jueves, 29 de noviembre de 2012

Silbidos de vapor


         Necesitaba un chófer servil, discreto, de esos que nunca preguntan ni tampoco espían por el espejo las vidas postradas más allá de su respaldo. Al mismo tiempo necesitaba que también asumiera su desempeño algo alejado del volante, como un eventual recadero. Pero la pereza de llevar a cabo una selección, o malgastar mi ya de por sí cansada vista en leer las grandilocuencias de cientos de aspirantes, me llevaron a tirar por la calle de en medio. Fue la forma con la que di con Eugenio. En el proceso invertí apenas cien euros que me dirigieron a las cuatro esquinas del centro de Madrid donde se acumulaban las mayores concentraciones de taxistas. Mi paso de anciano era ideal para poner la oreja en las conversaciones que se sucedían junto al aparcamiento. Vestimenta, higiene, modales, estado de sus coches; Eugenio conducía un vehículo sencillo tan impecable como su manicura. Monté en su taxi en dos ocasiones y en ninguna de las dos charlé, pero elegí itinerarios donde el tráfico fuera un caos. A pesar de que en el exterior se desataba una contienda de ojos enrojecidos, de yugulares gruesas como hiedras rodeando gargantas repletas de insultos, Eugenio se deslizaba parsimonioso como un niño estrenando su triciclo en un aeropuerto de provincias. Anunciada mi oferta me discutió el horario pues cuidaba familia. Pero estrechamos las manos en cuanto le añadí una enfermera por mi cuenta y una residencia si fuera menester.
No siempre fui rico, de hecho, más de media vida me tacharon de miserable las putas con las que litigué favores. Tiempos en los que anduve rebotando entre oficios de poco lustre hasta que la fortuna me sonrió cuando, caminando por los arcenes que me devolvían a la vetusta pensión que me acogía, presencié un accidente de tráfico que espantó a un pulgoso habitual compañía en mi recorrido. El fuego hizo imposible el rescate de los adultos pero al niño pude sacarlo. La primera noche de quemaduras compartimos vendas y cuidados, y también la visita de un viejo de bigotes canos que vino a soltar unas lágrimas y dedicó una caricia a la frente del niño antes de desaparecer. Quince días más tarde, perdido el trabajo, regresaba de nuevo por el triste arcén y encontré junto al cerco dejado por el fuego un espléndido ramo de flores al pie de una cruz de forja. Aun sin ser creyente, por cierta simpatía con el chico, me santigüé. No había terminado mi dedo su recorrido cristiano cuando un coche se detuvo a mi espalda. Las lunas tintadas le daban al oscuro vehículo el aspecto de un enorme botín de flamenco. Una de ellas descendió lo suficiente para poder distinguir el semblante del anciano de bigotes canos. No rechacé la invitación de su asiento ni tampoco el trabajo de jardinero que me ofreció en su mansión a caballo entre castillo y palacio. Dejé mi espalda en los setos de sus cien jardines y mi desdicha desapareció tan rápido como la humedad del campo se aferró a mis huesos a lo largo de los años. A su muerte, el albacea me citó junto a un joven cuyo cabello crecía entre cicatrices de viejas quemaduras y obligaban a su mentón a alzarse con una altivez que no pretendía. No me atreví a preguntarle por su desgracia pues de su expresión se deducía el martirio que aquellas marcas le habían supuesto. Quizá fuera su salvador, y eso debió pensar el viejo, pero quizá para el joven fui quien le rescató para entregarlo a una vida de tormentos. Así, el silencio se instaló entre nosotros y ni una sola mirada nos cruzamos, ni siquiera cuando fuimos declarados herederos universales a partes iguales de una fabulosa fortuna. Cuando me quedé a solas con el testamentario supe que el viejo de bigotes canos, a causa de una mala maniobra, originó el accidente que malogró la vida de una joven pareja y marcó para siempre la del huérfano que acaba de abandonar el despacho como quien recibe una esquela.
Vendí todos los ladrillos que me fueron dados y me dediqué a recorrer, con la ayuda de Eugenio, los lugares donde por algún tiempo mis manos trabajaron por cuatro monedas. Doné buenos pellizcos a quienes recordé que me arroparon y dieron cobijo por aquel entonces, y engalané las tumbas de aquellos otros a los que mi visita les llegó tarde. Y en ese recorrido a la inversa acabé en mi barrio. Adquirí la vivienda que fuera de mis padres, ordené retirar todo objeto que señalé profano y rogué soledad a Eugenio para recorrer los rincones con la pausa absurda del que busca un efluvio del pasado. Pretendía evocar mi infancia y a la semana siguiente, con el silencio contenido en la mañana de los domingos puse una olla de válvula en el fogón y me dispuse a escucharla soplar tendido en el suelo del que fuera mi cuarto. La ventana daba a un patio de cuerdas y pinzas, y la luz era la misma, al igual que los rodapiés donde incidía. En esa posición, con la cabeza acolchada por la alfombra, la imagen que el techo mostraba era idéntica a la que fantasee, sesenta años atrás, cuando imaginaba caminar entre lámparas y sorteaba los marcos para poder llegar al salón y de ahí, a la cocina. Sendas lágrimas recorrieron el trayecto más corto hacia mis sienes, surgieron justo unos segundos después de escuchar los primeros giros de la válvula. Al poco, grité en un ahogo y nombré a mi madre; la llamé como un niño perdido que abraza al vacío; pero antes de romper a llorar, esperé por si la magia de las paredes me devolvía el eco de sus pasos, acercándose, con los silbidos del vapor de fondo. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

El viento, el aire, las corrientes


           Martes y jueves, durante el sexto curso, a última hora, teníamos gimnasia. A pesar de los muchos años transcurridos jamás podría olvidar aquel horario y ese chándal que con el primer lavado perdió por el desagüe la mitad de las letras de la congregación. Los nuevos sistemas educativos la denominaron educación física pero yo la recuerdo como esas horas de la semana donde aprendí lo que era un cuadro sueco sin pensar en un museo y como la aspereza de una soga podía arder en las manos tal que una incandescencia. Sin embargo, en las escasas ocasiones en que se nos dispensaba de las tediosas tablas atléticas y un balón nos era entregado, como pirañas en un barreño atacábamos el esférico sin siquiera organizar porterías y equipos. Conforme la algazara disminuía, dado el desmán, los mejores se erigían capitanes. Uno de ellos se hacía con el balón bajo el brazo y retaba al otro a un duelo de pasos enfrentados para poder elegir primero al resto de los que allí nos apiñábamos. Conocido el vencedor no eran pocos los que levantaban el dedo acompañándolo con un «a mí» reiterado. Algunos, al ser seleccionados, brincaban y se prodigaban en abrazos bruscos, sin correspondencia, por ser elegidos junto a su mejor colega o al mejor jugador.  Ambos capitanes buscaban equilibrar los equipos pero siempre había uno, el último, a quien nadie quería ni aunque formara número. Hoy en día a ese desdichado, que mostraba una mueca de gatito subido a una rama, le llaman paquete, pero por aquel entonces, simplemente, se le llamaba «malo». No era mi caso pero a resultas me hubiera interesado dado que no había pasado un cuarto de hora y ya había desaparecido de aquel caos deportivo. La misma uniformidad y una estatura parecida favorecían mi deserción. Que fuéramos veinte contra veintiuno era otro factor a tener en cuenta para que ninguna línea del terreno quedara enflaquecida por mi ausencia y nadie me echara en falta; sobre todo, don Braulio, quien con aquellos largos bigotes rubios apenas dejaba ver el silbato que siempre apretaba en su boca y que, constantemente, hacía sonar para advertirnos que el malo también jugaba y había que pasarle el balón. Aunque era fácil perderse de clase salir del colegio suponía recorrer un laberinto de pasillos hasta dar con la puerta que franqueara el avance hasta la siguiente y, por fin, ganar la calle. Por entonces no existían los vigilantes de pasillo pero sí jefes de estudios de anárquicos horarios y zapatos de goma que parecían flotar entre las aulas y nombrarte con todos tus apellidos con solo verte la nuca si te sorprendían fuera de clase. En ese caso aprendí que era inútil excusarse con invenciones sobre dolencias sobrevenidas, muertes repentinas de familiares lejanos