Miré hacia la silla vacía.
A pesar de las cortinas, el sol de verano la señalaba purpúrea y casi podía verle
arremangado lamiendo el habano que, acto seguido, torturaría con un palillo;
ceremonia imperdonable después del postre, antes de bajar a la cuadra a sestear
un rato con una novela de vaqueros como ridícula manta de su regazo; y sumirse entre
sacos de avena, bajo su visera polvorienta de pajas y semillas, y que tejaba su
mirada de las moscas que el humo no terminaba de espantar. Aquel descomunal
labriego, de hombros como murallas, bien pudo ser por edad mi abuelo, sin embargo, lo quise como a un
padre. Pero con su marcha al jardín de cruces aquello que nunca plantó medró
imparable en la casona hasta convertirla en un paraíso para la fauna
especializada en desolaciones. Como niño impresionable que fui, no recuerdo
mayor tranquilidad que saberme al alcance de su abrazo. Él hablaba poco, reía menos
y maldecía los pucheros aguados, pero revelaba franca nobleza con su terca dedicación
por llevar una hacienda familiar que su percherón no era capaz de recorrer sin
relinchar un descanso de por medio. Regresar a la ruina que le cobijó, perderme
entre sus rincones, sacudir los lienzos del abandono y quebrar los cajones del
tiempo me regalaron la suerte de poder recordar de nuevo aquel abrazo
inolvidable propio de los viejos hombres del campo. Aquellos que miran al atardecer agradecidos de disponer de un camastro que reajuste sus huesos, al tiempo que aplacan el último esfuerzo masticando migas con ajo y aceite, mientras sus manos cicatrizan la jornada latiendo el fuego que endurece, aún más, la piel curtida de sujetar las ásperas sogas que trenzan las tierras aradas bajo ese sudor que cala las entrañas.
Blog de relatos en el que devuelvo el abrazo que me regala quien dedica su tiempo a mis líneas.
jueves, 30 de agosto de 2012
jueves, 23 de agosto de 2012
Aprieta el paso la nostalgia
Ser elegante en el adiós es mentir un hasta pronto. ¿Despedirse
para siempre? Inconcebible en vida. Pronto surgen los recuerdos y martillean la
puerta de la memoria, y esta se abre dejando entrar la sombra del añorado, sacudiendo
la víscera restañada de la decepción con las finas hebras del rencor. Nos
educaron de mozos para el saludo y agradecer lo recibido, sin embargo, con las
despedidas, nunca nos prepararon para el dolor que causa recordar al ausente
cuando la incertidumbre de su regreso lleva al límite nuestros desvelos. En la
madurez recelamos de nuevos cariños si la vida se llevó temprano almas que nos
sonrieron. Entonces, maldecimos aquellos modales que la frecuencia acentuó en
la despreocupación, y que, ante la pérdida irremediable, soñamos con su renacimiento
por todo aquel cariño que no expresamos a quien por prójimo se merecía. Lamentos
por dejar para un después lo que la cercanía demandaba, pues no hay mañana para
quien ahorca de orgullo su humanidad por creer que le debilita.
Nunca niegues un saludo, no escatimes en abrazos;
expresa tu fastidio en el adiós pero con el marco de una caricia. El viajero
regresa porque en su origen alguien le llenó el petate de esperanza.
