De las seis antorchas cuatro se había extinguido y el
resto ardían con el parpadeo que anuncia su pronto final. El vaivén de sombras iba
ganando terreno en el salón de los escudos y apenas se distinguía a la figura
abatida que ocupaba el trono, tendida sobre los apoyabrazos como un jinete herido
en la retirada. Y es que para el rey Kandar la vida en palacio se había
convertido en la peor mazmorra que jamás llegara a pisar; y como la de un reo, su salud parecía menguar al ritmo de las cosechas de aquel año de sequía. A sus
pies, una pantera, asida por argollas a la pared, dormitaba su fiereza. Había
elegido semejante mascota para evitar la aproximación licenciosa de besamanos,
orates y consejeros. Su capa, con filigranas de oro, y la corona, incrustada en
pedrerías, fabulosas por su tamaño, yacían a un lado como si su portador se
hubiera desvanecido en una nube ya consumida. Kandar despreciaba los atributos
de rey y, aún despojado de su coraza, lanza y espada, mantenía las hebras de
cuero de sus muñecas; restos de su pasado como esclavo en una noria de regadío.
Le gustaba recorrerlas con los dedos, sentir su curtido y recordar los tiempos
que ulceraron sus antebrazos, tensas por el agarre a un molino que junto a otros
cien hijos de Regendar movieron para surtir los canales del reino durante una
década.
Elegido rey por sus victorias en
las fronteras con la vecina Gárlindan, Kandar acababa de descubrir que su
coronación fue un ardid para que su popularidad pudiera seguir siendo manejada.
El Consejo del reino, nutrido con los profetas de siempre, ancianos de túnicas
tan amplias como su decrepitud, eran los verdaderos gestores del basto
territorio que su espada había conseguido mantener libre de invasores. Uno de
los nuevos generales sería designado para sustituirle pues Regendar, nación rica
en minerales y trigo, era codiciada y no conocía la paz desde los tiempos en
que las bestias eran quienes reinaban por sus pastos. Kandar estaba convencido de
que en cuanto uno de los generales destacara en el campo de batalla y su nombre
fuera coreado por las calles, no tardaría en sustituirle. El veneno era un
brebaje tan popular como el vino dentro de palacio, y los accidentes o
atentados, una alternancia obligada para evitar los rumores de conspiración que
alimentaran sublevaciones populares. Los reyes en Regendar morían para dar vida
a los siguientes; la aparente desgracia nunca duraba más allá de la lectura del
bando que la anunciaba, pues en el último párrafo figuraba el nombre del nuevo
rey. El pueblo jamás llegaba a sentir la sensación del desamparo que produce la
desaparición de ese héroe señalado como su líder. El Consejo del reino
procuraba anticiparse al desasosiego fabulando las hazañas en batalla de los
potenciales sustitutos; para ello, organizaba obras teatrales donde se
escenificaban las contiendas más exitosas y se sondeaba la opinión de los
asistentes en busca de los favoritos. A esas alturas de su reinado, Kandar ya sospechaba
que el comandante Marson sería su sucesor.
El portón se abrió sin anuncios y
nuevas antorchas irrumpieron en la sala. Sus porteadores se encargaron de
prender las apagadas y el aumento de temperatura hizo ondear por un instante
los estandartes; también cobraron brillo los escudos que decoraban las paredes y
daban nombre a la estancia. Finalizado su cometido, los vasallos se retiraron
abriendo paso al Consejo en pleno que se detuvo al pie de la pequeña escalinata
destinada para que el rey alcanzara su trono. Kandar levantó la vista y con un
gesto de su mano ordenó que cerraran el portón. La docena de ancianos que
formaban el Consejo venía, como de costumbre cada luna llena, a proponer los
nuevos dictados sobre impuestos, lindes y tránsito de mercancías por el
reino, y a opinar sobre todo aquello que consideraran de interés. Kandar los
esperaba pero, esta vez, decidió escuchar sus decisiones mientras paseaba por
el salón. Los ancianos se miraron entre ellos ante la novedad. Sabían que el
rey nunca decidía nada; era un símbolo ante el pueblo y una cabeza fácil de
cortar si la muchedumbre se agitaba hacia la rebelión. Ellos manejaban todos
los hilos desde la sombra y al mismo tiempo se enriquecían con esos manejos.
Debían huir de la notoriedad y el populismo y dar una apariencia prescindible;
esa era la gran condición que les convertía en los verdaderos supervivientes
del gobierno. No les gustó que Kandar se desplazara entre ellos mientras
anunciaban sus propuestas en un acto que reconocían de pura formalidad. Por su
parte, el rey miraba la punta de sus pies en cada zancada y evitaba tropezar
con las largas colas de las túnicas mientras sorteaba su quietud. Metósfenes,
el portavoz del Consejo, se negó a girar la cabeza hacia su rey y mantuvo la
mirada, como de costumbre hacia el trono, ahora, vacío. Esa fijación le sirvió
para que el miedo irrumpiera en su discurso y le paralizara la palabra. Ante el
repentino silencio, Kandar no tardó en acelerar su paso hacia uno de los
estandartes, arrancarlo de su percha y obrar del mismo modo con los que alcanzó
antes de detenerse frente al portón. Acto seguido se hizo con una de las antorchas
y los quemó originando una enorme hoguera. La lumbre descubrió la perplejidad
en las arrugadas miradas de los ancianos. Pensaron que Kandar había enloquecido
y con ese acto su sustituto debería ser llamado del frente antes de lo
previsto. Kandar se anticipó a cualquier reproche y habló. Preguntó sobre la
abdicación. Renunciaba a ser rey; quería volver a dirigir ejércitos. Brándimor,
el más significado de los profetas tomó la palabra. Ningún rey podía renunciar.
Estaba escrito en las paredes del templo de la montaña sagrada Falip que los
reyes ascendían al carácter de semidioses y su apariencia humana era todo
rastro de su antigua condición. No era reversible. Estaba condenado a morir
como rey. Kandar guardó silencio y acaparó toda la atención de los ancianos
menos la de Metósfenes, el portavoz, quien permanecía paralizado por el terror.
Mientras las llamas ganaban altura y ennegrecían el portón, el rey Kandar negó
con la cabeza al tiempo que iba reposando sus ojos en cada uno de los miembros
del Consejo. Luego, elevó su mano y dio un chasquido con sus dedos que se propagó sonoro sobre el crepitar de la
madera incandescente. Fue entonces cuando Metósfenes recuperó la voz para
gritar. Lo siguiente que se escuchó fue el gorgoteo de la sangre brotando por
su tráquea, abierta tras el primer zarpazo.
Para la pantera fue tan fácil
masacrar a los ancianos como apagar un cirio con el agua de un embalse. Cuando se
aseguró que ninguno podría levantarse de nuevo, uno por uno fue quebrando sus
cuellos zarandeándolos con su mandíbula; con el último, se dedicó a lamer la sangre
que empapaba su túnica y a revolcarse sobre ella dando a su brillante pelaje el
aspecto empegado de un odre. Kandar regresó a su trono y se sentó a contemplar
la carnicería, antes, se puso su capa y corona. Luego, esperó a que los
soldados terminaran de derribar el portón alarmados por el humo al otro lado.
Por primera vez se sentía rey y su primer edicto sería repartir las propiedades
del Consejo entre la población. Más tarde tendría que matar a la pantera.
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