El informe de
científica confirmaba la identidad. Las huellas encontradas por toda la
habitación y en el arma del crimen pertenecían a Dionisia Méndez, una maestra
jubilada que tuvo sus más y sus menos con la justicia en los tiempos de Mr.
Marshall. Incluso el informe de la muestra de ADN hallada en el cuello de la
víctima, Dolores Carmesí, comparada con un mechón prendido de una astilla,
confirmaba la identidad. Hubiera sido un caso fácil de resolver si al
dirigirnos en busca de la señorita Méndez no la hubiéramos encontrado en el
cementerio. El juez de instrucción ordenó la exhumación. Si nuestra extrañeza
ya era mayúscula, nuestra perplejidad se tornó paralizante cuando dentro de la
caja encontramos toda una biblioteca ocupando el espacio donde esperábamos a la
malograda anciana. La lápida databa el deceso treinta años atrás, por lo que
sumados a su partida de nacimiento nos encontramos con que la presunta homicida
era centenaria. Con aquellos datos decidí dar un rodeo antes de regresar a mi
despacho. Previamente, había ordenado que nos remitieran los libros a la
dependencia. Creo que ni cuando compartí piojos en la escuela recuerdo haberme
rascado tanto la cabeza. Nada tenía sentido y en cada avance la fantasía
parecía rodear aquel extraño asesinato. Harto de ver a mi compañero encogerse
de hombros como si viviera en un permanente escalofrío, dadas la horas, opté
por irme a contemplar las sombras del techo de mi cuarto. Hay gente que lee
libros para que el sueño le sorprenda, yo le daba al bourbon. La somnolencia no
tardaba en llegar y con ella mi cabeza parecía ordenarse a mis espaldas, puesto
que a la mañana siguiente, con cuidado de no calzarme la botella vacía, sentí
el tufo de la corazonada. No tardé más de media hora en presentarme ante la
montonera de libros arrinconados en un cuartucho de la comisaría. El tiempo y
la humedad habían corrompido los volúmenes pero con algo de cuidado aún se
podían extraer restos legibles. Nos llevó toda la jornada tratar de ordenar
aquellas maltratadas reliquias, pero ya a media tarde reconocimos estar
perdiendo el tiempo. Aburrido de aquel trabajo bibliotecario aquella noche no
concilié el sueño. Ni siquiera tenía ganas de mi mágico jarabe. El olor rancio
del papel enmohecido se había colado hasta mi garganta y todo me sabía a la
lluvia empolvada que levantan los camiones. A la mañana siguiente, con unas
ojeras como los faldones de una levita apoyé mi sopor entre los expedientes que
me atrincheraban en el escritorio. No tuve tiempo de acomodar mi fatiga pues mi
nombre fue gritado desde el despacho del fondo. Reunión con el jefe, añadió el
voceras. El comisario escuchó atento mis consideraciones sobre lo investigado
hasta el momento; luego, con un gesto de su mano, señaló un cenicero de su
mesa. Lo comparó con un ovni esperando a que admitiera el parecido. Mi arrugada
frente pareció animarle en lo absurdo y me presentó al perchero como si fuera
un erguido calamar. Entonces comprendí que debía salir del despacho sin abrir
la boca, pero en la puerta me detuvo y me informó que el horario para asuntos
paranormales no se había establecido, pero que en la próxima quema de droga
miraría el viento para que las nubes no pasaran por mi barrio. «Céntrese» me
dijo por dos veces antes de señalarme la puerta. Cuando regresé para desplomarme
en mi silla encontré a mi compañero sentado con la sonrisa más tonta que
alguien, que se supone ha superado una oposición, sería incapaz de esgrimir.
¿Qué tienes? Le pregunté. Y extendió sobre la mesa un libro infantil, escolar,
delgado, con las pastas deshechas y sus hojas unidas como obleas de hojaldre.
Sin embargo, el libro contenía una dedicatoria que se había mantenido intacta
en su centro cercada por la humedad como los fotogramas finales del cine mudo. Tras
leerla supe que mi sonrisa debía estar estirándose con la misma mueca imbécil
de mi subordinado. Debíamos parecer un par de flipados hartos de marihuana pues
no había ceja que no se arqueara en el trajín de detectives que bordeó nuestra
mesa. Habíamos resuelto el caso y estirábamos nuestro tirantes con los pulgares como agentes de bolsa con la ciudad a sus pies.
En mis treinta
y siete años de sabueso nunca había presenciado un entierro como al que asistí al
día siguiente. A falta de marmolista, el enterrador tiró de martillo y
destornillador y esculpió sin ningún esmero la nueva fecha en la vieja tumba de
Dionisia Méndez. Tan extraño como un diploma con tachaduras, la losa presentaba
el mismo aspecto que la conclusión oficial firmada en nuestras diligencias: el
giro inverosímil. Mientras observaba cómo el mismo ataúd que sirvió de baúl se llevaba, por fin, los restos de la Méndez, medité en la torpeza con
que habíamos llevado la investigación. Dolores Carmesí había muerto y también
su asesina, ambas el mismo día, puesto que eran la misma persona. Nunca
descubrimos qué llevo a Dionisia Méndez a simular su fallecimiento ni por qué
acabó suicidándose como si fuera un homicidio. Tampoco tenía importancia. Con el tiempo transcurrido
cualquiera que hubiera sido su falta habría prescrito. Nuestro error fue
dar por supuesta la identidad del cadáver según refería su documentación y no
comprobar sus huellas como obliga el procedimiento.
Desde entonces mi vida se ha
vuelto más sana. Paseo todos los días, incluso de noche. Respiro el aire de la
madrugada y ya no bebo bourbon para conciliar el sueño. No hay jornada que no acabe rendido. La única pega son los
zapatos nuevos y el uniforme, que me tira de la sisa.
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