jueves, 20 de septiembre de 2012

El Códice Clandestino


        Como cada madrugada, todavía podían respirarse las cenizas de esas hogueras que el sueño extingue. La densa niebla acorchaba mis pasos por los callejones y abrillantaba empedrado, fachada y aleros, como si una lámina de la más pertinaz lluvia la hubiera forrado de un barniz ligero. El gallo había cantado dos veces y el eco de otras crestas de granjas lejanas señalaba la tardanza de mi regreso. Pináculos, almenas, torreones y palomares cercaban mi mirada al cielo mientras vigilaba contraventanas, cortinas y miradores; luego, soportales; más tarde: una galería de puertas y cuadras, y, tras girar una esquina, al resbalar de cascos se unió el gemido del jinete sujetando su montura. De un salto me sumergí en el leve resquicio sombrío de un alfeizar. Ver era ser visto y mi nuca se acunó en la esquina. Oído y olfato se aliaban ahora para descubrir el rancio olor del cuero que envaina las cimitarras y el sudor fuerte de la guardia sarracena excitada por el presentimiento del cazador. El alazán resopló anunciando la descabalgadura y no me quedó más remedio que empujar la batiente a mi espalda. Impregnado del incienso de mi reciente visita, mi rastro era como el de una mofeta entre rosales. No tardaría en ser descubierto y el manuscrito que ocultaban mis ropas podía caer en las peores manos: otras.
         El Códice Clandestino acumulaba los secretos de cuatro civilizaciones y tres de ellas lo llevaban buscando desde hacía un siglo por los cinco continentes. Emires y reyes enviaron a sus mejores rastreadores escoltados por ejércitos de incondicionales. Las pistas sobre el paradero del Códice, descubiertas en un megalito a orillas de un Elba a medio caudal, tras la más larga sequía conocida en el  Medievo, les llevó a coincidir y a batallar tiñendo la antigua Sajonia con la sangre del fanatismo que inspira invocar a dioses diferentes. Tras una riña sin igual, diezmados, los tres ejércitos declararon una tregua ante la acumulación de cadáveres que ya se confundían con otras colinas del valle. La barbarie fue tal que el olor de la muerte atrajo tan ingente bandada de buitres que, sobrevolando su festín, eclipsaron el sol como la más oscura de las noches. Se permitió a los rastreadores el acceso a la gran piedra ancestral y la interpretación dispar de los símbolos en ella labrados les llevó en direcciones opuestas, pero nunca dejaron de proteger sus espaldas de la codicia. La cuarta civilización, la creadora del Códice, supo jugar con los fervores de las tres restantes y condicionar sus decisiones conjugando lo sagrado con lo prohibido. Su intención era que recorrieran la tierra por décadas; siglos, tal vez; que reventaran caballos, sucumbieran a epidemias, abrieran fronteras a sangre y fuego; congelaran sus almas en los polos y ardieran sus fes en los desiertos. Y, mientras tanto, entre fiebres, con la muerte rondando tras cada rama quebrada de nuevos caminos abiertos a machete, informaron a sus dictadores de los avances que aventuraban un cercano encuentro con el lugar donde el Códice esperaba para revelar los secretos que les llevara a exterminar al resto de las civilizaciones, y que solo un Dios, el suyo, imperara desde entonces hasta la eternidad.
         Los goznes giraron con el chillido de una piara sujeta por el gancho de la matanza. Ante semejante escándalo, que desenfundó aceros a mis espaldas, me vi obligado a correr por la oscuridad que me engullía, pero mis pies no encontraron suelo inmediato y sí aire donde las zancadas se perdieron durante unos metros hasta que una montaña de heno me recibió. Sin tiempo de estornudar, con dos rendijas de luz ceñidas por las lamas de un ventanuco, que daban una idea de las dimensiones del granero, como si de fruta madura se tratara, pude ver a la patrulla mora caer a mi lado y el brillo de sus filos elevarse sobre mí. Aunque mi mejor prestación era la huida me dispuse para la lucha. Por toda arma tenía el peso del Códice pero solo la visión de sus lomos encarnizaría el afán asesino de mis perseguidores. Se verían cubiertos de oro como recompensa y esa ensoñación precedió a la mía. Alguien desde lo alto del silo dejó caer una saco sobre mi cabeza.
         Cuando desperté, el escenario seguía siendo el mismo pero cuatro protagonistas más peleaban entre sí. Cruzados, hebreos y moros batían sus metales como torpes alumnos de esgrima ya que el abundante grano atrapaba sus piernas e impedía toda técnica de ataque y esquiva. De repente, una voz atronadora sacudió las paredes. En tres idiomas repitió la orden y los seis soldados como si fueran huestes de un mismo ejército cayeron sobre mí. Fui llevado a un campamento instalado al otro lado de las murallas que la noche anterior no descubrí. Empujado a la tienda más grande, la voz anterior, vestida de blanco, ocupaba un trono de madera y hojeaba el Códice. A su lado, dos venerables, ataviados con sedas, capas de raso y algún fajín departían en una discusión que interrumpieron en cuanto mi presencia fue anunciada. Tras cien años de escarmiento los profetas de las tres religiones más influyentes de occidente se habían unido para acabar con la amenaza que representaba el Códice. Habían decidido destruirlo una vez en sus manos, pero tras examinarlo descubrieron la farsa. Cristianos, judíos y musulmanes, durante un siglo, persiguieron una amenaza; creyeron ver peligrar sus confesiones y en vez de extender las bondades de su fe por las vastas tierras que hollaron, dedicaron todas sus fuerzas en aplastar aquella voluntad que no comulgara con sus creencias. La cuarta civilización había puesto en evidencia que la humanidad nunca les necesitaría; al contrario, todas y cada una de ellas serían fuentes de desgracias hasta el día del final del mundo, puesto que por muchos dioses que veneraran las decisiones finales siempre las tomarían los hombres en contra de otros hombres. Y, precisamente, el hombre, cuando cree que cabalga a los lomos de una fe que celebra la muerte de su oponente, nunca será el más indicado para dirigir a un pueblo que confía sus miedos a los altares.
         Lanzaron el Códice a mis pies y lo recogí. Resbalé mi manga por sus tapas y soplé el polvo del desprecio. Libre de mi escolta, bajo la mirada atenta de los anfitriones, me dirigí a la hoguera que presidía el centro de la tienda y, con el mismo mimo que una madre deja a su vástago en la cuna, deposité el manuscrito en el centro de las llamas. Había cumplido con su función: sembrar la discordia y llevarla al ridículo. Pero la sola idea de existir un arma que acabara con la fe rival fue suficiente motivo para que el sacrificio de miles de hombres durante un siglo fuera señalado como una misión sagrada, y, los muertos, mártires. La cuarta civilización engañó a los dioses. Lógico, todos ellos no hacen un hombre, pues fue él quien los creó cuando descubrió vacíos en su finita existencia. Y fue entonces cuando todas las religiones, donde quiera que surgieran, tomaron la misma idea de crear la esperanza de que otra vida espera más allá de la terrenal si adoras las sagradas escrituras. Nunca un libro como lo fue el Códice Clandestino fue tan adorado por tres religiones distintas. Curioso que a pesar de estar cosido en más de mil hojas jamás contuviera ni una sola letra.

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