miércoles, 1 de agosto de 2012

Lágrimas de cera (final)


Otro año más consumió el foráneo grupo de homicidios en despreciarme; en interrogar a frecuentes del centro de buceo y a los trabajadores del hotel donde se alojó la difunta Larsson. Del mismo modo, malgastaron el tiempo en volver a tomar declaraciones de conocidos de las anteriores víctimas y en visitar los lugares donde se descubrieron sus cuerpos. ¡Cómo si las piedras pudieran hablarles! La cera era vulgar según mencionaba el informe del laboratorio y las petequias de los cuellos mostraban, sobre su cerco, microscópicas fibras que una fina cuerda, algo cortante, dejadas en su mortal apriete. La decepcionante evaluación anual concluyó que el método para llegar hasta el asesino se reducía a que éste fuera sorprendido la próxima vez que actuara.
Como novedad para este diez de marzo que cerraba el sexto año, mujeres policía fueron puestas de cebo y repartidas por todo el litoral. Con una indumentaria claramente femenina, algunas lucían pañuelos que trataban de ocultar los collarines de kevlar confeccionados en exclusiva para la operación. Todas y cada una de ellas eran observadas a distancia por agentes de paisano intercomunicados vía radio. La jornada moría y el alivio se respiraba a medida que vencía el plazo. Veinticuatro horas en que el miedo se había extendido por la isla para aterrar hasta las más estoica de sus pobladoras. Día de transistores en el que las radios locales, cada media hora, interrumpían su programación con conexiones en directo dando el parte de una tensa nada. También, noche de chamanes sacudiendo sonajeros ante multitudes entregadas.
Según señalaba el viejo reloj de pared, cinco minutos restaban para el vencimiento. Cinco minutos más y tendría mi oportunidad; relevaría al inútil venido de Madrid y asumiría la responsabilidad que nunca debieron negarme. La consideración me llevó a reparar en el inspector jefe. Seguía frotándose las manos, enredando los dedos, mirando el reloj, poniéndose de pie y volviéndose a sentar. La emisora continuaba muda. Ordenó un control de escucha. Uno a uno todos los indicativos respondieron menos rayo-15, ubicado en Costa Teguise. Sandra insistió y Mauricio descolgó el teléfono. «Rayo-15 se había quedado sin batería», mencionó en su excusa.
—Os invito a un café —propuso Nicasio nada más ver que la manecilla consumía el primer minuto del once de marzo—. Retire el servicio —ordenó a Sandra.
Al henchido Nicasio seguí hasta la máquina del café en compañía de Mauricio. En un alarde desconocido el inspector jefe se rascó el bolsillo y cumplió con el convite. La conversación posterior prometía ser una alegoría de lo que para Nicasio representaba un éxito policial rotundo, así que, anticipándome, me brindé a llevar un merecido café a la atareada Sandra.
Con dos dedos pinzando el humeante vaso regresé al despacho meditando mi  suerte. El desprecio al provincialismo cateto que representábamos para los policías de la capital, y para nuestro acomplejado comisario, había contribuido a que durante cinco años se hubieran cometido otros tantos e innecesarios homicidios.
—Tenga —dije ofreciéndole el vaso al tiempo que ocupaba mi antiguo asiento.
—¿Usted no toma? —preguntó Sandra mientras lo recogía.
—No, gracias. Hoy es un día especial y pensaba celebrarlo a mi modo.
—No es para menos. Supongo que nuestro asesino se sentirá frustrado. Puede que ahora cometa errores —razonó Sandra mientras sorbía la infusión.
Abrí el cajón, saqué el retrato de mi difunta esposa y lo puse sobre la mesa. Al astillado marco le siguió un pequeño paquete, deshice el nudo y descubrí un dulce.
—¿Fuma? —pregunté, reclamando su mechero.
—¡Hum! —exclamó relamiéndose.
Mientras tanto, me apliqué en hoyar el centro del hojaldre con una vela. Por la expresión golosa de sus ojos y su desatención hacia la emisora, que no paraba de emitir protestas por la orden de retirada, supe que debía compartirlo.
—Salvo mi difunta pocos saben que hoy cumplo años —observé, señalando el cristal roto que cubría su fotografía.
—¡Vaya casualidad macabra! Justo al día siguiente de… perdone… —disculpó algo incómoda. Acto seguido, decidió encender la vela y sentarse frente a mí.
Esperé a que la llama ganara brillo; pensé en un deseo, lloré y soplé el cirio con tal fuerza que desparramé las gotas de su fragua.
—¡Anda, ese viejo reloj atrasa!  —comentó Sandra mientras unas diminutas lágrimas de cera se secaban en la esfera del suyo y su rostro contraído se veía reflejado.
           —En estos seis años, unos treinta minutos, más o menos. Un buen margen —precisé.

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