Gary
Nashville tenía nombre de pistolero y, sin embargo, lo era. Y digo que lo era
porque cuando es tu espalda la que buscan, tus balas ya no saludan primero. Su
registro cambió con el último encargo, cuando todavía humeando su tarjeta de
visita tuvo la fatal idea de sustraer la maleta que su víctima abrazaba. Ocurrencia
que llevó, pasadas unas horas, a que Madame Lagart, la escurridiza dama de la
coca del noble París, golpeara la mesa del restaurante donde cenaba con su
médico ante el espanto de la exclusiva concurrencia.
Cuando
en ese mundo de canallas traicionas a un capo, las sombras se convierten en
páramos al mediodía y pedir resguardo pone dianas incluso a las propias madres.
Gary tenía una amiga de polvo trimestral que nunca le reclamó notas en la almohada.
Visitarla a mitad de plazo con el sudor del miedo como camiseta no era la mejor
forma de evitar preguntas; no obstante, el acoso fue quien condujo sus pies ante su puerta. La
sorprendió en bragas y quizá por eso, o porque fumaba al mismo tiempo que arqueaba una ceja, antesala de la primera cuestión, Nashville la pegó un tiro
antes de decir hola. Quería un refugio y pensar; y con aquel plomo del nueve atravesando
la frente de la joven, junto con la puerta abierta, ya lo tenía. Y digo que lo
tenía porque no había terminado de correr las cortinas cuando avistó el mismo
Renault que llevaba tratando de perder hacía siete calles antes y tres
estaciones de metro después. El vehículo esperaba al pie de la ventana con dos
tipos en su interior que, aunque parecían tener la boca cosida, se entendían
con la mirada al detalle como si estuvieran planificando la lista de la compra.
Al
otro lado de la ciudad, Madame Lagart organizaba a su gente para que Gary
Nashville y la maleta dejaran de ser un problema. Mientras tanto, uno de sus
secuaces daba matarile al fulano que presentó al pistolero ante la gran dama y
la convenció de ser el tipo ideal para el encargo. Y digo ideal, porque la
primera parte la solventó perfecta, con un espléndido agujero en la nuca, pero
al hacerse con la maleta Gary ignoraba que se había convertido en el sustituto
de quien acababa de eliminar. Lo cierto es que el pistolero, la maleta, Madame
Lagart y el Renault se movían por la ciudad como bolas de acero sorteando los
pozos de un laberinto que desembocaban en el mismo final. Y así ocurrió cuando
la limusina de Lagart se detuvo frente a una hamburguesería al impactar contra
un Renault que circulaba distraído en dirección contraria, pues su conductor
había fijado toda su atención en el hombre de la maleta que se dirigía al
mostrador de comida rápida. La mala cara del chofer de Lagart y su fornido machaca se
toparon con los mismos rictus que esbozaban los bocacosida. Y mientras sus miradas se
posaban en los bultos bajo los sobacos para ver quién era el primero en
adelgazarlos, Madame Lagart, desoyendo los consejos de su cardiólogo, y
aburrida de disputas varoniles, se lanzó a por una hamburguesa con patatas
harta de tanta ración minúscula en cubertería de plata con la que negociaba,
una vez sí y otra también, la distribución de su mercancía entre la gente chic.
Los
capos no acostumbran a mirar las espaldas de sus esbirros. Se jactan de su
poder, imparten órdenes al vacío y solo miran a los ojos cuando escuchan una
negativa o se duda de sus amenazas. Por esa razón Madame Lagart no identificó
al hombre que, cuatro puestos por delante de ella, trataba de buscar unas
monedas del bolsillo contrario a la mano que sujetaba la maleta. Pero ante esa
imposibilidad, en cuanto tuvo que dejarla en el suelo y sopesar el modo de
transportar bandeja y equipaje; las molduras de metal, el asa de marfil y la
franja verde de Gucci pegaron a los ojos de Lagart un respingo tal que, en lo
que dura un pestañeo, ya la tenía en su poder y abatía la puerta de salida.
Pensando en que sus muchachos ya tendrían humillados a los tipos del Renault,
Madame Lagart tardó en distinguirlos contra el capó de su limusina a merced de
los bocacosida. ¿La culpa? Media comisaría, un bosque de escopetas apuntándola, y cuatro coches radiopatrulla se
interponían.
Gary
Nashville decidió retirar el pepinillo y añadir kétchup a su doble de queso
mientras contemplaba detrás del cristal cómo se llevaban engrilletada a Madame
Lagart. Dos tipos con guantes, los bocacosida, guardaron la maleta en el
asiento trasero de su maltrecho Renault y se largaron en dirección opuesta a la
comisaría. Gary no se extrañó de aquel quiebro, al fin y al cabo la maleta
estaba vacía, pero lamentó la pérdida. Y digo lamentó y digo pérdida porque tan
solo le quedaban cuarenta y cinco días para encontrar a otra amiga poco
interesada en preguntar apellidos de quien arrugaba sus sábanas cada tres
meses, y dejaba, por todo rastro, el perfume de la pólvora.
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