domingo, 20 de enero de 2013

Cosas de familia


      Ramiro Calatrava nunca tuvo suerte, bueno, en cierto modo la tuvo, pero esquiva. Que se casara con la más guapa de la región una mañana de agosto pudiera parecer lo contrario; pero que sin llegar a consumar el sacramento del matrimonio, sorprendiera, la misma noche de bodas, a su mejor amigo ocupando el sitio que le correspondía entre las piernas de su esposa, definía, sin ninguna duda, su fortuna.
No esperó al alba de aquella aciaga noche y de madrugada acudió a la hacienda de su recién estrenado suegro tirando del brazo de la pérfida, quien todavía olía al perfume del adulterio, con el cabello enmarañado por los bucles de la pasión desenfrenada y los senos alborotados libres del cordaje de su corsé.
El padre, un cacique con una legión de brutos como consejeros, escuchó atentamente a su yerno; mandó llamar al cura, le consultó, y, tras una hora de deliberación, hizo sacar de la cama al canalla que había desflorado a su hija y llevarlo a su presencia.
Antes de que el gallo cantara Ramiro había dejado de ser un cornudo para convertirse en un soltero con la nariz partida, encontrarse sentado en el frío banco de la estación y verse escoltado por dos vaqueros que garantizaran que había tomado el primer tren de la mañana sin ninguna intención por regresar. Para ello certificaron la despedida con sendas patadas en las costillas que tuvieron al joven doblado durante la mitad del trayecto en el mismo pasillo donde lo dejaron. Postura que mantuvo hasta que el revisor hurgó en sus bolsillos y, al no hallar billete, con la ayuda de un mozo, lo dejó en el andén de mercancías de la primera parada en que la locomotora se detuvo.
De este modo, en un tiempo asombroso, Ramiro había perdido a su mejor amigo, a su esposa, la dote, su casa donde residió desde niño y la rectitud de su nariz.
En el mugriento lavabo de los guardagujas, frente un espejo moteado de óxido, palpándose su tumefacto rostro, con las lágrimas del deshonor recorriendo sus maltrechas mejillas, juró vengar la afrenta y dar su merecido a todos y cada uno de los personajes que habían intervenido en su desahucio.
Con el otoño alfombrando de hojas la capital donde encontró refugio —en una pensión sin licencia—, una vez repuesto de la paliza buscó fondos para su venganza. Cursar el arte de la esgrima o el manejo de las armas de fuego eran disciplinas reservadas para bolsillos acaudalados, así que envió misivas a familiares y amigos con el fin de recaudar lo suficiente para, al menos, disponer de un florete y un pistolón con los que iniciarse y, de paso, pagar la renta de su destierro. Por respuesta recibió la visita de los dos vaqueros que, sin ninguna reverencia previa, patearon la puerta como calentamiento y volvieron a desalinearle las costillas, hundirle la nariz al ras de la dentadura y dejarle cojo de por vida.
A la semana de la paliza, comenzaron a llegar las cartas repletas de excusas escritas con el pulso irregular que da el miedo; todas, menos una que mostraba una caligrafía resuelta. La firmaba su tío, el de las montañas, quien no solo le confiaba su apoyo sino que le prometía el envío de un paquete con un singular objeto como regalo que «le ayudaría en su cruzada».
Y al mes llegó. Por el tamaño supo que ningún arma conocida podía caber en aquel envoltorio y la decepción se dibujó en sus cejas. Postrado en el camastro que adeudaba, en una habitación con más humedad que una playa, mirando a los desconchones del techo que, según el ánimo, parecían formas de ángeles o de demonios, se encontró sujetando en sus manos un silbo de madera el cual, dadas sus lesiones, era incapaz de hacer sonar. La nota que lo acompañaba decía así: «Tiene su magia pero deberás descubrirla. Úsalo en el momento preciso en que lo necesites».
El silbo durmió en un cajón de la mesilla hasta que abrieron una fábrica cerca del río. La afluencia de inmigrantes demandó alojamientos y, la casera, barruntando el olor rancio del cuero que envuelve las monedas, desplazó su piedad por el maltrecho huésped y le puso en la calle.