o cualquier circunstancia sobrenatural luminosa que estuviera dirigiendo mis pasos en contra de mi voluntad. Éramos 1.200 alumnos y los jefes de estudio llevaban más de una década escuchando todo tipo de alegatos cuando un alumno era sorprendido en un lugar que no le correspondía. Mi veteranía en el escaqueo no era sinónimo de éxito pues la improvisación formaba parte del laberinto de corredores. Era otoño y las ráfagas de viento, a parte de inundar de hojas el patio, cimbreaban los ventanales de las aulas logrando que el alumnado se distrajera con cierto temor a que los vidrios cedieran sobre sus cabezas. Yo, en esos momentos, circulaba agachado para evitar que mi coronilla fuera vista como un mapache recorriendo los marcos de las otras ventanas, las que daban al largo pasillo. Recorrerlo tenía su riesgo, más de quince aulas por planta daban a estos corredores, bastaba que de una de sus puertas un profesor saliera para descubrirme como un cuervo en un lago salado. Sin embargo, aun dolorido por transitarlo postrado, gané la esquina donde me detuve para enderezarme sin que la sonrisa del canalla dejara de estirarse en mi cara. No había terminado de recomponer mi espalda del todo cuando advertí unas suelas de goma frente a las mías. Un cuarenta y cinco, calculé. Demasiado calco para que coincidiera con otro asiduo a los novillos buscando la misma salida. Alcé la vista y los pantalones de tergal, de un gris uralita, ya confirmaban una edad que triplicaba la mía. Las manos rechonchas se asomaban por las mangas de un jersey poblado de pelotillas. Se unían sobre el prominente vientre y los pulgares giraban sin tropezarse y sin cesar. La papada, el mentón arrugado, la nariz bulbosa, las gafas de montura dorada y una calva reluciente como una aurora describían al azote de los novilleros. Y bien, dijo en su habitual preámbulo de cazador. ¿Cómo lo hace? Me atreví a preguntarle, asombrado por su capacidad para sorprenderme sin ni siquiera advertirlo. Él sonrió y acto seguido me hizo una propuesta: Si le daba una razón convincente que justificara mi presencia allí, no solo me respondería sino que, además, me dejaría marchar. No tenía fama de bromista y por esa razón miré a la profundidad de sus ojos buscando intuir nuevas consecuencias al ofrecimiento. Pero no encontré otro brillo que el de la seguridad de quien recita sus palabras con el aplomo de un apóstol. Es por amor, respondí mientras sentía que mi sonrojo llameaba como la soga del gimnasio mis manos. Había oído hablar del estoicismo del jefe de estudios sin embargo percibí un resquicio en su imperturbable semblante que retiró en cuanto me dio la espalda para que le siguiera a su despacho. Sillón para él, silla para mí. Un crucifijo en la pared, escritorio en medio, un teléfono, mi ficha y un listín abierto con el número de casa de mis padres. Auricular en la mano y el índice de la otra alojado en el nueve de la ruleta. ¿Enamorado?, preguntó y detuvo sus movimientos. Eso creo, respondí. Él dejó el auricular y se recostó sobre el respaldo dando a entender que un margen de crédito me concedía. Sus dedos pulgares volvieron a girar como en un planetario. Nunca antes había hablado de ella con nadie y sin embargo una vez que empecé a contar mis desvelos no paré. Comencé diciéndole que la conocí de casualidad, volviendo un día del médico acompañado de mi madre. Su colegio, uno de monjas, finalizaba la jornada media hora antes que el nuestro. En ese momento mi madre y yo lo bordeábamos. Andaba algo cabizbajo a causa de la fiebre y apenas levantaba la mirada para evitar encontronazos. Sin darnos cuenta nos vimos envueltos en una corriente de cientos de niñas de faldas tableadas y jerséis verde ciénaga que salían con la prisa propia de la juventud. Superada esa primera tromba llegamos frente a la verja de la entrada principal donde mi madre reconoció a una vieja amiga a la que abordó con efusiva entrega. Nadie me libraría de ser espectador primero de una conversación basada en lo estupenda que te veo; luego, ser centro de piropos y de parecidos razonables, para, al instante, ser olvidado; pero antes, antes de llegar a la parte de quedar otro día para un café, la vi. Formaba parte de un grupo que se reunía a caballo entre una escalinata y el patio de entrada. Al igual que el resto vestía de uniforme, sin embargo, una media, la izquierda, se arrugaba por encima del tobillo. Nada más especial podría