miércoles, 15 de agosto de 2012
Más metralla que esqueleto
Ciertas preguntas se responden
solas cuando vives la situación desde dentro. Siempre me pregunté por qué
cambiaron la disposición de los asientos, que ahora se ubicaban como nudillos
que encajan enfrentados, pero hasta que no ocupé uno de ellos, y la luz de la
cabina tiñó de rojo nuestra espera, no supe la razón. Faltaban cinco minutos
para el salto y por muy bregados que estuvieran los más veteranos, la quietud
en un espacio reducido, compartido en silencio con quienes nos estrenábamos en tierra
hostil, contagiaba un nerviosismo novato en exceso peligroso para tomar
decisiones en las que te juegas la vida. Los psicólogos hacía tiempo que eran
consultados para toda disciplina, entrenamiento y también para el diseño de los
entornos militares. Color de los barracones, de las aulas; límite
de aforos, disposición y forma de los muebles, leyendas en murales, visibilidad
de las divisas y banderas en los uniformes. Nada era casual y todo elemento
tenía una colocación estratégica buscando la motivación adecuada según el escenario
donde las tropas serían emplazadas. Buscaban el orden, la armonía dentro del
caos que rodea un conflicto armado. ¿Lo último? Los habitáculos de las naves de
combate, nuestros asientos al tresbolillo. Así, el estrecho pasillo bajo la
penumbra escarlata, colocaba nuestras rodillas como los dientes de una
cremallera, pero era nuestra mirada, si se elevaba, la que debía recaer de
inmediato en el escudo de la unidad cosido al pecho de nuestro compañero y
reafirmar en su repaso nuestro vínculo con el grupo, nuestro compromiso con la
misión. Sin embargo, era inevitable cruzarse una mirada y esgrimir una mueca
cómplice apenas perceptible bajo el casco, gafas y la luz de revelado. No tardó
en abrirse la compuerta y mostrar el negro más absoluto. Noche sin luna en zona
despoblada. Nuestro punto de recogida: un monte bosnio con calvas de la
artillería serbia. El proceso era sencillo: saltar ciegos al abismo y esperar
el tirón de una campana invisible, luego, evitar en lo posible las copas y la lotería
de las ramas capaces de obligarte a pañales de por vida. Recogidos los
paracaídas, unas coordenadas preestablecidas nos reunirían en el recodo de un
arroyo. El aire helado de las alturas inundó la cabina y los nervios moquearon
nuestras máscaras, todas, menos la del sargento. Un hombre tan curtido en la
masacre que era incapaz de transpirar la más mínima emoción. Aún así todos le mirábamos
tratando de descubrir en algún gesto suyo algo que delatara su siguiente orden.
Pero un fogonazo que perpetuó el brillo de nuestras sujeciones y endureció
nuestro pecho se adentró en la cabina y, al instante, el estruendo ensordecedor
de la munición antiaérea que no dejó de repetirse. La duda se dibujó en el
rostro del teniente al mando. Saltar o regresar. Allí abajo nos esperaban,
alguien había revelado nuestra incursión, pero la posibilidad de derribarnos
les atraía más que una emboscada. Las explosiones se sucedían y nos ajetreaban
como hielos en una coctelera. Saltar o regresar. Los pilotos esperaban una
orden con el sudor empapando sus cinturones. El teniente hizo ademán de
consultarlo vía radio, pero el sargento no le dio opción. Tras un “hay niños
ahí abajo” se lanzó a la oscuridad incierta. Los demás le seguimos en bloque
como un ciempiés y en el aire nos repartimos la suerte con el alboroto que da
la inercia en caída libre. El teniente fue el último. La desobediencia no
figuraba en ningún manual militar sino para evidenciar su castigo, pero el
sargento, con más metralla que esqueleto, sabía anticiparse y con pocas
palabras y su decisión, ladrar más psicología y empuje que todos los lemas de los
marines.
martes, 7 de agosto de 2012
Elige brillar
Conocía el remedio. Solo tenía que
coger el taburete de mi mesita, arrimarlo frente al espejo, subirme y asomar mi
mano a lo alto del armario; pero mientras meditaba en ello miraba desde la cama
hacia las sombras de mi techo de siempre, a mi lámpara de cesto y al cable gris
que asomaba breve antes de sumergirse en el encalado; pensaba en cómo cambiaría
mi vida y la de mi familia si tomaba esa decisión, en lo que dejaría atrás: lo
cómodo, y lo que me esperaba: la incertidumbre, y en el balance entre mi
quietud o mi fuga, mi mocedad se abocó a la nausea del vértigo. Para la suerte
de mi apremio, por de pronto, en el piso de abajo, el puchero hervía bajo la
vigilancia de madre; la puerta de la calle se abriría al cabo de media hora,
padre dejaría sus cosas en la primera superficie libre y se sentaría a la mesa
tratando de acallar su desasosiego con el guiso engordado a base de patatas. Al
rato, la voz de madre movería mis pies para convocarme a la mesa. El
presupuesto familiar obligaba al consumo de la más alejada de las fantasías de
la nueva cocina. Tubérculos, arroz, guisantes y tomates formaban la bandera que
ocupaba la alacena de la despensa. Madre nunca tuvo un salario pero trabajó
toda su vida defendiendo el lustre que nos cobijaba, apaciguando nuestros
estómagos con el álgebra combinada de cuatro alimentos constantes para que nos
parecieran distintos en cada almuerzo. Padre trabajó desde crío sin enfermar
jamás pero de nada le sirvieron sus credenciales cuando la fábrica decidió
meterle en el saco de los veteranos; aquellos que cumplida una edad ni podían
jubilar ni podían indemnizar. Así que a él y a su generación de compañeros los
regularizaron, es decir, les recortaron los sueldos como si de becarios se
trataran para atosigar su marcha vistiéndola de voluntaria.
Miré hacia los surcos que la frente
de padre acentuaba con cada cucharada del potaje. Estaban labrados de
sufrimiento. Cuando uno enfrenta el plan de su vida y forma una familia, idea
una imagen donde las flores son acaso el más feo de los colores, pero las nubes
de la incertidumbre habían cercado el cielo de nuestro bienestar y el gris,
como el cable de mi lámpara, era todo el brillo de nuestro futuro. Madre sabía
callar y vigilaba mis movimientos, mis intenciones por conversar, por romper el
silencio que cargaba las tensiones. Cancerbera de la pesadumbre de su marido,
sabedora de sus aflicciones, quería estar presente sin molestar, atender sin
cortesías y ayudar sin lástimas, e impedir que mi intervención dejara caer la
cuchara cadenciosa y padre explotara su frustración con desaires, salpicando
mantel y almas, harto de la miseria en rededor, culpándose del paisaje descolorido,
de los cubiertos mellados, de las cortinas deshiladas, de la radio con una
aguja de lana por antena y del menú diario sin segundo; sin el derecho a siesta,
pues no había tiempo de ronquidos para el pobre. Porque padre ocupaba las
tardes en buscar otros oficios, pero salvo sus manos recias, que mostraba sobre
los bruñidos escritorios, ningún papel podía ilustrar su entrega vital para el
esfuerzo y sus ganas de cumplir. El rechazo continuo, las promesas con un «tal
vez en otra ocasión», acumulaban pólvora en sus riñones desplomándole en el
sillón al final de la jornada, donde dormía su pesadumbre hasta el alba para
evitar cruzarnos su mirada de derrota.
Acostumbrada a pedir permiso para
levantarme no esperé al postre para dirigirme a mi cuarto. Madre secó su temor
en el delantal y padre apenas detuvo un instante el vuelo de su sorbo al verme
marchar. No tardé en regresar con mi pesada maleta y ponerla encima de mi silla.
El pasaporte sobre las cremalleras recordaba mi mayoría de edad y que otro país
me esperaba. Una carta de trabajo coronaba la montaña de mi despedida y la
extendí a padre que la leyó en cuanto madre le alcanzó las gafas, para luego
retirarse a un rincón y morderse el labio en ansiedades. Era mi turno aunque inesperado
para los tres. Mi formación era el fruto de sus sudores, de matrículas pagadas
a plazos, de mendigar becas y fotocopias, pero nunca pensaron que llegaría tan
pronto el día en que debía caminar en soledad y mucho menos convertirme en su
rescate. El país se hundía y los jóvenes dejábamos de serlo, nos convertíamos
en un número millonario de desempleados y poníamos en evidencia que nuestra
esperanza y la de nuestros padres dependían de nuestra marcha a otras tierras.
Aceptando aquel trabajo, que sonrojaba su protección y sus anhelos, cambiaba
por completo su ideario pues nunca se imaginaron retirados sin antes haberme
visto de la mano de un buen mozo. De cualquier modo, nuestra miseria era una
gran oportunidad y nos daba una bofetada a todos; en concreto a esa cultura tan
maternal y bienintencionada como antigua y opresora, esa que lagrimea
permanencia hacia sus faldas que ya nada pueden enseñarnos por pertenecer a
otros ciclos; madres pasajeras de un tren con parada en la telenovela y en la
conversación maruja, donde se presume de las academias de la descendencia,
engordando méritos familiares para empacho de la envidia. Queriéndome escapar
de ese lazo, preservando el frágil cariño de un malentendido desprecio, estaba
convencida de que me sacudiría los complejos de un país muy interesado en
mantener sus censos, en dirigir la cultura, la educación; en manipular la
historia y conducir nuestras opiniones para perpetuar un orden diseñado que
mantuviera el acomodo de sus dirigentes, libre de disidencias. Salir al aire
fresco de otras fronteras me cultivaría y ante todo me llevaría a la comparación,
a desvelar cuánto había de cierto en los discursos de nuestro bienestar
incomparable. Sospechaba que eran muchos los rincones donde podría encontrar mi
descanso y la ansiada prosperidad. Había llegado a la conclusión de que las
barreras son mentales fruto de una educación fundamentada en el arraigo, pero de
ese cobijo seguro debía partir la fortaleza, no el recato o el conformismo,
pues la mediocridad es la cortina del presumido y el argumento del vago para
seguir tendido.
Mis ojos volvieron a caer en el
fruncido ceño de mi padre, esta vez, marcado como un desfiladero en la lectura
de mi adiós y fue entonces cuando mis temores se esfumaron, pensé que cuando a
un padre le falta un buen filete, que cuando ahoga su hambre mordiendo esos
puños que emplea en llamar a puertas que rotulan esperanza; que cuando una
madre seca sus lágrimas en el delantal húmedo de guisos con sabor a
resignación, debemos rasgarnos el alma, dejarnos de monsergas y emprender
nuestra andadura en busca de la providencia, esa que sosiegue la pena de a
quienes dejamos, esa que asegure el futuro de quienes algún día, donde quiera
que nuestra vejez descanse, nos muestren su maleta y nos felicitemos de
haberlos educado en la valentía.
Un país es algo más que una
multitud acotada. La cobardía es el mayor freno y los impulsos no son
temeridades sino lo que hizo mirar al hombre hacia las estrellas y pensar que
podía caminar por ellas. La que influye en las mareas sonaba imposible y la paseamos.
Elige la tuya; elige brillar.
Relato ganador del concurso "Mis palabras contra la crisis"
Relato ganador del concurso "Mis palabras contra la crisis"
miércoles, 1 de agosto de 2012
Lágrimas de cera (final)
Otro año más consumió
el foráneo grupo de homicidios en despreciarme; en interrogar a frecuentes del
centro de buceo y a los trabajadores del hotel donde se alojó la difunta
Larsson. Del mismo modo, malgastaron el tiempo en volver a tomar declaraciones
de conocidos de las anteriores víctimas y en visitar los lugares donde se descubrieron
sus cuerpos. ¡Cómo si las piedras pudieran hablarles! La cera era vulgar según
mencionaba el informe del laboratorio y las petequias de los cuellos mostraban,
sobre su cerco, microscópicas fibras que una fina cuerda, algo cortante, dejadas en su mortal apriete. La decepcionante evaluación anual concluyó que el método
para llegar hasta el asesino se reducía a que éste fuera sorprendido la próxima
vez que actuara.