Con los bajos de los puentes repletos de familias en busca de la prosperidad que anuncian las ciudades y que se torna en forma de chatarra y basura, Ramiro, famélico como los perros con los que pleiteaba por los mismos desperdicios, resolvió regresar a su casa buscando la paz que da una muerte segura en cuanto su llegada fuera descubierta. Sin un plan ni fuerzas para acometer la más improvisada de las tretas, tras un viaje de polizón en un tren correo, se presentó en el umbral de su propiedad cuando los grillos cantaban a la luna.
Lejos de encontrarla desolada, la noche descubrió las luces en sus salones y propagó las risas que provenían de su interior. Carcajadas de enamorados intercaladas entre voces que reconoció pertenecían a los causantes de su ruina. No solo era un cornudo y un apaleado sino que le habían usurpado sus posesiones.
La rabia le llevó al cobertizo. Allí colgaban guadañas, hoces, cedazos y horcas. Se imaginó a la pareja ensartada como una brocheta en alguno de los múltiples artilugios que la siega precisa para su almacenamiento y recolecta. Pero un saco repleto de grano desvió su atención y el hambre se antepuso aplacando su cólera hasta tal punto que, una vez saciado, prefirió dormir mientras soñaba con el útil afilado con que iniciaría el desagravio al cabo de unas horas.
Por primera vez en mucho tiempo despertó sin los rugidos del estómago golpeando sus paredes. Los pájaros trinaban al sol que refulgía sobre la escarcha. La tierra despedía el aroma fresco del arado. Los cencerros en el corral, al otro lado de la finca, agitaban el entusiasmo ante un nuevo día de pastos. Ramiro acercó su cara a las rendijas por donde entraba el amanecer y descubrió a los vaqueros, por primera vez, trabajando en las tareas propias de su oficio sin mostrar los rudos modales que su cuerpo había comprobado.
La ventaja de la nocturnidad había desaparecido, y aunque a su cadavérica presencia añadiera la guadaña, dándole un aspecto fantasmal y aterrador, a la luz del día, la estupefacción de sus víctimas duraría un instante, el justo para que, tras un par de pestañeos, le reconocieran y tuvieran tiempo de prevenirse.
En esa estrategia meditaba desde su escondrijo cuando descubrió al que fuera su amigo tomando asiento en la terraza junto a un juego de café. Parecía mantener una conversación con alguien que permanecía en las sombras mientras extendía al frente el diario y repasa los titulares. Ramiro echó un vistazo hacia las cuadras. Los vaqueros se encontraban ocupados con las bestias. Puede que esa fuera su oportunidad. Su amigo traicionero le daba la espalda y veinte metros de césped les separaban.
Al final optó por la hoz. Cogió aire, deslizó el pasador de madera con lentitud y abrió la puerta. La claridad del día se vio aumentada por el reflejo de los ventanales y la blanca fachada, y tuvo que sombrearse la mirada con la mano libre. Sin embargo, puedo ver con nitidez a la que fuera por unas horas su esposa acercándose a la mesa del café. Su esbelta figura había perdido el esplendor que mostró el día de su boda y ahora lucía las redondeces inequívocas de una preñada.
La sorpresa fue tal que sus pies recularon los pasos dados y se vio de nuevo metido en la pequeña cabaña. El viento que agitaba las copas descendió para cerrar la puerta y el mundo exterior de Ramiro quedó cegado de nuevo a las rendijas.
El saco fue mermando al mismo tiempo que los cabellos de Ramiro crecían greñudos. Nadie parecía tener interés en lo que encerraba el cobertizo hasta que el verano dictara que era tiempo de cosecha y fueran necesarios los útiles que albergaba.
Durante esos meses, Ramiro aprovechaba la oscuridad para espiar la hacienda, aprovisionarse de agua y vaciar las suyas menores. En sus idas y venidas de murciélago pudo escuchar que el alumbramiento se esperaba para mediados de abril. Para la segunda noche siguiente al parto, esa que el cansancio agota y sumerge a los padres en el más profundo de los sueños, actuaría ascendiendo por la parra hasta los aposentos donde dormitaban, rebanaría los cuellos de aquellos infelices con la vieja hoz y se llevaría a la criatura, que abandonaría en el convento sito junto a la estación de trenes, donde, a eso de las cuatro de la mañana, el expreso del Norte realizaba una parada técnica que aprovecharía para esconderse y alejarse para siempre de la tierra que le vio crecer.
