Tu suelo es nuestra cima
Tengo familia, mujer y dos hijos: mis
tres amores; sin embargo, cuando me vi sepultado y supe que la húmeda oscuridad
iba a ser mi compañera hasta el último minuto de mi esperanza, menté a mi difunta
madre. Recordé sus suspiros frente a la cocina de chapa; su repaso por otras
tragedias, que en la cuenca nunca son ajenas, y a esa lágrima que se acunaba en
la raíz de sus pestañas sin llegar al desborde, pero que bruñía el destello de un
sufrimiento obligado a evaporar para no contagiarme sus aflicciones, y así se
retiraba en un giro brusco hacia los pucheros si mi curiosidad huérfana la
sorprendía meditabunda. Cuando fui mozo no había mucho oficio donde prosperar salvo
emigrando, y mi Asturias me tiraba tanto como para querer sumergirme en sus
entrañas. Madre lo asumió a regañadientes. Sus consejos como viuda de picador arrugaban
mis desayunos, pero sus cruces tras el cristal, al verme marchar, y su abrazo a
mi regreso amparaban un cariño que transformaba mi inseguridad chica en el
puntal que pretendía ser: un hombre de Les
Cuenques. En esos años, fui lenguaraz, todo corazón y brega, y aunque, en
ocasiones, con la euforia de los primeros sueldos abultando mis bolsillos caminé
por los senderos de la incertidumbre, nunca me arrepentí de tiznar mis pulmones
y de castigar mis manos con ese esfuerzo de elegidos. Porque allí abajo,
coronados por una naturaleza apuntalada, encontré a esa humanidad que a la luz
del día se tornaba esquiva. Nada como distinguir una voz amiga, a tu lado,
cuando la tierra deja de temblar y las sombras pueblan tus retinas. La amistad
en las galerías, la que se suda entre oquedades, donde la costumbre y una
incandescencia aroman el valor, es el mineral más preciado que surge de los
pozos. Siempre me pregunté si todo no sería un juego para que entre humildes
nunca olvidáramos que los quilates eran las personas que empujaban las
vagonetas y no el carbón que las colmaba. Pero si había una medalla que
ignorábamos tan pretendida, y que solíamos despreciar por cercana, era el
abrazo de nuestros íntimos tras un rescate. No sé el tiempo que permanecí
sepultado antes de distinguir la primera linterna, pero me sirvió para que un
desfile de recuerdos me abrigaran de la soledad y para detenerme a calibrar cuánta
fortuna se me concedía al ver de nuevo esos rostros que añoré eternos por creerlos
perdidos.
Dos días después visité la tumba de
madre. Acudí señero, alejado de lo florido, y deposité ante su nicho dos
pedazos de carbón como ofrenda, como muescas de los vientres donde anidé mi
miedo. Ante su nombre labrado le pregunté por padre, si dio con él en algún
lugar de allí arriba; aquí abajó seguíamos fracasando en recuperar sus restos.
Le confesé mis temores y el destierro de mis flaquezas. Aquellas que la
convivencia aparta hacia lo superfluo por habituales. Y me rendí dejando de
acunar las lágrimas que ella siempre supo reprimir. Fue entonces cuando
descubrí que para los héroes de la mina no hay mejor polea al final de la
jornada que un ser querido esperando. Mañana volvía al pozo. Nunca debe faltar
el pan en la mesa de los abnegados. Es el milagro de convertir todos los días el
carbón en harina. Pocos comprenden esta penitencia obrera, pero si alguien
quiere entender este oficio que piense, cuando camine, que su suelo es nuestra
cima.
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