miércoles, 10 de octubre de 2012

El revolcón


         Te habías quedado dormido y, al poco de salir, das media vuelta porque con la precipitación has olvidado la cartera, el reloj y las llaves. Te extrañas porque insistes con el timbre pero tu señora no abre. La excusas con la ducha, con el secador o con un turbante de toallas ajustado, pero tu impaciencia decide llamarla a su móvil. Tampoco tienes suerte. La defiendes atribuyendo baterías agotadas, vibrador u olvido en el coche, como de costumbre. Tres lunas en dos meses, adiós a la bonificación. El felpudo, ese de Ikea, se convierte en tu territorio de inquietud y sopesas largarte al trabajo. Pero un sentido, un nuevo instinto que desconocías poseer, te detiene y, tras un instante de cavilaciones, recuerdas que su mejor amiga, aquella que en la última cena que organizaste, mientras fileteabas un limón para las copas, se te acercó por detrás y te soltó esas dos palabras que llenaron tus tediosas jornadas en la oficina de las más húmedas ensoñaciones. «Quiero joderte», te susurró al oído. La voluptuosa morena, íntima desde niñas de tu señora, dispone de un juego de llaves y sopesas llamarla. La ocasión convertida en excusa es tan propicia que notas crecer esa parte tuya que creías afectada por la mosca del sueño. Ya te la imaginas recibiéndote despeinada, sorprendida, algo confusa de verte a esas horas tempranas. Te saluda en bata; no, mejor, en pijama. ¡Qué leches!, ¡la fantasía es tuya! Te recibe con un salto de cama que cubre todo menos lo que tiene que cubrir. Lo cierto es que abre la puerta y te invita a que la sigas al dormitorio mientras su contoneo, como la flauta de un faquir, yergue la cobra que creías lombriz… Está decidido; te afilas el flequillo, carraspeas y marcas su número. El tono suena, una, dos, hasta ocho veces pero… ¿dentro de tu casa? Arrugas la frente como un pentagrama y al mismo tiempo echas un vistazo a la calle; reconoces su coche. Miras otra vez hacia el felpudo pero para comprobar que tus castellanos podrían servir para alcanzar el balcón y, desde allí, la ventana del baño. Recuerdas que la dejaste abierta después de lavarte la cara como un gato. Te escupes las manos, te das cuenta de que no sabes cuál es la finalidad del pringue pero lo has visto hacer en las zanjas y, tras la reflexión, te agarras al alféizar. No parece difícil. Después de arruinarte el traje y partirte dos uñas alcanzas la ventana. Colarte por la estrechez conlleva amerizar sobre el wáter. Tienes medio cuerpo colgando y ahora te arrepientes de la humedad en tus manos. Un mal apoyo y la taza se convertiría en un macetero y tú en un capullo ahogado en su propio retrete. El forense, sin indicaciones de la policía, podría confundirte con un cactus de Sonora. Pero salvas el lance y, al incorporarte, ves tu facha ante el espejo. Tu flequillo parece un arpa, tus manos las de un pocero y tu traje un saco de nitrato. La prudencia te obliga al sigilo y pospones la higiene. Y sales al pasillo, tal cual, de puntillas hacia los leves gemidos que provienen de tu dormitorio. Irrumpes con brusquedad esperando ver caras de sorpresa, vergüenza y culpabilidad, pero la pasión entre tu señora y su amiga es tan entregada que solo tienen sentidos para sus anudadas caricias. Observas el lado de tu cama, todavía tibio de tu reciente estampida. La morena no te mintió en aquella confidencia. Indudablemente te estaba jodiendo hasta el punto de que donde antes trepaba tu hormigueo ahora escocía como una llaga en el mar.
Cuando uno se encuentra ante una escena como la descrita tiene varias opciones; pero la obligada, la visceral, es vengar la deshonra, acabar con la humillación. Y por esa razón miras a tu alrededor, buscas la contundencia y, tras coger aire, decides darle la vuelta al asunto, que nunca olviden ese momento. Pero de nada sirvieron las súplicas; poco importaron las rodillas hincadas o el ruego lacrimal por los viejos tiempos; ni siquiera el desvalimiento que implora la propia desnudez cambió la decisión. No pudiste convencerlas. De ninguna de las maneras aceptaron tu propuesta a tres y te cocearon de ese rincón de la cama que habías conseguido ganar con la sorpresa. El revolcón deseado lo fue por el suelo y tuviste que volver a vestirte en el pasillo mientras sus risas se acorchaban tras la puerta. No te dejaron otra opción, fuiste a tu escritorio, abriste una gaveta y recogiste la cartera, el reloj y las llaves. Llegabas tarde a la oficina.

         

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