Existe
una vasta extensión de bosques y colinas que dispersa su inmensidad entre las
actuales Francia, Bélgica y Luxemburgo. Su clima es frío, su tierra desprecia
el cultivo, sus pobladores, tan escasos como desconfiados, se encuentran
rodeados por una impenetrable maraña de árboles y, los ríos, que riegan tamaña
exuberancia, apenas son navegables.
En los albores de la edad de hierro, no fue el
azar el que llevó al viejo druida Renius a adentrarse en aquellos bosques. A
pesar de que reconocía que jamás sería capaz de encontrar el camino de regreso,
no dudó en quebrar las primeras ramas para abrirse paso hacia la lóbrega
espesura. Perseguido por los guerreros de su propia tribu, la desesperación le
llevó a preferir una muerte lenta, segura y en soledad a entregar el objeto que
sus ropas escondían.
No
hubo noche, durante las tres lunas siguientes, sin que la jauría que le buscaba
ladrara la desesperación de quienes, poco a poco, sienten que, a su alrededor, sus
compañeros de cacería van desapareciendo engullidos por las sombras. Sus
antorchas, esas que la aurora acentuaba, cada vez dibujaban un cerco menor. No
tardaron en apagarse de igual modo que lo hicieron los gritos roncos del
inicio, los que barruntan a la presa, convirtiéndose en resuellos de asmáticos
con la tercera luna, cuando en la cena se sirvieron los mismos cuencos vacíos
que al mediodía, los mismos del día anterior y el precedente.
De
los cincuenta guerreros pictos que le pisaban los talones solo uno llegó a
encontrarse con Renius. Los demás enfermaron víctimas de las flores, raíces y
hongos que ingirieron creyéndolos comestibles. Aquella flora era novedosa y se
asemejaba por textura, forma y color a la que crecía escasa en su lejana
patria: las islas Orcadas. Tierra hostil a causa de sus gélidos vientos pero
añorada como un vientre materno, dada la desdicha que todo explorador padece
cuando se sabe perdido sin remisión.
El
hambre inclinó rodillas y les llevó a mordisquear los brotes más tiernos. Por
un instante, la sonrisa volvió a iluminar los rucios rostros de los guerreros ante
el dulzor de aquellas hojas. Ánimo que invitó al festín a los más reacios. Fue el
principio de su perdición.
A
la hora, entre espumarajos y convulsiones, aquel ejército perseguidor se redujo
a un hombre, al más empecinado: Araidi. Aquel que juró no descansar hasta que
recuperara el arma más poderosa jamás conocida por la humanidad. Obstinación
que le salvó de morir de otro veneno distinto al odio que le motivaba.
Ante
esa determinación sobrehumana por darle alcance, Renius resolvió entregarse a
la fatalidad. Simuló un descuido, dejó
un rastro claro y aparentó la desgracia de ser descubierto. En dos zancadas Araidi,
el más fuerte, el más astuto y sanguinario de los jefes guerreros pictos pisó
los harapos del viejo Renius y puso la punta de su lanza sobre la arrugada nuez
de su presa.
Antes
de qué el guerrero pudiera abrir la boca para amenazar con todos los martirios
posibles a su captura, el anciano se aferró al metal con ambas manos y se
atravesó el cuello hasta que sus cervicales frenaron el golpe.
Al
furibundo Araidi de nada le sirvieron revolver las ropas ni recorrer los pasos
recientes dejados por el inmolado. El sabio Renius había escondido su botín
convencido de que jamás darían con él, y utilizó su propia sangre como lacre
para sellar sus labios de la experta tortura que vaticinaba. La mueca de su
rostro sin vida describía la faz de la victoria y Araidi supo que había sido
derrotado.
De
poco le sirvió sirvió maldecir a aquel bosque que parecía crecer a la velocidad
con que las nubes tropicales velan al sol. Como si de una jaula de mimbres y
troncos se tratara, Araidi vagó por los corredores que las zarzas le abrían en su búsqueda ciega en pos del objeto de sus ansias; hasta que se vio envuelto en
una arboleda donde apenas los rayos llegaban al suelo.
Y
allí cruzó sus piernas para sentarse; sobre ellas depositó su lanza, y sobre la
citada, sus brazos; y agachó la cabeza, y así se mantuvo, inmóvil, hasta que
tres días más tarde la sed se lo llevó. Y ni cuando la negra sombra aspiró su
último aliento, su postura se vio alterada. Para entonces eran las enredaderas
las que sujetaban aquella sumisa apariencia del guerrero vencido. El bosque había
ganado, se llevaba un secreto para siempre y a los testigos de su senda. O eso
parecía.
De
aquella expedición nunca más se supo, sin embargo, la leyenda de aquel objeto del
mal siguió esculpiéndose en cuevas, templos, pirámides y sepulturas como
espanto hacia su existencia.
Pero
no hay montaña suficientemente grande que inhume la maldad, y aquel bosque, con
aquella arma oculta parecía ser reclamo de nuevos conflictos. Si nadie ya
podría esgrimirla, su impenetrable entorno se transformaría en la meca de una
estrategia que atrajese todos los desastres que pudiera despertar la siempre
implacable codicia humana.
El
soldado de la División 101ª Aerotransportada, Jeffrey Calloway, ante el fuego
graneado de la artillería nazi tomó la decisión de parapetarse en uno de los
socavones que un obús acababa de horadar, pensando en que las probabilidades
de que otro proyectil repitiera el mismo punto de aterrizaje eran tan remotas
como que un hada del bosque le sacara en volandas del bombardeo.
Cuando
la lluvia de explosiones cesó, en contra de lo esperado, no hubo un intento de
la bermach por avanzar sus líneas. Ambos ejércitos se encontraban extenuados y
se limitaban a defender sus posiciones con el único esfuerzo de la artillería. Apenas
quedaban arrestos para dar un paso en la complicada orografía de los impenetrables
bosques de las Ardenas que, a su traicionera maleza, añadía en esas fechas una
alfombra de cinco palmos de nieve.
El
soldado Calloway, con los tímpanos protestando su acorchada percepción con un
continuo agudo, una vez sacudidos los tocones de barro que cubrían su decaimiento,
trepó a lo alto de la trinchera y encontró la desolación humeando entre decenas
de árboles resquebrajados por el efecto de la metralla y separados por zanjas
de nieve ennegrecida.
Caminando
con el paso irregular de un marinero en tierra firme, por orden de graduación,
fue gritando el nombre de su teniente, el de su sargento y el de su cabo, para
acabar citando los apodos del resto de la escuadra, sus amigos. Hasta que sintió
perder la voz.
Nadie
respondió a su llamada y supo que nadie lo haría cuando, en una hondonada,
descubrió los restos desperdigados de sus compañeros en un macabro puzle de
miembros, torsos y cabezas.
En
esos casos toca hacer acopio de provisiones y regresar a retaguardia. Jeffrey,
sin embargo, lloró. Tragó las saladas lágrimas de la barbarie sobre el lodazal
en el que se dejó caer, y apoyó su espalda en un enorme tronco, que astillaba su
unión al suelo donde debió medrar en paz durante siglos. Cuando creyó que su angustia
ya formaba parte de un episodio más de la guerra, trató de incorporarse y
seguir el protocolo de supervivencia. De fondo, podían escucharse como otros
árboles rendían entre crujidos su milenario desafío a la gravedad y caían
heridos de muerte por los tardíos estragos de las bombas. En su desplome
arrancaban ramas de sus vecinos como quien se deja las uñas cayendo al vacío. Era
el sonido de la fractura de una naturaleza virgen protestando por ser elegida
escenario de una batalla entre hombres nunca bienvenidos.
