sábado, 23 de febrero de 2013

El bosque apropiado


Existe una vasta extensión de bosques y colinas que dispersa su inmensidad entre las actuales Francia, Bélgica y Luxemburgo. Su clima es frío, su tierra desprecia el cultivo, sus pobladores, tan escasos como desconfiados, se encuentran rodeados por una impenetrable maraña de árboles y, los ríos, que riegan tamaña exuberancia, apenas son navegables.     
 En los albores de la edad de hierro, no fue el azar el que llevó al viejo druida Renius a adentrarse en aquellos bosques. A pesar de que reconocía que jamás sería capaz de encontrar el camino de regreso, no dudó en quebrar las primeras ramas para abrirse paso hacia la lóbrega espesura. Perseguido por los guerreros de su propia tribu, la desesperación le llevó a preferir una muerte lenta, segura y en soledad a entregar el objeto que sus ropas escondían.
No hubo noche, durante las tres lunas siguientes, sin que la jauría que le buscaba ladrara la desesperación de quienes, poco a poco, sienten que, a su alrededor, sus compañeros de cacería van desapareciendo engullidos por las sombras. Sus antorchas, esas que la aurora acentuaba, cada vez dibujaban un cerco menor. No tardaron en apagarse de igual modo que lo hicieron los gritos roncos del inicio, los que barruntan a la presa, convirtiéndose en resuellos de asmáticos con la tercera luna, cuando en la cena se sirvieron los mismos cuencos vacíos que al mediodía, los mismos del día anterior y el precedente.
De los cincuenta guerreros pictos que le pisaban los talones solo uno llegó a encontrarse con Renius. Los demás enfermaron víctimas de las flores, raíces y hongos que ingirieron creyéndolos comestibles. Aquella flora era novedosa y se asemejaba por textura, forma y color a la que crecía escasa en su lejana patria: las islas Orcadas. Tierra hostil a causa de sus gélidos vientos pero añorada como un vientre materno, dada la desdicha que todo explorador padece cuando se sabe perdido sin remisión.
El hambre inclinó rodillas y les llevó a mordisquear los brotes más tiernos. Por un instante, la sonrisa volvió a iluminar los rucios rostros de los guerreros ante el dulzor de aquellas hojas. Ánimo que invitó al festín a los más reacios. Fue el principio de su perdición.
A la hora, entre espumarajos y convulsiones, aquel ejército perseguidor se redujo a un hombre, al más empecinado: Araidi. Aquel que juró no descansar hasta que recuperara el arma más poderosa jamás conocida por la humanidad. Obstinación que le salvó de morir de otro veneno distinto al odio que le motivaba.
Ante esa determinación sobrehumana por darle alcance, Renius resolvió entregarse a la fatalidad. Simuló un descuido, dejó un rastro claro y aparentó la desgracia de ser descubierto. En dos zancadas Araidi, el más fuerte, el más astuto y sanguinario de los jefes guerreros pictos pisó los harapos del viejo Renius y puso la punta de su lanza sobre la arrugada nuez de su presa.
Antes de qué el guerrero pudiera abrir la boca para amenazar con todos los martirios posibles a su captura, el anciano se aferró al metal con ambas manos y se atravesó el cuello hasta que sus cervicales frenaron el golpe.
Al furibundo Araidi de nada le sirvieron revolver las ropas ni recorrer los pasos recientes dejados por el inmolado. El sabio Renius había escondido su botín convencido de que jamás darían con él, y utilizó su propia sangre como lacre para sellar sus labios de la experta tortura que vaticinaba. La mueca de su rostro sin vida describía la faz de la victoria y Araidi supo que había sido derrotado.
De poco le sirvió sirvió maldecir a aquel bosque que parecía crecer a la velocidad con que las nubes tropicales velan al sol. Como si de una jaula de mimbres y troncos se tratara, Araidi vagó por los corredores que las zarzas le abrían en su búsqueda ciega en pos del objeto de sus ansias; hasta que se vio envuelto en una arboleda donde apenas los rayos llegaban al suelo.
Y allí cruzó sus piernas para sentarse; sobre ellas depositó su lanza, y sobre la citada, sus brazos; y agachó la cabeza, y así se mantuvo, inmóvil, hasta que tres días más tarde la sed se lo llevó. Y ni cuando la negra sombra aspiró su último aliento, su postura se vio alterada. Para entonces eran las enredaderas las que sujetaban aquella sumisa apariencia del guerrero vencido. El bosque había ganado, se llevaba un secreto para siempre y a los testigos de su senda. O eso parecía.
