jueves, 6 de diciembre de 2012

Tu suelo es nuestra cima


         Tengo familia, mujer y dos hijos: mis tres amores; sin embargo, cuando me vi sepultado y supe que la húmeda oscuridad iba a ser mi compañera hasta el último minuto de mi esperanza, menté a mi difunta madre. Recordé sus suspiros frente a la cocina de chapa; su repaso por otras tragedias, que en la cuenca nunca son ajenas, y a esa lágrima que se acunaba en la raíz de sus pestañas sin llegar al desborde, pero que bruñía el destello de un sufrimiento obligado a evaporar para no contagiarme sus aflicciones, y así se retiraba en un giro brusco hacia los pucheros si mi curiosidad huérfana la sorprendía meditabunda. Cuando fui mozo no había mucho oficio donde prosperar salvo emigrando, y mi Asturias me tiraba tanto como para querer sumergirme en sus entrañas. Madre lo asumió a regañadientes. Sus consejos como viuda de picador arrugaban mis desayunos, pero sus cruces tras el cristal, al verme marchar, y su abrazo a mi regreso amparaban un cariño que transformaba mi inseguridad chica en el puntal que pretendía ser: un hombre de Les Cuenques. En esos años, fui lenguaraz, todo corazón y brega, y aunque, en ocasiones, con la euforia de los primeros sueldos abultando mis bolsillos caminé por los senderos de la incertidumbre, nunca me arrepentí de tiznar mis pulmones y de castigar mis manos con ese esfuerzo de elegidos. Porque allí abajo, coronados por una naturaleza apuntalada, encontré a esa humanidad que a la luz del día se tornaba esquiva. Nada como distinguir una voz amiga, a tu lado, cuando la tierra deja de temblar y las sombras pueblan tus retinas. La amistad en las galerías, la que se suda entre oquedades, donde la costumbre y una incandescencia aroman el valor, es el mineral más preciado que surge de los pozos. Siempre me pregunté si todo no sería un juego para que entre humildes nunca olvidáramos que los quilates eran las personas que empujaban las vagonetas y no el carbón que las colmaba. Pero si había una medalla que ignorábamos tan pretendida, y que solíamos despreciar por cercana, era el abrazo de nuestros íntimos tras un rescate. No sé el tiempo que permanecí sepultado antes de distinguir la primera linterna, pero me sirvió para que un desfile de recuerdos me abrigaran de la soledad y para detenerme a calibrar cuánta fortuna se me concedía al ver de nuevo esos rostros que añoré eternos por creerlos perdidos.

            Dos días después visité la tumba de madre. Acudí señero, alejado de lo florido, y deposité ante su nicho dos pedazos de carbón como ofrenda, como muescas de los vientres donde anidé mi miedo. Ante su nombre labrado le pregunté por padre, si dio con él en algún lugar de allí arriba; aquí abajó seguíamos fracasando en recuperar sus restos. Le confesé mis temores y el destierro de mis flaquezas. Aquellas que la convivencia aparta hacia lo superfluo por habituales. Y me rendí dejando de acunar las lágrimas que ella siempre supo reprimir. Fue entonces cuando descubrí que para los héroes de la mina no hay mejor polea al final de la jornada que un ser querido esperando. Mañana volvía al pozo. Nunca debe faltar el pan en la mesa de los abnegados. Es el milagro de convertir todos los días el carbón en harina. Pocos comprenden esta penitencia obrera, pero si alguien quiere entender este oficio que piense, cuando camine, que su suelo es nuestra cima.

No hay comentarios:

Publicar un comentario