decirse de ella salvo que me miraba, me miraba con fijeza para acto seguido retirar sus ojos a la conversación del grupo y nuevamente mirarme. Escuché la palabra café y a la infusión le siguió una colleja. La reunión de viejas amigas había terminado y mi madre había olvidado mis dolencias. Se dio cuenta del exceso para apremiarme pero algo comentó sobre mi embobamiento repentino sin todavía haber ingerido medicina alguna. Lo cierto es que casi me llevó a rastras y fue el muro del colegio lo que acabó logrando que nuestras miradas se desconectaran. La chica de la media caída desde entonces pobló todas mis ensoñaciones. Nuestros horarios eran incompatibles y para cuando llegaba a su colegio la verja cerraba a un par de monjas que escobaban el patio de restos de meriendas. Duchas de agua fría y ventanas abiertas al dormir no trajeron a mi salud un nuevo resfriado que me llevara al mismo recorrido a las mismas horas, al contrario, parecía que lejos de enfermar mi vigor aumentaba, por eso comencé a creer que salvo por unos leves cosquilleos en el estómago, aquellas sensaciones entre ahogos y flotabilidad, debían ser causa del amor. Así que decidí buscar otras formas de… Sabe que durante el horario lectivo es responsabilidad del centro todo lo que le ocurra, interrumpió el jefe de estudios. Y que de ninguna de las maneras puede abandonar las instalaciones sin la autorización de sus tutores, añadió. Reconocí sus observaciones asintiendo con la cabeza. Luego, me acompañó al gimnasio, departió con don Braulio, ambos me miraron y cada uno se dirigió a sus cometidos. Al rato, sonó el silbato; al malo se lo llevaron entre varios a un rincón. Visto su tobillo parecía que el balón se hubiera instalado en su articulación. Entre lamentos y protestas don Braulio dio por finalizada la clase.
         A la semana siguiente el colegio había organizado una excursión al nacimiento de un río. Varios autobuses repletos de alumnos de otros cursos se adelantaban sobre el nuestro serpenteando las curvas que nos acercaban al valle donde brotaba. Para cuando llegamos a un recodo, vimos que en la explanada se concentraban más autocares de los que nos precedían. Descendimos y una vez recogidas nuestras mochilas nos agrupamos por cursos. El cielo, encapotado, amenazaba con descargar todo su gris presagio. Antes de iniciar la marcha pude distinguir al jefe de estudios en compañía de una señora que calzaba unas robustas botas y sumergía sus perneras en unos gruesos calcetines de lana. Ambos se acercaron hacia nuestro grupo, pero el se adelantó y me llamó a parte. El viento, el aire, las corrientes, me dijo. Al abrirse cada puerta de los largos pasillos, las que quedan más alejadas tiemblan. Si es un aula la que se abre se escucha el bullicio de los alumnos pero si es la de una planta, o es un hermano de la congregación o, en cambio, es un holgazán que busca en la calle una escuela sin normas. ¿Por qué me cuenta su secreto ahora?, le pregunté. Me diste una razón y me convenciste, respondió. Pero no me dejó marchar, repuse con cierto reproche resentido por el engaño. Estoy seguro de que aprobarás mi decisión si me permites presentarte a mi acompañante, apostilló, y con un gesto de su mano animó a que se acercara la mujer de las botas. No hizo falta que me anunciara pues de inmediato supe de quien se trataba a pesar de no llevar el hábito. A su espalda, en un segundo plano, pude ver cómo descendían aquellas mismas niñas que habían cambiado su jersey verde ciénaga por trencas perfectas para el paseo. Cierto temor recorrió mi cuerpo pues eran pantalones la prenda obligada y aquel calcetín arrugado era el comienzo de mis pesquisas para dar con ella. A pesar de la algarabía, que los diestros monitores trataban de enderezar, como si el cielo se abriera por dos resquicios, pude verla y ella a mí. Ignoro por qué el instinto me llevó a fijarme un instante en el jefe de estudios y en sor Ángela, que más tarde supe que ese era su nombre. Ambos sonreían como si mi dicha, la nuestra, fuera la suya. Entonces comprendí que todo aquello era una excusa, un montaje para nuestro encuentro, un secreto orquestado, una idea feliz que a nadie molestaría si se descubriera su encanto. Desde aquel momento, cuando compruebo que a mi alrededor algo inesperado congrega a tanta gente pienso que hay dos personas destinadas a encontrarse y que el resto somos comparsa para vestirla de casualidad.