De aquella expedición nunca más se supo, sin embargo, la leyenda de aquel objeto del mal siguió esculpiéndose en cuevas, templos, pirámides y sepulturas como espanto hacia su existencia.
Pero no hay montaña suficientemente grande que inhume la maldad, y aquel bosque, con aquella arma oculta parecía ser reclamo de nuevos conflictos. Si nadie ya podría esgrimirla, su impenetrable entorno se transformaría en la meca de una estrategia que atrajese todos los desastres que pudiera despertar la siempre implacable codicia humana.
El soldado de la División 101ª Aerotransportada, Jeffrey Calloway, ante el fuego graneado de la artillería nazi tomó la decisión de parapetarse en uno de los socavones que un obús acababa de horadar, pensando en que las probabilidades de que otro proyectil repitiera el mismo punto de aterrizaje eran tan remotas como que un hada del bosque le sacara en volandas del bombardeo.
Cuando la lluvia de explosiones cesó, en contra de lo esperado, no hubo un intento de la bermach por avanzar sus líneas. Ambos ejércitos se encontraban extenuados y se limitaban a defender sus posiciones con el único esfuerzo de la artillería. Apenas quedaban arrestos para dar un paso en la complicada orografía de los impenetrables bosques de las Ardenas que, a su traicionera maleza, añadía en esas fechas una alfombra de cinco palmos de nieve.
El soldado Calloway, con los tímpanos protestando su acorchada percepción con un continuo agudo, una vez sacudidos los tocones de barro que cubrían su decaimiento, trepó a lo alto de la trinchera y encontró la desolación humeando entre decenas de árboles resquebrajados por el efecto de la metralla y separados por zanjas de nieve ennegrecida.
Caminando con el paso irregular de un marinero en tierra firme, por orden de graduación, fue gritando el nombre de su teniente, el de su sargento y el de su cabo, para acabar citando los apodos del resto de la escuadra, sus amigos. Hasta que sintió perder la voz.
Nadie respondió a su llamada y supo que nadie lo haría cuando, en una hondonada, descubrió los restos desperdigados de sus compañeros en un macabro puzle de miembros, torsos y cabezas.
En esos casos toca hacer acopio de provisiones y regresar a retaguardia. Jeffrey, sin embargo, lloró. Tragó las saladas lágrimas de la barbarie sobre el lodazal en el que se dejó caer, y apoyó su espalda en un enorme tronco, que astillaba su unión al suelo donde debió medrar en paz durante siglos. Cuando creyó que su angustia ya formaba parte de un episodio más de la guerra, trató de incorporarse y seguir el protocolo de supervivencia. De fondo, podían escucharse como otros árboles rendían entre crujidos su milenario desafío a la gravedad y caían heridos de muerte por los tardíos estragos de las bombas. En su desplome arrancaban ramas de sus vecinos como quien se deja las uñas cayendo al vacío. Era el sonido de la fractura de una naturaleza virgen protestando por ser elegida escenario de una batalla entre hombres nunca bienvenidos.
Calloway arrastró su suerte entre brumas impregnadas con el aroma de la trilita. La brújula y mapa tomados de la mochila del sargento marcaban Bastogne como el punto de reunión elegido, pero reconocía que en cuanto abandonara el área desbrozada por los impactos no encontraría un camino recto hacia su destino, y, a buen seguro, la distancia acabaría triplicándose. Ante esa perspectiva decidió reponer energías y calentarse con un buen fuego que ahuyentara el frió que impregna los huesos invadidos de temor.
La leña abundaba y la encontró seca bajo una pila de broza. No tardó en comenzar a arder y dar resplandor al oscuro musgo que indicaba el norte. Pronto los dedos ganaron presencia en unas manos y pies que ya los daban por perdidos. Su nariz irlandesa empezó a recuperar sensibilidad; luego, las mejillas vencieron a la tumefacción. Poco le importaba que una patrulla nazi le sorprendiera. De haber sido así, de buena gana les habría invitado a sentarse. El mayor enemigo en aquellas tierras, y común para ambos bandos, era la inclemencia del invierno y las escarpadas colinas cerradas por la maraña vegetal que impedía el paso al mejor de los pastores. Todos eran víctimas de las Ardenas.
