Conocía el remedio. Solo tenía que
coger el taburete de mi mesita, arrimarlo frente al espejo, subirme y asomar mi
mano a lo alto del armario; pero mientras meditaba en ello miraba desde la cama
hacia las sombras de mi techo de siempre, a mi lámpara de cesto y al cable gris
que asomaba breve antes de sumergirse en el encalado; pensaba en cómo cambiaría
mi vida y la de mi familia si tomaba esa decisión, en lo que dejaría atrás: lo
cómodo, y lo que me esperaba: la incertidumbre, y en el balance entre mi
quietud o mi fuga, mi mocedad se abocó a la nausea del vértigo. Para la suerte
de mi apremio, por de pronto, en el piso de abajo, el puchero hervía bajo la
vigilancia de madre; la puerta de la calle se abriría al cabo de media hora,
padre dejaría sus cosas en la primera superficie libre y se sentaría a la mesa
tratando de acallar su desasosiego con el guiso engordado a base de patatas. Al
rato, la voz de madre movería mis pies para convocarme a la mesa. El
presupuesto familiar obligaba al consumo de la más alejada de las fantasías de
la nueva cocina. Tubérculos, arroz, guisantes y tomates formaban la bandera que
ocupaba la alacena de la despensa. Madre nunca tuvo un salario pero trabajó
toda su vida defendiendo el lustre que nos cobijaba, apaciguando nuestros
estómagos con el álgebra combinada de cuatro alimentos constantes para que nos
parecieran distintos en cada almuerzo. Padre trabajó desde crío sin enfermar
jamás pero de nada le sirvieron sus credenciales cuando la fábrica decidió
meterle en el saco de los veteranos; aquellos que cumplida una edad ni podían
jubilar ni podían indemnizar. Así que a él y a su generación de compañeros los
regularizaron, es decir, les recortaron los sueldos como si de becarios se
trataran para atosigar su marcha vistiéndola de voluntaria.
Miré hacia los surcos que la frente
de padre acentuaba con cada cucharada del potaje. Estaban labrados de
sufrimiento. Cuando uno enfrenta el plan de su vida y forma una familia, idea
una imagen donde las flores son acaso el más feo de los colores, pero las nubes
de la incertidumbre habían cercado el cielo de nuestro bienestar y el gris,
como el cable de mi lámpara, era todo el brillo de nuestro futuro. Madre sabía
callar y vigilaba mis movimientos, mis intenciones por conversar, por romper el
silencio que cargaba las tensiones. Cancerbera de la pesadumbre de su marido,
sabedora de sus aflicciones, quería estar presente sin molestar, atender sin
cortesías y ayudar sin lástimas, e impedir que mi intervención dejara caer la
cuchara cadenciosa y padre explotara su frustración con desaires, salpicando
mantel y almas, harto de la miseria en rededor, culpándose del paisaje descolorido,
de los cubiertos mellados, de las cortinas deshiladas, de la radio con una
aguja de lana por antena y del menú diario sin segundo; sin el derecho a siesta,
pues no había tiempo de ronquidos para el pobre. Porque padre ocupaba las
tardes en buscar otros oficios, pero salvo sus manos recias, que mostraba sobre
los bruñidos escritorios, ningún papel podía ilustrar su entrega vital para el
esfuerzo y sus ganas de cumplir. El rechazo continuo, las promesas con un «tal
vez en otra ocasión», acumulaban pólvora en sus riñones desplomándole en el
sillón al final de la jornada, donde dormía su pesadumbre hasta el alba para
evitar cruzarnos su mirada de derrota.
Acostumbrada a pedir permiso para
levantarme no esperé al postre para dirigirme a mi cuarto. Madre secó su temor
en el delantal y padre apenas detuvo un instante el vuelo de su sorbo al verme
marchar. No tardé en regresar con mi pesada maleta y ponerla encima de mi silla.
El pasaporte sobre las cremalleras recordaba mi mayoría de edad y que otro país
me esperaba. Una carta de trabajo coronaba la montaña de mi despedida y la
extendí a padre que la leyó en cuanto madre le alcanzó las gafas, para luego
retirarse a un rincón y morderse el labio en ansiedades. Era mi turno aunque inesperado
para los tres. Mi formación era el fruto de sus sudores, de matrículas pagadas
a plazos, de mendigar becas y fotocopias, pero nunca pensaron que llegaría tan
pronto el día en que debía caminar en soledad y mucho menos convertirme en su
rescate. El país se hundía y los jóvenes dejábamos de serlo, nos convertíamos
en un número millonario de desempleados y poníamos en evidencia que nuestra
esperanza y la de nuestros padres dependían de nuestra marcha a otras tierras.
Aceptando aquel trabajo, que sonrojaba su protección y sus anhelos, cambiaba
por completo su ideario pues nunca se imaginaron retirados sin antes haberme
visto de la mano de un buen mozo. De cualquier modo, nuestra miseria era una
gran oportunidad y nos daba una bofetada a todos; en concreto a esa cultura tan
maternal y bienintencionada como antigua y opresora, esa que lagrimea
permanencia hacia sus faldas que ya nada pueden enseñarnos por pertenecer a
otros ciclos; madres pasajeras de un tren con parada en la telenovela y en la
conversación maruja, donde se presume de las academias de la descendencia,
engordando méritos familiares para empacho de la envidia. Queriéndome escapar
de ese lazo, preservando el frágil cariño de un malentendido desprecio, estaba
convencida de que me sacudiría los complejos de un país muy interesado en
mantener sus censos, en dirigir la cultura, la educación; en manipular la
historia y conducir nuestras opiniones para perpetuar un orden diseñado que
mantuviera el acomodo de sus dirigentes, libre de disidencias. Salir al aire
fresco de otras fronteras me cultivaría y ante todo me llevaría a la comparación,
a desvelar cuánto había de cierto en los discursos de nuestro bienestar
incomparable. Sospechaba que eran muchos los rincones donde podría encontrar mi
descanso y la ansiada prosperidad. Había llegado a la conclusión de que las
barreras son mentales fruto de una educación fundamentada en el arraigo, pero de
ese cobijo seguro debía partir la fortaleza, no el recato o el conformismo,
pues la mediocridad es la cortina del presumido y el argumento del vago para
seguir tendido.
Mis ojos volvieron a caer en el
fruncido ceño de mi padre, esta vez, marcado como un desfiladero en la lectura
de mi adiós y fue entonces cuando mis temores se esfumaron, pensé que cuando a
un padre le falta un buen filete, que cuando ahoga su hambre mordiendo esos
puños que emplea en llamar a puertas que rotulan esperanza; que cuando una
madre seca sus lágrimas en el delantal húmedo de guisos con sabor a
resignación, debemos rasgarnos el alma, dejarnos de monsergas y emprender
nuestra andadura en busca de la providencia, esa que sosiegue la pena de a
quienes dejamos, esa que asegure el futuro de quienes algún día, donde quiera
que nuestra vejez descanse, nos muestren su maleta y nos felicitemos de
haberlos educado en la valentía.
Un país es algo más que una
multitud acotada. La cobardía es el mayor freno y los impulsos no son
temeridades sino lo que hizo mirar al hombre hacia las estrellas y pensar que
podía caminar por ellas. La que influye en las mareas sonaba imposible y la paseamos.
Elige la tuya; elige brillar.
Relato ganador del concurso "Mis palabras contra la crisis"
Relato ganador del concurso "Mis palabras contra la crisis"
Simplemente genial. Como la vida misma. Yo elijo brillar.
ResponderEliminarMuchas gracias, y me alegro de que elijas brillar.
ResponderEliminarUn abrazo.