miércoles, 26 de septiembre de 2012

Pisando suertes


         Leía un adhesivo literario, de esos que pegan en los umbrales de los vagones del metro de Madrid, uno que versaba sobre La mocedad de Vargas Llosa; y aunque su lectura me abstraía del desempleo, cuando aquel hombre entró su presencia nos sobrecogió a todos. Rondaría los cincuenta; un manojo de bolígrafos se ajustaba contra una funda de gafas, en el bolsillo de su camisa, como si fuera un ramo de tallos. De su mano pendía la impoluta funda de un portátil. Bien abotonada la ropa, los zapatos ya anunciaban poco esfuerzo por el lustre, pero era su cabello el que me recordó a esas aves empapadas por la sangre del Prestige.
Recordé que los primeros hombres rana, faltos de la ropa necesaria para soportar las frías temperaturas de las profundidades, reprimían las arcadas que la grasa animal untada en su cuerpo les impelía. Por aquel entonces, no encontraron otra forma de crear una capa aislante, pero el nauseabundo sacrificio les demoraba la hipotermia y les permitía permanecer más tiempo bajo el agua. Sin embargo, ninguno de los pasajeros teníamos frío, no obstante, a todos se nos erizó el vello cuando la puerta se cerró. La siguiente estación distaba a cinco minutos de traqueteo. El vagón disponía de puertas de manilla para dar acceso a los contiguos, pero entre el estoicismo de los estirados y la timidez ante la evidencia, no nos atrevimos a cruzarlas. El cincuentón iba a lo suyo y se abrió paso como un rompehielos hasta descubrir un asiento. Esparcirse le resultó fácil. Las dos jóvenes a su vera perdieron el rímel en cuanto la cercanía de su humanidad se ajustó a sus hombros. Como gacelas, abandonaron raudas sus banquetas con las lágrimas de quien corta cebollas dentro de una urna. No seríamos más de veinte y nadie quisimos pronunciarnos, buscando solidaridad o consuelo, por si, en la bocanada, el hedor pudiera llegar a cumplir la muerte menos diagnosticada del mundo: de asco.
Al igual que una gota de jabón retira el aceite aguado como por arte de magia, aquel hombre consolidó un círculo vacío de pasajeros a la distancia que nuestros cuerpos permitían apretarse dentro del pudor entre desconocidos. El silencio, como el de un aula en exámenes, me llevó a recordar mis apuntes de la EGB, los de química. NH3, rememoré la composición del amoniaco, pero aquello no era un laboratorio, era un ser humano; de posibles según delataba su caro maletín, pero con alergia a todo acto de higiene. ¿Sería un problema de pituitaria? Recordé el caso de aquel gitano que la emprendió a golpes con matronas y ginecólogos porque lavaron a su mujer antes del parto y su Jenny, ya no olía a su Jenny. Pero mi protagonista, sentado, sumido en sus pensamientos, ¿se preguntaría por qué no conseguía trabajo o pareja? Quizá su propio olor corporal le tenía sumido en un estado de semiinconsciencia y apenas era capaz de facultarse un billete de metro. O quizá le sorprendió la pereza y era incapaz de encontrar la solución, y vivía perdido en una mugre que le esclavizaba hasta que llegara el día de su muerte. Por fin, el tren se detuvo y todos miramos los ademanes de aquel hombre. No era su parada, entendimos, pero sí se convirtió con urgencia en la del resto. El aire rancio de los túneles nos pareció el de un vergel del amazonas. Sentimos ganas de abrazarnos, de incluso organizar una quedada anual en esa parada. Y vimos, como quien escapa de un naufragio, el tren alejarse, y, nuestro vagón, fundir sus luces, resquebrajar cristales, protestando la carga.