Tras largos años de noviazgo llegó el día de nuestra boda. Invitamos solo a familiares y amigos muy allegados, y por supuesto, a dos ancianos. Él, muy enfermo, esperamos a que se recuperara para que pudiera estar presente. Sor Ángela se brindó a empujarle la silla. Llegado el momento de las felicitaciones nos acercamos a mi viejo jefe de estudios. Gracias por venir, les dije, era necesaria vuestra presencia. Ella sonrió con los ojos humedecidos pero él me indicó que me acercara pues su voz flaqueaba. Dale las gracias al viento, dijo, y al aire, y a las corrientes pero sobre todo dale las gracias a la verdad, tu corazón fue el que nos ayudó a conspirar aquella osadía. Acto seguido me pidió las manos, las unió a las suyas y terminó diciéndome: tú lograste que mis pulgares dejaran de girar. 

viernes, 16 de noviembre de 2012

El símbolo del rey


            De las seis antorchas cuatro se había extinguido y el resto ardían con el parpadeo que anuncia su pronto final. El vaivén de sombras iba ganando terreno en el salón de los escudos y apenas se distinguía a la figura abatida que ocupaba el trono, tendida sobre los apoyabrazos como un jinete herido en la retirada. Y es que para el rey Kandar la vida en palacio se había convertido en la peor mazmorra que jamás llegara a pisar; y como la de un reo, su salud parecía menguar al ritmo de las cosechas de aquel año de sequía. A sus pies, una pantera, asida por argollas a la pared, dormitaba su fiereza. Había elegido semejante mascota para evitar la aproximación licenciosa de besamanos, orates y consejeros. Su capa, con filigranas de oro, y la corona, incrustada en pedrerías, fabulosas por su tamaño, yacían a un lado como si su portador se hubiera desvanecido en una nube ya consumida. Kandar despreciaba los atributos de rey y, aún despojado de su coraza, lanza y espada, mantenía las hebras de cuero de sus muñecas; restos de su pasado como esclavo en una noria de regadío. Le gustaba recorrerlas con los dedos, sentir su curtido y recordar los tiempos que ulceraron sus antebrazos, tensas por el agarre a un molino que junto a otros cien hijos de Regendar movieron para surtir los canales del reino durante una década.
Elegido rey por sus victorias en las fronteras con la vecina Gárlindan, Kandar acababa de descubrir que su coronación fue un ardid para que su popularidad pudiera seguir siendo manejada. El Consejo del reino, nutrido con los profetas de siempre, ancianos de túnicas tan amplias como su decrepitud, eran los verdaderos gestores del basto territorio que su espada había conseguido mantener libre de invasores. Uno de los nuevos generales sería designado para sustituirle pues Regendar, nación rica en minerales y trigo, era codiciada y no conocía la paz desde los tiempos en que las bestias eran quienes reinaban por sus pastos. Kandar estaba convencido de que en cuanto uno de los generales destacara en el campo de batalla y su nombre fuera coreado por las calles, no tardaría en sustituirle. El veneno era un brebaje tan popular como el vino dentro de palacio, y los accidentes o atentados, una alternancia obligada para evitar los rumores de conspiración que alimentaran sublevaciones populares. Los reyes en Regendar morían para dar vida a los siguientes; la aparente desgracia nunca duraba más allá de la lectura del bando que la anunciaba, pues en el último párrafo figuraba el nombre del nuevo rey. El pueblo jamás llegaba a sentir la sensación del desamparo que produce la desaparición de ese héroe señalado como su líder. El Consejo del reino procuraba anticiparse al desasosiego fabulando las hazañas en batalla de los potenciales sustitutos; para ello, organizaba obras teatrales donde se escenificaban las contiendas más exitosas y se sondeaba la opinión de los asistentes en busca de los favoritos. A esas alturas de su reinado, Kandar ya sospechaba que el comandante Marson sería su sucesor.
