La lluvia arrecia contra los cristales del portal; te miras los zapatos,
unos magníficos pero torturadores Bally de tacón de aguja. Vuelves a contemplar
la inclemencia y tu vecina te sorprende pidiéndote paso. Te desplazas y ella se
decide a salir. Repasas su calzado: botas de goma.
Se despide hablando a su cuello pero se detiene en el
quicio. Se ciñe la gabardina, se cala un gorro, se ajusta las mangas y esgrime
un paraguas, y, de inmediato, se sumerge en el aguacero bajo la tensa lona de
varillas. Y la ves perderse calle abajo como un borrón de acuarela.
Recuerdas que el espejo ha
sido la única ventana a la que te has asomado durante una tarde de nervios.
Siempre te pasa en las citas esperanzadoras. Una montaña de blusas, faldas y
vestidos se han ido acumulando sobre la cama durante dos horas de descartes.
Habías agotado todas las combinaciones posibles hasta que, en una segunda
vuelta, has encontrado la camisa ideal para tu falda fetiche. Una prenda para
nada extraordinaria, si acaso, atrevida, pero que cuenta sus puestas por éxitos.
Tu compañera de piso y
fatigas, Lucía, no está para asesorarte. Ella siempre atina con la ropa si le
describes al tipo que te ronda, pero lleva unos días desconectada del mundo y
te ves obligada a convencerte de que tu elección sería la suya.
Maquillarte te ha llevado su tiempo. Encontraste la
semana pasada una sombra de ojos en las páginas finales de una revista, pero el
ambarino color de los tuyos apaga el contraste y te da un aspecto trasnochado.
Al final, has vuelto al colorete y al rímel de costumbre. Quizá te has
perfilado un poco mejor la boca a pesar de un temblor inusual en tu mano.
Entonces acudes al tocador de Lucía en busca de esos
pendientes que te cede en las ocasiones especiales. Son como un talismán que
aplacan tus dudas cuando tus dedos resbalan en un pellizco ante el hombre que
te observa antes de acercarse. Revuelves sus cajones pero parece que esta vez
pensó que ella los necesitaba más que tú. Lucía, siempre tan misteriosa, nunca
hablaba de sus encuentros, pero los resumía con su sonrisa o con varias onzas
de chocolate perdiendo la mirada por la ventana si la decepción la había
abofeteado.
Aunque a tu hombre le conociste una madrugada de copas
apenas tuvo tiempo de deslizarte su número, pero supiste al instante que era
perfecto para ti. Por eso dejaste que durante una semana suspirara por tu
llamada. Fingiste desinterés, dejaste entrever que tu atención simulaba la
correspondencia de los educados. Y el picó queriendo derribar tu distante
corrección, atribuyéndote modales de aristócrata. Te identificó como una
princesa encubierta que había elevado su listón durante la juventud ante la
ingente marea de pretendientes que la asaltaban. Es posible que te señalara
como víctima de tu propia exigencia, ignorante sobre la realidad de los
hombres. Pero que habrías descubierto la creciente aparición de las arrugas de
los treinta, de la fuerza de la gravedad sobre las curvas, del esplendor
apagado que tan solo resucita el maquillaje y la necesidad de un compañero fiel
de sábanas y compromiso. Supuso que nadarías en un cierto halo de inquietud y que
él sería el soporte que calmara y diera un paño a tus anhelos.
Querías impresionarle, que no dudara de tu atractivo,
que apenas verte quisiera sustraerte de otras miradas; dominar las tuyas,
alejarte de todo rival. Necesitaría desplegar sus plumas y que tú admitieras
sentirte obnubilada, señalar su especial existencia. Esa era la razón de que
renunciaras a modificar tu vestuario. Las estratégicas aberturas que mostraban tu
balcón de lunares sugerían un camino tan apetitoso como vedado. Prohibición que
nublaría la visión del más afamado de los donjuanes.
Por eso pediste un taxi a la puerta que te paseara
hasta que la nube dejara de descargar su negrura. Entonces caminaste por el
centro de las aceras, para refrescar tu ego buscando converger las miradas de
los trajeados. Te interesaban las de los solitarios, más tímidas y por ello más
sinceras. Las de los grupos eran bravuconas, tendentes al exabrupto, al piropo
soez sin importar el esmero de la dama. Lo mismo les servían doncellas que
recaderas con tal de propalar su hombría.
Apuntalada la inseguridad propia de las más bellas,
llegaste puntual a los salones de tu cita. Él ya esperaba en un rincón, detrás
de una mesa con un café hace tiempo agotado. Se puso en pie nada más
reconocerte, e hizo gestos con la mano que rápidamente cesó por sentirse
ridículo ante el vacío que representaban el resto de mesas.