Calloway
arrastró su suerte entre brumas impregnadas con el aroma de la trilita. La brújula y mapa tomados
de la mochila del sargento marcaban Bastogne como el punto de reunión elegido,
pero reconocía que en cuanto abandonara el área desbrozada por los impactos no
encontraría un camino recto hacia su destino, y, a buen seguro, la distancia acabaría
triplicándose. Ante esa perspectiva decidió reponer energías y calentarse con
un buen fuego que ahuyentara el frió que impregna los huesos invadidos de temor.
La
leña abundaba y la encontró seca bajo una pila de broza. No tardó en comenzar a
arder y dar resplandor al oscuro musgo que indicaba el norte. Pronto los dedos
ganaron presencia en unas manos y pies que ya los daban por perdidos. Su nariz
irlandesa empezó a recuperar sensibilidad; luego, las mejillas vencieron a la
tumefacción. Poco le importaba que una patrulla nazi le sorprendiera. De haber
sido así, de buena gana les habría invitado a sentarse. El mayor enemigo en
aquellas tierras, y común para ambos bandos, era la inclemencia del invierno y
las escarpadas colinas cerradas por la maraña vegetal que impedía el paso al mejor de los pastores. Todos eran víctimas de las Ardenas.
Cuando
crees que lo has perdido todo y un gran trauma acaba de sacudirte tus pilares.
Cuando enjuicias tu existir y dudas de que tu proceder esté ayudando a los
valores que siempre defendiste. La muerte si se avecina, la esperas, casi la
recibes como un alivio que te aleje del duro presente. Entonces tu mirada, como
engranaje inicial de un complejo mecanismo de defensa, repara en la gracilidad
de los copos, en la milenaria belleza del bosque que sujeta las provisiones del
cielo en su red de ramas, y descubres en esa quietud otros ojos que te observan,
un asomo de paz vital para seguir caminando en busca de nuevas esperanzas.
Un
potro, con el lomo enjalmado de una nieve que no paraba de caer y con las patas
manchadas de sangre ajena, miraba a Calloway con recelo. Hociqueaba el suelo
simulando buscar algún brote pero sin perder de vista al maltrecho soldado y
las llamas de su hoguera. Sin duda estaba asustado de ese bronco depredador
venido del cielo, desconocido para su joven instinto, y que le había separado
para siempre de la yegua que tenía por madre. El ser humano que le contemplaba
tenía el mismo brillo en los ojos y eso le evitaba el espanto.
Al
soldado Jeffrey le hubiera gustado abrazarse a su cuello y consolarle con su propio
pesar, pero algo asustó al animal mientras escarbaba las raíces de un viejo
árbol, algo que lo encabritó entre relinchos de pavor y le llevó a perderse al
galope por una senda que abrió a empellones.
Calloway
empuñó su fusil y se dirigió con cautela a los pies del tronco. Allí descubrió
que el descomunal roble, ayudado por la frondosidad de sus ramas, apoyaba su
equilibrio en las de sus congéneres. Un obús había desgarrado la mitad de su
tallo y revelaba que eran dos robles entrelazados los que formaban aquel
prodigio vegetal. Los siglos de crecimiento le habían dado un aspecto único y un vigor que, ante el destrozo, ya nunca recuperaría.
Entonces
descubrió el motivo del espanto del animal. Al principio pensó que serían
restos de la carcasa del proyectil, todavía incandescentes, pero pronto
descubrió que el objeto no se parecía a nada conocido y su fulgor latente representaba
todo un enigma.
Aquella
pieza parecía haber sido abrazada durante mil años por aquellos dos troncos que
acabaron fundiéndose en uno. Solo el azar de una guerra, un incendio o los
movimientos telúricos podían haber desentrañado aquella reliquia de su reposo.
