martes, 3 de julio de 2012

El acierto


        Desconozco el tiempo que llevaba encerrado en ese espacio oscuro, donde la humedad se podía lamer como en las selvas del trópico; tampoco recordaba cómo había llegado hasta ese lugar. Lo cierto es que no tuve tiempo para reflexionar sobre cómo salir de allí, pues al poco de haber comprendido las dimensiones de mi encierro descubrí un resquicio de luz que se abría sobre mi cabeza. Al dirigir mi atención hacia la abertura pude escuchar voces muy claras al otro lado, pero fui incapaz de comprenderlas y, al mismo tiempo, por una extraña razón supe que hablaban de mí. Estuve tentado de pedirles ayuda, que me rescataran, que supieran de mi existencia y mi boca se abrió con ese propósito, sin embargo, detuve el impulso. A pesar de lo inhóspito de mi agujero no había reparado si en ese exterior mi situación y con esa compañía iba a mejorar, si no podría por mis propios medios salir de allí cuando aquellas voces sintiera que se alejaban. No tuve opción. En un abrir y cerrar de ojos me vi atrapado, estremecido, opuse toda la resistencia de la que fui capaz y aún así, fue inútil; me sacaron.
         Fuera hacía frío, estaba desnudo, deslumbrado por el fulgor, empapado, y eran tantas las manos sobre mi cuerpo, el zarandeo, que perdí la ubicación. Durante unos instantes caí en unos brazos y sentí una enorme paz, única, dolorosa en emociones, que duró ese breve lapso de tiempo. Luego, me arrancaron de ellos y me aturdieron los oídos con nuevas palabras, sin embargo, una se repetía, era discutida, defendida por un par de convencidos desde una esquina, denostada desde la otra. A base de escucharla traté de hacerla mía a pesar de que era incapaz de articularla, y fue  durante ese esfuerzo cuando, tras un pinchazo, perdí el conocimiento.
         Al despertar el escenario era bien distinto y lo definiría como acogedor por el silencio y por el olor a albahaca. Traté de acostumbrar mi vista y la percibí acuosa como metido en un invernadero bajo la lluvia. Dos voces calurosas saludaban a otras nuevas que se aproximaban; seguía sin comprender nada de lo que decían, tal vez porque ahora susurraban. La fuerza que desplegué en mi resistencia parecía un recuerdo hercúleo que jamás volvería y no pude hacer nada por mejorar mi postura. Me sentía indefenso y traté de agudizar mis sentidos. Reconozco que estaba aterrorizado. Nuevas idas y venidas, y con ellas volvió a surgir la palabra con la que me desvanecí la primera vez. Quise volver a recordarla pero parecía desencadenar una especie de encantamiento que me devolvía a la oscuridad de los sueños. Replicando sus sílabas me quedé profundamente dormido deseando en el último suspiro de mi vigilia que en el nuevo despertar fuera capaz de recuperarla.
         Perdida la noción del tiempo, vuelta la consciencia, abrí los ojos y sentí que mi estómago aullaba. El reloj del apetito me recordó que llevaba sin comer mucho tiempo, tanto, que pude considerar que llevaba sin meterme nada a la boca durante toda mi vida. Fue entonces cuando rememoré la palabra, pude repetirla dentro de mi cabeza y aceptarla me llevó a reconocer lo que me había sucedido: me llamaba Alejandro y acababa de nacer.


    El pasado domingo uno de julio de dos mil doce, nació Alejandro, hijo de Patricia y de quien os escribe. Somos muy felices de tenerte, Alejandro. Bienvenido.

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