jueves, 25 de octubre de 2012

El hombre en calma


         Supe que Eulate Sanemeterio había muerto en Caléndula. Los diarios apenas le dedicaron la extensión de un anuncio de citas; ni siquiera refirieron las causas de su deceso y mencionaron, muy por encima, la forma de vida de aquel hombretón de nariz partida, largos cabellos, hombros como melones y voz cavernaria. La excepción fue editada en una revista de viajes de aventura que le dedicó un monográfico. Debería agradecerse la reseña y quizá no soy justo al desalentarla, pero para quienes le conocimos bien, relacionarle con ciertos pasajes que nunca protagonizó, otorgándole esa factura de héroe al uso con el que contentar a los subscriptores, embarraba el espíritu de irredento embajador con el que tantas veces fue aludido, y comparado, esta vez sí con buen tino, con aquel personaje de ficción que habitó en las Rocosas a mediados del XIX llamado Jeremiah Johnson. Y con esa estampa de trampero me lo topé, la última vez que lo vi, en los andenes de Astaná, rugiendo su nombre a un par de soldados. Destacaba entre la multitud de kazajos como si una montaña de pieles, coronada por la astillada culata de su rifle, se abriera camino con la facilidad de un astado en sanfermines. Su paso parecía agrietar simas y los faroles parpadeaban su respeto ante aquella figura que transpiraba la indomable fiereza de los espíritus que por techo tienen el firmamento y, por ataduras, los finos hilos que las arañas tejen de linde a linde en los caminos. Me saludó como acostumbraba, con esa palmada en la espalda que era capaz de tumbar a un buey y que por mucha prevención que se aplicara uno, la mitad de las vértebras se acaban entumeciendo en hormigueos. Fruto de su entusiasmo por el encuentro nunca llegué a entender sus primeras sílabas, mas de su sonrisa se deducían alabanzas hacia la buenaventura porque el destino nos uniera de nuevo en tierras tan extrañas como alejadas de cualquier parte donde fuera que a uno le esperaran. Era absurdo preguntarle por su brújula, ni él mismo era capaz de vaticinar dónde prenderían sus hogueras algo más allá de la siguiente luna. En cierta ocasión, cuando otros trámites me permitieron observarle con la reserva que da la distancia, tuve la sensación de descubrir a un hombre que solo tenía un afán: no dejarse sustraer hacia las comodidades que el resto convertíamos en el primordial motivo de nuestra existencia. Y con esa definición asumida, me convencí de haber tenido la suerte de compartir amistad con uno de los hombres más felices sobre la tierra. Con tamaña actitud no tardó en encontrar para sus viajes al mejor mecenas posible: su determinación. Y gracias a una salud forjada en mil intemperies y una nobleza que su mirada irradiaba; lecho, rancho y simpatía se prestaban a reunirse por donde quiera que los caminos le llevaran. Nunca le importaron ni la altitud de las cumbres ni los temporales que amarraban flotas. Decía, que si algún día debía caer, en el instante último, no necesitaría echar ese vistazo atrás que obliga a los arrepentidos; ni añorar metas que le quedaran por lograr, porque, apuntaba con esa voz que condicionaba a girar cabezas, la muerte siempre le encontraría sumergido en lo que más le gustaba de la vida: vivirla deleitándose en el momento, sin esperar a que el mañana viniera a arreglar un presente descuidado.  «Quiero conocer a todos los hombres posibles», mencionó, a modo de saludo, una vez que lo descubrí en taparrabos sentado junto al jefe de una tribu del Amazonas. Supuse que se refería a toda suerte de razas. No descarto, ahora que sé de su muerte, que llegara no solo a conseguirlo sino que fuera el único amigo en común de todas ellas.