El
soldado Calloway dudó antes de tocarlo, pero superada una primera aproximación
decidió cogerlo con ambas manos. No tuvo tiempo de recorrer todas las aristas
de aquella especie de cubo. El sonido inconfundible de las MP40 al liberar sus
cerrojos le interrumpió la contemplación.
Era
habitual que una patrulla de carroñeros diera una batida en busca de objetos de
valor y tabaco donde previamente la artillería había despejado de hostilidades
el terreno. Toparse con un absorto soldado enemigo al pie de una lumbre les
sorprendió tanto que se tomaron su tiempo antes de acercarse. Cuando se
cercioraron de que aquel yanqui no era más que un rescoldo bajo una tormenta de
nieve decidieron sorprenderle.
Con
unos dedos entumecidos ocupados en aquel extraño objeto, el fusil embarrado
junto al tronco, lejos de su alcance, y cinco soldados de la bermach
encañonándole, Jeffrey Calloway asumió que era una cuestión de segundos que,
uno de ellos, cualquiera, decidiera disparar primero para que los demás le
imitaran llenándole el pecho de plomo. No había expresión, palabra o gesto que
detuviera esa suerte y, por eso, dejó que su mente viajara donde quisiera antes
de apagarse definitivamente. Y así, cerró los ojos.
Toda
arma tiene una espoleta, un detonante, un resorte que la activa. Aquel cubo
solo necesitaba un alma oscura, entregada, sumisa, que le dictara una orden que
creara un perjuicio alrededor. Justo lo contrario de lo que en esos momentos el
joven soldado Calloway divagaba. Meditaba sobre la casa de la colina donde su
madre tendía la ropa mientras veía acercarse un coche del ejército, con un
oficial en su interior portando al carta con la noticia de su fallecimiento.
La
patrulla de carroñeros sonrió y se lanzó miradas de aprobación viendo a su
víctima como aceptaba su final ante el improvisado paredón que formaba el colosal árbol.
Como
todo objeto, la insignificancia reside según la unidad de medida con la que se
compare. Una gota de agua apenas llegamos a percibirla; un tsunami no se
detiene ni deriva por muy opuesta que sea nuestra postura a su paso. Seríamos
una mota sobre sus hombros.
Las
MP40 tabletearon su eco que se repartió por todo el valle. No hubo pájaros que
espantar. El bombardeo había devastado sus nidos y ya volaban hacia el Mediterráneo buscando una
primavera donde trinar.
Un
copo de nieve es una maravillosa estrella de simetrías perfectas. Acumulada y
en prolongado declive, su fuerza es mayor que cualquiera de las olas que cruzan
los océanos buscando una orilla donde mostrar su increíble empuje.
La
carta llegaría a la casa de los Calloway, tal y como había imaginado en su
último pensamiento el joven Jeffrey. De una forma parecida, otros oficiales
entregarían a pie de puerta las mismas malas noticias a los familiares de
aquella malograda escuadra de la 101ª Aerotransportada, que pereció en los
bosques de las Ardenas en el invierno de 1944.
Así
mismo, pero en un tablón de la bermach en Berlín, pocos días antes de la
navidad, expusieron la relación de caídos o desaparecidos en la Offensive von Rundstedt. Cinco de los nombrados eran los integrantes que
dieron plomo a Calloway. Al igual que él, nunca fueron hallados.
Tras la guerra los
bosques de las Ardenas regeneraron sus cicatrices. El fastuoso roble, que
albergó el cubo maldito, terminó rindiéndose a sus heridas y acompañó en
postura a la tonelada de ramas que sucumbieron al peso de la nieve acumulada, y
a la tensión de verse sujetando lo que las raíces ya no soportaban.
Solo la degradación del
paso del tiempo y la casualidad del paseante revelarían que seis cadáveres
yacían bajo el peso de la naturaleza. Naturaleza de un bosque empeñada en que
el mal quedara encerrado en sus adentros, convencida de que mientras el hombre
no profanara sus dominios estaría a salvo de su propia extinción.