Ciertas preguntas se responden
solas cuando vives la situación desde dentro. Siempre me pregunté por qué
cambiaron la disposición de los asientos, que ahora se ubicaban como nudillos
que encajan enfrentados, pero hasta que no ocupé uno de ellos, y la luz de la
cabina tiñó de rojo nuestra espera, no supe la razón. Faltaban cinco minutos
para el salto y por muy bregados que estuvieran los más veteranos, la quietud
en un espacio reducido, compartido en silencio con quienes nos estrenábamos en tierra
hostil, contagiaba un nerviosismo novato en exceso peligroso para tomar
decisiones en las que te juegas la vida. Los psicólogos hacía tiempo que eran
consultados para toda disciplina, entrenamiento y también para el diseño de los
entornos militares. Color de los barracones, de las aulas; límite
de aforos, disposición y forma de los muebles, leyendas en murales, visibilidad
de las divisas y banderas en los uniformes. Nada era casual y todo elemento
tenía una colocación estratégica buscando la motivación adecuada según el escenario
donde las tropas serían emplazadas. Buscaban el orden, la armonía dentro del
caos que rodea un conflicto armado. ¿Lo último? Los habitáculos de las naves de
combate, nuestros asientos al tresbolillo. Así, el estrecho pasillo bajo la
penumbra escarlata, colocaba nuestras rodillas como los dientes de una
cremallera, pero era nuestra mirada, si se elevaba, la que debía recaer de
inmediato en el escudo de la unidad cosido al pecho de nuestro compañero y
reafirmar en su repaso nuestro vínculo con el grupo, nuestro compromiso con la
misión. Sin embargo, era inevitable cruzarse una mirada y esgrimir una mueca
cómplice apenas perceptible bajo el casco, gafas y la luz de revelado. No tardó
en abrirse la compuerta y mostrar el negro más absoluto. Noche sin luna en zona
despoblada. Nuestro punto de recogida: un monte bosnio con calvas de la
artillería serbia. El proceso era sencillo: saltar ciegos al abismo y esperar
el tirón de una campana invisible, luego, evitar en lo posible las copas y la lotería
de las ramas capaces de obligarte a pañales de por vida. Recogidos los
paracaídas, unas coordenadas preestablecidas nos reunirían en el recodo de un
arroyo. El aire helado de las alturas inundó la cabina y los nervios moquearon
nuestras máscaras, todas, menos la del sargento. Un hombre tan curtido en la
masacre que era incapaz de transpirar la más mínima emoción. Aún así todos le mirábamos
tratando de descubrir en algún gesto suyo algo que delatara su siguiente orden.
Pero un fogonazo que perpetuó el brillo de nuestras sujeciones y endureció
nuestro pecho se adentró en la cabina y, al instante, el estruendo ensordecedor
de la munición antiaérea que no dejó de repetirse. La duda se dibujó en el
rostro del teniente al mando. Saltar o regresar. Allí abajo nos esperaban,
alguien había revelado nuestra incursión, pero la posibilidad de derribarnos
les atraía más que una emboscada. Las explosiones se sucedían y nos ajetreaban
como hielos en una coctelera. Saltar o regresar. Los pilotos esperaban una
orden con el sudor empapando sus cinturones. El teniente hizo ademán de
consultarlo vía radio, pero el sargento no le dio opción. Tras un “hay niños
ahí abajo” se lanzó a la oscuridad incierta. Los demás le seguimos en bloque
como un ciempiés y en el aire nos repartimos la suerte con el alboroto que da
la inercia en caída libre. El teniente fue el último. La desobediencia no
figuraba en ningún manual militar sino para evidenciar su castigo, pero el
sargento, con más metralla que esqueleto, sabía anticiparse y con pocas
palabras y su decisión, ladrar más psicología y empuje que todos los lemas de los
marines.
Muy bueno. Bien descrita la escena; parece que lo estás viendo. Mantiene la emoción y las ganas por saber qué pasará. Muy bueno el título, muy acertado. La verdad es que me ha gustado mucho. Enhorabuena. Luijo.
ResponderEliminarGracias Luijo por tus comentarios. Estoy de acuerdo contigo en que el título es redondo. Algo que siempre dejo para el final en todos mis relatos.
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