viernes, 28 de diciembre de 2012

El patrimonio de los decentes


            Nuestro plan era tan ambicioso como querer coronar cualquier cumbre del Himalaya con un cortaúñas por piolet. Sin embargo, la esperanza tendió escalas en nuestras paredes de hielo cuando el azar nos llevó a conocer los métodos impartidos en las viejas granjas de espías de Siberia.
Los rusos se convencieron muy pronto de que su grandeza tenía un mayor enemigo: el resto del planeta. En ese orden, y sin descuidar a los agentes que ya servían en sus embajadas, del mismo modo que en las escuelas se hacían cribas de futuros deportistas de élite, ajedrecistas o astronautas, el KGB seleccionó niños que cumplieran un perfil concreto para, tras ser sometidos a un exigente periodo de pruebas, sustraerlos de su entorno y enviar, a los mejores, a la Кирил ферма (La granja Kiril). Tuvimos constancia de que, al menos, tres, dos varones y una hembra, al cabo de veinte años, surgieron de sus aulas para confundirse en las naciones que se les asignara como si fueran uno más de sus nativos. Expertos en idiomas, manejaban inflexiones, acentos y jergas como si hubieran nacido en los barrios más castizos de la capital establecida. Su pasado de invención abarcaba desde guarderías nunca pisadas, excursiones juveniles jamás realizadas, vínculos a familias ya fallecidas, álbumes fotográficos adulterados y diplomaturas falseadas. Valery, caucásico, el más psicópata, fue enviado a los EEUU y trabajaba de comercial en una empresa de Ohio dedicada a la climatización. Talant, de rasgos orientales y suma inteligencia, dirigía una imprenta en Korea del Sur. Evguenia Mobate, experta en redes, fue nuestra gran suerte o quizá debería señalar que el vínculo surgido entre ella y nuestro querido Markel se tradujo en la mejor de las lealtades. De piel negra como una noche de galernas, Evguenia fue introducida como azafata en una línea aérea de Qatar. Un vuelo les llevó a coincidir y el enorme atractivo de Markel hizo el resto. Aliada para nuestra causa por amor, tuvimos que darle toda la cobertura a nuestro alcance para que, a modo de trueque, ella nos ilustrara mientras la manteníamos a salvo de la alargada sombra del servicio secreto ruso.
         Los consejos de Evguenia fueron aceptados por nuestra organización. Muchos de nuestros venerables no verían el resultado pero se convencieron de que el método, aunque lento, resultaría tan efectivo como fatal. Queríamos cambiar el orden mundial, acabar con quienes durante la última mitad del siglo se habían servido de la humanidad para mantenerse en el poder y seguir enriqueciéndose sin importarles las consecuencias tan nefastas para los más desprotegidos. Así, imitando los métodos rusos, formamos a jóvenes con el fin de infiltrarlos en estamentos y corporaciones concretas. Markel y Evguenia también participaron, y el hermoso mulato que surgió de su amor fue quien llegó más lejos. ¿Pero cómo lograríamos acabar con aquella élite, tan protegida y repartida por todo el planeta, y de un solo golpe? La respuesta la teníamos, el cuándo, también: la nochevieja del año 2012.
         Dos días antes de la gran noche, Mario Tormes terminaba su jornada y regresaba a su apartamento en la localidad de Epernay, en el departamento francés de Marne. Recogió una pequeña maleta, revisó su pasaporte y a un kilómetro del aeropuerto de Vatry quemó el coche que había robado. Dos horas después volaba rumbo a Oporto. A unos cinco mil kilómetros de Mario, Amir Majid oprimía el claxon por las abarrotadas calles de Bandar Anzali. Para un pescador abandonar Irán por el Caspio le evitaba las alambradas y un subfusil apuntando a su trasero, pero en las nuevas orillas la incertidumbre sería su compañera, y, reconocido como hostil, el precio de una bala iba ser el único coste de su despacho. Aún así, puso proa al norte dejando como único rastro una estela y una habitación desordenada. A esas horas, Adolf Mankel empezaba su turno en una fábrica de componentes para automoción sita en la localidad alemana de Zwickau, en el estado federado de Sajonia. Al día siguiente se marchaba de vacaciones a Mallorca y presumió de su suerte entre sus compañeros. Lo cierto es que su todoterreno cargaba equipaje, víveres y combustible suficiente, en un depósito extra, para no detenerse hasta llegar a Portugal. En el otro extremo del orbe, en la ciudad china de Shenzhen, la joven Xiaoyan Wei, se descalzaba antes de lanzarse al vacío desde la azotea de la planta donde trabajaba. El plan estaba en marcha y tan solo restaba que los componentes se unieran para que la reacción esperada se produjese.
         En la mañana del uno de enero de 2013, por primera vez en muchas décadas, pudieron verse asientos vacíos en el concierto de año nuevo interpretado por la Filarmónica de Viena. Algunos de los más notables y esperados asistentes no acudieron a la cita. Era el acto elitista más madrugador y el primero en desvelar que algo extraño estaba ocurriendo. No tardaron en llegar a las agencias noticias de ciertas indisposiciones de un número elevado de líderes mundiales de la banca, la energía, la industria y la política que no comparecían a los actos programados. A media tarde, se filtró el fallecimiento de algunos de ellos. Cerca de la medianoche se confirmaron nuevas bajas. Las llamadas de urgencia realizadas entre los miembros del Club Bilderberg pusieron nuevas voces al otro lado de las líneas. Secretarías compungidas confesaban luctuosas la defunción de sus jefes y describían el pánico reinante pues también familiares y allegados habían corrido la misma suerte. Al día siguiente, el balance de víctimas dejó un resultado impensable. La práctica totalidad de congresistas, diputados, senadores y cargos electos de los países del primer mundo colmaban las neveras de los forenses. Directores ejecutivos de multinacionales eran velados en sus domicilios. Familias enteras de banqueros eran amortajados por sus sirvientes. Y mientras el planeta se cuestionaba su orfandad de líderes, fue internet el medio elegido por nuestra organización para enviar la advertencia a aquellos que, aún perteneciendo a esa casta deshumanizada, habían logrado sobrevivir. Y para que nuestro discurso fuese admitido y nuestra responsabilidad reconocida, revelamos nuestro método de aniquilación. La imbecilidad, los clichés, las recurrentes formas de ostentación eran repetidas e imitadas tanto entre los trajeados de Armani y sábanas de seda como entre los mafiosos de camisetas de tirantes y salsa boloñesa en sus bigotes. Todos coincidían en degustar los productos más exquisitos, en beber los espumosos más caros, en viajar en blindados y depositar sus dedos en las pantallas táctiles de moda. Autores y cómplices, acólitos y bufones, correveidiles y lacayos; aquellos que también degustaron o acompañaron a sus indecentes amos en los brindis o en el empacho, acabaron de igual modo: envenenados. Cierto que algunos inocentes que pasaron de refilón por aquellos modos de vida fueron víctimas colaterales. Como en toda guerra, en ocasiones, balas perdidas se llevan almas que nunca fueron su objeto. La purga estaba hecha, ahora rezábamos por los inocentes y porque el mensaje hubiera calado. La impunidad, por fin, era patrimonio de los decentes. 

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