jueves, 22 de noviembre de 2012

El viento, el aire, las corrientes


           Martes y jueves, durante el sexto curso, a última hora, teníamos gimnasia. A pesar de los muchos años transcurridos jamás podría olvidar aquel horario y ese chándal que con el primer lavado perdió por el desagüe la mitad de las letras de la congregación. Los nuevos sistemas educativos la denominaron educación física pero yo la recuerdo como esas horas de la semana donde aprendí lo que era un cuadro sueco sin pensar en un museo y como la aspereza de una soga podía arder en las manos tal que una incandescencia. Sin embargo, en las escasas ocasiones en que se nos dispensaba de las tediosas tablas atléticas y un balón nos era entregado, como pirañas en un barreño atacábamos el esférico sin siquiera organizar porterías y equipos. Conforme la algazara disminuía, dado el desmán, los mejores se erigían capitanes. Uno de ellos se hacía con el balón bajo el brazo y retaba al otro a un duelo de pasos enfrentados para poder elegir primero al resto de los que allí nos apiñábamos. Conocido el vencedor no eran pocos los que levantaban el dedo acompañándolo con un «a mí» reiterado. Algunos, al ser seleccionados, brincaban y se prodigaban en abrazos bruscos, sin correspondencia, por ser elegidos junto a su mejor colega o al mejor jugador.  Ambos capitanes buscaban equilibrar los equipos pero siempre había uno, el último, a quien nadie quería ni aunque formara número. Hoy en día a ese desdichado, que mostraba una mueca de gatito subido a una rama, le llaman paquete, pero por aquel entonces, simplemente, se le llamaba «malo». No era mi caso pero a resultas me hubiera interesado dado que no había pasado un cuarto de hora y ya había desaparecido de aquel caos deportivo. La misma uniformidad y una estatura parecida favorecían mi deserción. Que fuéramos veinte contra veintiuno era otro factor a tener en cuenta para que ninguna línea del terreno quedara enflaquecida por mi ausencia y nadie me echara en falta; sobre todo, don Braulio, quien con aquellos largos bigotes rubios apenas dejaba ver el silbato que siempre apretaba en su boca y que, constantemente, hacía sonar para advertirnos que el malo también jugaba y había que pasarle el balón. Aunque era fácil perderse de clase salir del colegio suponía recorrer un laberinto de pasillos hasta dar con la puerta que franqueara el avance hasta la siguiente y, por fin, ganar la calle. Por entonces no existían los vigilantes de pasillo pero sí jefes de estudios de anárquicos horarios y zapatos de goma que parecían flotar entre las aulas y nombrarte con todos tus apellidos con solo verte la nuca si te sorprendían fuera de clase. En ese caso aprendí que era inútil excusarse con invenciones sobre dolencias sobrevenidas, muertes repentinas de familiares lejanos o cualquier circunstancia sobrenatural luminosa que estuviera dirigiendo mis pasos en contra de mi voluntad. Éramos 1.200 alumnos y los jefes de estudio llevaban más de una década escuchando todo tipo de alegatos cuando un alumno era sorprendido en un lugar que no le correspondía. Mi veteranía en el escaqueo no era sinónimo de éxito pues la improvisación formaba parte del laberinto de corredores. Era otoño y las ráfagas de viento, a parte de inundar de hojas el patio, cimbreaban los ventanales de las aulas logrando que el alumnado se distrajera con cierto temor a que los vidrios cedieran sobre sus cabezas. Yo, en esos momentos, circulaba agachado para evitar que mi coronilla fuera vista como un mapache recorriendo los marcos de las otras ventanas, las que daban al largo pasillo. Recorrerlo tenía su riesgo, más de quince aulas por planta daban a estos corredores, bastaba que de una de sus puertas un profesor saliera para descubrirme como un cuervo en un lago salado. Sin embargo, aun dolorido por transitarlo postrado, gané la esquina donde me detuve para enderezarme sin que la sonrisa del canalla dejara de estirarse en mi cara. No había terminado de recomponer mi espalda del todo cuando advertí unas suelas de goma frente a las mías. Un cuarenta y cinco, calculé. Demasiado calco para que coincidiera con otro asiduo a los novillos buscando la misma salida. Alcé la vista y los pantalones de tergal, de un gris uralita, ya confirmaban una edad que triplicaba la mía. Las manos rechonchas se asomaban por las mangas de un jersey poblado de pelotillas. Se unían sobre el prominente vientre y los pulgares giraban sin tropezarse y sin cesar. La papada, el mentón arrugado, la nariz bulbosa, las