Miré hacia la silla vacía.
A pesar de las cortinas, el sol de verano la señalaba purpúrea y casi podía verle
arremangado lamiendo el habano que, acto seguido, torturaría con un palillo;
ceremonia imperdonable después del postre, antes de bajar a la cuadra a sestear
un rato con una novela de vaqueros como ridícula manta de su regazo; y sumirse entre
sacos de avena, bajo su visera polvorienta de pajas y semillas, y que tejaba su
mirada de las moscas que el humo no terminaba de espantar. Aquel descomunal
labriego, de hombros como murallas, bien pudo ser por edad mi abuelo, sin embargo, lo quise como a un
padre. Pero con su marcha al jardín de cruces aquello que nunca plantó medró
imparable en la casona hasta convertirla en un paraíso para la fauna
especializada en desolaciones. Como niño impresionable que fui, no recuerdo
mayor tranquilidad que saberme al alcance de su abrazo. Él hablaba poco, reía menos
y maldecía los pucheros aguados, pero revelaba franca nobleza con su terca dedicación
por llevar una hacienda familiar que su percherón no era capaz de recorrer sin
relinchar un descanso de por medio. Regresar a la ruina que le cobijó, perderme
entre sus rincones, sacudir los lienzos del abandono y quebrar los cajones del
tiempo me regalaron la suerte de poder recordar de nuevo aquel abrazo
inolvidable propio de los viejos hombres del campo. Aquellos que miran al atardecer agradecidos de disponer de un camastro que reajuste sus huesos, al tiempo que aplacan el último esfuerzo masticando migas con ajo y aceite, mientras sus manos cicatrizan la jornada latiendo el fuego que endurece, aún más, la piel curtida de sujetar las ásperas sogas que trenzan las tierras aradas bajo ese sudor que cala las entrañas.
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