El sol ya mordía en sus primeras
luces y la sal del relente se había pegado a la piel de los cinco hombres de
aspecto abisinio que se repartían por cubierta abatidos como las fichas de un
dominó. La codicia había quebrado el motor y la presa perseguida durante la
noche, un pesquero español, se había escapado sin enterarse de los esfuerzos de
aquella oscura lancha por darle alcance. Las culpas por la avería se habían
repartido entre insultos y empujones. Los machetes brillaron a la luz de las
motas del firmamento, pero volvieron a enfundarse cuando apareció la sed y el
amanecer descubrió un océano sin esquinas. Entonces, la naturaleza africana, la
esculpida en desiertos, les obligó a guardar energías, a cubrir las cabezas con jirones de sus harapos y a respirar en silencio el sudor mientras la marea se
convertía en el timonel de sus destinos. El mar en calma se asemejaba a
una enorme lámina de cuarzo e invitaba a caminar, la evaporación reverberaba
orillas o barcos inexistentes y obligaba a erguir las cabezas para asegurarse que se disipaban tras varios parpadeos. Pero a la media hora de los primeros
orines sorbidos, un grupo de aletas triangulares apareció para quedarse
olisqueando el nuevo fluido enjuagado junto a la borda. Como
pescadores que fueron, los piratas reconocían su nueva posición en la cadena
alimentaria, pero a la novedad le siguió, por toda alteración, un leve acomodo en sus abatidas posturas. De
pronto, el tableteo del AK-47 despertó de la languidez a los más
aturdidos. Samir había herido a uno de los escualos, al más menudo, y trataba
de izarlo. Pero por cada agarre intentado nuevas úlceras surgían en sus manos
agrietadas. Al ver que la bestia se hundía se lanzó al agua. Los demás
reaccionaron alargando sus brazos para asirle, y entre todos consiguieron
recuperar hombre y tiburón. Exhaustos, se desplomaron alrededor de la captura
hasta que ésta dejó de pelear con la muerte y su última convulsión también detuvo sus
branquias. Como zombis se incorporaron con lentitud hacia al cadáver. Con el
primer tajo del machete los movimientos se aceleraron al descubrir el brillo de
las vísceras. Manos y bocas se volcaron sobre el descuartizado animal sin contemplaciones. Hubo codazos y miradas inyectadas de rabia pero nadie
perdió bocado en discutir parcelas, ni siquiera Samir reclamó mayor tajada. A los
pocos minutos, un biólogo marino no hubiera podido reconocer aquel despojo de piel y espinas abandonado sobre la cubierta. Durante los dos días
siguientes no volvieron a ver más aletas rondando la embarcación. Aún así organizaron
turnos de pesca fusil en mano, pero llegó un momento que el peso del arma y la
atención eran tareas imposibles con la extrema debilidad aumentando a cada momento. Samir
murió esa tarde. La fiebre se sumó a la deshidratación y le apagó el cerebro como un corte de luz. Y aunque esa noche llovió, y las bocas se
abrieron al cielo, y las lenguas aliviaron sus llagas, el sol del nuevo día
parecía querer ganar el terreno perdido y lanzó llamas sobre esa parte del
océano. Los espejismos se multiplicaron, y a la visión de auroras se sumaron
nuevos sonidos más allá de los crujidos de la madera secando los últimos restos
de barniz. Quizá por eso despreciaron la presencia del buque que había detenido su avance a media milla de la barca. Desde el puente, los prismáticos mostraban
una agonía que el capitán intuyó teatral. La silueta pavonada del cargador
curvo de la temida arma rusa se acunaba junto a uno de los piratas. Éste
dirigió su mirada al ronroneo, y creyendo que formaba parte de su delirio quiso
acallarlo con un disparo, sin embargo, en su intento, con su último esfuerzo, solo
consiguió que el cargador se desprendiera y el fusil resbalara de sus manos para perderse en las profundidades. Acto
seguido, como si se tratara de una señal, el doble de aletas
triangulares que la vez anterior comenzaron a agitarse golpeando las cuadernas. Parecían estar llamando a las puertas de un festín.
Tras una semana bajo los cuidados del médico de a bordo, los dos únicos supervivientes fueron llevados a puerto y entregados a la autoridad presentados como pescadores rescatados de un naufragio. El capitán se despidió de ellos con una mirada paternal antes de estrecharles la mano con efusividad. Cuando éste, en unión de las autoridades, se alejó, los escuálidos piratas las abrieron sabiendo que un cartucho del calibre 7,62 X 39mm ocupaba sus palmas.
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