gafas de montura dorada y una calva reluciente como una aurora describían al azote de los novilleros. Y bien, dijo en su habitual preámbulo de cazador. ¿Cómo lo hace? Me atreví a preguntarle, asombrado por su capacidad para sorprenderme sin ni siquiera advertirlo. Él sonrió y acto seguido me hizo una propuesta: Si le daba una razón convincente que justificara mi presencia allí, no solo me respondería sino que, además, me dejaría marchar. No tenía fama de bromista y por esa razón miré a la profundidad de sus ojos buscando intuir nuevas consecuencias al ofrecimiento. Pero no encontré otro brillo que el de la seguridad de quien recita sus palabras con el aplomo de un apóstol. Es por amor, respondí mientras sentía que mi sonrojo llameaba como la soga del gimnasio mis manos. Había oído hablar del estoicismo del jefe de estudios sin embargo percibí un resquicio en su imperturbable semblante que retiró en cuanto me dio la espalda para que le siguiera a su despacho. Sillón para él, silla para mí. Un crucifijo en la pared, escritorio en medio, un teléfono, mi ficha y un listín abierto con el número de casa de mis padres. Auricular en la mano y el índice de la otra alojado en el nueve de la ruleta. ¿Enamorado?, preguntó y detuvo sus movimientos. Eso creo, respondí. Él dejó el auricular y se recostó sobre el respaldo dando a entender que un margen de crédito me concedía. Sus dedos pulgares volvieron a girar como en un planetario. Nunca antes había hablado de ella con nadie y sin embargo una vez que empecé a contar mis desvelos no paré. Comencé diciéndole que la conocí de casualidad, volviendo un día del médico acompañado de mi madre. Su colegio, uno de monjas, finalizaba la jornada media hora antes que el nuestro. En ese momento mi madre y yo lo bordeábamos. Andaba algo cabizbajo a causa de la fiebre y apenas levantaba la mirada para evitar encontronazos. Sin darnos cuenta nos vimos envueltos en una corriente de cientos de niñas de faldas tableadas y jerséis verde ciénaga que salían con la prisa propia de la juventud. Superada esa primera tromba llegamos frente a la verja de la entrada principal donde mi madre reconoció a una vieja amiga a la que abordó con efusiva entrega. Nadie me libraría de ser espectador primero de una conversación basada en lo estupenda que te veo; luego, ser centro de piropos y de parecidos razonables, para, al instante, ser olvidado; pero antes, antes de llegar a la parte de quedar otro día para un café, la vi. Formaba parte de un grupo que se reunía a caballo entre una escalinata y el patio de entrada. Al igual que el resto vestía de uniforme, sin embargo, una media, la izquierda, se arrugaba por encima del tobillo. Nada más especial podría decirse de ella salvo que me miraba, me miraba con fijeza para acto seguido retirar sus ojos a la conversación del grupo y nuevamente mirarme. Escuché la palabra café y a la infusión le siguió una colleja. La reunión de viejas amigas había terminado y mi madre había olvidado mis dolencias. Se dio cuenta del exceso para apremiarme pero algo comentó sobre mi embobamiento repentino sin todavía haber ingerido medicina alguna. Lo cierto es que casi me llevó a rastras y fue el muro del colegio lo que acabó logrando que nuestras miradas se desconectaran. La chica de la media caída desde entonces pobló todas mis ensoñaciones. Nuestros horarios eran incompatibles y para cuando llegaba a su colegio la verja cerraba a un par de monjas que escobaban el patio de restos de meriendas. Duchas de agua fría y ventanas abiertas al dormir no trajeron a mi salud un nuevo resfriado que me llevara al mismo recorrido a las mismas horas, al contrario, parecía que lejos de enfermar mi vigor aumentaba, por eso comencé a creer que salvo por unos leves cosquilleos en el estómago, aquellas sensaciones entre ahogos y flotabilidad, debían ser causa del amor. Así que decidí buscar otras formas de… Sabe que durante el horario lectivo es responsabilidad del centro todo lo que le ocurra, interrumpió el jefe de estudios. Y que de ninguna de las maneras puede abandonar las instalaciones sin la autorización de sus tutores, añadió. Reconocí sus observaciones asintiendo con la cabeza. Luego, me acompañó al gimnasio, departió con don Braulio, ambos me miraron y cada uno se dirigió a sus cometidos. Al rato, sonó el silbato; al malo se lo llevaron entre varios a un rincón. Visto su tobillo parecía que el balón se hubiera instalado en su articulación. Entre lamentos y protestas don Braulio dio por finalizada la clase.