Días más tarde, tras salir de la oficina del paro, me lo crucé de frente. La misma ropa, el mismo maletín, el ramo de bolígrafos y el pelo graso como la quinta rueda de los camiones. Mi apnea a su paso fue descarada por la pinza de mis dedos. Para mi suerte, venía entrenada por el asalto, unos metros antes, de un grupo de crónicos del cartón de vino que me rodearon como moscas, reclamando unas monedas. Tuve que apretar el paso para evitar su acoso, y saltar, eludiendo las heces del pulgoso can, que agitaba su cola entre la maraña de piernas de sus amos como si fueran los mejores criadores del mundo. En cuanto el hombre me superó me giré para observar el seguro abordaje. Me equivoqué, aquello fue una deserción. El perro guardó su cola y gimió en su carrera como si le hubieran apedreado. Los alcohólicos escupieron el vino que paladeaban como si de vinagre se tratara. Uno, incluso buscó el rincón de sus orines para ganar un aire reconocible. Mi perfume fue mi desgracia, su transpiración su suerte. Quizá se tratara de un escudo contra la humanidad. La mejor soledad aun rodeado de gente.
Una semana después, dirigiéndome a la enésima entrevista de trabajo, volví a coger la misma línea de metro. Había estado suspendida durante ese tiempo. Como iba sin prisas, en cada parada, cambiaba de vagón en busca de aquel relato de Vargas que dejé a medias. Me extrañó no encontrarlo y pregunté al jefe de estación. Me habló de un extraño suceso con una unidad en concreto que, una vez retirada, trataron de arreglar pero ni con pintura pudieron recuperarla. Acabó regalada en el único desguace que la admitió. No necesité una décima para vincular a aquel hombre del maletín con su forma de ganarse la vida. Fue entonces cuando decidí ir en busca de aquella cuadrilla adoradora del vino antes de presentarme a la entrevista. Con algo de fortuna su mascota no andaría lejos. ¡Ojalá estuviera tan suelta de vientre como de correas! Buscaba pisar esa suerte que buena falta me hacía.

jueves, 20 de septiembre de 2012

El Códice Clandestino


        Como cada madrugada, todavía podían respirarse las cenizas de esas hogueras que el sueño extingue. La densa niebla acorchaba mis pasos por los callejones y abrillantaba empedrado, fachada y aleros, como si una lámina de la más pertinaz lluvia la hubiera forrado de un barniz ligero. El gallo había cantado dos veces y el eco de otras crestas de granjas lejanas señalaba la tardanza de mi regreso. Pináculos, almenas, torreones y palomares cercaban mi mirada al cielo mientras vigilaba contraventanas, cortinas y miradores; luego, soportales; más tarde: una galería de puertas y cuadras, y, tras girar una esquina, al resbalar de cascos se unió el gemido del jinete sujetando su montura. De un salto me sumergí en el leve resquicio sombrío de un alfeizar. Ver era ser visto y mi nuca se acunó en la esquina. Oído y olfato se aliaban ahora para descubrir el rancio olor del cuero que envaina las cimitarras y el sudor fuerte de la guardia sarracena excitada por el presentimiento del cazador. El alazán resopló anunciando la descabalgadura y no me quedó más remedio que empujar la batiente a mi espalda. Impregnado del incienso de mi reciente visita, mi rastro era como el de una mofeta entre rosales. No tardaría en ser descubierto y el manuscrito que ocultaban mis ropas podía caer en las peores manos: otras.
