Soy
de la CIA. En mi habitación no hay nada que me relacione con la agencia, no
obstante, las armas, sin número de serie, de polímeros e indetectables en
aeropuertos, bajo el colchón, en caso de un registro me complicarían la
existencia. Debí deshacerme de ellas después del asunto Raquel, dos días atrás,
cuando la abandoné malherida; pero puede que pronto las necesitara, no eran
fáciles de conseguir y mucho menos introducirlas en el edificio donde residía.
En el último control, tuve que abandonar documentos valiosos para poder
ocultarlas en el doble fondo de mi cartera.
Era complicado llevar una vida anodina
en el barrio donde me habían destinado. La familia con la que compartía
alojamiento, gente muy mayor, parecía no preocuparle mucho a qué dedicaba mi tiempo
libre; en cambio, sí que mostraban cierto interés con mi ocupación: mi
tapadera. Y me preguntaban sobre la jornada, creo que por cortesía, a lo que
les respondía amable con la misma superficialidad. Debía caerles simpático, pues
no me cobraban pensión alguna. Deferencia que se volvió en mi contra cuando,
una tarde, llegué con rasguños en la cara imposibles de disimular y la
confianza les atrevió a interrogarme. Tuve la mala idea de meterme en una
pelea, les dije, y, como siempre, el que separa se lleva el puño más rotundo. Con
mi respuesta quedaron convencidos de la nobleza de mi acto y aquella noche
cenamos juntos sintiendo que algo de afecto crecía antes del postre.
¡Emociones!
La peor aflicción en un agente de campo. ¡Eran la antesala a los remordimientos!,
¡el gran freno que le retiraba a uno al papeleo!
Al
acostarme supe que en cuanto dispusiera del dinero y de la documentación
necesaria debería irme de la ciudad. Pero el asunto Raquel se interpuso y
aceleró los preparativos de mi extrañamiento. La idea de la Agencia era que me
integrara en el barrio, que formara parte del paisaje y que nadie arqueara una
ceja fuera donde fuese que mis pies me llevaran. Lo de Raquel fue un acto
reflejo del puro entrenamiento. Aunque las órdenes consistían en pasar desapercibido,
si por alguna razón creía verme descubierto, debía eliminar la amenaza y
sustraerme sin dejar rastro. Raquel se hacía acompañar de un grupo numeroso de
amigas del mismo centro al que yo acudía, pero en cuanto terminaba mi jornada y
llegaba al portal, a pesar de los rodeos, por dos ocasiones, la vi reflejada,
sola, en el cristal de la puerta, escondida entre la gente. Al tercer día,
antes de salir de mi habitación, oculté mi pistola en la cintura y allí se
mantuvo durante las horas que permanecí sentado frente a mi mesa atendiendo las
cinco reuniones de esa mañana.
De nada sirvieron los nuevos rodeos, un esquinazo y una ligera carrera. Descubrí a Raquel de espaldas, en una zona de jardines desde donde podía controlar mi llegada al portal. Era lista; renunciaba a seguirme, se adelantaba y esperaba paciente mi aparición por el barrio; pero, esta vez, era yo quien la había sorprendido. Miré a mi alrededor, no era el mejor escenario, a plena luz del día, en el centro de decenas de ventanas que daban a los parterres. No lo pensé más, saqué mi arma y al abatirla, el sonido del muelle hizo volver su cara. Era una pena; tan joven, pensé. Reflexión que me recordó la debilidad a la que me asomaban los malditos remordimientos. El proyectil impactó cerca de su ojo izquierdo y la arrodilló en el suelo. Que se llevara las manos al centro de su dolor indicaba que mi disparo no había sido definitivo. Rematarla era una opción en el manual. Dejarla malherida, la otra. Su posterior refugio y demanda de ayuda me servirían para conocer con quién se relacionaba, quiénes andaban tras mi pista. Decidí abandonarla a su suerte.
De nada sirvieron los nuevos rodeos, un esquinazo y una ligera carrera. Descubrí a Raquel de espaldas, en una zona de jardines desde donde podía controlar mi llegada al portal. Era lista; renunciaba a seguirme, se adelantaba y esperaba paciente mi aparición por el barrio; pero, esta vez, era yo quien la había sorprendido. Miré a mi alrededor, no era el mejor escenario, a plena luz del día, en el centro de decenas de ventanas que daban a los parterres. No lo pensé más, saqué mi arma y al abatirla, el sonido del muelle hizo volver su cara. Era una pena; tan joven, pensé. Reflexión que me recordó la debilidad a la que me asomaban los malditos remordimientos. El proyectil impactó cerca de su ojo izquierdo y la arrodilló en el suelo. Que se llevara las manos al centro de su dolor indicaba que mi disparo no había sido definitivo. Rematarla era una opción en el manual. Dejarla malherida, la otra. Su posterior refugio y demanda de ayuda me servirían para conocer con quién se relacionaba, quiénes andaban tras mi pista. Decidí abandonarla a su suerte.
Esta
noche, a pesar de no contar con los suficientes fondos, pensaba largarme en los
autobuses que partían hacia la capital. Mi equipaje, ligero, estaba dispuesto
en una bolsa de lona y aprovecharía el sueño profundo de la venerable familia
para salir sin ser visto. Dudaba en llevarme la escopeta, abultaba demasiado,
pero era mi arma preferida. En mi recorrido hasta la estación me vería obligado
a tirarla en algún contenedor.
Y
en esas meditaba cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe. Una
sombra enorme surgió del umbral. Por instinto, me lancé hacia la escopeta y con
la rapidez de un felino disparé. Fui certero. Justo en la frente.
—¡Alejandro!
¿Qué te tengo dicho? —dijo la mujer mientras se retiraba la ventosa—. Y me
quieres explicar ¿por qué la portera se ha encontrado tus libros en la
escalera? Pero antes, cuéntame lo de Raquel. Su madre ha venido a verme. ¿Le
quitaste la cuerda al corcho? Dice que casi le sacas un ojo.
—Me
seguía —repliqué.
—¡Me
vas a matar a disgustos! Anda, lávate las manos antes de cenar y ¿se puede
saber qué llevas en esa bolsa?
—Nada…
La
puerta quedó abierta y vi cómo mi víctima se alejaba por el pasillo sin
secuelas por el disparo. Más tarde debería analizar cuál sería el punto débil de
mi madre. El delantal antibalas me había obligado a apuntar a su cabeza; quizás
sus talones… Pero la peor noticia fue que había descubierto mi petate y debía
vaciarlo antes de que una inspección furtiva revelara mi fuga. Sin embargo, no
encontré nada de lo que había guardado. ¡Sabotaje! Mi dossier con las
fotografías de los sospechosos había sido sustituido por un álbum de cromos.
Busqué los dos manuales con protocolos de la agencia y encontré tebeos de la
Patrulla X. En lugar de mis granadas hallé un par de pelotas de tenis…
—¡A
cenar! —escuché de lejos.
Resolví
aceptar la invitación y coger fuerzas. Era lo más conveniente si quería superar
los poderes de mi formidable enemiga y seguir siendo un agente de la CIA.
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