Contraviniendo costumbres, los domingos madrugo. Me encanta
caminar en soledad y ver cómo despierta el día, cómo traiciono a la ciudad que
dejo atrás y me pierdo por entre las montañas que la burlan. Con mi marcha me
alejo de las zancadillas de la semana, purgo mis tormentas y busco en la naturaleza
detalles insignificantes que me reconcilien con esa humanidad que no comprendo
pero que necesito. Nada mejor que coronar una cima y ver cómo se extingue el
lucero del alba en cuanto el sol mete sus codos por el horizonte, para
reconocer mi diminuta existencia.
Poco antes de
la hora del ángelus ya estoy de vuelta con mi morral vacío de almuerzos pero
lleno de paz. Las campanas repican y la procesión de fieles, dirigiéndose hacia los
templos, es fácilmente reconocible. A pesar de los muchos años transcurridos, en
los que mi pecado original había vuelto para quedarse, dada mi proscripción,
ciertas costumbres familiares, como vestirse de domingo, se mantenían en mis
vecinos y reconozco que, al verlas vigentes en una minoría de las nuevas
generaciones, me trasladaban a una época en la que en mi armario de patas
colgaba un pantalón, un jersey y un polo de cuello vuelto prohibidos entre
semana. Tiempos donde un lengüetazo de colonia domaba mis remolinos y estiraba
un flequillo que me moría de ganas por despeinar. Pero si el estilismo era
discutible, faltar al rito dominical era innegociable. La severidad de mi
abuelo con el catecismo no era asunto baladí, sin embargo, si algo había más
sagrado que la comunión, esos eran mis zapatos. Negros y lustrosos como el cierre
de un rifle, era vigilada su pulcritud y cuidado por las miradas prietas de mis
mayores. Censurado a todo balón, carrera o salto, durante su puesta, solo me permitían
jugar a ser un mayor como ellos pero de la talla s. Con esa infancia
amortiguada, cincuenta y dos días al año, sin contar bautizos y comuniones,
suponían cincuenta y dos rozaduras a medida que mi pie crecía y el cuero, tan cepillado
como insurrecto, me declaraba haber llegado a su límite. Y es que al mes de
estrenar el calzado, mis andares ya parecían los de una geisha escocida. El
dobladillo sí tenía sus concesiones a cuenta de los estirones de la fiebre,
entonces el pespunte descendía marcando una línea en la tela como la que dejan
las riadas en las fachadas. Toda una época en que uno no elegía sus galas y se
sometía a la mortificación de unos cilicios con cordones despreciados como
penitencia.
Colgado el
morral y tras una buena ducha, si más tarde me acerco a una panadería de
guardia, en la cola me distraigo con los más menudos, con sus tirones en las
perneras y sus lamentos de viuda tratando de conseguir con su melodrama, ese
dulce envuelto en vivos colores que luce en el aparador junto a la caja
registradora. No dejo de observar sus bocamangas, bajos y, por supuesto, sus
pies. Y cuando me topo con un mozalbete que muestra muñecas y tobillos, que
parece retraído y cuya mirada suspira por ese balón que chutan no muy lejos los
de su edad, me veo reflejado en el brillante betún y recuerdo mis domingos de
zapatos limpios.