El portón se abrió sin anuncios y nuevas antorchas irrumpieron en la sala. Sus porteadores se encargaron de prender las apagadas y el aumento de temperatura hizo ondear por un instante los estandartes; también cobraron brillo los escudos que decoraban las paredes y daban nombre a la estancia. Finalizado su cometido, los vasallos se retiraron abriendo paso al Consejo en pleno que se detuvo al pie de la pequeña escalinata destinada para que el rey alcanzara su trono. Kandar levantó la vista y con un gesto de su mano ordenó que cerraran el portón. La docena de ancianos que formaban el Consejo venía, como de costumbre cada luna llena, a proponer los nuevos dictados sobre impuestos, lindes y tránsito de mercancías por el reino, y a opinar sobre todo aquello que consideraran de interés. Kandar los esperaba pero, esta vez, decidió escuchar sus decisiones mientras paseaba por el salón. Los ancianos se miraron entre ellos ante la novedad. Sabían que el rey nunca decidía nada; era un símbolo ante el pueblo y una cabeza fácil de cortar si la muchedumbre se agitaba hacia la rebelión. Ellos manejaban todos los hilos desde la sombra y al mismo tiempo se enriquecían con esos manejos. Debían huir de la notoriedad y el populismo y dar una apariencia prescindible; esa era la gran condición que les convertía en los verdaderos supervivientes del gobierno. No les gustó que Kandar se desplazara entre ellos mientras anunciaban sus propuestas en un acto que reconocían de pura formalidad. Por su parte, el rey miraba la punta de sus pies en cada zancada y evitaba tropezar con las largas colas de las túnicas mientras sorteaba su quietud. Metósfenes, el portavoz del Consejo, se negó a girar la cabeza hacia su rey y mantuvo la mirada, como de costumbre hacia el trono, ahora, vacío. Esa fijación le sirvió para que el miedo irrumpiera en su discurso y le paralizara la palabra. Ante el repentino silencio, Kandar no tardó en acelerar su paso hacia uno de los estandartes, arrancarlo de su percha y obrar del mismo modo con los que alcanzó antes de detenerse frente al portón. Acto seguido se hizo con una de las antorchas y los quemó originando una enorme hoguera. La lumbre descubrió la perplejidad en las arrugadas miradas de los ancianos. Pensaron que Kandar había enloquecido y con ese acto su sustituto debería ser llamado del frente antes de lo previsto. Kandar se anticipó a cualquier reproche y habló. Preguntó sobre la abdicación. Renunciaba a ser rey; quería volver a dirigir ejércitos. Brándimor, el más significado de los profetas tomó la palabra. Ningún rey podía renunciar. Estaba escrito en las paredes del templo de la montaña sagrada Falip que los reyes ascendían al carácter de semidioses y su apariencia humana era todo rastro de su antigua condición. No era reversible. Estaba condenado a morir como rey. Kandar guardó silencio y acaparó toda la atención de los ancianos menos la de Metósfenes, el portavoz, quien permanecía paralizado por el terror. Mientras las llamas ganaban altura y ennegrecían el portón, el rey Kandar negó con la cabeza al tiempo que iba reposando sus ojos en cada uno de los miembros del Consejo. Luego, elevó su mano y dio un chasquido con sus dedos que se propagó sonoro sobre el crepitar de la madera incandescente. Fue entonces cuando Metósfenes recuperó la voz para gritar. Lo siguiente que se escuchó fue el gorgoteo de la sangre brotando por su tráquea, abierta tras el primer zarpazo.
