¡Chud, chud, chud!, escuché entre
penumbras. Las tres y veinte de la madrugada anuncian los azules dígitos de mi
despertador. Vivo en un bloque del extrarradio y mi ventana da al cruce de la
principal, frente a un cuartel de picoletos, pero el sueño siempre se respeta una
vez que la persiana del Trastévere cae con su metálico clamor y se escucha el denso caminar de los
crápulas, alejándose. A esas horas, salvo domingos, el camión es el único que
falta por completar la sinfonía de mi insomnio. Nunca fui de dar vueltas en
busca del pliegue perfecto que me abriera al sopor. Era inútil. Mi cerebro
debió pertenecer a un californiano en otra vida y me lo instalaron con el
horario de la costa oeste. Asumía mi murciélaga existencia. Por esa razón, hace
años que dejé de alterarme por los ruidos habituales de mi paisaje sonoro. Por
ejemplo: ya no percibía el zumbido eléctrico del luminoso adosado en mi
fachada; ni siquiera reparaba en la alternancia de sus colores sobre mi pared.
Sé que le restan diez minutos para su ocaso. Señal convenida para que mi mente decida
apagar su vigilancia durante un par de horas. Hasta entonces, mi vigilia se
entretiene con la nada; mis palmas, como siempre, se cruzan tras la nuca y mi
mirada se pierde, en esta ocasión, con la sombra alargada del ventilador. En
esa florida forma caían mis pensamientos sobre la procedencia del ruido que había
invadido de novedad mi espectro nocturno. De ningún modo tenía pensado
levantarme para averiguarlo; atrás quedaron esos tiempos en los que escudriñaba
las aceras enmascarado por el visillo; o pegaba mi oreja a las paredes o
lagrimaba ante la mirilla buscando precisar las procedencias turbadoras que parecían
escándalo dado el silencio. Veterano de mi postración, había aprendido a
discernir autorías sin mover un músculo, y, con las conjeturas, lentamente
deliberadas, trataba de desvelar el origen de cada interrupción acústica apenas
con leves pestañeos. Salvo los días de fútbol las rutinas de mi escalera con la
basura apenas variaban. De esta manera, Jorge, el del cuarto, soltero, era el
único que pasaba del ascensor y que reciclaba el papel; fácil reconocerlo por
el agudo chirrido de la trampilla del contenedor. Marisa, viuda; era más
sencillo adivinar su presencia por la legión de maullidos que provocaban sus
platos de leche dispuestos en el solar cercano. Oscar, mi vecino de pared, se
delataba si Marisa se anticipaba en su regreso. Su alergia gatuna se disparaba
en estornudos una vez dentro de la cabina, y no cesaban hasta bien entrada la
madrugada salvo, curiosamente, esta. Y así, noche tras noche, fui poniendo
caras a los ruidos de mi monótono vecindario. Para mi sorpresa, una vez
extinguido el luminoso, descubrí que el mapa de penumbras de mi cuarto
presentaba novedades. Tres estrellas negras por un lado se enfrentaban a otros
tantos luceros de la pared contraria que las iluminaban. Pero por hoy mis
párpados dijeron basta y con ellos el sol de California. No obstante, antes de
caer profundamente dormido, en el último suspiro de mi desvelo, estiré una
sonrisa y desee que los nuevos fueran una familia numerosa. Creciditos, los
niños, de esos que llegan tarde.
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