Me había
ocurrido en media docena de ocasiones a lo largo de mi vida. Despertarme en una
cama y, al incorporarme, descubrir una pared donde no la esperaba o que la
puerta se encontrara a mi espalda, al lado contrario de donde la suponía.
Cuando aquello me sucedía solía recapacitar sobre si mi extinguida somnolencia se
originó en una siesta; si venía condimentada por una pastosa resaca; o si es
que acaso me encontraba de viaje en otro país, de vacaciones; o si mi despiste era
producto del agotamiento de una semana frenética. Si el aturdimiento me lo
permitía, pasaba a revisar la hora para atajar esos primeros esfuerzos
mentales; al poco, buscaba cuadros, lámparas o cortinas reconocibles para
ubicarme en la familiaridad del aposento. Con una sola de esas apreciaciones
era capaz de recordar en qué momento de mi vida me había detenido para
descansar y dónde acabé encontrando un reposo tan profundo. Pero cuando descubrí que la
luminaria se guarnecía con una cazoleta remachada y que apenas me distanciaba
del techo lo justo para el recorrido de un estornudo, comencé a preocuparme. Si
mi visión ya estaba sorprendida mi oído no se demoró en seguir el mismo ánimo. Tenía
compañía y ¡masculina! A mi lado, con un abismo de dos metros cúbicos
separándonos, un adulto desinflaba su descomunal pecho a ronquidos. Debajo de su
litera y con el mismo pijama, otro energúmeno humedecía su perilla con
idéntico tono de orfeón. Dejó de extrañarme descubrir que bajo mi somier un
tercer personaje dormitaba, sin embargo, este era un alfeñique que parecía
haberse consumido dentro de un pijama cinco tallas mayor. Volví a la posición
en la que me había despertado y cerré los ojos con fuerza; luego, me tapé los
oídos con la esperanza de descubrirme en mi estupenda cama de raso y su vergel
de cojines. Un segundo duró mi entusiasmo. La honda respiración de las dos
focas monje seguían aleteando mis perneras. Fue entonces cuando reparé en que
mis ropas eran idénticas, y que percepciones tan vivas no podían ser producto de
un mal sueño. Por un agudizado sentido de la supervivencia, desconocido en mí, con
la cautela de un mono ladrón, me descolgué hacia el suelo para buscar una
salida sin dejar de vigilar la modorra que ambientaba la… ¿celda? Con la
pintura mordisqueada por mil impactos de llaveros, la cerradura de mi puerta de
barrotes expandía un cerco de óxido alrededor de su ojal. Aproximé mi cara a
los travesaños y presentí que no estaba en un calabozo de borrachos de fin de
semana. La estrechez no daba margen para más de tres metros de campo visual y
quería saber dónde me encontraba. A mi vera, un lavabo hacía de mesa de
jabones, dos cepillos y un espejo que, rápidamente, emplee para comprender las
dimensiones de mi encierro. Con el ángulo adecuado puede distinguir la torre de
vigilancia que dominaba las tres alturas de celdas balconadas hacia una
alargada galería común. ¡Estaba en una prisión! Pero no tuve mucho tiempo para
reflexionar sobre la terrible novedad; una nueva y tanto o más escabrosa se
acrecentaba a mis espaldas: los ronquidos habían cesado. Ahora, era un arrastrar
de pies. Como zombis pero con legañas, mis tres vecinos torcían sus
rostros como perros a un silbido nuevo, sin dejar de mirarme, sin dejar de
avanzar, dándose con los codos como quien se anima hacia lo increible. Retiré
mi brazo y pegué mi espalda a los barrotes, tratando de balbucear algo que me
congraciara con la humanidad, esa que no terminaba de encontrar en aquellos tres
pares de ojos. Alcé mis manos y fue entonces cuando vi mi rostro reflejado en
el espejo y, tras un instante de estupor, mis carcajadas, cercanas al grito,
detuvieron el avance y se propagaron por toda la galería. De ningún modo mi
pelo era rubio, ni siquiera era mujer; mi nombre era Manolo Peines, comercial
de seguros en Burgos, y de ninguna de las maneras era la inconfundible Scarlett
Johansson. Definitivamente, todo era un sueño por mucho que mi lascivia, ahora, se hubiera
detenido en mirar el magnífico escote que lucía.
—¡Auch! —rugí al notar un tirón
en mi pelo.
Sí, era un sueño. Seguramente, me
habría dado con el cabecero de mi propia cama. Debía estar a punto de
despertarme. Debió ser el vino de la cena… No, ahora que recuerdo bebí agua. Sí, casi dos
botellas…¡uf!
—Esto... ¿Guardia…?
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