Como cada madrugada, todavía podían respirarse las cenizas de
esas hogueras que el sueño extingue. La densa niebla acorchaba mis pasos por los
callejones y abrillantaba empedrado, fachada y aleros, como si una lámina de la
más pertinaz lluvia la hubiera forrado de un barniz ligero. El gallo había
cantado dos veces y el eco de otras crestas de granjas lejanas señalaba la
tardanza de mi regreso. Pináculos, almenas, torreones y palomares cercaban mi
mirada al cielo mientras vigilaba contraventanas, cortinas y miradores; luego,
soportales; más tarde: una galería de puertas y cuadras, y, tras girar una
esquina, al resbalar de cascos se unió el gemido del jinete sujetando su
montura. De un salto me sumergí en el leve resquicio sombrío de un alfeizar.
Ver era ser visto y mi nuca se acunó en la esquina. Oído y olfato se aliaban
ahora para descubrir el rancio olor del cuero que envaina las cimitarras y el
sudor fuerte de la guardia sarracena excitada por el presentimiento del cazador.
El alazán resopló anunciando la descabalgadura y no me quedó más remedio que
empujar la batiente a mi espalda. Impregnado del incienso de mi reciente
visita, mi rastro era como el de una mofeta entre rosales. No tardaría en ser
descubierto y el manuscrito que ocultaban mis ropas podía caer en las peores
manos: otras.
El Códice Clandestino
acumulaba los secretos de cuatro civilizaciones y tres de ellas lo llevaban
buscando desde hacía un siglo por los cinco continentes. Emires y reyes
enviaron a sus mejores rastreadores escoltados por ejércitos de incondicionales.
Las pistas sobre el paradero del Códice, descubiertas en un megalito a orillas
de un Elba a medio caudal, tras la más larga sequía conocida en el Medievo, les llevó a coincidir y a batallar tiñendo
la antigua Sajonia con la sangre del fanatismo que inspira invocar a dioses
diferentes. Tras una riña sin igual, diezmados, los tres ejércitos declararon
una tregua ante la acumulación de cadáveres que ya se confundían con otras
colinas del valle. La barbarie fue tal que el olor de la muerte atrajo tan ingente bandada de buitres que, sobrevolando su festín, eclipsaron el sol como
la más oscura de las noches. Se permitió a los rastreadores el acceso a la gran
piedra ancestral y la interpretación dispar de los símbolos en ella labrados les
llevó en direcciones opuestas, pero nunca dejaron de proteger sus espaldas de
la codicia. La cuarta civilización, la creadora del Códice, supo jugar con los
fervores de las tres restantes y condicionar sus decisiones conjugando lo
sagrado con lo prohibido. Su intención era que recorrieran la tierra por
décadas; siglos, tal vez; que reventaran caballos, sucumbieran a epidemias, abrieran
fronteras a sangre y fuego; congelaran sus almas en los polos y ardieran sus
fes en los desiertos. Y, mientras tanto, entre fiebres, con la muerte rondando
tras cada rama quebrada de nuevos caminos abiertos a machete, informaron a sus
dictadores de los avances que aventuraban un cercano encuentro con el lugar
donde el Códice esperaba para revelar los secretos que les llevara a exterminar
al resto de las civilizaciones, y que solo un Dios, el suyo, imperara desde
entonces hasta la eternidad.
Los goznes
giraron con el chillido de una piara sujeta por el gancho de la matanza. Ante
semejante escándalo, que desenfundó aceros a mis espaldas, me vi obligado a
correr por la oscuridad que me engullía, pero mis pies no encontraron suelo
inmediato y sí aire donde las zancadas se perdieron durante unos metros hasta que
una montaña de heno me recibió. Sin tiempo de estornudar, con dos rendijas de
luz ceñidas por las lamas de un ventanuco, que daban una idea de las
dimensiones del granero, como si de fruta madura se tratara, pude ver a la patrulla mora
caer a mi lado y el brillo de sus filos elevarse sobre mí. Aunque mi mejor
prestación era la huida me dispuse para la lucha. Por toda arma tenía el peso
del Códice pero solo la visión de sus lomos encarnizaría el afán asesino de mis
perseguidores. Se verían cubiertos de oro como recompensa y esa ensoñación
precedió a la mía. Alguien desde lo alto del silo dejó caer una saco sobre mi
cabeza.
Cuando
desperté, el escenario seguía siendo el mismo pero cuatro protagonistas más
peleaban entre sí. Cruzados, hebreos y moros
batían sus metales como torpes alumnos de esgrima ya que el abundante grano
atrapaba sus piernas e impedía toda técnica de ataque y esquiva. De repente,
una voz atronadora sacudió las paredes. En tres idiomas repitió la orden y los
seis soldados como si fueran huestes de un mismo ejército cayeron sobre mí. Fui
llevado a un campamento instalado al otro lado de las murallas que la noche
anterior no descubrí. Empujado a la tienda más grande, la voz anterior, vestida
de blanco, ocupaba un trono de madera y hojeaba el Códice. A su lado, dos
venerables, ataviados con sedas, capas de raso y algún fajín departían en una
discusión que interrumpieron en cuanto mi presencia fue anunciada. Tras cien
años de escarmiento los profetas de las tres religiones más influyentes de
occidente se habían unido para acabar con la amenaza que representaba el
Códice. Habían decidido destruirlo una vez en sus manos, pero tras examinarlo
descubrieron la farsa. Cristianos, judíos y musulmanes, durante un siglo,
persiguieron una amenaza; creyeron ver peligrar sus confesiones y en vez de
extender las bondades de su fe por las vastas tierras que hollaron, dedicaron
todas sus fuerzas en aplastar aquella voluntad que no comulgara con sus
creencias. La cuarta civilización había puesto en evidencia que la humanidad
nunca les necesitaría; al contrario, todas y cada una de ellas serían fuentes
de desgracias hasta el día del final del mundo, puesto que por muchos dioses
que veneraran las decisiones finales siempre las tomarían los hombres en contra
de otros hombres. Y, precisamente, el hombre, cuando cree que cabalga a los
lomos de una fe que celebra la muerte de su oponente, nunca será el más
indicado para dirigir a un pueblo que confía sus miedos a los altares.
Lanzaron el
Códice a mis pies y lo recogí. Resbalé mi manga por sus tapas y soplé el polvo
del desprecio. Libre de mi escolta, bajo la mirada atenta de los anfitriones,
me dirigí a la hoguera que presidía el centro de la tienda y, con el mismo mimo
que una madre deja a su vástago en la cuna, deposité el manuscrito en el centro
de las llamas. Había cumplido con su función: sembrar la discordia y llevarla
al ridículo. Pero la sola idea de existir un arma que acabara con la fe rival
fue suficiente motivo para que el sacrificio de miles de hombres durante un
siglo fuera señalado como una misión sagrada, y, los muertos, mártires. La cuarta
civilización engañó a los dioses. Lógico, todos ellos no hacen un hombre, pues
fue él quien los creó cuando descubrió vacíos en su finita existencia. Y fue
entonces cuando todas las religiones, donde quiera que surgieran, tomaron la
misma idea de crear la esperanza de que otra vida espera más allá de la
terrenal si adoras las sagradas escrituras. Nunca un libro como lo fue el
Códice Clandestino fue tan adorado por tres religiones distintas. Curioso que a
pesar de estar cosido en más de mil hojas jamás contuviera ni una sola letra.
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