Desconozco el tiempo que llevaba encerrado en ese espacio
oscuro, donde la humedad se podía lamer como en las selvas del
trópico; tampoco recordaba cómo había llegado hasta ese lugar. Lo cierto es que
no tuve tiempo para reflexionar sobre cómo salir de allí, pues al poco de haber
comprendido las dimensiones de mi encierro descubrí un resquicio de luz que se
abría sobre mi cabeza. Al dirigir mi atención hacia la abertura pude escuchar
voces muy claras al otro lado, pero fui incapaz de comprenderlas y, al mismo
tiempo, por una extraña razón supe que hablaban de mí. Estuve tentado de pedirles
ayuda, que me rescataran, que supieran de mi existencia y mi boca se abrió con
ese propósito, sin embargo, detuve el impulso. A pesar de lo inhóspito de mi
agujero no había reparado si en ese exterior mi situación y con esa compañía
iba a mejorar, si no podría por mis propios medios salir de allí cuando
aquellas voces sintiera que se alejaban. No tuve opción. En un abrir y cerrar
de ojos me vi atrapado, estremecido, opuse toda la resistencia de la que fui
capaz y aún así, fue inútil; me sacaron.
Fuera hacía
frío, estaba desnudo, deslumbrado por el fulgor, empapado, y eran tantas las
manos sobre mi cuerpo, el zarandeo, que perdí la ubicación. Durante unos
instantes caí en unos brazos y sentí una enorme paz, única, dolorosa en emociones,
que duró ese breve lapso de tiempo. Luego, me arrancaron de ellos y me
aturdieron los oídos con nuevas palabras, sin embargo, una se repetía, era
discutida, defendida por un par de convencidos desde una esquina, denostada
desde la otra. A base de escucharla traté de hacerla mía a pesar de que era
incapaz de articularla, y fue durante ese esfuerzo cuando, tras un pinchazo, perdí el
conocimiento.
Al despertar el escenario era bien distinto y lo definiría como acogedor por el silencio y por
el olor a albahaca. Traté de acostumbrar mi vista y la percibí acuosa como metido
en un invernadero bajo la lluvia. Dos voces calurosas saludaban a otras nuevas
que se aproximaban; seguía sin comprender nada de lo que decían, tal vez porque
ahora susurraban. La fuerza que desplegué en mi resistencia parecía un recuerdo
hercúleo que jamás volvería y no pude hacer nada por mejorar mi postura. Me
sentía indefenso y traté de agudizar mis sentidos. Reconozco que estaba
aterrorizado. Nuevas idas y venidas, y con ellas volvió a surgir la palabra
con la que me desvanecí la primera vez. Quise volver a recordarla pero parecía
desencadenar una especie de encantamiento que me devolvía a la oscuridad de los
sueños. Replicando sus sílabas me quedé profundamente dormido deseando en el
último suspiro de mi vigilia que en el nuevo despertar fuera capaz de
recuperarla.
Perdida la
noción del tiempo, vuelta la consciencia, abrí los ojos y sentí que mi
estómago aullaba. El reloj del apetito me recordó que llevaba sin comer mucho
tiempo, tanto, que pude considerar que llevaba sin meterme nada a la boca
durante toda mi vida. Fue entonces cuando rememoré la palabra, pude repetirla
dentro de mi cabeza y aceptarla me llevó a reconocer lo que me había sucedido: me llamaba Alejandro y acababa de nacer.
El pasado domingo uno de julio de dos mil doce, nació Alejandro, hijo de Patricia y de quien os escribe. Somos muy felices de tenerte, Alejandro. Bienvenido.
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