Como novedad para
este diez de marzo que cerraba el sexto año, mujeres policía fueron puestas de
cebo y repartidas por todo el litoral. Con una indumentaria claramente
femenina, algunas lucían pañuelos que trataban de ocultar los collarines de kevlar confeccionados en exclusiva para
la operación. Todas y cada una de ellas eran observadas a distancia por agentes
de paisano intercomunicados vía radio. La jornada moría y el alivio se
respiraba a medida que vencía el plazo. Veinticuatro horas en que el miedo se
había extendido por la isla para aterrar hasta las más estoica de sus
pobladoras. Día de transistores en el que las radios locales, cada media hora,
interrumpían su programación con conexiones en directo dando el parte de una
tensa nada. También, noche de chamanes sacudiendo sonajeros ante multitudes entregadas.
Según señalaba
el viejo reloj de pared, cinco minutos restaban para el vencimiento. Cinco
minutos más y tendría mi oportunidad; relevaría al inútil venido de Madrid y
asumiría la responsabilidad que nunca debieron negarme. La consideración me
llevó a reparar en el inspector jefe. Seguía frotándose las manos, enredando
los dedos, mirando el reloj, poniéndose de pie y volviéndose a sentar. La
emisora continuaba muda. Ordenó un control de escucha. Uno a uno todos los
indicativos respondieron menos rayo-15, ubicado en Costa Teguise. Sandra
insistió y Mauricio descolgó el teléfono. «Rayo-15 se había quedado sin batería»,
mencionó en su excusa.
—Os invito a
un café —propuso Nicasio nada más ver que la manecilla consumía el primer
minuto del once de marzo—. Retire el servicio —ordenó a Sandra.
Al henchido
Nicasio seguí hasta la máquina del café en compañía de Mauricio. En un alarde desconocido
el inspector jefe se rascó el bolsillo y cumplió con el convite. La
conversación posterior prometía ser una alegoría de lo que para Nicasio
representaba un éxito policial rotundo, así que, anticipándome, me brindé a
llevar un merecido café a la atareada Sandra.
Con dos dedos
pinzando el humeante vaso regresé al despacho meditando mi suerte. El desprecio al provincialismo cateto
que representábamos para los policías de la capital, y para nuestro acomplejado
comisario, había contribuido a que durante cinco años se hubieran cometido
otros tantos e innecesarios homicidios.
—Tenga —dije
ofreciéndole el vaso al tiempo que ocupaba mi antiguo asiento.
—¿Usted no
toma? —preguntó Sandra mientras lo recogía.
—No, gracias. Hoy
es un día especial y pensaba celebrarlo a mi modo.
—No es para
menos. Supongo que nuestro asesino se sentirá frustrado. Puede que ahora cometa
errores —razonó Sandra mientras sorbía la infusión.
Abrí el cajón,
saqué el retrato de mi difunta esposa y lo puse sobre la mesa. Al astillado marco
le siguió un pequeño paquete, deshice el nudo y descubrí un dulce.
—¿Fuma?
—pregunté, reclamando su mechero.
—¡Hum!
—exclamó relamiéndose.
Mientras
tanto, me apliqué en hoyar el centro del hojaldre con una vela. Por la
expresión golosa de sus ojos y su desatención hacia la emisora, que no paraba
de emitir protestas por la orden de retirada, supe que debía compartirlo.
—Salvo mi
difunta pocos saben que hoy cumplo años —observé, señalando el cristal roto que
cubría su fotografía.
—¡Vaya
casualidad macabra! Justo al día siguiente de… perdone… —disculpó algo incómoda.
Acto seguido, decidió encender la vela y sentarse frente a mí.
Esperé a que
la llama ganara brillo; pensé en un deseo, lloré y soplé el cirio con tal fuerza
que desparramé las gotas de su fragua.
—¡Anda, ese
viejo reloj atrasa! —comentó Sandra mientras
unas diminutas lágrimas de cera se secaban en la esfera del suyo y su rostro
contraído se veía reflejado.
—En estos seis años, unos treinta minutos, más o menos.
Un buen margen —precisé.
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