Os preguntaréis a qué especie de trotamundos pertenezco, y qué razones me llevaron a coincidir con este hombre en los más variopintos rincones del planeta. Antes de responder debo decir que transcurrió alguna década sin que llegáramos a cruzarnos, pero a medida que avanzaba la decadencia propia de nuestras edades y que el progreso doblegaba territorios inexplorados, reduciendo a cuatro esquinas los lugares donde la autenticidad de sus pobladores tuvieron como único visitante al propio Eulate Sanemeterio, la frecuencia de nuestros encuentros aumentó. En nuestras esporádicas reuniones, surgidas en lugares tan dispares como cruces polvorientos, oasis, glaciares o terminales de aeropuerto, él se lamentaba de haber conocido parajes donde las aves llegaron a posarse en sus hombros; donde era un animal más; donde nunca antes hubo cazadores y las bestias lo acogían como un igual a pesar de su piel delicada, de su ruidoso proceder y fácil barruntar, y que, ahora, por ser paso de oleoductos parecían escombreras. Me habló con alborozo de un árbol, víctima de su inmensidad, arrancado por una tormenta como si de un simple cabello se tratara. Lejos de asumir y respetar el libre albedrío de la naturaleza, ayudado de lianas y cien nativos, lo devolvieron a su sitio e hizo de aquel tronco su altar sagrado al verlo prosperar de nuevo año tras año. Y aunque pudiera parecer que mi protagonista sufriera de incontinencia por relatar sus avatares, fueron más densos nuestros silencios, y a la vez, si cabe, más reconfortantes, cuando por toda señal de vida escuchábamos nuestra quietud, bajo el amparo de cierta invisibilidad, mientras la mirada se nos perdía en la lontananza hasta que la noche nos retiraba.
Eulate Sanemeterio quiso confesarme que el nunca eligió nada, que un buen día salió a dar un paseo para comprender donde vivía y que, sin pretenderlo, convirtió en errante al que creyó que los zapatos tan solo servían para librarse de los charcos. En cuanto a mí, poco importa quien fui y a qué dediqué mi tiempo. Mis hazañas, si alguna hubiera de destacar, se reducen a la nada en comparación con aquel aventurero que me enseñó a respirar de esa manera que solo los hombres en calma consiguen.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Al sol de California


¡Chud, chud, chud!, escuché entre penumbras. Las tres y veinte de la madrugada anuncian los azules dígitos de mi despertador. Vivo en un bloque del extrarradio y mi ventana da al cruce de la principal, frente a un cuartel de picoletos, pero el sueño siempre se respeta una vez que la persiana del Trastévere cae con su metálico clamor y se escucha el denso caminar de los crápulas, alejándose. A esas horas, salvo domingos, el camión es el único que falta por completar la sinfonía de mi insomnio. Nunca fui de dar vueltas en busca del pliegue perfecto que me abriera al sopor. Era inútil. Mi cerebro debió pertenecer a un californiano en otra vida y me lo instalaron con el horario de la costa oeste. Asumía mi murciélaga existencia. Por esa razón, hace años que dejé de alterarme por los ruidos habituales de mi paisaje sonoro. Por ejemplo: ya no percibía el zumbido eléctrico del luminoso adosado en mi fachada; ni siquiera reparaba en la alternancia de sus colores sobre mi pared. Sé que le restan diez minutos para su ocaso. Señal convenida para que mi mente decida apagar su vigilancia durante un par de horas. Hasta entonces, mi vigilia se entretiene con la nada; mis palmas, como siempre, se cruzan tras la nuca y mi mirada se pierde, en esta ocasión, con la sombra alargada del ventilador. En esa florida forma caían mis pensamientos sobre la procedencia del ruido que había invadido de novedad mi espectro nocturno. De ningún modo tenía pensado levantarme para averiguarlo; atrás quedaron esos tiempos en los que escudriñaba las aceras enmascarado por el visillo; o pegaba mi oreja a las paredes o lagrimaba ante la mirilla buscando precisar las procedencias turbadoras que parecían escándalo dado el silencio. Veterano de mi postración, había aprendido a discernir autorías sin mover un músculo, y, con las conjeturas, lentamente deliberadas, trataba de desvelar el origen de cada interrupción acústica apenas con leves pestañeos. Salvo los días de fútbol las rutinas de mi escalera con la basura apenas variaban. De esta manera, Jorge, el del cuarto, soltero, era el único que pasaba del ascensor y que reciclaba el papel; fácil reconocerlo por el agudo chirrido de la trampilla del contenedor. Marisa, viuda; era más sencillo adivinar su presencia por la legión de maullidos que provocaban sus platos de leche dispuestos en el solar cercano. Oscar, mi vecino de pared, se delataba si Marisa se anticipaba en su regreso. Su alergia gatuna se disparaba en estornudos una vez dentro de la cabina, y no cesaban hasta bien entrada la madrugada salvo, curiosamente, esta. Y así, noche tras noche, fui poniendo caras a los ruidos de mi monótono vecindario. Para mi sorpresa, una vez extinguido el luminoso, descubrí que el mapa de penumbras de mi cuarto presentaba novedades. Tres estrellas negras por un lado se enfrentaban a otros tantos luceros de la pared contraria que las iluminaban. Pero por hoy mis párpados dijeron basta y con ellos el sol de California. No obstante, antes de caer profundamente dormido, en el último suspiro de mi desvelo, estiré una sonrisa y desee que los nuevos fueran una familia numerosa. Creciditos, los niños, de esos que llegan tarde.