         A la semana siguiente el colegio había organizado una excursión al nacimiento de un río. Varios autobuses repletos de alumnos de otros cursos se adelantaban sobre el nuestro serpenteando las curvas que nos acercaban al valle donde brotaba. Para cuando llegamos a un recodo, vimos que en la explanada se concentraban más autocares de los que nos precedían. Descendimos y una vez recogidas nuestras mochilas nos agrupamos por cursos. El cielo, encapotado, amenazaba con descargar todo su gris presagio. Antes de iniciar la marcha pude distinguir al jefe de estudios en compañía de una señora que calzaba unas robustas botas y sumergía sus perneras en unos gruesos calcetines de lana. Ambos se acercaron hacia nuestro grupo, pero el se adelantó y me llamó a parte. El viento, el aire, las corrientes, me dijo. Al abrirse cada puerta de los largos pasillos, las que quedan más alejadas tiemblan. Si es un aula la que se abre se escucha el bullicio de los alumnos pero si es la de una planta, o es un hermano de la congregación o, en cambio, es un holgazán que busca en la calle una escuela sin normas. ¿Por qué me cuenta su secreto ahora?, le pregunté. Me diste una razón y me convenciste, respondió. Pero no me dejó marchar, repuse con cierto reproche resentido por el engaño. Estoy seguro de que aprobarás mi decisión si me permites presentarte a mi acompañante, apostilló, y con un gesto de su mano animó a que se acercara la mujer de las botas. No hizo falta que me anunciara pues de inmediato supe de quien se trataba a pesar de no llevar el hábito. A su espalda, en un segundo plano, pude ver cómo descendían aquellas mismas niñas que habían cambiado su jersey verde ciénaga por trencas perfectas para el paseo. Cierto temor recorrió mi cuerpo pues eran pantalones la prenda obligada y aquel calcetín arrugado era el comienzo de mis pesquisas para dar con ella. A pesar de la algarabía, que los diestros monitores trataban de enderezar, como si el cielo se abriera por dos resquicios, pude verla y ella a mí. Ignoro por qué el instinto me llevó a fijarme un instante en el jefe de estudios y en sor Ángela, que más tarde supe que ese era su nombre. Ambos sonreían como si mi dicha, la nuestra, fuera la suya. Entonces comprendí que todo aquello era una excusa, un montaje para nuestro encuentro, un secreto orquestado, una idea feliz que a nadie molestaría si se descubriera su encanto. Desde aquel momento, cuando compruebo que a mi alrededor algo inesperado congrega a tanta gente pienso que hay dos personas destinadas a encontrarse y que el resto somos comparsa para vestirla de casualidad.
Tras largos años de noviazgo llegó el día de nuestra boda. Invitamos solo a familiares y amigos muy allegados, y por supuesto, a dos ancianos. Él, muy enfermo, esperamos a que se recuperara para que pudiera estar presente. Sor Ángela se brindó a empujarle la silla. Llegado el momento de las felicitaciones nos acercamos a mi viejo jefe de estudios. Gracias por venir, les dije, era necesaria vuestra presencia. Ella sonrió con los ojos humedecidos pero él me indicó que me acercara pues su voz flaqueaba. Dale las gracias al viento, dijo, y al aire, y a las corrientes pero sobre todo dale las gracias a la verdad, tu corazón fue el que nos ayudó a conspirar aquella osadía. Acto seguido me pidió las manos, las unió a las suyas y terminó diciéndome: tú lograste que mis pulgares dejaran de girar. 

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