Cuando crees que lo has perdido todo y un gran trauma acaba de sacudirte tus pilares. Cuando enjuicias tu existir y dudas de que tu proceder esté ayudando a los valores que siempre defendiste. La muerte si se avecina, la esperas, casi la recibes como un alivio que te aleje del duro presente. Entonces tu mirada, como engranaje inicial de un complejo mecanismo de defensa, repara en la gracilidad de los copos, en la milenaria belleza del bosque que sujeta las provisiones del cielo en su red de ramas, y descubres en esa quietud otros ojos que te observan, un asomo de paz vital para seguir caminando en busca de nuevas esperanzas.
Un potro, con el lomo enjalmado de una nieve que no paraba de caer y con las patas manchadas de sangre ajena, miraba a Calloway con recelo. Hociqueaba el suelo simulando buscar algún brote pero sin perder de vista al maltrecho soldado y las llamas de su hoguera. Sin duda estaba asustado de ese bronco depredador venido del cielo, desconocido para su joven instinto, y que le había separado para siempre de la yegua que tenía por madre. El ser humano que le contemplaba tenía el mismo brillo en los ojos y eso le evitaba el espanto.
Al soldado Jeffrey le hubiera gustado abrazarse a su cuello y consolarle con su propio pesar, pero algo asustó al animal mientras escarbaba las raíces de un viejo árbol, algo que lo encabritó entre relinchos de pavor y le llevó a perderse al galope por una senda que abrió a empellones.
Calloway empuñó su fusil y se dirigió con cautela a los pies del tronco. Allí descubrió que el descomunal roble, ayudado por la frondosidad de sus ramas, apoyaba su equilibrio en las de sus congéneres. Un obús había desgarrado la mitad de su tallo y revelaba que eran dos robles entrelazados los que formaban aquel prodigio vegetal. Los siglos de crecimiento le habían dado un aspecto único y un vigor que, ante el destrozo, ya nunca recuperaría.
Entonces descubrió el motivo del espanto del animal. Al principio pensó que serían restos de la carcasa del proyectil, todavía incandescentes, pero pronto descubrió que el objeto no se parecía a nada conocido y su fulgor latente representaba todo un enigma.
Aquella pieza parecía haber sido abrazada durante mil años por aquellos dos troncos que acabaron fundiéndose en uno. Solo el azar de una guerra, un incendio o los movimientos telúricos podían haber desentrañado aquella reliquia de su reposo.
El soldado Calloway dudó antes de tocarlo, pero superada una primera aproximación decidió cogerlo con ambas manos. No tuvo tiempo de recorrer todas las aristas de aquella especie de cubo. El sonido inconfundible de las MP40 al liberar sus cerrojos le interrumpió la contemplación.
Era habitual que una patrulla de carroñeros diera una batida en busca de objetos de valor y tabaco donde previamente la artillería había despejado de hostilidades el terreno. Toparse con un absorto soldado enemigo al pie de una lumbre les sorprendió tanto que se tomaron su tiempo antes de acercarse. Cuando se cercioraron de que aquel yanqui no era más que un rescoldo bajo una tormenta de nieve decidieron sorprenderle.
Con unos dedos entumecidos ocupados en aquel extraño objeto, el fusil embarrado junto al tronco, lejos de su alcance, y cinco soldados de la bermach encañonándole, Jeffrey Calloway asumió que era una cuestión de segundos que, uno de ellos, cualquiera, decidiera disparar primero para que los demás le imitaran llenándole el pecho de plomo. No había expresión, palabra o gesto que detuviera esa suerte y, por eso, dejó que su mente viajara donde quisiera antes de apagarse definitivamente. Y así, cerró los ojos.
Toda arma tiene una espoleta, un detonante, un resorte que la activa. Aquel cubo solo necesitaba un alma oscura, entregada, sumisa, que le dictara una orden que creara un perjuicio alrededor. Justo lo contrario de lo que en esos momentos el joven soldado Calloway divagaba. Meditaba sobre la casa de la colina donde su madre tendía la ropa mientras veía acercarse un coche del ejército, con un oficial en su interior portando al carta con la noticia de su fallecimiento.
La patrulla de carroñeros sonrió y se lanzó miradas de aprobación viendo a su víctima como aceptaba su final ante el improvisado paredón que formaba el colosal árbol.
Como todo objeto, la insignificancia reside según la unidad de medida con la que se compare. Una gota de agua apenas llegamos a percibirla; un tsunami no se detiene ni deriva por muy opuesta que sea nuestra postura a su paso. Seríamos una mota sobre sus hombros.
Las MP40 tabletearon su eco que se repartió por todo el valle. No hubo pájaros que espantar. El bombardeo había devastado sus nidos y ya volaban hacia el Mediterráneo buscando una primavera donde trinar.
Un copo de nieve es una maravillosa estrella de simetrías perfectas. Acumulada y en prolongado declive, su fuerza es mayor que cualquiera de las olas que cruzan los océanos buscando una orilla donde mostrar su increíble empuje.
La carta llegaría a la casa de los Calloway, tal y como había imaginado en su último pensamiento el joven Jeffrey. De una forma parecida, otros oficiales entregarían a pie de puerta las mismas malas noticias a los familiares de aquella malograda escuadra de la 101ª Aerotransportada, que pereció en los bosques de las Ardenas en el invierno de 1944.
Así mismo, pero en un tablón de la bermach en Berlín, pocos días antes de la navidad, expusieron la relación de caídos o desaparecidos en la Offensive von Rundstedt. Cinco de los nombrados eran los integrantes que dieron plomo a Calloway. Al igual que él, nunca fueron hallados.
Tras la guerra los bosques de las Ardenas regeneraron sus cicatrices. El fastuoso roble, que albergó el cubo maldito, terminó rindiéndose a sus heridas y acompañó en postura a la tonelada de ramas que sucumbieron al peso de la nieve acumulada, y a la tensión de verse sujetando lo que las raíces ya no soportaban.
Solo la degradación del paso del tiempo y la casualidad del paseante revelarían que seis cadáveres yacían bajo el peso de la naturaleza. Naturaleza de un bosque empeñada en que el mal quedara encerrado en sus adentros, convencida de que mientras el hombre no profanara sus dominios estaría a salvo de su propia extinción.

jueves, 14 de febrero de 2013

Dragones y faringes


        En tu sueño te ves buceando hacia la profundidad del océano, hacia ese punto más oscuro que tu leve silueta ennegrece. Y te sumerges sin descanso hasta que la invencible velocidad de la luz doblegas y la dejas atrás con media sonrisa de victoria. Entonces, el entorno abisal, donde el único sonido es el del propio existir, se vuelve más parecido a la cama que te acoge y te ves rodeado de sensaciones y de relaciones absurdas que solo la fiebre alta es capaz de elucubrar.
      Toda pesadilla acaba si das con el pliegue exacto del embozo, ese que asoma tu cabeza de entre las sábanas y abre tus ojos a un techo, lámpara, cortina, cuadro o armario conocidos, y, ante todo, si esa es tu suerte, hacia ese ser querido que, a tu vera, debe de haber perdido la cuenta de tus giros.
Entonces te descubres con la respiración agitada, empapado, algo aturdido quizá, extenuado de una batalla que el cerebro libra contra los diminutos invasores que enarbolan la bandera de la infección y que no encuentra mejor manera, en esa actividad intempestiva, que hilvanar pasados, miedos y ficciones, y perderse en una aventura que solo el sobresalto o encontrarse al límite del pánico, detiene de súbito.
La primera medida que tomas no es ese vaso de agua que tu sed suplica, sino asegurarte de que la realidad que vives es la cierta y no otra jugada de tu cerebro, que está de vuelta de anteriores convalecencias y tontea con tu despertar simulando una patraña parecida; donde deja que también encuentres el cuadro, el armario, la lámpara e incluso las sombras del techo en su sitio, pero te señala una puerta, una pista, algo que no encaja, pues en el fondo sabe que su salud es la de ambos.
Así que codeas a tu pareja, como si no hubiera tenido suficiente, pues tienes la necesidad del desahogo, de relatar al detalle tu pesadilla, vivida tan intensamente, que esperas que comprenda que no hay mejor medicina en ese momento que un abrazo de bienvenida después de un viaje a los abismos.
Pero para tu sorpresa te pregunta si te acostaste tarde, que cayó rendida, y muestra cierto malestar por despertarla de su paraíso, y te da una palmadita antes de acudir al lavabo que la pereza bajo las mantas le había postergado. Apenas entiendes nada en su huída pues tus oídos están taponados. Y te incorporas, tomándote tu tiempo, tratando de atinar con esa zapatilla que el maldito gnomo de debajo de la cama siempre pone del revés.
