Martes y jueves, durante el sexto curso, a última hora,
teníamos gimnasia. A pesar de los muchos años transcurridos jamás podría
olvidar aquel horario y ese chándal que con el primer lavado perdió por el
desagüe la mitad de las letras de la congregación. Los nuevos sistemas
educativos la denominaron educación física pero yo la recuerdo como esas horas
de la semana donde aprendí lo que era un cuadro sueco sin pensar en un museo y
como la aspereza de una soga podía arder en las manos tal que una incandescencia.
Sin embargo, en las escasas ocasiones en que se nos dispensaba de las tediosas
tablas atléticas y un balón nos era entregado, como pirañas en un barreño
atacábamos el esférico sin siquiera organizar porterías y equipos. Conforme la
algazara disminuía, dado el desmán, los mejores se erigían capitanes. Uno de
ellos se hacía con el balón bajo el brazo y retaba al otro a un duelo de pasos
enfrentados para poder elegir primero al resto de los que allí nos apiñábamos.
Conocido el vencedor no eran pocos los que levantaban el dedo acompañándolo con
un «a mí» reiterado. Algunos, al ser seleccionados, brincaban y se prodigaban
en abrazos bruscos, sin correspondencia, por ser elegidos junto a su mejor
colega o al mejor jugador. Ambos
capitanes buscaban equilibrar los equipos pero siempre había uno, el último, a
quien nadie quería ni aunque formara número. Hoy en día a ese desdichado, que
mostraba una mueca de gatito subido a una rama, le llaman paquete, pero por
aquel entonces, simplemente, se le llamaba «malo». No era mi caso pero a
resultas me hubiera interesado dado que no había pasado un cuarto de hora y ya había
desaparecido de aquel caos deportivo. La misma uniformidad y una estatura
parecida favorecían mi deserción. Que fuéramos veinte contra veintiuno era otro
factor a tener en cuenta para que ninguna línea del terreno quedara
enflaquecida por mi ausencia y nadie me echara en falta; sobre todo, don
Braulio, quien con aquellos largos bigotes rubios apenas dejaba ver el silbato
que siempre apretaba en su boca y que, constantemente, hacía sonar para
advertirnos que el malo también jugaba y había que pasarle el balón. Aunque era
fácil perderse de clase salir del colegio suponía recorrer un laberinto de
pasillos hasta dar con la puerta que franqueara el avance hasta la siguiente y,
por fin, ganar la calle. Por entonces no existían los vigilantes de pasillo
pero sí jefes de estudios de anárquicos horarios y zapatos de goma que parecían
flotar entre las aulas y nombrarte con todos tus apellidos con solo verte la
nuca si te sorprendían fuera de clase. En ese caso aprendí que era inútil
excusarse con invenciones sobre dolencias sobrevenidas, muertes repentinas de
familiares lejanos o cualquier circunstancia sobrenatural luminosa que
estuviera dirigiendo mis pasos en contra de mi voluntad. Éramos 1.200 alumnos y
los jefes de estudio llevaban más de una década escuchando todo tipo de
alegatos cuando un alumno era sorprendido en un lugar que no le correspondía.
Mi veteranía en el escaqueo no era sinónimo de éxito pues la improvisación
formaba parte del laberinto de corredores. Era otoño y las ráfagas de viento, a
parte de inundar de hojas el patio, cimbreaban los ventanales de las aulas
logrando que el alumnado se distrajera con cierto temor a que los vidrios
cedieran sobre sus cabezas. Yo, en esos momentos, circulaba agachado para
evitar que mi coronilla fuera vista como un mapache recorriendo los marcos de
las otras ventanas, las que daban al largo pasillo. Recorrerlo tenía su riesgo,
más de quince aulas por planta daban a estos corredores, bastaba que de una de
sus puertas un profesor saliera para descubrirme como un cuervo en un lago
salado. Sin embargo, aun dolorido por transitarlo postrado, gané la esquina
donde me detuve para enderezarme sin que la sonrisa del canalla dejara de
estirarse en mi cara. No había terminado de recomponer mi espalda del todo
cuando advertí unas suelas de goma frente a las mías. Un cuarenta y cinco,
calculé. Demasiado calco para que coincidiera con otro asiduo a los novillos
buscando la misma salida. Alcé la vista y los pantalones de tergal, de un gris uralita,
ya confirmaban una edad que triplicaba la mía. Las manos rechonchas se asomaban
por las mangas de un jersey poblado de pelotillas. Se unían sobre el prominente
vientre y los pulgares giraban sin tropezarse y sin cesar. La papada, el mentón
arrugado, la nariz bulbosa, las gafas de montura dorada y una calva reluciente
como una aurora describían al azote de los novilleros. Y bien, dijo en su
habitual preámbulo de cazador. ¿Cómo lo hace? Me atreví a preguntarle,
asombrado por su capacidad para sorprenderme sin ni siquiera advertirlo. Él
sonrió y acto seguido me hizo una propuesta: Si le daba una razón convincente
que justificara mi presencia allí, no solo me respondería sino que, además, me
dejaría marchar. No tenía fama de bromista y por esa razón miré a la
profundidad de sus ojos buscando intuir nuevas consecuencias al ofrecimiento.
Pero no encontré otro brillo que el de la seguridad de quien recita sus
palabras con el aplomo de un apóstol. Es por amor, respondí mientras sentía que
mi sonrojo llameaba como la soga del gimnasio mis manos. Había oído hablar del
estoicismo del jefe de estudios sin embargo percibí un resquicio en su
imperturbable semblante que retiró en cuanto me dio la espalda para que le
siguiera a su despacho. Sillón para él, silla para mí. Un crucifijo en la
pared, escritorio en medio, un teléfono, mi ficha y un listín abierto con el
número de casa de mis padres. Auricular en la mano y el índice de la otra
alojado en el nueve de la ruleta. ¿Enamorado?, preguntó y detuvo sus
movimientos. Eso creo, respondí. Él dejó el auricular y se recostó sobre el
respaldo dando a entender que un margen de crédito me concedía. Sus dedos
pulgares volvieron a girar como en un planetario. Nunca antes había hablado de
ella con nadie y sin embargo una vez que empecé a contar mis desvelos no paré.
Comencé diciéndole que la conocí de casualidad, volviendo un día del médico
acompañado de mi madre. Su colegio, uno de monjas, finalizaba la jornada media
hora antes que el nuestro. En ese momento mi madre y yo lo bordeábamos. Andaba
algo cabizbajo a causa de la fiebre y apenas levantaba la mirada para evitar
encontronazos. Sin darnos cuenta nos vimos envueltos en una corriente de cientos
de niñas de faldas tableadas y jerséis verde ciénaga que salían con la prisa
propia de la juventud. Superada esa primera tromba llegamos frente a la verja
de la entrada principal donde mi madre reconoció a una vieja amiga a la que
abordó con efusiva entrega. Nadie me libraría de ser espectador primero de una
conversación basada en lo estupenda que te veo; luego, ser centro de piropos y
de parecidos razonables, para, al instante, ser olvidado; pero antes, antes de
llegar a la parte de quedar otro día para un café, la vi. Formaba parte de un
grupo que se reunía a caballo entre una escalinata y el patio de entrada. Al
igual que el resto vestía de uniforme, sin embargo, una media, la izquierda, se
arrugaba por encima del tobillo. Nada más especial podría decirse de ella salvo
que me miraba, me miraba con fijeza para acto seguido retirar sus ojos a la
conversación del grupo y nuevamente mirarme. Escuché la palabra café y a la
infusión le siguió una colleja. La reunión de viejas amigas había terminado y
mi madre había olvidado mis dolencias. Se dio cuenta del exceso para apremiarme
pero algo comentó sobre mi embobamiento repentino sin todavía haber ingerido
medicina alguna. Lo cierto es que casi me llevó a rastras y fue el muro del
colegio lo que acabó logrando que nuestras miradas se desconectaran. La chica
de la media caída desde entonces pobló todas mis ensoñaciones. Nuestros
horarios eran incompatibles y para cuando llegaba a su colegio la verja cerraba
a un par de monjas que escobaban el patio de restos de meriendas. Duchas de
agua fría y ventanas abiertas al dormir no trajeron a mi salud un nuevo
resfriado que me llevara al mismo recorrido a las mismas horas, al contrario,
parecía que lejos de enfermar mi vigor aumentaba, por eso comencé a creer que
salvo por unos leves cosquilleos en el estómago, aquellas sensaciones entre
ahogos y flotabilidad, debían ser causa del amor. Así que decidí buscar otras
formas de… Sabe que durante el horario lectivo es responsabilidad del centro
todo lo que le ocurra, interrumpió el jefe de estudios. Y que de ninguna de las
maneras puede abandonar las instalaciones sin la autorización de sus tutores,
añadió. Reconocí sus observaciones asintiendo con la cabeza. Luego, me acompañó
al gimnasio, departió con don Braulio, ambos me miraron y cada uno se dirigió a
sus cometidos. Al rato, sonó el silbato; al malo se lo llevaron entre varios a
un rincón. Visto su tobillo parecía que el balón se hubiera instalado en su
articulación. Entre lamentos y protestas don Braulio dio por finalizada la
clase.
A la semana
siguiente el colegio había organizado una excursión al nacimiento de un río.
Varios autobuses repletos de alumnos de otros cursos se adelantaban sobre el
nuestro serpenteando las curvas que nos acercaban al valle donde brotaba. Para
cuando llegamos a un recodo, vimos que en la explanada se concentraban más
autocares de los que nos precedían. Descendimos y una vez recogidas nuestras
mochilas nos agrupamos por cursos. El cielo, encapotado, amenazaba con
descargar todo su gris presagio. Antes de iniciar la marcha pude distinguir al
jefe de estudios en compañía de una señora que calzaba unas robustas botas y
sumergía sus perneras en unos gruesos calcetines de lana. Ambos se acercaron
hacia nuestro grupo, pero el se adelantó y me llamó a parte. El viento, el
aire, las corrientes, me dijo. Al abrirse cada puerta de los largos pasillos,
las que quedan más alejadas tiemblan. Si es un aula la que se abre se escucha
el bullicio de los alumnos pero si es la de una planta, o es un hermano de la
congregación o, en cambio, es un holgazán que busca en la calle una escuela sin
normas. ¿Por qué me cuenta su secreto ahora?, le pregunté. Me diste una razón y
me convenciste, respondió. Pero no me dejó marchar, repuse con cierto reproche
resentido por el engaño. Estoy seguro de que aprobarás mi decisión si me
permites presentarte a mi acompañante, apostilló, y con un gesto de su mano
animó a que se acercara la mujer de las botas. No hizo falta que me anunciara
pues de inmediato supe de quien se trataba a pesar de no llevar el hábito. A su
espalda, en un segundo plano, pude ver cómo descendían aquellas mismas
niñas que habían cambiado su jersey verde ciénaga por trencas perfectas para el
paseo. Cierto temor recorrió mi cuerpo pues eran pantalones la prenda obligada
y aquel calcetín arrugado era el comienzo de mis pesquisas para dar con ella. A
pesar de la algarabía, que los diestros monitores trataban de enderezar, como
si el cielo se abriera por dos resquicios, pude verla y ella a mí. Ignoro por
qué el instinto me llevó a fijarme un instante en el jefe de estudios y en sor
Ángela, que más tarde supe que ese era su nombre. Ambos sonreían como si mi
dicha, la nuestra, fuera la suya. Entonces comprendí que todo aquello era una
excusa, un montaje para nuestro encuentro, un secreto orquestado, una idea
feliz que a nadie molestaría si se descubriera su encanto. Desde aquel momento,
cuando compruebo que a mi alrededor algo inesperado congrega a tanta gente
pienso que hay dos personas destinadas a encontrarse y que el resto somos
comparsa para vestirla de casualidad.
Tras largos años de noviazgo llegó
el día de nuestra boda. Invitamos solo a familiares y amigos muy allegados, y por
supuesto, a dos ancianos. Él, muy enfermo, esperamos a que se recuperara para
que pudiera estar presente. Sor Ángela se brindó a empujarle la silla. Llegado
el momento de las felicitaciones nos acercamos a mi viejo jefe de estudios.
Gracias por venir, les dije, era necesaria vuestra presencia. Ella sonrió con
los ojos humedecidos pero él me indicó que me acercara pues su voz flaqueaba.
Dale las gracias al viento, dijo, y al aire, y a las corrientes pero sobre todo
dale las gracias a la verdad, tu corazón fue el que nos ayudó a conspirar
aquella osadía. Acto seguido me pidió las manos, las unió a las suyas y terminó
diciéndome: tú lograste que mis pulgares dejaran de girar.
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