miércoles, 20 de junio de 2012

El afecto

         Amistad, según la Real Academia Española: Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato.
        
         Dicen que cuando naces con un defecto el temor a la burla o la constancia en la insidia te pueden volver distante. El problema quizá no resida en el defecto sino en la propia incapacidad para asumir aquello que nos disgusta porque nos diferencia y lleva a un círculo que no elegimos y despreciamos. Lo cierto es que yo tenía un defecto y mi victimismo me había llevado a perder las riendas hacia el fácil enojo. Me costaba relacionarme y las amistades que inicié en la escuela se fueron diluyendo en cuanto la vida nos llenó de las ocupaciones que nos extraviaron por allí donde el trabajo nos requería. Fui apagando mis encuentros y encendiendo la soledad, y llegué a pensar que acabaría mojando pan con leche para dirigir una orquesta de gatos.
Cuando nos presentaron por primera vez, cosas de mi padre, no tuve muy claro si acabaría confiando en ella. Tuvieron que pasar varias semanas para que, un buen día, coincidiéramos de nuevo, nos quedáramos solos, y, tras un largo paseo, en el que me acompañó resuelta por mis lugares de costumbre, supiera que nuestra amistad era ya una relación sólida como las rocas que sujetan los mares.
         Liz era de origen inglés y de una inteligencia soberbia. Llevaba tan solo un año en España y no había perdido el tiempo en la academia pues, nada más salir, ya había encontrado un trabajo de guía. Tenía el pelo rubio y largo; de porte atlético, su seriedad de extranjera se relajaba en cuanto sentía de cerca la naturaleza. 
       Se había criado en una granja de Sussex y la ciudad, en ocasiones, parecía sobrepasarla; aún así, le encantaba todo lo que le ofrecía su nuevo país y, a mí, ser su compañía. Puede parecer precipitado pero, en ocasiones, un pálpito indescriptible, un sobresalto que despierta toda nuestra alerta nos lleva a tomar una decisión que creíamos propia de temerarios. Lo cierto es que, tras aquel primer paseo, decidí que se viniera a vivir conmigo.
Nos apasionaba la montaña, distinguir los matices de los aromas que el sol despertaba con su calor y que la sombra encerraba con su frescura. Todos los domingos, que el cielo nos respetaba, cogíamos un tren y buscábamos nuevos senderos donde gastar las energías reprimidas durante la semana, alejarnos de las calles de nuestra gris ciudad.
No puedo negar que me embargaba su cercanía y que mis primeros celos surgieron con ella. Su carácter abierto obligaba a querer conocerla, pero Liz, siempre fiel a un pacto entre nosotros, que nunca hablamos, no tardaba en sacudirse los moscones y buscar mi torpe pero sentida conversación.
         Día tras día, cada vez que necesitaba de su compañía, pero que ahogaba reclamarla incluso en mis peores momentos, cuando mis, entiendo, insufribles quejas eran surtidos monólogos de un pelma, ella siempre estaba a mi lado; atenta, dispuesta a cambiarme el humor, como si nadie ni nada más le importara en el mundo. Nunca entendí por qué me dio tanto cariño, tanto consuelo; la misma cantidad que nunca supe expresarle.
         Al cabo de ocho años de recibir la más entregada y noble de las amistades posibles, Liz enfermó. El veterinario dijo que estaba perdiendo visión y que la operación no merecía la pena. Como siempre, ella se sentó a mi lado y apoyó su cabeza sobre mis pies. La noticia me había llevado al llanto. Lo único que mis ojos enfermos eran capaces de hacer por mi mejor amiga. Como siempre, Liz me consoló pero, esta vez, por su desgracia. Entonces reconocí que llevaba media vida ciego, pero el corazón.


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