El vaso de agua te sigue esperando en la cocina, el termómetro digital parece bailar en la mesilla como una mascota esperando con la correa en la boca. Sacas una muda del cajón y con el tambaleo de un marinero circulas por la casa para que los restos de tu naufragio acaben en el cubo de la ropa. Aplacas tu sed y miras las pastillas junto al servilletero. Estás seguro de tener fiebre todavía.
Cuando uno está enfermo toda contrariedad, la más mínima, es como un latigazo al reposo. Con tu impagable enfermera roncando su merecido descanso, debes organizarte antes de tomar una decisión porque el trasiego tan normal en un piso pequeño se vuelve en esas condiciones térmicas el camino de Santiago.
Si has cometido el error de sentarte sabes que el siguiente paseo solo te va a llevar a la cama. Con el agua y la pastilla en la cocina, por una parte, y el termómetro en la mesilla, por otra, calculas que el orden debe ser como el que sigues en el supermercado pues ahí, como el carro vaya repleto, es mejor abandonarlo y desandar hacia el olvido, antes que hacer trompos con un vehículo de ruedas locas con las inercias de un petrolero.
Mientras ingieres con dolor el medicamento, y lo asientas con el último trago, piensas en tu pesadilla como advirtiendo a la azotea que por esta noche has tenido suficiente. Y mientras en tu tambaleante regreso tus manos van torciendo los cuadros del pasillo, tratas de hacer acopio de buenos recuerdos como si fueran implantes cerebrales que desanimen a la infección creyéndote desprevenido.
No sabes por qué pero siempre olvidas tapar tu sitio al levantarte y el breve rato de abandono consigue enfriarlo que ni el nitrógeno líquido. Pero a pesar de los remilgos, y sintiendo que, al echarte las mantas, cierras la puerta de una nevera, sabes que en unos segundos tu incandescencia vencerá la breve escarcha que barniza tu pijama.
Antes de apagar la luz, que a tu vecino cadáver parecía no importunarle, recuerdas el termómetro y esa necesidad de tasar la fiebre a la que ya has puesto remedio, solo para que al día siguiente puedas aburrirle el desayuno a tu resucitada pareja como si fueras un héroe de increíble fortaleza en tu lucha contra los virus.
Enfriado con la misma botella de nitrógeno, tu axila lo recibe de uñas y esperas. Esperas a que pite y divagas en la dilación en la palabra que te define. No la de enfermo, no, la de paciente. No lo entiendes, precisamente, en este estado es cuando de menos paciencia dispones y los segundos de lectura del sensor te parecen horas en un vuelo entre borrascas. Por suerte, la alarma interrumpe tu queja sin sentido y te haces con el instrumento.
Realmente solo estás pensando en apagar la luz, y en recuperar ese recuerdo aparecido en el pasillo, el del mejor gol que marcaste en tu vida, que fue de rebote tras pegar en tres contrarios, pero que con el sueño y sin testigos convertirás en una estupenda chilena. Así que con los ojos ya medio cerrados, echas un vistazo a la pantalla, tratas de memorizar la lectura y tu dedo nuevamente llena de sombras el dormitorio. Sin embargo, un nudo en el estómago se te acaba de formar y se deshace con la misma rapidez para convertirse en un escalofrío general que, por unos segundos, recorre centelleante tu cuerpo dándote la sensación de que levitas entre las sábanas. ¿Qué demonios acababa de suceder?
La sonrisa que tu churro de gol te prometía se ha disipado. El sueño, el descanso, ya no llegará. Recapitulas los actos de tu último cuarto de hora y una vez convencido de haberlos protagonizado, comienzas por palparte el pijama, seco; luego, te pellizcas, duele. Vuelves a dar la luz, esta vez son quejas al lado pero las desoyes. Te incorporas y sonríes porque el gnomo de los huevos no ha tenido tiempo de jugártela. Regresas a la cocina con un par de marcos en tus manos que no sabes como han llegado hasta ellas. Los dejas, donde puedes, sin miramientos, más bien donde acostumbras en esa estancia, en el fregadero. Prometes levantarte antes de que quien escuchas gruñir desde la distancia lo haga. Sin duda tocará madrugar para que el rugido no se convierta en grito y tu madre no vuelva ser titulada de oficiar en medias de rejilla.
Pero por ahora nada más te importa que comprobar el cesto con tu ropa, la cual olisqueas. Por supuesto, el resfriado que te atora te permitiría confundir una alcachofa con un bidón de gasolina, así que tu esperada fragancia a algas marinas, de tu paso por los fondos abisales, es un indicio que se le escapa a tu averiado olfato.
