jueves, 4 de octubre de 2012

Pide un deseo


         Me había ocurrido en media docena de ocasiones a lo largo de mi vida. Despertarme en una cama y, al incorporarme, descubrir una pared donde no la esperaba o que la puerta se encontrara a mi espalda, al lado contrario de donde la suponía. Cuando aquello me sucedía solía recapacitar sobre si mi extinguida somnolencia se originó en una siesta; si venía condimentada por una pastosa resaca; o si es que acaso me encontraba de viaje en otro país, de vacaciones; o si mi despiste era producto del agotamiento de una semana frenética. Si el aturdimiento me lo permitía, pasaba a revisar la hora para atajar esos primeros esfuerzos mentales; al poco, buscaba cuadros, lámparas o cortinas reconocibles para ubicarme en la familiaridad del aposento. Con una sola de esas apreciaciones era capaz de recordar en qué momento de mi vida me había detenido para descansar y dónde acabé encontrando un reposo tan profundo. Pero cuando descubrí que la luminaria se guarnecía con una cazoleta remachada y que apenas me distanciaba del techo lo justo para el recorrido de un estornudo, comencé a preocuparme. Si mi visión ya estaba sorprendida mi oído no se demoró en seguir el mismo ánimo. Tenía compañía y ¡masculina! A mi lado, con un abismo de dos metros cúbicos separándonos, un adulto desinflaba su descomunal pecho a ronquidos. Debajo de su litera y con el mismo pijama, otro energúmeno humedecía su perilla con idéntico tono de orfeón. Dejó de extrañarme descubrir que bajo mi somier un tercer personaje dormitaba, sin embargo, este era un alfeñique que parecía haberse consumido dentro de un pijama cinco tallas mayor. Volví a la posición en la que me había despertado y cerré los ojos con fuerza; luego, me tapé los oídos con la esperanza de descubrirme en mi estupenda cama de raso y su vergel de cojines. Un segundo duró mi entusiasmo. La honda respiración de las dos focas monje seguían aleteando mis perneras. Fue entonces cuando reparé en que mis ropas eran idénticas, y que percepciones tan vivas no podían ser producto de un mal sueño. Por un agudizado sentido de la supervivencia, desconocido en mí, con la cautela de un mono ladrón, me descolgué hacia el suelo para buscar una salida sin dejar de vigilar la modorra que ambientaba la… ¿celda? Con la pintura mordisqueada por mil impactos de llaveros, la cerradura de mi puerta de barrotes expandía un cerco de óxido alrededor de su ojal. Aproximé mi cara a los travesaños y presentí que no estaba en un calabozo de borrachos de fin de semana. La estrechez no daba margen para más de tres metros de campo visual y quería saber dónde me encontraba. A mi vera, un lavabo hacía de mesa de jabones, dos cepillos y un espejo que, rápidamente, emplee para comprender las dimensiones de mi encierro. Con el ángulo adecuado puede distinguir la torre de vigilancia que dominaba las tres alturas de celdas balconadas hacia una alargada galería común. ¡Estaba en una prisión! Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar sobre la terrible novedad; una nueva y tanto o más escabrosa se acrecentaba a mis espaldas: los ronquidos habían cesado. Ahora, era un arrastrar de pies. Como zombis pero con legañas, mis tres vecinos torcían sus rostros como perros a un silbido nuevo, sin dejar de mirarme, sin dejar de avanzar, dándose con los codos como quien se anima hacia lo increible. Retiré mi brazo y pegué mi espalda a los barrotes, tratando de balbucear algo que me congraciara con la humanidad, esa que no terminaba de encontrar en aquellos tres pares de ojos. Alcé mis manos y fue entonces cuando vi mi rostro reflejado en el espejo y, tras un instante de estupor, mis carcajadas, cercanas al grito, detuvieron el avance y se propagaron por toda la galería. De ningún modo mi pelo era rubio, ni siquiera era mujer; mi nombre era Manolo Peines, comercial de seguros en Burgos, y de ninguna de las maneras era la inconfundible Scarlett Johansson. Definitivamente, todo era un sueño por mucho que mi lascivia, ahora, se hubiera detenido en mirar el magnífico escote que lucía.
—¡Auch! —rugí al notar un tirón en mi pelo.
Sí, era un sueño. Seguramente, me habría dado con el cabecero de mi propia cama. Debía estar a punto de despertarme. Debió ser el vino de la cena… No, ahora que recuerdo bebí agua. Sí, casi dos botellas…¡uf!
—Esto... ¿Guardia…?

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