martes, 4 de septiembre de 2012

Puñado de pecas


Molly, la hija de los Anderson, aquella niña de pecas que vi llegar sentada en la parte trasera del carro que arrastraba su mudanza, en tan solo cinco años de trenzas y columpios se había convertido en la joven más hermosa de la comarca. Para mi suerte, y mi desgracia también, la ventana de mi cuarto me permitía verla salir cada mañana. Y no había tarde que, acechando su regreso, impostara en ensayos mi voz adolescente, irguiera mi flaca figura y atusara la rebeldía de mis remolinos teatralizando mi primer acercamiento. Pero la noche siempre llegaba y mi mano nunca terminaba de girar el pomo que abriera mi decisión. Tras el nuevo fracaso, subía a mi cuarto y, entre visillos, ignorando mi cobardía que más tarde me reprendería en un diálogo habitual con el espejo, espiaba a mi sueño, tratando de adivinar su silueta entre las sombras que las lámparas sobre la mesa perfilaban a los Anderson en cada cena.
         La bella Molly agolpaba mis pensamientos mientras veía como la misma lluvia que generaba el barro a mi alrededor rebañaba el que mi uniforme acumulaba desde hacía tres días. Los oficiales tenían derecho a capote, pero el teniente Emerson era de otra pasta y le apasionaba estar en primera línea, y no dejaba de arengar en sus revistas nuestro ánimo de campesinos; dispuesto, revolver en mano, a atajar sumario la mínima disidencia entre sus filas. De todos mis corajudos compañeros de trinchera pensé que ninguno tendría una Molly a la que pretender, pero cuando nos dijeron que seríamos los siguientes en avanzar, en los escasos minutos que preceden al silbato, vi sacar de algún rincón seco del cuerpo, estampas de damas y proles que esperaban y rezaban por un hombre, y no por una carta del gobierno entregada cabizbaja con el negro sombrero en el regazo. Tras inundarlas de besos, tejadas por manos entumecidas, volvían al resguardo, la mayoría, cerquita del corazón. De vez en cuando, los proyectiles del enemigo golpeaban las crestas de nuestra cuneta. Dada la lejanía eran disparos sin detonación. La lluvia acorchaba el zumbido de su llegada. Plomos mortales tragados por el barro que sonaban como las piedras que lanzábamos de chicos a la ciénaga. ¡Qué distinto el color del alma cuando puedes elegir tus rincones! Ordenaron calar bayonetas. Elevar la vista hacia el cañón mostró nuestras caras a la lluvia. Las grises perlas se escurrieron por los filos, que el frío y el miedo hicieron temblar, hasta que el encastre terminó de ajustarse. Era toda nuestra defensa. La munición fallaba. Las vainas de latón mal prensado absorbían la humedad y la pólvora sorprendía por su mudez. Nadie confiaba en sus cartuchos y una vez escalada la trinchera la fe se perdía en ser herido de gravedad, evitar perder el casco y no ser confundido en el campo de cadáveres donde el barro uniformaba a todos por igual. Un hospital; un brazo menos; una pierna, tal vez; o, con buena suerte, una fea cicatriz que invalide, y a casa.
         Emerson hizo la indicación convenida y, puestos en pie, nuestro rostros se giraron hacia las escalas que llevaban directas al abrazo del azar de las balas escupidas al bulto. El teniente aproximó el silbo a su boca. Nuevos proyectiles cayeron sobre nuestra cuneta. Arreciaban al ver asomar los tocones de nuestras escalas.
¡Oh, Molly! Nunca supiste de mí. Quizá fuera lo mejor. Quién sabe si me hubieras mostrado simpatía, si yo te hubiera declarado mis anhelos, la noticia de mi muerte te hubiera llevado a mostrar una faz tan contraria a tu hermosura. ¡Oh Molly! ¡Qué joven soy pero qué adulto para comprender que no hay un buen momento para la guerra! Ese que tanto malgasté esperando crecer y al hacerlo me llamaron a filas…
Como si un herrero golpeara su yunque, como si una espada parara el golpe de otra, el sonido fugaz y nítido del metal interrumpió el esperado gorgoteo, la señal del adiós, el silbido del valor apoyado en un revolver. Y entonces miré hacia mi bayoneta, partida, roma al ras del cañón; y la encontré a mi espalda, brillando, ensartada en mitad del silbato, y este, a su vez, ocultando la órbita donde, segundos antes, el ojo del teniente repasaba la cobardía que aferraba nuestros fusiles como escobas.
         Seríamos unos cien y todos tropa. Y allí nos quedamos como guerreros de terracota, inmóviles bajo el aguacero, mirando hacia un cuerpo que, al yacer, prolongaba nuestra vida. Entonces, acariciando la memoria, como esa lámpara mágica de la que fluye un deseo, aromamos la trinchera con la paz de los recuerdos hasta diluir la hostilidad de la guerra como el verano el blanco de las cumbres. Y nos sumergimos en las escenas que cada cual evocara más acogedoras, y nos arropamos con ellas hasta olvidarnos del presente. Y por unos minutos, mis pulmones no respiraron entre charcos; mis pies colgaron de una rama, mis rodillas rechonchas se curtían al aire de la primavera, y, entre las hojas del viejo chopo del huerto, pude ver acercarse el carro con la pasajera del puñado de pecas estrellando su rostro, quien nunca jamás sospechó que llegaba para instalarse en el corazón de aquel niño tímido como las sombras del sol.

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