, ni diplomas, ni revistas. Todo parecía girar en un torbellino y en su centro, incólume, la hermosa lectora miraba de hito en hito al boquiabierto joven. Asumida la estupefacción, quiso declamar toda la poesía que la desesperación, por creerla perdida, le había llevado a componer; sin miedo a la estridencia, seguro de que con las tildes de la sinceridad un corazón puro reconocería a su gemelo. Pero ella se anticipó a su serenata y le entregó el libro, el que acunara en el parque, con una recomendación: «No renuncies a su lectura; a mí, me sirvió».
El torbellino dejó de girar. Los cuadros, diplomas y revistas volvieron, pero en una caja; que junto a la chaqueta colgada del brazo, el libro y una carta de despido fueron su compañía hasta la puerta. Tuvo tiempo, antes de que esta se cerrara, de ver como su bella sustituta era recibida por el gerente. En el mismo ascensor, con la perplejidad relajando su boca, leyó en el espejo el título de su regalo: ¿oseuq im odavell ah es neiuQ?  recnepS nosnhoJ.