         El Códice Clandestino acumulaba los secretos de cuatro civilizaciones y tres de ellas lo llevaban buscando desde hacía un siglo por los cinco continentes. Emires y reyes enviaron a sus mejores rastreadores escoltados por ejércitos de incondicionales. Las pistas sobre el paradero del Códice, descubiertas en un megalito a orillas de un Elba a medio caudal, tras la más larga sequía conocida en el  Medievo, les llevó a coincidir y a batallar tiñendo la antigua Sajonia con la sangre del fanatismo que inspira invocar a dioses diferentes. Tras una riña sin igual, diezmados, los tres ejércitos declararon una tregua ante la acumulación de cadáveres que ya se confundían con otras colinas del valle. La barbarie fue tal que el olor de la muerte atrajo tan ingente bandada de buitres que, sobrevolando su festín, eclipsaron el sol como la más oscura de las noches. Se permitió a los rastreadores el acceso a la gran piedra ancestral y la interpretación dispar de los símbolos en ella labrados les llevó en direcciones opuestas, pero nunca dejaron de proteger sus espaldas de la codicia. La cuarta civilización, la creadora del Códice, supo jugar con los fervores de las tres restantes y condicionar sus decisiones conjugando lo sagrado con lo prohibido. Su intención era que recorrieran la tierra por décadas; siglos, tal vez; que reventaran caballos, sucumbieran a epidemias, abrieran fronteras a sangre y fuego; congelaran sus almas en los polos y ardieran sus fes en los desiertos. Y, mientras tanto, entre fiebres, con la muerte rondando tras cada rama quebrada de nuevos caminos abiertos a machete, informaron a sus dictadores de los avances que aventuraban un cercano encuentro con el lugar donde el Códice esperaba para revelar los secretos que les llevara a exterminar al resto de las civilizaciones, y que solo un Dios, el suyo, imperara desde entonces hasta la eternidad.
         Los goznes giraron con el chillido de una piara sujeta por el gancho de la matanza. Ante semejante escándalo, que desenfundó aceros a mis espaldas, me vi obligado a correr por la oscuridad que me engullía, pero mis pies no encontraron suelo inmediato y sí aire donde las zancadas se perdieron durante unos metros hasta que una montaña de heno me recibió. Sin tiempo de estornudar, con dos rendijas de luz ceñidas por las lamas de un ventanuco, que daban una idea de las dimensiones del granero, como si de fruta madura se tratara, pude ver a la patrulla mora caer a mi lado y el brillo de sus filos elevarse sobre mí. Aunque mi mejor prestación era la huida me dispuse para la lucha. Por toda arma tenía el peso del Códice pero solo la visión de sus lomos encarnizaría el afán asesino de mis perseguidores. Se verían cubiertos de oro como recompensa y esa ensoñación precedió a la mía. Alguien desde lo alto del silo dejó caer una saco sobre mi cabeza.
         Cuando desperté, el escenario seguía siendo el mismo pero cuatro protagonistas más peleaban entre sí. Cruzados, hebreos y moros batían sus metales como torpes alumnos de esgrima ya que el abundante grano atrapaba sus piernas e impedía toda técnica de ataque y esquiva. De repente, una voz atronadora sacudió las paredes. En tres idiomas repitió la orden y los seis soldados como si fueran huestes de un mismo ejército cayeron sobre mí. Fui llevado a un campamento instalado al otro lado de las murallas que la noche anterior no descubrí. Empujado a la tienda más grande, la voz anterior, vestida de blanco, ocupaba un trono de madera y hojeaba el Códice. A su lado, dos venerables, ataviados con sedas, capas de raso y algún fajín departían en una discusión que interrumpieron en cuanto mi presencia fue anunciada. Tras cien años de escarmiento los profetas de las tres religiones más influyentes de occidente se habían unido para acabar con la amenaza que representaba el Códice. Habían decidido destruirlo una vez en sus manos, pero tras examinarlo descubrieron la farsa. Cristianos, judíos y musulmanes, durante un siglo, persiguieron una amenaza; creyeron ver peligrar sus confesiones y en vez de extender las bondades de su fe por las vastas tierras que hollaron, dedicaron todas sus fuerzas en aplastar aquella voluntad que no comulgara con sus creencias. La cuarta civilización había puesto en evidencia que la humanidad nunca les necesitaría; al contrario, todas y cada una de ellas serían fuentes de desgracias hasta el día del final del mundo, puesto que por muchos dioses que veneraran las decisiones finales siempre las tomarían los hombres en contra de otros hombres. Y, precisamente, el hombre, cuando cree que cabalga a los lomos de una fe que celebra la muerte de su oponente, nunca será el más indicado para dirigir a un pueblo que confía sus miedos a los altares.
         Lanzaron el Códice a mis pies y lo recogí. Resbalé mi manga por sus tapas y soplé el polvo del desprecio. Libre de mi escolta, bajo la mirada atenta de los anfitriones, me dirigí a la hoguera que presidía el centro de la tienda y, con el mismo mimo que una madre deja a su vástago en la cuna, deposité el manuscrito en el centro de las llamas. Había cumplido con su función: sembrar la discordia y llevarla al ridículo. Pero la sola idea de existir un arma que acabara con la fe rival fue suficiente motivo para que el sacrificio de miles de hombres durante un siglo fuera señalado como una misión sagrada, y, los muertos, mártires. La cuarta civilización engañó a los dioses. Lógico, todos ellos no hacen un hombre, pues fue él quien los creó cuando descubrió vacíos en su finita existencia. Y fue entonces cuando todas las religiones, donde quiera que surgieran, tomaron la misma idea de crear la esperanza de que otra vida espera más allá de la terrenal si adoras las sagradas escrituras. Nunca un libro como lo fue el Códice Clandestino fue tan adorado por tres religiones distintas. Curioso que a pesar de estar cosido en más de mil hojas jamás contuviera ni una sola letra.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Y digo


Gary Nashville tenía nombre de pistolero y, sin embargo, lo era. Y digo que lo era porque cuando es tu espalda la que buscan, tus balas ya no saludan primero. Su registro cambió con el último encargo, cuando todavía humeando su tarjeta de visita tuvo la fatal idea de sustraer la maleta que su víctima abrazaba. Ocurrencia que llevó, pasadas unas horas, a que Madame Lagart, la escurridiza dama de la coca del noble París, golpeara la mesa del restaurante donde cenaba con su médico ante el espanto de la exclusiva concurrencia.
Cuando en ese mundo de canallas traicionas a un capo, las sombras se convierten en páramos al mediodía y pedir resguardo pone dianas incluso a las propias madres. Gary tenía una amiga de polvo trimestral que nunca le reclamó notas en la almohada. Visitarla a mitad de plazo con el sudor del miedo como camiseta no era la mejor forma de evitar preguntas; no obstante, el acoso fue quien condujo sus pies ante su puerta. La sorprendió en bragas y quizá por eso, o porque fumaba al mismo tiempo que arqueaba una ceja, antesala de la primera cuestión, Nashville la pegó un tiro antes de decir hola. Quería un refugio y pensar; y con aquel plomo del nueve atravesando la frente de la joven, junto con la puerta abierta, ya lo tenía. Y digo que lo tenía porque no había terminado de correr las cortinas cuando avistó el mismo Renault que llevaba tratando de perder hacía siete calles antes y tres estaciones de metro después. El vehículo esperaba al pie de la ventana con dos tipos en su interior que, aunque parecían tener la boca cosida, se entendían con la mirada al detalle como si estuvieran planificando la lista de la compra.
Al otro lado de la ciudad, Madame Lagart organizaba a su gente para que Gary Nashville y la maleta dejaran de ser un problema. Mientras tanto, uno de sus secuaces daba matarile al fulano que presentó al pistolero ante la gran dama y la convenció de ser el tipo ideal para el encargo. Y digo ideal, porque la primera parte la solventó perfecta, con un espléndido agujero en la nuca, pero al hacerse con la maleta Gary ignoraba que se había convertido en el sustituto de quien acababa de eliminar. Lo cierto es que el pistolero, la maleta, Madame Lagart y el Renault se movían por la ciudad como bolas de acero sorteando los pozos de un laberinto que desembocaban en el mismo final. Y así ocurrió cuando la limusina de Lagart se detuvo frente a una hamburguesería al impactar contra un Renault que circulaba distraído en dirección contraria, pues su conductor había fijado toda su atención en el hombre de la maleta que se dirigía al mostrador de comida rápida. La mala cara del chofer de Lagart y su fornido machaca se toparon con los mismos rictus que esbozaban los bocacosida. Y mientras sus miradas se posaban en los bultos bajo los sobacos para ver quién era el primero en adelgazarlos, Madame Lagart, desoyendo los consejos de su cardiólogo, y aburrida de disputas varoniles, se lanzó a por una hamburguesa con patatas harta de tanta ración minúscula en cubertería de plata con la que negociaba, una vez sí y otra también, la distribución de su mercancía entre la gente chic.
Los capos no acostumbran a mirar las espaldas de sus esbirros. Se jactan de su poder, imparten órdenes al vacío y solo miran a los ojos cuando escuchan una negativa o se duda de sus amenazas. Por esa razón Madame Lagart no identificó al hombre que, cuatro puestos por delante de ella, trataba de buscar unas monedas del bolsillo contrario a la mano que sujetaba la maleta. Pero ante esa imposibilidad, en cuanto tuvo que dejarla en el suelo y sopesar el modo de transportar bandeja y equipaje; las molduras de metal, el asa de marfil y la franja verde de Gucci pegaron a los ojos de Lagart un respingo tal que, en lo que dura un pestañeo, ya la tenía en su poder y abatía la puerta de salida. Pensando en que sus muchachos ya tendrían humillados a los tipos del Renault, Madame Lagart tardó en distinguirlos contra el capó de su limusina a merced de los bocacosida. ¿La culpa? Media comisaría, un bosque de escopetas apuntándola, y cuatro coches radiopatrulla se interponían.
Gary Nashville decidió retirar el pepinillo y añadir kétchup a su doble de queso mientras contemplaba detrás del cristal cómo se llevaban engrilletada a Madame Lagart. Dos tipos con guantes, los bocacosida, guardaron la maleta en el asiento trasero de su maltrecho Renault y se largaron en dirección opuesta a la comisaría. Gary no se extrañó de aquel quiebro, al fin y al cabo la maleta estaba vacía, pero lamentó la pérdida. Y digo lamentó y digo pérdida porque tan solo le quedaban cuarenta y cinco días para encontrar a otra amiga poco interesada en preguntar apellidos de quien arrugaba sus sábanas cada tres meses, y dejaba, por todo rastro, el perfume de la pólvora.

martes, 4 de septiembre de 2012

Puñado de pecas


Molly, la hija de los Anderson, aquella niña de pecas que vi llegar sentada en la parte trasera del carro que arrastraba su mudanza, en tan solo cinco años de trenzas y columpios se había convertido en la joven más hermosa de la comarca. Para mi suerte, y mi desgracia también, la ventana de mi cuarto me permitía verla salir cada mañana. Y no había tarde que, acechando su regreso, impostara en ensayos mi voz adolescente, irguiera mi flaca figura y atusara la rebeldía de mis remolinos teatralizando mi primer acercamiento. Pero la noche siempre llegaba y mi mano nunca terminaba de girar el pomo que abriera mi decisión. Tras el nuevo fracaso, subía a mi cuarto y, entre visillos, ignorando mi cobardía que más tarde me reprendería en un diálogo habitual con el espejo, espiaba a mi sueño, tratando de adivinar su silueta entre las sombras que las lámparas sobre la mesa perfilaban a los Anderson en cada cena.
         La bella Molly agolpaba mis pensamientos mientras veía como la misma lluvia que generaba el barro a mi alrededor rebañaba el que mi uniforme acumulaba desde hacía tres días. Los oficiales tenían derecho a capote, pero el teniente Emerson era de otra pasta y le apasionaba estar en primera línea, y no dejaba de arengar en sus revistas nuestro ánimo de campesinos; dispuesto, revolver en mano, a atajar sumario la mínima disidencia entre sus filas. De todos mis corajudos compañeros de trinchera pensé que ninguno tendría una Molly a la que pretender, pero cuando nos dijeron que seríamos los siguientes en avanzar, en los escasos minutos que preceden al silbato, vi sacar de algún rincón seco del cuerpo, estampas de damas y proles que esperaban y rezaban por un hombre, y no por una carta del gobierno entregada cabizbaja con el negro sombrero en el regazo. Tras inundarlas de besos, tejadas por manos entumecidas, volvían al resguardo, la mayoría, cerquita del corazón. De vez en cuando, los proyectiles del enemigo golpeaban las crestas de nuestra cuneta. Dada la lejanía eran disparos sin detonación. La lluvia acorchaba el zumbido de su llegada. Plomos mortales tragados por el barro que sonaban como las piedras que lanzábamos de chicos a la ciénaga. ¡Qué distinto el color del alma cuando puedes elegir tus rincones! Ordenaron calar bayonetas. Elevar la vista hacia el cañón mostró nuestras caras a la lluvia. Las grises perlas se escurrieron por los filos, que el frío y el miedo hicieron temblar, hasta que el encastre terminó de ajustarse. Era toda nuestra defensa. La munición fallaba. Las vainas de latón mal prensado absorbían la humedad y la pólvora sorprendía por su mudez. Nadie confiaba en sus cartuchos y una vez escalada la trinchera la fe se perdía en ser herido de gravedad, evitar perder el casco y no ser confundido en el campo de cadáveres donde el barro uniformaba a todos por igual. Un hospital; un brazo menos; una pierna, tal vez; o, con buena suerte, una fea cicatriz que invalide, y a casa.
         Emerson hizo la indicación convenida y, puestos en pie, nuestro rostros se giraron hacia las escalas que llevaban directas al abrazo del azar de las balas escupidas al bulto. El teniente aproximó el silbo a su boca. Nuevos proyectiles cayeron sobre nuestra cuneta. Arreciaban al ver asomar los tocones de nuestras escalas.
¡Oh, Molly! Nunca supiste de mí. Quizá fuera lo mejor. Quién sabe si me hubieras mostrado simpatía, si yo te hubiera declarado mis anhelos, la noticia de mi muerte te hubiera llevado a mostrar una faz tan contraria a tu hermosura. ¡Oh Molly! ¡Qué joven soy pero qué adulto para comprender que no hay un buen momento para la guerra! Ese que tanto malgasté esperando crecer y al hacerlo me llamaron a filas…
Como si un herrero golpeara su yunque, como si una espada parara el golpe de otra, el sonido fugaz y nítido del metal interrumpió el esperado gorgoteo, la señal del adiós, el silbido del valor apoyado en un revolver. Y entonces miré hacia mi bayoneta, partida, roma al ras del cañón; y la encontré a mi espalda, brillando, ensartada en mitad del silbato, y este, a su vez, ocultando la órbita donde, segundos antes, el ojo del teniente repasaba la cobardía que aferraba nuestros fusiles como escobas.
         Seríamos unos cien y todos tropa. Y allí nos quedamos como guerreros de terracota, inmóviles bajo el aguacero, mirando hacia un cuerpo que, al yacer, prolongaba nuestra vida. Entonces, acariciando la memoria, como esa lámpara mágica de la que fluye un deseo, aromamos la trinchera con la paz de los recuerdos hasta diluir la hostilidad de la guerra como el verano el blanco de las cumbres. Y nos sumergimos en las escenas que cada cual evocara más acogedoras, y nos arropamos con ellas hasta olvidarnos del presente. Y por unos minutos, mis pulmones no respiraron entre charcos; mis pies colgaron de una rama, mis rodillas rechonchas se curtían al aire de la primavera, y, entre las hojas del viejo chopo del huerto, pude ver acercarse el carro con la pasajera del puñado de pecas estrellando su rostro, quien nunca jamás sospechó que llegaba para instalarse en el corazón de aquel niño tímido como las sombras del sol.