Y llegó la noche. Ramiro conocía cada rama de aquella vieja parra, las hendiduras de las paredes y los defectos de las ventanas. De mozo se descolgaba cada noche de verano para encontrarse con los amigos para jugar a escaramuzas por el cementerio y en las casas abandonadas del pueblo. Con la hoz ceñida a la espalda por una tira del saco inició el ascenso. No llevaba metro y medio de escalada cuando supo que sus barbas y melena se enredaban cada vez con más frecuencia hasta que, llegado un momento, tuvo que emplear la hoz para liberarse, pues era incapaz de moverse sin sentir que se desollaba.
A tres metros del suelo, sujeto por una mano a una rama, no es el lugar ideal para iniciar el afeitado pospuesto durante meses. Aún así, Ramiro se trasquiló todo lo que el equilibrio y la afilada herramienta le permitieron. La maniobra le liberó y consiguió dar alcance a la ventana deseada, pero cuando quiso adentrarse la hoz cayó al vacío.
El estrépito del metal rebotando contra la piedra despertó al servicio. Reunidos en camisón alrededor del objeto, portando faroles que apuntaron hacia las sombras, descubrieron una suerte de mechones anudados que la leve brisa iba dejando caer a sus pies. Tras un debate ante el extraño suceso, que el frescor de la noche limitó a quince minutos, la comitiva en ropa de cama decidió recogerse y posponer las conclusiones para la mañana siguiente. Mientras tanto, Ramiro escondía su figura tras las cortinas y respiraba a sorbitos su azoramiento, preocupado porque el alboroto despertara al matrimonio de traidores o al bebé que yacía en una cuna junto a la alcoba.
Desprovisto de toda arma, recorrió la penumbra en busca de un objeto que supliera al perdido pero no halló nada que le permitiera acometer el asesinato con la cautela que otorgan los metales bien afilados.
Golpear con un candelabro despertaría la cabeza que le restara por quebrar, aparte, el presente era de siete brazos, pesaba un quintal y le llevaría un buen rato despegar los cirios pegados al soporte por decenas de mechones de cera. Entonces reparó en la tira de saco que ceñía su cintura, pero cuando ya tenía decidido emplearla para estrangular, las dudas le surgieron sobre con quién era mejor comenzar. El marido era un enemigo formidable dada su corpulencia, pero sus ronquidos eran legendarios y, cuando bramaba, ni las salvas por un rey eran capaz de despertarle. Sin embargo, un movimiento, un pataleo, una convulsión le desvelarían de inmediato. Ella en cambio… e intentarlo la siguiente madrugadas, incluso meterse bajo la cama, pero estaba harto, cansadoGolpear con un candelabro despert, ella acababa de abrazarse a él y apoyaba cuello y cabeza sobre su hombro. ¡Imposible!
Ramiro pensó en regresar e intentarlo la siguiente madrugada, pero la comitiva de los camisones se había abrigado y de nuevo rondaba por las raíces de la parra. Para colmo, escuchó unos pasos acercándose al aposento y una lámpara ganaba brillo bajo la puerta.
Como al principio, podía haberse refugiado tras las cortinas, incluso meterse debajo de la cama, pero estaba harto, cansado de esconderse. Fue entonces cuando recordó el silbo de madera y la leyenda que lo acompañaba: …«Úsalo en el momento preciso en que lo necesites».
Hurgó en los bolsillos, lo encontró y se lo llevó a la boca. Y sopló con todas sus fuerzas, sopló hasta que sintió que perdía el aliento, y no dejó de soplar a pesar de que sus costillas parecían volver a cambiar de sitio y un penetrante olor a vaca inundaba la estancia. 
Y en ese mismo instante se preguntó porqué nunca sus padres le hablaron de ese tío suyo de las montañas.

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