martes, 7 de agosto de 2012

Elige brillar

Conocía el remedio. Solo tenía que coger el taburete de mi mesita, arrimarlo frente al espejo, subirme y asomar mi mano a lo alto del armario; pero mientras meditaba en ello miraba desde la cama hacia las sombras de mi techo de siempre, a mi lámpara de cesto y al cable gris que asomaba breve antes de sumergirse en el encalado; pensaba en cómo cambiaría mi vida y la de mi familia si tomaba esa decisión, en lo que dejaría atrás: lo cómodo, y lo que me esperaba: la incertidumbre, y en el balance entre mi quietud o mi fuga, mi mocedad se abocó a la nausea del vértigo. Para la suerte de mi apremio, por de pronto, en el piso de abajo, el puchero hervía bajo la vigilancia de madre; la puerta de la calle se abriría al cabo de media hora, padre dejaría sus cosas en la primera superficie libre y se sentaría a la mesa tratando de acallar su desasosiego con el guiso engordado a base de patatas. Al rato, la voz de madre movería mis pies para convocarme a la mesa. El presupuesto familiar obligaba al consumo de la más alejada de las fantasías de la nueva cocina. Tubérculos, arroz, guisantes y tomates formaban la bandera que ocupaba la alacena de la despensa. Madre nunca tuvo un salario pero trabajó toda su vida defendiendo el lustre que nos cobijaba, apaciguando nuestros estómagos con el álgebra combinada de cuatro alimentos constantes para que nos parecieran distintos en cada almuerzo. Padre trabajó desde crío sin enfermar jamás pero de nada le sirvieron sus credenciales cuando la fábrica decidió meterle en el saco de los veteranos; aquellos que cumplida una edad ni podían jubilar ni podían indemnizar. Así que a él y a su generación de compañeros los regularizaron, es decir, les recortaron los sueldos como si de becarios se trataran para atosigar su marcha vistiéndola de voluntaria.
Miré hacia los surcos que la frente de padre acentuaba con cada cucharada del potaje. Estaban labrados de sufrimiento. Cuando uno enfrenta el plan de su vida y forma una familia, idea una imagen donde las flores son acaso el más feo de los colores, pero las nubes de la incertidumbre habían cercado el cielo de nuestro bienestar y el gris, como el cable de mi lámpara, era todo el brillo de nuestro futuro. Madre sabía callar y vigilaba mis movimientos, mis intenciones por conversar, por romper el silencio que cargaba las tensiones. Cancerbera de la pesadumbre de su marido, sabedora de sus aflicciones, quería estar presente sin molestar, atender sin cortesías y ayudar sin lástimas, e impedir que mi intervención dejara caer la cuchara cadenciosa y padre explotara su frustración con desaires, salpicando mantel y almas, harto de la miseria en rededor, culpándose del paisaje descolorido, de los cubiertos mellados, de las cortinas deshiladas, de la radio con una aguja de lana por antena y del menú diario sin segundo; sin el derecho a siesta, pues no había tiempo de ronquidos para el pobre. Porque padre ocupaba las tardes en buscar otros oficios, pero salvo sus manos recias, que mostraba sobre los bruñidos escritorios, ningún papel podía ilustrar su entrega vital para el esfuerzo y sus ganas de cumplir. El rechazo continuo, las promesas con un «tal vez en otra ocasión», acumulaban pólvora en sus riñones desplomándole en el sillón al final de la jornada, donde dormía su pesadumbre hasta el alba para evitar cruzarnos su mirada de derrota.
Acostumbrada a pedir permiso para levantarme no esperé al postre para dirigirme a mi cuarto. Madre secó su temor en el delantal y padre apenas detuvo un instante el vuelo de su sorbo al verme marchar. No tardé en regresar con mi pesada maleta y ponerla encima de mi silla. El pasaporte sobre las cremalleras recordaba mi mayoría de edad y que otro país me esperaba. Una carta de trabajo coronaba la montaña de mi despedida y la extendí a padre que la leyó en cuanto madre le alcanzó las gafas, para luego retirarse a un rincón y morderse el labio en ansiedades. Era mi turno aunque inesperado para los tres. Mi formación era el fruto de sus sudores, de matrículas pagadas a plazos, de mendigar becas y fotocopias, pero nunca pensaron que llegaría tan pronto el día en que debía caminar en soledad y mucho menos convertirme en su rescate. El país se hundía y los jóvenes dejábamos de serlo, nos convertíamos en un número millonario de desempleados y poníamos en evidencia que nuestra esperanza y la de nuestros padres dependían de nuestra marcha a otras tierras. Aceptando aquel trabajo, que sonrojaba su protección y sus anhelos, cambiaba por completo su ideario pues nunca se imaginaron retirados sin antes haberme visto de la mano de un buen mozo. De cualquier modo, nuestra miseria era una gran oportunidad y nos daba una bofetada a todos; en concreto a esa cultura tan maternal y bienintencionada como antigua y opresora, esa que lagrimea permanencia hacia sus faldas que ya nada pueden enseñarnos por pertenecer a otros ciclos; madres pasajeras de un tren con parada en la telenovela y en la conversación maruja, donde se presume de las academias de la descendencia, engordando méritos familiares para empacho de la envidia. Queriéndome escapar de ese lazo, preservando el frágil cariño de un malentendido desprecio, estaba convencida de que me sacudiría los complejos de un país muy interesado en mantener sus censos, en dirigir la cultura, la educación; en manipular la historia y conducir nuestras opiniones para perpetuar un orden diseñado que mantuviera el acomodo de sus dirigentes, libre de disidencias. Salir al aire fresco de otras fronteras me cultivaría y ante todo me llevaría a la comparación, a desvelar cuánto había de cierto en los discursos de nuestro bienestar incomparable. Sospechaba que eran muchos los rincones donde podría encontrar mi descanso y la ansiada prosperidad. Había llegado a la conclusión de que las barreras son mentales fruto de una educación fundamentada en el arraigo, pero de ese cobijo seguro debía partir la fortaleza, no el recato o el conformismo, pues la mediocridad es la cortina del presumido y el argumento del vago para seguir tendido.
Mis ojos volvieron a caer en el fruncido ceño de mi padre, esta vez, marcado como un desfiladero en la lectura de mi adiós y fue entonces cuando mis temores se esfumaron, pensé que cuando a un padre le falta un buen filete, que cuando ahoga su hambre mordiendo esos puños que emplea en llamar a puertas que rotulan esperanza; que cuando una madre seca sus lágrimas en el delantal húmedo de guisos con sabor a resignación, debemos rasgarnos el alma, dejarnos de monsergas y emprender nuestra andadura en busca de la providencia, esa que sosiegue la pena de a quienes dejamos, esa que asegure el futuro de quienes algún día, donde quiera que nuestra vejez descanse, nos muestren su maleta y nos felicitemos de haberlos educado en la valentía.
Un país es algo más que una multitud acotada. La cobardía es el mayor freno y los impulsos no son temeridades sino lo que hizo mirar al hombre hacia las estrellas y pensar que podía caminar por ellas. La que influye en las mareas sonaba imposible y la paseamos. Elige la tuya; elige brillar.


Relato ganador del concurso "Mis palabras contra la crisis"

2 comentarios:

  1. Simplemente genial. Como la vida misma. Yo elijo brillar.

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  2. Muchas gracias, y me alegro de que elijas brillar.

    Un abrazo.

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