Amistad, según la Real Academia
Española: Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona,
que nace y se fortalece con el trato.
Dicen que cuando naces con un defecto
el temor a la burla o la constancia en la insidia te pueden volver distante. El
problema quizá no resida en el defecto sino en la propia incapacidad para
asumir aquello que nos disgusta porque nos diferencia y lleva a un círculo que
no elegimos y despreciamos. Lo cierto es que yo tenía un defecto y mi
victimismo me había llevado a perder las riendas hacia el fácil enojo. Me
costaba relacionarme y las amistades que inicié en la escuela se fueron
diluyendo en cuanto la vida nos llenó de las ocupaciones que nos extraviaron
por allí donde el trabajo nos requería. Fui apagando mis encuentros y
encendiendo la soledad, y llegué a pensar que acabaría mojando pan con leche
para dirigir una orquesta de gatos.
Cuando
nos presentaron por primera vez, cosas de mi padre, no tuve muy claro si
acabaría confiando en ella. Tuvieron que pasar varias semanas para que, un buen
día, coincidiéramos de nuevo, nos quedáramos solos, y, tras un largo paseo, en
el que me acompañó resuelta por mis lugares de costumbre, supiera que nuestra
amistad era ya una relación sólida como las rocas que sujetan los mares.
Liz era de origen inglés y de una
inteligencia soberbia. Llevaba tan solo un año en España y no había perdido el
tiempo en la academia pues, nada más salir, ya había encontrado un trabajo de
guía. Tenía el pelo rubio y largo; de porte atlético, su seriedad de extranjera
se relajaba en cuanto sentía de cerca la naturaleza.
Se había criado en una
granja de Sussex y la ciudad, en ocasiones, parecía sobrepasarla; aún así, le encantaba todo lo que le ofrecía su nuevo país y, a mí, ser su compañía. Puede
parecer precipitado pero, en ocasiones, un pálpito indescriptible, un
sobresalto que despierta toda nuestra alerta nos lleva a tomar una decisión que
creíamos propia de temerarios. Lo cierto es que, tras aquel primer paseo, decidí
que se viniera a vivir conmigo.
Nos
apasionaba la montaña, distinguir los matices de los aromas que el sol
despertaba con su calor y que la sombra encerraba con su frescura. Todos los
domingos, que el cielo nos respetaba, cogíamos un tren y buscábamos nuevos
senderos donde gastar las energías reprimidas durante la semana, alejarnos de las
calles de nuestra gris ciudad.
No
puedo negar que me embargaba su cercanía y que mis primeros celos surgieron con
ella. Su carácter abierto obligaba a querer conocerla, pero Liz, siempre fiel a
un pacto entre nosotros, que nunca hablamos, no tardaba en sacudirse los
moscones y buscar mi torpe pero sentida conversación.
Día tras día, cada vez que necesitaba de su
compañía, pero que ahogaba reclamarla incluso en mis peores momentos, cuando mis, entiendo, insufribles
quejas eran surtidos monólogos de un pelma, ella siempre estaba a mi lado;
atenta, dispuesta a cambiarme el humor, como si nadie ni nada más le importara
en el mundo. Nunca entendí por qué me dio tanto cariño, tanto consuelo; la misma cantidad que nunca supe
expresarle.
Al cabo de ocho años de recibir la más
entregada y noble de las amistades posibles, Liz enfermó. El veterinario dijo
que estaba perdiendo visión y que la operación no merecía la pena. Como siempre, ella se sentó a mi lado y apoyó su cabeza sobre mis pies. La noticia
me había llevado al llanto. Lo único que mis ojos enfermos eran capaces de hacer por mi mejor amiga. Como siempre, Liz me consoló pero, esta vez, por su desgracia. Entonces reconocí que llevaba media vida ciego, pero el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario