jueves, 29 de noviembre de 2012

Silbidos de vapor


         Necesitaba un chófer servil, discreto, de esos que nunca preguntan ni tampoco espían por el espejo las vidas postradas más allá de su respaldo. Al mismo tiempo necesitaba que también asumiera su desempeño algo alejado del volante, como un eventual recadero. Pero la pereza de llevar a cabo una selección, o malgastar mi ya de por sí cansada vista en leer las grandilocuencias de cientos de aspirantes, me llevaron a tirar por la calle de en medio. Fue la forma con la que di con Eugenio. En el proceso invertí apenas cien euros que me dirigieron a las cuatro esquinas del centro de Madrid donde se acumulaban las mayores concentraciones de taxistas. Mi paso de anciano era ideal para poner la oreja en las conversaciones que se sucedían junto al aparcamiento. Vestimenta, higiene, modales, estado de sus coches; Eugenio conducía un vehículo sencillo tan impecable como su manicura. Monté en su taxi en dos ocasiones y en ninguna de las dos charlé, pero elegí itinerarios donde el tráfico fuera un caos. A pesar de que en el exterior se desataba una contienda de ojos enrojecidos, de yugulares gruesas como hiedras rodeando gargantas repletas de insultos, Eugenio se deslizaba parsimonioso como un niño estrenando su triciclo en un aeropuerto de provincias. Anunciada mi oferta me discutió el horario pues cuidaba familia. Pero estrechamos las manos en cuanto le añadí una enfermera por mi cuenta y una residencia si fuera menester.
No siempre fui rico, de hecho, más de media vida me tacharon de miserable las putas con las que litigué favores. Tiempos en los que anduve rebotando entre oficios de poco lustre hasta que la fortuna me sonrió cuando, caminando por los arcenes que me devolvían a la vetusta pensión que me acogía, presencié un accidente de tráfico que espantó a un pulgoso habitual compañía en mi recorrido. El fuego hizo imposible el rescate de los adultos pero al niño pude sacarlo. La primera noche de quemaduras compartimos vendas y cuidados, y también la visita de un viejo de bigotes canos que vino a soltar unas lágrimas y dedicó una caricia a la frente del niño antes de desaparecer. Quince días más tarde, perdido el trabajo, regresaba de nuevo por el triste arcén y encontré junto al cerco dejado por el fuego un espléndido ramo de flores al pie de una cruz de forja. Aun sin ser creyente, por cierta simpatía con el chico, me santigüé. No había terminado mi dedo su recorrido cristiano cuando un coche se detuvo a mi espalda. Las lunas tintadas le daban al oscuro vehículo el aspecto de un enorme botín de flamenco. Una de ellas descendió lo suficiente para poder distinguir el semblante del anciano de bigotes canos. No rechacé la invitación de su asiento ni tampoco el trabajo de jardinero que me ofreció en su mansión a caballo entre castillo y palacio. Dejé mi espalda en los setos de sus cien jardines y mi desdicha desapareció tan rápido como la humedad del campo se aferró a mis huesos a lo largo de los años. A su muerte, el albacea me citó junto a un joven cuyo cabello crecía entre cicatrices de viejas quemaduras y obligaban a su mentón a alzarse con una altivez que no pretendía. No me atreví a preguntarle por su desgracia pues de su expresión se deducía el martirio que aquellas marcas le habían supuesto. Quizá fuera su salvador, y eso debió pensar el viejo, pero quizá para el joven fui quien le rescató para entregarlo a una vida de tormentos. Así, el silencio se instaló entre nosotros y ni una sola mirada nos cruzamos, ni siquiera cuando fuimos declarados herederos universales a partes iguales de una fabulosa fortuna. Cuando me quedé a solas con el testamentario supe que el viejo de bigotes canos, a causa de una mala maniobra, originó el accidente que malogró la vida de una joven pareja y marcó para siempre la del huérfano que acaba de abandonar el despacho como quien recibe una esquela.
Vendí todos los ladrillos que me fueron dados y me dediqué a recorrer, con la ayuda de Eugenio, los lugares donde por algún tiempo mis manos trabajaron por cuatro monedas. Doné buenos pellizcos a quienes recordé que me arroparon y dieron cobijo por aquel entonces, y engalané las tumbas de aquellos otros a los que mi visita les llegó tarde. Y en ese recorrido a la inversa acabé en mi barrio. Adquirí la vivienda que fuera de mis padres, ordené retirar todo objeto que señalé profano y rogué soledad a Eugenio para recorrer los rincones con la pausa absurda del que busca un efluvio del pasado. Pretendía evocar mi infancia y a la semana siguiente, con el silencio contenido en la mañana de los domingos puse una olla de válvula en el fogón y me dispuse a escucharla soplar tendido en el suelo del que fuera mi cuarto. La ventana daba a un patio de cuerdas y pinzas, y la luz era la misma, al igual que los rodapiés donde incidía. En esa posición, con la cabeza acolchada por la alfombra, la imagen que el techo mostraba era idéntica a la que fantasee, sesenta años atrás, cuando imaginaba caminar entre lámparas y sorteaba los marcos para poder llegar al salón y de ahí, a la cocina. Sendas lágrimas recorrieron el trayecto más corto hacia mis sienes, surgieron justo unos segundos después de escuchar los primeros giros de la válvula. Al poco, grité en un ahogo y nombré a mi madre; la llamé como un niño perdido que abraza al vacío; pero antes de romper a llorar, esperé por si la magia de las paredes me devolvía el eco de sus pasos, acercándose, con los silbidos del vapor de fondo. 

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