Para la pantera fue tan fácil masacrar a los ancianos como apagar un cirio con el agua de un embalse. Cuando se aseguró que ninguno podría levantarse de nuevo, uno por uno fue quebrando sus cuellos zarandeándolos con su mandíbula; con el último, se dedicó a lamer la sangre que empapaba su túnica y a revolcarse sobre ella dando a su brillante pelaje el aspecto empegado de un odre. Kandar regresó a su trono y se sentó a contemplar la carnicería, antes, se puso su capa y corona. Luego, esperó a que los soldados terminaran de derribar el portón alarmados por el humo al otro lado. Por primera vez se sentía rey y su primer edicto sería repartir las propiedades del Consejo entre la población. Más tarde tendría que matar a la pantera.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Un bar de mala muerte


         Mientras Amalio subía los peldaños, como si calzara botas de barro, su mirada se perdió en un mareo mezclado entre las penumbras de la angosta escalera y la oscilación de hombros de los matones que le precedían. No tuvieron inconveniente en proveerle del cuchillo con el que debería batirse convencidos de la menguada determinación de su rival. En efecto, Amalio Cienfuegos no era hombre de peleas, ni siquiera de ambigüedades en la cháchara que llevaran al equívoco, antesala de un desplante, por esa razón todavía trataba de entender cómo había llegado a mezclarse con gente tan acostumbrada a la gresca. Ensimismado en esa cavilación buscaba encontrar el momento exacto donde debió articular aquella palabra que le había llevado a encontrarse caminando entre empellones, que un tercero le iba propinando, obligando a dirigir sus pasos hacia un rincón desconocido donde debería demostrar su esgrima o el color escarlata con el que la noche espesa la sangre. Y así recordó que la fachada del bar era rancia como una cripta; que ni siquiera lucía reclamos en su entrada, pero que la lluvia más severa le invitó a cobijarse en su alfeizar; luego, fue apoyarse en la puerta de metal, zapatear la caladura y todo se precipitó. Como arañas que perciben el temblor en sus hilos, sobre el charco que sus prendas empapadas formaba, Amalio se encontró tendido en el suelo del local en cuanto la puerta cedió en su apoyo y el desequilibrio le trastabilló hasta frenarle en medio de un círculo de penumbras. A pesar de que las cuatro sombras que se movían a su alrededor invitaban a pensar que, al menos, harían crujir el entarimado, solo pudo escuchar el golpeo de las gotas propias sobre la madera seca bajo sus pies. Al incorporarse, con la rapidez que da el temor, pudo descubrir una barra y a un tipo que, tras ella, le miraba apoyando sus puños sobre la encimera, arqueando sus brazos como un buldog de plantón.
«Tú no eres Carlos y, sin embargo, sabes la clave», afirmó una voz gastada que provenía de las sombras. Amalio recordó que fue rápido en responder, quizá demasiado; que su raudo argumento no produjo nuevas arengas y sí, al cabo, el ruido del metal templado de una daga deslizándose hasta dar con sus pies. Le obligaron a recogerla y a seguirles. Y mientras veía una nueva luz al final de la escalera que recortaba sus hombros, volvió a pensar en la lluvia, en la fachada, en la suerte, y en la daga que, ahora, apretaba dispuesta a hundirla hasta el puño en el pecho de cualquiera. Pero no lo haría, no era amigo de peleas ni de conversaciones que las invitaran, lo suyo eran los atajos, el silencio, la discreción. Por eso la soltó y el alivio recorrió su mano. Su escolta la recogió sin esfuerzo dispuesto a entregársela al final del recorrido, esperaba también sus orines y por eso rajó una carcajada seca creyendo que era el miedo quien manejaba sus actos. Él se llevó el primer disparo. Amalio ni siquiera miró para ver el desplome; ya apuntaba el silenciador a las espaldas de los otros. Cayeron como si su osamenta se hubiera diluido y doblaron su muerte instantánea dejándola resbalar hasta reunirse con el primero, al pie de la escalera. Regresó sobre sus pasos y el buldog perdió su pose al verle. Para cuando su nariz se partió sobre la barra ya debía estar muerto. Apartado y adoptada su postura, hincados los puños sobre la barra, Amalio se dispuso a que Carlos, su encargo, no tardara en llamar a la puerta.