martes, 12 de junio de 2012

Soy de la CIA

Soy de la CIA. En mi habitación no hay nada que me relacione con la agencia, no obstante, las armas, sin número de serie, de polímeros e indetectables en aeropuertos, bajo el colchón, en caso de un registro me complicarían la existencia. Debí deshacerme de ellas después del asunto Raquel, dos días atrás, cuando la abandoné malherida; pero puede que pronto las necesitara, no eran fáciles de conseguir y mucho menos introducirlas en el edificio donde residía. En el último control, tuve que abandonar documentos valiosos para poder ocultarlas en el doble fondo de mi cartera.
         Era complicado llevar una vida anodina en el barrio donde me habían destinado. La familia con la que compartía alojamiento, gente muy mayor, parecía no preocuparle mucho a qué dedicaba mi tiempo libre; en cambio, sí que mostraban cierto interés con mi ocupación: mi tapadera. Y me preguntaban sobre la jornada, creo que por cortesía, a lo que les respondía amable con la misma superficialidad. Debía caerles simpático, pues no me cobraban pensión alguna. Deferencia que se volvió en mi contra cuando, una tarde, llegué con rasguños en la cara imposibles de disimular y la confianza les atrevió a interrogarme. Tuve la mala idea de meterme en una pelea, les dije, y, como siempre, el que separa se lleva el puño más rotundo. Con mi respuesta quedaron convencidos de la nobleza de mi acto y aquella noche cenamos juntos sintiendo que algo de afecto crecía antes del postre.
¡Emociones! La peor aflicción en un agente de campo. ¡Eran la antesala a los remordimientos!, ¡el gran freno que le retiraba a uno al papeleo!
Al acostarme supe que en cuanto dispusiera del dinero y de la documentación necesaria debería irme de la ciudad. Pero el asunto Raquel se interpuso y aceleró los preparativos de mi extrañamiento. La idea de la Agencia era que me integrara en el barrio, que formara parte del paisaje y que nadie arqueara una ceja fuera donde fuese que mis pies me llevaran. Lo de Raquel fue un acto reflejo del puro entrenamiento. Aunque las órdenes consistían en pasar desapercibido, si por alguna razón creía verme descubierto, debía eliminar la amenaza y sustraerme sin dejar rastro. Raquel se hacía acompañar de un grupo numeroso de amigas del mismo centro al que yo acudía, pero en cuanto terminaba mi jornada y llegaba al portal, a pesar de los rodeos, por dos ocasiones, la vi reflejada, sola, en el cristal de la puerta, escondida entre la gente. Al tercer día, antes de salir de mi habitación, oculté mi pistola en la cintura y allí se mantuvo durante las horas que permanecí sentado frente a mi mesa atendiendo las cinco reuniones de esa mañana. 
De nada sirvieron los nuevos rodeos, un esquinazo y una ligera carrera. Descubrí a Raquel de espaldas, en una zona de jardines desde donde podía controlar mi llegada al portal. Era lista; renunciaba a seguirme, se adelantaba y esperaba paciente mi aparición por el barrio; pero, esta vez, era yo quien la había sorprendido. Miré a mi alrededor, no era el mejor escenario, a plena luz del día, en el centro de decenas de ventanas que daban a los parterres. No lo pensé más, saqué mi arma y al abatirla, el sonido del muelle hizo volver su cara. Era una pena; tan joven, pensé. Reflexión que me recordó la debilidad a la que me asomaban los malditos remordimientos. El proyectil impactó cerca de su ojo izquierdo y la arrodilló en el suelo. Que se llevara las manos al centro de su dolor indicaba que mi disparo no había sido definitivo. Rematarla era una opción en el manual. Dejarla malherida, la otra. Su posterior refugio y demanda de ayuda me servirían para conocer con quién se relacionaba, quiénes andaban tras mi pista. Decidí abandonarla a su suerte.
Esta noche, a pesar de no contar con los suficientes fondos, pensaba largarme en los autobuses que partían hacia la capital. Mi equipaje, ligero, estaba dispuesto en una bolsa de lona y aprovecharía el sueño profundo de la venerable familia para salir sin ser visto. Dudaba en llevarme la escopeta, abultaba demasiado, pero era mi arma preferida. En mi recorrido hasta la estación me vería obligado a tirarla en algún contenedor.
Y en esas meditaba cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe. Una sombra enorme surgió del umbral. Por instinto, me lancé hacia la escopeta y con la rapidez de un felino disparé. Fui certero. Justo en la frente.
—¡Alejandro! ¿Qué te tengo dicho? —dijo la mujer mientras se retiraba la ventosa—. Y me quieres explicar ¿por qué la portera se ha encontrado tus libros en la escalera? Pero antes, cuéntame lo de Raquel. Su madre ha venido a verme. ¿Le quitaste la cuerda al corcho? Dice que casi le sacas un ojo.
—Me seguía —repliqué.
—¡Me vas a matar a disgustos! Anda, lávate las manos antes de cenar y ¿se puede saber qué llevas en esa bolsa?
—Nada…
La puerta quedó abierta y vi cómo mi víctima se alejaba por el pasillo sin secuelas por el disparo. Más tarde debería analizar cuál sería el punto débil de mi madre. El delantal antibalas me había obligado a apuntar a su cabeza; quizás sus talones… Pero la peor noticia fue que había descubierto mi petate y debía vaciarlo antes de que una inspección furtiva revelara mi fuga. Sin embargo, no encontré nada de lo que había guardado. ¡Sabotaje! Mi dossier con las fotografías de los sospechosos había sido sustituido por un álbum de cromos. Busqué los dos manuales con protocolos de la agencia y encontré tebeos de la Patrulla X. En lugar de mis granadas hallé un par de pelotas de tenis…
—¡A cenar! —escuché de lejos.
Resolví aceptar la invitación y coger fuerzas. Era lo más conveniente si quería superar los poderes de mi formidable enemiga y seguir siendo un agente de la CIA.

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