Mientras caminabas sobre el ruido de los tacones, reconociste
la expresión del halagado. Del que ve en ti más allá de tu femenina figura y
siente el pálpito del comienzo de su propia familia.
Duda en recibirte con un beso, te retira una silla;
nervioso, aparta su abrigo; pide por voz tuya tu sugerencia; memoriza el número
de azucarillos, la nube de leche que demandas pensando en futuras citas, y,
tras cruzar y descruzar un par de veces manos y piernas, luce su prosa atento a
interrumpirla a tu más mínima intervención.
En una hora te ha confiado detalles de su vida que
nunca ha confesado, ni siquiera a alguno de sus mejores amigos.
Pasado ese tiempo que te has marcado como razonable
comienzas a escudriñar el escenario que os acoge. Dejas caer tu mirada hacia la
loza, hacia el mobiliario que la sostiene, a los espejos, a las lámparas, a las
alfombras. Recuperas en vistazos la mirada hacia quien te habla y compruebas
que un asomo de desesperación se vislumbra en su tono. Empieza a dudar de su
discurso, de su encanto, de aquel que llevó tus pies hasta él esa tarde de
primavera. Entonces recurre a otros alardes y te invita a salir.
Sin descuidar su exquisita educación mostrada hasta el
momento, te propone un paseo en su flamante deportivo.
Simulas desconocer la calidad de la máquina, pero el
caballito rampante en el escudo del biplaza te acoge en un abrazo suave de un
cuero superior, sin dejar de rugir su potencia por las curvas que te llevan
hasta unas vistas que, nuevamente, finges desconocer. Él te ilustra con los
detalles que el paisaje muestra tras la tormenta y, a modo de encantadora
treta, te va señalando montes y valles, girando sobre sus pies con la pausa de
un reloj hasta terminar apuntando a la mansión que se erige a tu espalda, su
mansión.
Sientes que su seguridad aflora de nuevo. Sonríes a su
sonrisa, que estira hasta un nuevo límite que no había mostrado hasta entonces.
Forma parte de tu estrategia y te dejas llevar, de momento, por sus
indicaciones, convencida de que no eres la primera a la que trata de engatusar
mostrando el poderío al que sucumbe la frivolidad ante las excelsas posesiones.
Pero es el momento de cambiar la postura y, mientras te
guía por sus jardines decorados por un laberinto de setos, sin dejar de hablar
de la paz venenosa que aporta la soledad, miras la esfera de tu muñeca.
De nuevo el terror ensombrece sus ilusiones. Hábil como
eres, le das un margen para que improvise una propuesta irrenunciable. Ésta
parece no llegar y es el silencio el que invade vuestros pasos sobre la
gravilla. Lo percibes descolocado y renuncias a excusarte con otras tareas que
te apremian lejos de allí, y acudes a lo evidente: terreno inapropiado para tus
tacones.
Él ve cómo una puerta se le abre y corre a ofrecértela.
No vuelves a mirar el reloj y sí el mármol donde ahora pisan tus Bally como si
fuera la alfombra para la que fueron creados.
La mansión cumple con las expectativas que augura su
fachada y su interior sintoniza con la antigüedad que la fecha en el escudo
labrado de su frontispicio. Cuadros, tresillos, lámparas y maderas. Todo parece
mantenerse impertérrito como si un pacto con la vejez fuera posible con los
objetos. Sin embargo, y en buena lógica, sólo las estancias próximas a la
entrada principal mantienen esa personalidad, y, así, las subsiguientes van
relegando lo vetusto hasta convertir los pasillos que les dan acceso en
auténticas máquinas del tiempo, pues, una vez abiertas sus puertas, lo más
moderno y minimalista surge, predominando el blanco como si abocara a una
terraza ibicenca.
Ahora te observa con una nueva intranquilidad. No
estaba en sus planes invitarte a sus aposentos, no, al menos, en el primer
encuentro. Se considera un atrevido a pesar de que la sugerencia era tuya, y le
cuesta referir nada personal a partir de ese momento, perdiéndose en catalogar
los objetos que decoran sus vitrinas con el desdén de quien advierte superflua
su conversación.
Con la delicadeza de una bailarina dejas resbalar por
tus brazos el abrigo y lo dejas sobre el primer respaldo que encuentras. El
gesto indica que te encuentras a gusto y su confianza resucita con un suspiro
casi imperceptible. Duda en recogerlo, pero, finalmente, lo tiende por la
puerta y un desconocido, alguien del servicio, se lo lleva con el mutismo
propio de un esclavo de los faraones.
Cuando retorna te vuelve a observar pero teatralizas tu
desatención mirando hacia la piscina que los ventanales reflejan azulando las
blancas aristas del mobiliario. Reconoces que tu silueta a contraluz se ve
recortada por encima de las telas que te visten, y te muestras de perfil para
que tu busto resalte su elevada redondez a través el vapor de tu blusa.
Como si volvieras de un trance giras con gracilidad
sobre tus pies y le miras directamente a los ojos, luego, toses; dos veces.
Entonces, él, todavía fantaseando con tu esbeltez, repara en las bebidas. Vino,
le propones, aunque reconoces que te marea con un rubor que manejas a tu
antojo.
Recibida una botella y dos copas, da el resto del día
libre al servicio y, tras un par de directrices más, te encuentra acomodada en
el sofá de cuero blanco.
Corto de patas, banqueta de un palmo, obliga a tu falda
a subirse, alargando tus piernas más de lo que el fino tacón proponía. Y él se
arrima, se anima, y vierte el caldo sobre el ancho y fino cristal, que se
maquilla de burdeos y resbala su densidad en un par de giros que aroman la
burbuja de vidrio que lo atrapa.
Bebes, sonríes y bebes. Lo alabas y reclamas la botella
fingiendo entender de añadas, vides y bodegas. En su contemplación, reorganizas
tus anzuelos. Dejas que acabe el vino. Es el momento de anunciar una retirada. Has ofrecido los
suficientes encantos para que el cebo se atragante y permanezca una década,
pero no tanto como para que ante la contrariedad implore y se humille, alejándose.
Te pones en pie cuando él deslizaba su cadera hacia ti aparentando
apurar su copa. Él te imita. Reclamas tu abrigo y un taxi. Él recupera la
prenda y se ofrece a llevarte. Aceptas.
La dura suspensión del deportivo parece ablandarse por
los vapores del alcohol. Las curvas se suceden firmes como si fueran railes.
Sus manos sujetan el volante y muestran el vello de sus muñecas, su reloj de
acero, el blanco embozo de las bocamangas, sin una hebra que anuncie su
desgaste. Su cuidada imagen refleja su solvencia, los algodones que le acogen.
Está serio pero devuelve tus sonrisas en cuanto la sinuosidad de la carretera
le da una tregua.
La lluvia regresa y emborrona el paisaje por tu
ventanilla. La tarde muere y las luces de ciudad se asemejan a lentejuelas que
se avivan por la velocidad. El azul reflejo de la piscina que decoró el vino
reaparece ahora protagonizando el mosaico de gotas y parpadea con la misma
intensidad con que tu galán decelera ante el control policial que atraviesa la
carretera.
Ante la requisa del agente, tu caballero muestra sus
credenciales y la documentación del vehículo. En su rostro se dibuja la
preocupación. ¿Acaso era un farsante? No lo habías presentido pero reconoces la
cara de los culpables cuando son sorprendidos. Has
compartido en tu juventud rancho con putas, carteristas y estafadoras. Conversado
en el patio y escuchado confesiones que apestan a patraña en cuanto se alude a
virtudes impropias de una frecuente de los hoteles de rejas. Tu misma abogaste
por tu inocencia ante un foro de iguales y comprobaste la ridícula melodía que
salía de tu boca. Te juraste no regresar y esmeraste tus manejos para no dejar
rastro, para nunca más ser encerrada.
Eres una viuda negra. Enredas incautos, los seduces y
desvalijas sus vidas cuando su confianza sueña subiéndote a los altares. Los
adormeces con la mejor de las drogas: la atracción por lo prohibido, que convierte
sus ilusiones por poseerte en una pesadilla al despertarse abandonados. Esa
tarde habías lanzado el mejor sedal de tu vida. Aquel rico podría retirarte sin
tener que firmar nada que te atara a él salvo una nueva denuncia con tu
descripción.
Eres tan rubia como morena. Interpretas tan bien a una
mojigata de la corte como a una perra de arrabal. Modificas tu acento y tus
modales según la víctima parezca demandar. Pero empiezas a marchitarte y
necesitas un buen golpe antes de que dejen de pujar por tus encantos. Tu
príncipe de esta tarde prometía ser tu jubilación.
Pero el agente de tráfico regresa con un aparato. El
soplido se repite en la furgoneta y el resultado ofrece una tasa de alcoholemia
que obliga emparejar el reloj de acero con unos grilletes del mismo metal.
Antes de que se lo lleven, de que su cabeza sea guiada
hacia la oscuridad de su encierro, se atreve a mirarte. Esperas vergüenza en la
profundidad de sus ojos, sin embargo, de nuevo, es culpa, remordimiento.
Nunca antes un hombre te miró así. No creías en los
flechazos, mucho menos en las relaciones, pero aquel tipo parecía que se le fuera la vida sino permanecía a tu
lado.
El agente te devolvió la documentación del vehículo,
lamentó el arresto, de quien refirió como tu novio, y te interrogó sobre tu
disposición a conducir.
Mostraste tu licencia y soplaste tu media copa que
apenas hizo temblar los dígitos del alcoholímetro.
La perspectiva no podía ser mejor. Un Ferrari en tus
manos y una mansión por recorrer sin ser molestada donde con uno solo de los
cuadros de la entrada podrías comprar diez coches como el que trepidaba con
cada pisotón de tus pies que te viste obligada a descalzar para poder hundir los
pedales.
Las luces barrieron la fachada de la residencia con el
último giro sobre la glorieta de gravilla. La lluvia ennegrecía aún más la
vieja piedra pero su interior refulgía en tu memoria por tu reciente visita.
Habías pensado durante el trayecto de regreso que tendrías dificultades para
colocar los cuadros sin dejar rastro. Te los llevarías de todos los modos pero
como sucedáneo de lo que esperabas encontrar.
El maletero del Ferrari era toda una contrariedad pues
no dejaba de ser una guantera más espléndida que la que bajo el salpicadero en
ese momento abrías para guardar la documentación. La curiosidad te llevó a leer
el nombre completo de ese príncipe vespertino al que habías decidido apodar
como el nuevo Conde de Montecristo. No encontrabas la relación pero sus
apellidos te resultaban familiares.
Sacudiste la cabeza para centrarla en tu inminente
asalto y al cerrar la guantera algo se cayó del interior, pero el leve brillo
que produjo su desprendimiento pasó inadvertido a tu atención, pues tenías
visita.
Detrás de ti estacionó un vehículo que el retrovisor
delató cuando la luz verde de su techo volvió a encenderse una vez que su
tripulante descendió y pagó la carrera.
Durante ese trámite, asumiste la derrota pero sonreíste
ante la suerte de no haber sido sorprendida dentro de la residencia. Decidiste
calzarte y en ese instante una sombra golpeó con los nudillos en la ventanilla.
La lluvia había deshecho su tupé pero tu Conde de
Montecristo estiraba su sonrisa bajo el aguacero.
Ascendiste, sí, ascendiste del Ferrari con su ayuda,
pues sus asientos tan bajos no eran los más recomendables para tu falda. Él
recuperó sus llaves y, juntos, con su chaqueta como improvisado capote os
dirigisteis a la puerta.
Por segunda vez en el día te arrepentiste de tu
calzado, pues la maldita gravilla se había colado en uno de tus zapatos y
tuviste que agarrarte fuerte a su brazo, mientras te interrogabas sobre cómo
había conseguido librarse de los calabozos con tanta celeridad.
Parecía que era capaz de adivinarte el pensamiento pues
una vez que os adentrasteis en el recibidor y la lluvia escurrida formó sendos
charcos a vuestros pies, detalló la larga lista de contactos que podían influir
para que su detención no constara ni en la libreta del agente.
Por primera vez en el día tu príncipe había abandonado
su recato y parecía vanagloriarse de su poder. No te extrañó teniendo en cuenta
el mal trago por el que había pasado y del que había salido tan airoso.
Te invitó a pasar a las sombras del salón mientras él
se perdía por los pasillos en busca de unas toallas. Te sentaste en un butacón.
La lluvia se había convertido en tormenta. Los rayos multiplicaban su fulgor en
la enorme lámpara de cristales que presidía el artesonado. Los espejos
multiplicaban la ira del cielo y despejaban la oscuridad de los rincones. Los
truenos anunciaban rondar cerca de los jardines.
Descubriste una chimenea francesa e imaginaste
encontrar el abrigo a los pies de una hoguera sobre una manta de lana con el
abrazo de tu anfitrión como mejor respaldo.
La recreación de esa escena romántica despertó todas
tus alertas. ¿Te estabas ablandando? Estaba claro: dudabas. ¿Por qué huir con
una parte de todo aquello si podrías disfrutar de ello de por vida? No te
podías creer que pudieras estarte planteando vincularte a aquel desconocido al
que, diez minutos antes, pensabas desvalijar como de costumbre.
Te pusiste en pie para pasear tus aturdidas
contradicciones cuando, de nuevo, sentiste la incomodidad en tu zapato. Lo
sacudiste y escuchaste caer la molestia sobre el mármol. No era una piedrecita,
pero hasta el siguiente resplandor no localizarías tu martirio.
Con el siguiente rayo lo encontraste, el posterior lo
definió, con el tercero lo reconociste. En el cuarto descubriste a tu Conde en
un reflejo, en el siguiente ya te estaba estrangulando al tiempo que te
susurraba que Lucía se asustó en el coche y tuvo que improvisar su muerte.
Peleó como una gata, dijo. Allí perdió su pendiente talismán, ese que ahora
resbalaba de tu mano según el aire te iba faltando.
Habías conocido a un príncipe, a tu príncipe, pero de las tinieblas.
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