Molly, la hija de los Anderson,
aquella niña de pecas que vi llegar sentada en la parte trasera del carro que
arrastraba su mudanza, en tan solo cinco años de trenzas y columpios se había
convertido en la joven más hermosa de la comarca. Para mi suerte, y mi
desgracia también, la ventana de mi cuarto me permitía verla salir cada mañana.
Y no había tarde que, acechando su regreso, impostara en ensayos mi voz
adolescente, irguiera mi flaca figura y atusara la rebeldía de mis remolinos
teatralizando mi primer acercamiento. Pero la noche siempre llegaba y mi mano
nunca terminaba de girar el pomo que abriera mi decisión. Tras el nuevo fracaso,
subía a mi cuarto y, entre visillos, ignorando mi cobardía que más tarde me
reprendería en un diálogo habitual con el espejo, espiaba a mi sueño, tratando
de adivinar su silueta entre las sombras que las lámparas sobre la mesa
perfilaban a los Anderson en cada cena.
La bella Molly
agolpaba mis pensamientos mientras veía como la misma lluvia que generaba el
barro a mi alrededor rebañaba el que mi uniforme acumulaba desde hacía tres
días. Los oficiales tenían derecho a capote, pero el teniente Emerson era de
otra pasta y le apasionaba estar en primera línea, y no dejaba de arengar en
sus revistas nuestro ánimo de campesinos; dispuesto, revolver en mano, a atajar
sumario la mínima disidencia entre sus filas. De todos mis corajudos compañeros
de trinchera pensé que ninguno tendría una Molly a la que pretender, pero
cuando nos dijeron que seríamos los siguientes en avanzar, en los escasos
minutos que preceden al silbato, vi sacar de algún rincón seco del cuerpo,
estampas de damas y proles que esperaban y rezaban por un hombre, y no por una
carta del gobierno entregada cabizbaja con el negro sombrero en el regazo. Tras
inundarlas de besos, tejadas por manos entumecidas, volvían al resguardo, la
mayoría, cerquita del corazón. De vez en cuando, los proyectiles del enemigo
golpeaban las crestas de nuestra cuneta. Dada la lejanía eran disparos sin
detonación. La lluvia acorchaba el zumbido de su llegada. Plomos mortales
tragados por el barro que sonaban como las piedras que lanzábamos de chicos a
la ciénaga. ¡Qué distinto el color del alma cuando puedes elegir tus rincones!
Ordenaron calar bayonetas. Elevar la vista hacia el cañón mostró nuestras caras a la lluvia. Las grises perlas se escurrieron por los filos, que el frío y el
miedo hicieron temblar, hasta que el encastre terminó de ajustarse. Era toda
nuestra defensa. La munición fallaba. Las vainas de latón mal prensado
absorbían la humedad y la pólvora sorprendía por su mudez. Nadie confiaba en
sus cartuchos y una vez escalada la trinchera la fe se perdía en ser herido de
gravedad, evitar perder el casco y no ser confundido en el campo de cadáveres
donde el barro uniformaba a todos por igual. Un hospital; un brazo menos; una
pierna, tal vez; o, con buena suerte, una fea cicatriz que invalide, y a casa.
Emerson hizo
la indicación convenida y, puestos en pie, nuestro rostros se giraron hacia las
escalas que llevaban directas al abrazo del azar de las balas escupidas al
bulto. El teniente aproximó el silbo a su boca. Nuevos proyectiles cayeron
sobre nuestra cuneta. Arreciaban al ver asomar los tocones de nuestras escalas.
¡Oh, Molly! Nunca supiste de mí.
Quizá fuera lo mejor. Quién sabe si me hubieras mostrado simpatía, si yo te
hubiera declarado mis anhelos, la noticia de mi muerte te hubiera llevado a
mostrar una faz tan contraria a tu hermosura. ¡Oh Molly! ¡Qué joven soy pero
qué adulto para comprender que no hay un buen momento para la guerra! Ese que tanto
malgasté esperando crecer y al hacerlo me llamaron a filas…
Como si un herrero golpeara su
yunque, como si una espada parara el golpe de otra, el sonido fugaz y nítido del
metal interrumpió el esperado gorgoteo, la señal del adiós, el silbido del
valor apoyado en un revolver. Y entonces miré hacia mi bayoneta, partida, roma
al ras del cañón; y la encontré a mi espalda, brillando, ensartada en mitad del
silbato, y este, a su vez, ocultando la órbita donde, segundos antes, el ojo
del teniente repasaba la cobardía que aferraba nuestros fusiles como escobas.
Seríamos unos
cien y todos tropa. Y allí nos quedamos como guerreros de terracota, inmóviles
bajo el aguacero, mirando hacia un cuerpo que, al yacer, prolongaba nuestra
vida. Entonces, acariciando la memoria, como esa lámpara mágica de la que fluye
un deseo, aromamos la trinchera con la paz de los recuerdos hasta diluir la
hostilidad de la guerra como el verano el blanco de las cumbres. Y nos
sumergimos en las escenas que cada cual evocara más acogedoras, y nos arropamos
con ellas hasta olvidarnos del presente. Y por unos minutos, mis pulmones no
respiraron entre charcos; mis pies colgaron de una rama, mis rodillas
rechonchas se curtían al aire de la primavera, y, entre las hojas del viejo chopo
del huerto, pude ver acercarse el carro con la pasajera del puñado de pecas
estrellando su rostro, quien nunca jamás sospechó que llegaba para instalarse en
el corazón de aquel niño tímido como las sombras del sol.
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