miércoles, 17 de octubre de 2012

Al sol de California


¡Chud, chud, chud!, escuché entre penumbras. Las tres y veinte de la madrugada anuncian los azules dígitos de mi despertador. Vivo en un bloque del extrarradio y mi ventana da al cruce de la principal, frente a un cuartel de picoletos, pero el sueño siempre se respeta una vez que la persiana del Trastévere cae con su metálico clamor y se escucha el denso caminar de los crápulas, alejándose. A esas horas, salvo domingos, el camión es el único que falta por completar la sinfonía de mi insomnio. Nunca fui de dar vueltas en busca del pliegue perfecto que me abriera al sopor. Era inútil. Mi cerebro debió pertenecer a un californiano en otra vida y me lo instalaron con el horario de la costa oeste. Asumía mi murciélaga existencia. Por esa razón, hace años que dejé de alterarme por los ruidos habituales de mi paisaje sonoro. Por ejemplo: ya no percibía el zumbido eléctrico del luminoso adosado en mi fachada; ni siquiera reparaba en la alternancia de sus colores sobre mi pared. Sé que le restan diez minutos para su ocaso. Señal convenida para que mi mente decida apagar su vigilancia durante un par de horas. Hasta entonces, mi vigilia se entretiene con la nada; mis palmas, como siempre, se cruzan tras la nuca y mi mirada se pierde, en esta ocasión, con la sombra alargada del ventilador. En esa florida forma caían mis pensamientos sobre la procedencia del ruido que había invadido de novedad mi espectro nocturno. De ningún modo tenía pensado levantarme para averiguarlo; atrás quedaron esos tiempos en los que escudriñaba las aceras enmascarado por el visillo; o pegaba mi oreja a las paredes o lagrimaba ante la mirilla buscando precisar las procedencias turbadoras que parecían escándalo dado el silencio. Veterano de mi postración, había aprendido a discernir autorías sin mover un músculo, y, con las conjeturas, lentamente deliberadas, trataba de desvelar el origen de cada interrupción acústica apenas con leves pestañeos. Salvo los días de fútbol las rutinas de mi escalera con la basura apenas variaban. De esta manera, Jorge, el del cuarto, soltero, era el único que pasaba del ascensor y que reciclaba el papel; fácil reconocerlo por el agudo chirrido de la trampilla del contenedor. Marisa, viuda; era más sencillo adivinar su presencia por la legión de maullidos que provocaban sus platos de leche dispuestos en el solar cercano. Oscar, mi vecino de pared, se delataba si Marisa se anticipaba en su regreso. Su alergia gatuna se disparaba en estornudos una vez dentro de la cabina, y no cesaban hasta bien entrada la madrugada salvo, curiosamente, esta. Y así, noche tras noche, fui poniendo caras a los ruidos de mi monótono vecindario. Para mi sorpresa, una vez extinguido el luminoso, descubrí que el mapa de penumbras de mi cuarto presentaba novedades. Tres estrellas negras por un lado se enfrentaban a otros tantos luceros de la pared contraria que las iluminaban. Pero por hoy mis párpados dijeron basta y con ellos el sol de California. No obstante, antes de caer profundamente dormido, en el último suspiro de mi desvelo, estiré una sonrisa y desee que los nuevos fueran una familia numerosa. Creciditos, los niños, de esos que llegan tarde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario