jueves, 20 de diciembre de 2012

La muerta del presente


         El informe de científica confirmaba la identidad. Las huellas encontradas por toda la habitación y en el arma del crimen pertenecían a Dionisia Méndez, una maestra jubilada que tuvo sus más y sus menos con la justicia en los tiempos de Mr. Marshall. Incluso el informe de la muestra de ADN hallada en el cuello de la víctima, Dolores Carmesí, comparada con un mechón prendido de una astilla, confirmaba la identidad. Hubiera sido un caso fácil de resolver si al dirigirnos en busca de la señorita Méndez no la hubiéramos encontrado en el cementerio. El juez de instrucción ordenó la exhumación. Si nuestra extrañeza ya era mayúscula, nuestra perplejidad se tornó paralizante cuando dentro de la caja encontramos toda una biblioteca ocupando el espacio donde esperábamos a la malograda anciana. La lápida databa el deceso treinta años atrás, por lo que sumados a su partida de nacimiento nos encontramos con que la presunta homicida era centenaria. Con aquellos datos decidí dar un rodeo antes de regresar a mi despacho. Previamente, había ordenado que nos remitieran los libros a la dependencia. Creo que ni cuando compartí piojos en la escuela recuerdo haberme rascado tanto la cabeza. Nada tenía sentido y en cada avance la fantasía parecía rodear aquel extraño asesinato. Harto de ver a mi compañero encogerse de hombros como si viviera en un permanente escalofrío, dadas la horas, opté por irme a contemplar las sombras del techo de mi cuarto. Hay gente que lee libros para que el sueño le sorprenda, yo le daba al bourbon. La somnolencia no tardaba en llegar y con ella mi cabeza parecía ordenarse a mis espaldas, puesto que a la mañana siguiente, con cuidado de no calzarme la botella vacía, sentí el tufo de la corazonada. No tardé más de media hora en presentarme ante la montonera de libros arrinconados en un cuartucho de la comisaría. El tiempo y la humedad habían corrompido los volúmenes pero con algo de cuidado aún se podían extraer restos legibles. Nos llevó toda la jornada tratar de ordenar aquellas maltratadas reliquias, pero ya a media tarde reconocimos estar perdiendo el tiempo. Aburrido de aquel trabajo bibliotecario aquella noche no concilié el sueño. Ni siquiera tenía ganas de mi mágico jarabe. El olor rancio del papel enmohecido se había colado hasta mi garganta y todo me sabía a la lluvia empolvada que levantan los camiones. A la mañana siguiente, con unas ojeras como los faldones de una levita apoyé mi sopor entre los expedientes que me atrincheraban en el escritorio. No tuve tiempo de acomodar mi fatiga pues mi nombre fue gritado desde el despacho del fondo. Reunión con el jefe, añadió el voceras. El comisario escuchó atento mis consideraciones sobre lo investigado hasta el momento; luego, con un gesto de su mano, señaló un cenicero de su mesa. Lo comparó con un ovni esperando a que admitiera el parecido. Mi arrugada frente pareció animarle en lo absurdo y me presentó al perchero como si fuera un erguido calamar. Entonces comprendí que debía salir del despacho sin abrir la boca, pero en la puerta me detuvo y me informó que el horario para asuntos paranormales no se había establecido, pero que en la próxima quema de droga miraría el viento para que las nubes no pasaran por mi barrio. «Céntrese» me dijo por dos veces antes de señalarme la puerta. Cuando regresé para desplomarme en mi silla encontré a mi compañero sentado con la sonrisa más tonta que alguien, que se supone ha superado una oposición, sería incapaz de esgrimir. ¿Qué tienes? Le pregunté. Y extendió sobre la mesa un libro infantil, escolar, delgado, con las pastas deshechas y sus hojas unidas como obleas de hojaldre. Sin embargo, el libro contenía una dedicatoria que se había mantenido intacta en su centro cercada por la humedad como los fotogramas finales del cine mudo. Tras leerla supe que mi sonrisa debía estar estirándose con la misma mueca imbécil de mi subordinado. Debíamos parecer un par de flipados hartos de marihuana pues no había ceja que no se arqueara en el trajín de detectives que bordeó nuestra mesa. Habíamos resuelto el caso y estirábamos nuestro tirantes con los pulgares como agentes de bolsa con la ciudad a sus pies.
         En mis treinta y siete años de sabueso nunca había presenciado un entierro como al que asistí al día siguiente. A falta de marmolista, el enterrador tiró de martillo y destornillador y esculpió sin ningún esmero la nueva fecha en la vieja tumba de Dionisia Méndez. Tan extraño como un diploma con tachaduras, la losa presentaba el mismo aspecto que la conclusión oficial firmada en nuestras diligencias: el giro inverosímil. Mientras observaba cómo el mismo ataúd que sirvió de baúl se llevaba, por fin, los restos de la Méndez, medité en la torpeza con que habíamos llevado la investigación. Dolores Carmesí había muerto y también su asesina, ambas el mismo día, puesto que eran la misma persona. Nunca descubrimos qué llevo a Dionisia Méndez a simular su fallecimiento ni por qué acabó suicidándose como si fuera un homicidio. Tampoco tenía importancia. Con el tiempo transcurrido cualquiera que hubiera sido su falta habría prescrito. Nuestro error fue dar por supuesta la identidad del cadáver según refería su documentación y no comprobar sus huellas como obliga el procedimiento.
Desde entonces mi vida se ha vuelto más sana. Paseo todos los días, incluso de noche. Respiro el aire de la madrugada y ya no bebo bourbon para conciliar el sueño. No hay jornada que no acabe rendido. La única pega son los zapatos nuevos y el uniforme, que me tira de la sisa.

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