Supe que
Eulate Sanemeterio había muerto en Caléndula. Los diarios apenas le dedicaron
la extensión de un anuncio de citas; ni siquiera refirieron las causas de su
deceso y mencionaron, muy por encima, la forma de vida de aquel hombretón de
nariz partida, largos cabellos, hombros como melones y voz cavernaria. La
excepción fue editada en una revista de viajes de aventura que le dedicó un
monográfico. Debería agradecerse la reseña y quizá no soy justo al desalentarla,
pero para quienes le conocimos bien, relacionarle con ciertos pasajes que nunca
protagonizó, otorgándole esa factura de héroe al uso con el que contentar a los
subscriptores, embarraba el espíritu de irredento embajador con el que tantas veces
fue aludido, y comparado, esta vez sí con buen tino, con aquel personaje de
ficción que habitó en las Rocosas a mediados del XIX llamado Jeremiah Johnson.
Y con esa estampa de trampero me lo topé, la última vez que lo vi, en los
andenes de Astaná, rugiendo su nombre a un par de soldados. Destacaba entre la
multitud de kazajos como si una montaña de pieles, coronada por la astillada
culata de su rifle, se abriera camino con la facilidad de un astado en
sanfermines. Su paso parecía agrietar simas y los faroles parpadeaban su respeto
ante aquella figura que transpiraba la indomable fiereza de los espíritus que
por techo tienen el firmamento y, por ataduras, los finos hilos que las arañas tejen
de linde a linde en los caminos. Me saludó como acostumbraba, con esa palmada
en la espalda que era capaz de tumbar a un buey y que por mucha prevención que
se aplicara uno, la mitad de las vértebras se acaban entumeciendo en hormigueos. Fruto de
su entusiasmo por el encuentro nunca llegué a entender sus primeras sílabas, mas
de su sonrisa se deducían alabanzas hacia la buenaventura porque el destino nos
uniera de nuevo en tierras tan extrañas como alejadas de cualquier parte donde
fuera que a uno le esperaran. Era absurdo preguntarle por su brújula, ni él
mismo era capaz de vaticinar dónde prenderían sus hogueras algo más allá de la
siguiente luna. En cierta ocasión, cuando otros trámites me permitieron
observarle con la reserva que da la distancia, tuve la sensación de descubrir a
un hombre que solo tenía un afán: no dejarse sustraer hacia las comodidades que
el resto convertíamos en el primordial motivo de nuestra existencia. Y con esa
definición asumida, me convencí de haber tenido la suerte de compartir amistad
con uno de los hombres más felices sobre la tierra. Con tamaña actitud no tardó
en encontrar para sus viajes al mejor mecenas posible: su determinación. Y
gracias a una salud forjada en mil intemperies y una nobleza que su mirada
irradiaba; lecho, rancho y simpatía se prestaban a reunirse por donde quiera
que los caminos le llevaran. Nunca le importaron ni la altitud de las cumbres
ni los temporales que amarraban flotas. Decía, que si algún día debía caer, en
el instante último, no necesitaría echar ese vistazo atrás que obliga a los
arrepentidos; ni añorar metas que le quedaran por lograr, porque, apuntaba con
esa voz que condicionaba a girar cabezas, la muerte siempre le encontraría
sumergido en lo que más le gustaba de la vida: vivirla deleitándose en el
momento, sin esperar a que el mañana viniera a arreglar un presente descuidado.
«Quiero conocer a todos los hombres posibles»,
mencionó, a modo de saludo, una vez que lo descubrí en taparrabos sentado junto
al jefe de una tribu del Amazonas. Supuse que se refería a toda suerte de
razas. No descarto, ahora que sé de su muerte, que llegara no solo a
conseguirlo sino que fuera el único amigo en común de todas ellas.
Os preguntaréis a qué especie de
trotamundos pertenezco, y qué razones me llevaron a coincidir con este hombre en
los más variopintos rincones del planeta. Antes de responder debo decir que transcurrió
alguna década sin que llegáramos a cruzarnos, pero a medida que avanzaba la
decadencia propia de nuestras edades y que el progreso doblegaba territorios
inexplorados, reduciendo a cuatro esquinas los lugares donde la autenticidad de
sus pobladores tuvieron como único visitante al propio Eulate Sanemeterio, la
frecuencia de nuestros encuentros aumentó. En nuestras esporádicas reuniones,
surgidas en lugares tan dispares como cruces polvorientos, oasis, glaciares o
terminales de aeropuerto, él se lamentaba de haber conocido parajes donde las
aves llegaron a posarse en sus hombros; donde era un animal más; donde nunca
antes hubo cazadores y las bestias lo acogían como un igual a pesar de su piel delicada, de
su ruidoso proceder y fácil barruntar, y que, ahora, por ser paso de oleoductos
parecían escombreras. Me habló con alborozo de un árbol, víctima de su
inmensidad, arrancado por una tormenta como si de un simple cabello se tratara.
Lejos de asumir y respetar el libre albedrío de la naturaleza, ayudado de
lianas y cien nativos, lo devolvieron a su sitio e hizo de aquel tronco su
altar sagrado al verlo prosperar de nuevo año tras año. Y aunque pudiera
parecer que mi protagonista sufriera de incontinencia por relatar sus avatares,
fueron más densos nuestros silencios, y a la vez, si cabe, más reconfortantes, cuando
por toda señal de vida escuchábamos nuestra quietud, bajo el amparo de cierta
invisibilidad, mientras la mirada se nos perdía en la lontananza hasta que la noche nos retiraba.
Eulate Sanemeterio quiso
confesarme que el nunca eligió nada, que un buen día salió a dar un paseo para
comprender donde vivía y que, sin pretenderlo, convirtió en errante al que
creyó que los zapatos tan solo servían para librarse de los charcos. En cuanto
a mí, poco importa quien fui y a qué dediqué mi tiempo. Mis hazañas, si alguna
hubiera de destacar, se reducen a la nada en comparación con aquel aventurero
que me enseñó a respirar de esa manera que solo los hombres en calma consiguen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario