Otro año más consumió
el foráneo grupo de homicidios en despreciarme; en interrogar a frecuentes del
centro de buceo y a los trabajadores del hotel donde se alojó la difunta
Larsson. Del mismo modo, malgastaron el tiempo en volver a tomar declaraciones
de conocidos de las anteriores víctimas y en visitar los lugares donde se descubrieron
sus cuerpos. ¡Cómo si las piedras pudieran hablarles! La cera era vulgar según
mencionaba el informe del laboratorio y las petequias de los cuellos mostraban,
sobre su cerco, microscópicas fibras que una fina cuerda, algo cortante, dejadas en su mortal apriete. La decepcionante evaluación anual concluyó que el método
para llegar hasta el asesino se reducía a que éste fuera sorprendido la próxima
vez que actuara.
Como novedad para
este diez de marzo que cerraba el sexto año, mujeres policía fueron puestas de
cebo y repartidas por todo el litoral. Con una indumentaria claramente
femenina, algunas lucían pañuelos que trataban de ocultar los collarines de kevlar confeccionados en exclusiva para
la operación. Todas y cada una de ellas eran observadas a distancia por agentes
de paisano intercomunicados vía radio. La jornada moría y el alivio se
respiraba a medida que vencía el plazo. Veinticuatro horas en que el miedo se
había extendido por la isla para aterrar hasta las más estoica de sus
pobladoras. Día de transistores en el que las radios locales, cada media hora,
interrumpían su programación con conexiones en directo dando el parte de una
tensa nada. También, noche de chamanes sacudiendo sonajeros ante multitudes entregadas.
Según señalaba
el viejo reloj de pared, cinco minutos restaban para el vencimiento. Cinco
minutos más y tendría mi oportunidad; relevaría al inútil venido de Madrid y
asumiría la responsabilidad que nunca debieron negarme. La consideración me
llevó a reparar en el inspector jefe. Seguía frotándose las manos, enredando
los dedos, mirando el reloj, poniéndose de pie y volviéndose a sentar. La
emisora continuaba muda. Ordenó un control de escucha. Uno a uno todos los
indicativos respondieron menos rayo-15, ubicado en Costa Teguise. Sandra
insistió y Mauricio descolgó el teléfono. «Rayo-15 se había quedado sin batería»,
mencionó en su excusa.
—Os invito a
un café —propuso Nicasio nada más ver que la manecilla consumía el primer
minuto del once de marzo—. Retire el servicio —ordenó a Sandra.
Al henchido
Nicasio seguí hasta la máquina del café en compañía de Mauricio. En un alarde desconocido
el inspector jefe se rascó el bolsillo y cumplió con el convite. La
conversación posterior prometía ser una alegoría de lo que para Nicasio
representaba un éxito policial rotundo, así que, anticipándome, me brindé a
llevar un merecido café a la atareada Sandra.
Con dos dedos
pinzando el humeante vaso regresé al despacho meditando mi suerte. El desprecio al provincialismo cateto
que representábamos para los policías de la capital, y para nuestro acomplejado
comisario, había contribuido a que durante cinco años se hubieran cometido
otros tantos e innecesarios homicidios.
—Tenga —dije
ofreciéndole el vaso al tiempo que ocupaba mi antiguo asiento.
—¿Usted no
toma? —preguntó Sandra mientras lo recogía.
—No, gracias. Hoy
es un día especial y pensaba celebrarlo a mi modo.
—No es para
menos. Supongo que nuestro asesino se sentirá frustrado. Puede que ahora cometa
errores —razonó Sandra mientras sorbía la infusión.
Abrí el cajón,
saqué el retrato de mi difunta esposa y lo puse sobre la mesa. Al astillado marco
le siguió un pequeño paquete, deshice el nudo y descubrí un dulce.
—¿Fuma?
—pregunté, reclamando su mechero.
—¡Hum!
—exclamó relamiéndose.
Mientras
tanto, me apliqué en hoyar el centro del hojaldre con una vela. Por la
expresión golosa de sus ojos y su desatención hacia la emisora, que no paraba
de emitir protestas por la orden de retirada, supe que debía compartirlo.
—Salvo mi
difunta pocos saben que hoy cumplo años —observé, señalando el cristal roto que
cubría su fotografía.
—¡Vaya
casualidad macabra! Justo al día siguiente de… perdone… —disculpó algo incómoda.
Acto seguido, decidió encender la vela y sentarse frente a mí.
Esperé a que
la llama ganara brillo; pensé en un deseo, lloré y soplé el cirio con tal fuerza
que desparramé las gotas de su fragua.
—¡Anda, ese
viejo reloj atrasa! —comentó Sandra mientras
unas diminutas lágrimas de cera se secaban en la esfera del suyo y su rostro
contraído se veía reflejado.
—En estos seis años, unos treinta minutos, más o menos.
Un buen margen —precisé.
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