Te habías
quedado dormido y, al poco de salir, das media vuelta porque con la
precipitación has olvidado la cartera, el reloj y las llaves. Te extrañas porque
insistes con el timbre pero tu señora no abre. La excusas con la ducha, con el
secador o con un turbante de toallas ajustado, pero tu impaciencia decide llamarla
a su móvil. Tampoco tienes suerte. La defiendes atribuyendo baterías agotadas,
vibrador u olvido en el coche, como de costumbre. Tres lunas en dos meses,
adiós a la bonificación. El felpudo, ese de Ikea, se convierte en tu territorio
de inquietud y sopesas largarte al trabajo. Pero un sentido, un nuevo instinto
que desconocías poseer, te detiene y, tras un instante de cavilaciones,
recuerdas que su mejor amiga, aquella que en la última cena que organizaste,
mientras fileteabas un limón para las copas, se te acercó por detrás y te soltó
esas dos palabras que llenaron tus tediosas jornadas en la oficina de las más
húmedas ensoñaciones. «Quiero joderte», te susurró al oído. La voluptuosa
morena, íntima desde niñas de tu señora, dispone de un juego de llaves y sopesas
llamarla. La ocasión convertida en excusa es tan propicia que notas crecer esa
parte tuya que creías afectada por la mosca del sueño. Ya te la imaginas recibiéndote
despeinada, sorprendida, algo confusa de verte a esas horas tempranas. Te saluda
en bata; no, mejor, en pijama. ¡Qué leches!, ¡la fantasía es tuya! Te recibe
con un salto de cama que cubre todo menos lo que tiene que cubrir. Lo cierto es
que abre la puerta y te invita a que la sigas al dormitorio mientras su
contoneo, como la flauta de un faquir, yergue la cobra que creías lombriz… Está
decidido; te afilas el flequillo, carraspeas y marcas su número. El tono suena,
una, dos, hasta ocho veces pero… ¿dentro de tu casa? Arrugas la frente como un
pentagrama y al mismo tiempo echas un vistazo a la calle; reconoces su coche.
Miras otra vez hacia el felpudo pero para comprobar que tus castellanos podrían
servir para alcanzar el balcón y, desde allí, la ventana del baño. Recuerdas que
la dejaste abierta después de lavarte la cara como un gato. Te escupes las
manos, te das cuenta de que no sabes cuál es la finalidad del pringue pero lo
has visto hacer en las zanjas y, tras la reflexión, te agarras al alféizar. No
parece difícil. Después de arruinarte el traje y partirte dos uñas alcanzas la
ventana. Colarte por la estrechez conlleva amerizar sobre el wáter. Tienes
medio cuerpo colgando y ahora te arrepientes de la humedad en tus manos. Un mal
apoyo y la taza se convertiría en un macetero y tú en un capullo ahogado en su
propio retrete. El forense, sin indicaciones de la policía, podría confundirte
con un cactus de Sonora. Pero salvas el lance y, al incorporarte, ves tu facha
ante el espejo. Tu flequillo parece un arpa, tus manos las de un pocero y tu
traje un saco de nitrato. La prudencia te obliga al sigilo y pospones la
higiene. Y sales al pasillo, tal cual, de puntillas hacia los leves gemidos que
provienen de tu dormitorio. Irrumpes con brusquedad esperando ver caras de
sorpresa, vergüenza y culpabilidad, pero la pasión entre tu señora y su amiga
es tan entregada que solo tienen sentidos para sus anudadas caricias. Observas
el lado de tu cama, todavía tibio de tu reciente estampida. La morena no te
mintió en aquella confidencia. Indudablemente te estaba jodiendo hasta el punto
de que donde antes trepaba tu hormigueo ahora escocía como una llaga en el mar.
Cuando uno se encuentra ante una
escena como la descrita tiene varias opciones; pero la obligada, la visceral,
es vengar la deshonra, acabar con la humillación. Y por esa razón miras a tu
alrededor, buscas la contundencia y, tras coger aire, decides darle la vuelta
al asunto, que nunca olviden ese momento. Pero de nada sirvieron las súplicas;
poco importaron las rodillas hincadas o el ruego lacrimal por los viejos
tiempos; ni siquiera el desvalimiento que implora la propia desnudez cambió la decisión.
No pudiste convencerlas. De ninguna de las maneras aceptaron tu propuesta a
tres y te cocearon de ese rincón de la cama que habías conseguido ganar con la
sorpresa. El revolcón deseado lo fue por el suelo y tuviste que volver a
vestirte en el pasillo mientras sus risas se acorchaban tras la puerta. No te dejaron otra opción, fuiste a tu escritorio, abriste una gaveta y recogiste la cartera, el reloj y las llaves. Llegabas tarde a la oficina.
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