miércoles, 10 de octubre de 2012

El revolcón


         Te habías quedado dormido y, al poco de salir, das media vuelta porque con la precipitación has olvidado la cartera, el reloj y las llaves. Te extrañas porque insistes con el timbre pero tu señora no abre. La excusas con la ducha, con el secador o con un turbante de toallas ajustado, pero tu impaciencia decide llamarla a su móvil. Tampoco tienes suerte. La defiendes atribuyendo baterías agotadas, vibrador u olvido en el coche, como de costumbre. Tres lunas en dos meses, adiós a la bonificación. El felpudo, ese de Ikea, se convierte en tu territorio de inquietud y sopesas largarte al trabajo. Pero un sentido, un nuevo instinto que desconocías poseer, te detiene y, tras un instante de cavilaciones, recuerdas que su mejor amiga, aquella que en la última cena que organizaste, mientras fileteabas un limón para las copas, se te acercó por detrás y te soltó esas dos palabras que llenaron tus tediosas jornadas en la oficina de las más húmedas ensoñaciones. «Quiero joderte», te susurró al oído. La voluptuosa morena, íntima desde niñas de tu señora, dispone de un juego de llaves y sopesas llamarla. La ocasión convertida en excusa es tan propicia que notas crecer esa parte tuya que creías afectada por la mosca del sueño. Ya te la imaginas recibiéndote despeinada, sorprendida, algo confusa de verte a esas horas tempranas. Te saluda en bata; no, mejor, en pijama. ¡Qué leches!, ¡la fantasía es tuya! Te recibe con un salto de cama que cubre todo menos lo que tiene que cubrir. Lo cierto es que abre la puerta y te invita a que la sigas al dormitorio mientras su contoneo, como la flauta de un faquir, yergue la cobra que creías lombriz… Está decidido; te afilas el flequillo, carraspeas y marcas su número. El tono suena, una, dos, hasta ocho veces pero… ¿dentro de tu casa? Arrugas la frente como un pentagrama y al mismo tiempo echas un vistazo a la calle; reconoces su coche. Miras otra vez hacia el felpudo pero para comprobar que tus castellanos podrían servir para alcanzar el balcón y, desde allí, la ventana del baño. Recuerdas que la dejaste abierta después de lavarte la cara como un gato. Te escupes las manos, te das cuenta de que no sabes cuál es la finalidad del pringue pero lo has visto hacer en las zanjas y, tras la reflexión, te agarras al alféizar. No parece difícil. Después de arruinarte el traje y partirte dos uñas alcanzas la ventana. Colarte por la estrechez conlleva amerizar sobre el wáter. Tienes medio cuerpo colgando y ahora te arrepientes de la humedad en tus manos. Un mal apoyo y la taza se convertiría en un macetero y tú en un capullo ahogado en su propio retrete. El forense, sin indicaciones de la policía, podría confundirte con un cactus de Sonora. Pero salvas el lance y, al incorporarte, ves tu facha ante el espejo. Tu flequillo parece un arpa, tus manos las de un pocero y tu traje un saco de nitrato. La prudencia te obliga al sigilo y pospones la higiene. Y sales al pasillo, tal cual, de puntillas hacia los leves gemidos que provienen de tu dormitorio. Irrumpes con brusquedad esperando ver caras de sorpresa, vergüenza y culpabilidad, pero la pasión entre tu señora y su amiga es tan entregada que solo tienen sentidos para sus anudadas caricias. Observas el lado de tu cama, todavía tibio de tu reciente estampida. La morena no te mintió en aquella confidencia. Indudablemente te estaba jodiendo hasta el punto de que donde antes trepaba tu hormigueo ahora escocía como una llaga en el mar.
Cuando uno se encuentra ante una escena como la descrita tiene varias opciones; pero la obligada, la visceral, es vengar la deshonra, acabar con la humillación. Y por esa razón miras a tu alrededor, buscas la contundencia y, tras coger aire, decides darle la vuelta al asunto, que nunca olviden ese momento. Pero de nada sirvieron las súplicas; poco importaron las rodillas hincadas o el ruego lacrimal por los viejos tiempos; ni siquiera el desvalimiento que implora la propia desnudez cambió la decisión. No pudiste convencerlas. De ninguna de las maneras aceptaron tu propuesta a tres y te cocearon de ese rincón de la cama que habías conseguido ganar con la sorpresa. El revolcón deseado lo fue por el suelo y tuviste que volver a vestirte en el pasillo mientras sus risas se acorchaban tras la puerta. No te dejaron otra opción, fuiste a tu escritorio, abriste una gaveta y recogiste la cartera, el reloj y las llaves. Llegabas tarde a la oficina.

         

jueves, 4 de octubre de 2012

Pide un deseo


         Me había ocurrido en media docena de ocasiones a lo largo de mi vida. Despertarme en una cama y, al incorporarme, descubrir una pared donde no la esperaba o que la puerta se encontrara a mi espalda, al lado contrario de donde la suponía. Cuando aquello me sucedía solía recapacitar sobre si mi extinguida somnolencia se originó en una siesta; si venía condimentada por una pastosa resaca; o si es que acaso me encontraba de viaje en otro país, de vacaciones; o si mi despiste era producto del agotamiento de una semana frenética. Si el aturdimiento me lo permitía, pasaba a revisar la hora para atajar esos primeros esfuerzos mentales; al poco, buscaba cuadros, lámparas o cortinas reconocibles para ubicarme en la familiaridad del aposento. Con una sola de esas apreciaciones era capaz de recordar en qué momento de mi vida me había detenido para descansar y dónde acabé encontrando un reposo tan profundo. Pero cuando descubrí que la luminaria se guarnecía con una cazoleta remachada y que apenas me distanciaba del techo lo justo para el recorrido de un estornudo, comencé a preocuparme. Si mi visión ya estaba sorprendida mi oído no se demoró en seguir el mismo ánimo. Tenía compañía y ¡masculina! A mi lado, con un abismo de dos metros cúbicos separándonos, un adulto desinflaba su descomunal pecho a ronquidos. Debajo de su litera y con el mismo pijama, otro energúmeno humedecía su perilla con idéntico tono de orfeón. Dejó de extrañarme descubrir que bajo mi somier un tercer personaje dormitaba, sin embargo, este era un alfeñique que parecía haberse consumido dentro de un pijama cinco tallas mayor. Volví a la posición en la que me había despertado y cerré los ojos con fuerza; luego, me tapé los oídos con la esperanza de descubrirme en mi estupenda cama de raso y su vergel de cojines. Un segundo duró mi entusiasmo. La honda respiración de las dos focas monje seguían aleteando mis perneras. Fue entonces cuando reparé en que mis ropas eran idénticas, y que percepciones tan vivas no podían ser producto de un mal sueño. Por un agudizado sentido de la supervivencia, desconocido en mí, con la cautela de un mono ladrón, me descolgué hacia el suelo para buscar una salida sin dejar de vigilar la modorra que ambientaba la… ¿celda? Con la pintura mordisqueada por mil impactos de llaveros, la cerradura de mi puerta de barrotes expandía un cerco de óxido alrededor de su ojal. Aproximé mi cara a los travesaños y presentí que no estaba en un calabozo de borrachos de fin de semana. La estrechez no daba margen para más de tres metros de campo visual y quería saber dónde me encontraba. A mi vera, un lavabo hacía de mesa de jabones, dos cepillos y un espejo que, rápidamente, emplee para comprender las dimensiones de mi encierro. Con el ángulo adecuado puede distinguir la torre de vigilancia que dominaba las tres alturas de celdas balconadas hacia una alargada galería común. ¡Estaba en una prisión! Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar sobre la terrible novedad; una nueva y tanto o más escabrosa se acrecentaba a mis espaldas: los ronquidos habían cesado. Ahora, era un arrastrar de pies. Como zombis pero con legañas, mis tres vecinos torcían sus rostros como perros a un silbido nuevo, sin dejar de mirarme, sin dejar de avanzar, dándose con los codos como quien se anima hacia lo increible. Retiré mi brazo y pegué mi espalda a los barrotes, tratando de balbucear algo que me congraciara con la humanidad, esa que no terminaba de encontrar en aquellos tres pares de ojos. Alcé mis manos y fue entonces cuando vi mi rostro reflejado en el espejo y, tras un instante de estupor, mis carcajadas, cercanas al grito, detuvieron el avance y se propagaron por toda la galería. De ningún modo mi pelo era rubio, ni siquiera era mujer; mi nombre era Manolo Peines, comercial de seguros en Burgos, y de ninguna de las maneras era la inconfundible Scarlett Johansson. Definitivamente, todo era un sueño por mucho que mi lascivia, ahora, se hubiera detenido en mirar el magnífico escote que lucía.
—¡Auch! —rugí al notar un tirón en mi pelo.
Sí, era un sueño. Seguramente, me habría dado con el cabecero de mi propia cama. Debía estar a punto de despertarme. Debió ser el vino de la cena… No, ahora que recuerdo bebí agua. Sí, casi dos botellas…¡uf!
—Esto... ¿Guardia…?