Dudas en llevar la pringosa camiseta a los pies de la alcoba para que una nariz independiente valore el rastro, pero te imaginas la escena, la explicación y desechas la idea. La repercusión en forma de los morros del Jagger duraría, al menos, una semana; máxime si la despiertas asegurando que esta noche has nadado por las profundidades del océano.
El envoltorio del analgésico sigue junto al servilletero, señal de su consumo, por lo que ya solo te queda comprobar la última lectura del termómetro, la que desencadenó el escalofrío y tu particular investigación paranormal.
Pero el regreso se complica pues el faro que partía de tu mesilla se fue con el último gruñido. Así que, a tientas, vas descubriendo por qué tus manos se llenaron de esos marcos que dejaste en la pileta y ahora cargas con otro par que, gracias a la luciérnaga del despertador te permites abandonar junto al radiador con el fin de terminar cuanto antes con tus pesquisas.
La luz vuelve y, de la mano: un rugido, una recompostura algo violenta de muelles y un resoplido que ahoga la almohada. Tu emoción eriza las pelusas de tu cuello cuando la pantalla del termómetro recupera la última lectura: ¡12000 ft! y un «¡sí!» eufórico se te escapa.
A veces desconfías de lo lentos que dicen ser los avances en la ciencia cuando a media manta de ti ves a tu pareja transmutarse en dragón a la velocidad de un giro de cadera. Pero tu no ves sus ojos en fuego y solo celebras que por fin pueda escucharte, y, entonces, le muestras el termómetro mientras acompañas el ofrecimiento con las palabras de asombro que tal instrumento suscita al dar una medida en pies extraída de tu axila.
Por toda respuesta obtienes su proposición a un nuevo viaje menos emocionante. «¡Vete a tomar por culo!», te profiere, no sin antes arrebatarte y estrellar tu singular profundímetro contra el armario.
Sabes que no has perdido todo su cariño porque el lanzamiento fue orientado un poco alto sobre tu posición, o eso te dices, pero dado su cabreo decides no mejorar tu situación tirando del manual de arrumacos y mimos, y afrontas el resto de la madrugada y de la convalecencia de la única manera posible, afrontando tu próxima pesadilla.
Siempre has sido de guardar lo que todavía funciona. Como no puede ser de otro modo, más de puntillas que una bailarina del Bolshoi, acudes a tu caja de herramientas y, sobre una toalla rodeada de un fuerte de cojines, las sacas, una por una, hasta dar con el viejo bolígrafo que enroscaba en su interior los extremadamente peligrosos termómetros de mercurio.
Con el mismo cuidado recoges todo, pero te quedas también con tu linterna de leds. Y con más sigilo que un gato sobre un tejado de zinc regresas a tus sábanas nitrogenadas, escalofrías tu temperatura, colocas el mercurio en tu axila, en la muñeca de la contraria aprietas el lazo de la linterna y cierras los ojos dispuesto a regresar con pruebas de tu siguiente pesadilla que aplaquen el fuego del dragón y tu faringitis. Pero siempre antes de que se despierte y descubra el nuevo lugar donde descansan sus cuadros. 

sábado, 2 de febrero de 2013

El puente que lleva a Venus


        Hoy he vuelto a cruzar el puente que me lleva hasta tu casa. Al otro lado, los postes de teléfono me señalan el sendero oculto por la hierba. Desde sus gastados cables, las golondrinas saludan con alborozo a los primeros rayos. Parecen buscarse un sitio en la foto del nuevo amanecer.
     Tropiezo con las piedras que la exuberancia oculta; largas fibras de maleza doblegadas por el rocío que oscurece a cada zancada el color de mis perneras. Mi boca no se mueve pero en mi mente escucho los silbidos que a ese aire entregué muchas décadas atrás, cuando, cada mañana, iba a tu encuentro sin otra preocupación que sujetar mi entusiasmo de enamorado.
Décadas de ausencia me separan de la imagen última de nuestro infante escenario, el que me ofrecía un cristal trasero. Entre cortinas de paquetes, valijas y el polvo de las ruedas, tú, despidiéndome, desde la cuneta, con un vestido de flores que el viento del final del verano agitaba, como esos pañuelos en el andén al tren que se desplaza.
A medida que me adentro en la propiedad, las dos chimeneas de tu casa van ocultando su gallardía por el bosque que tantas veces exploramos juntos. Reducto donde levantamos nuestra cabaña, donde creamos sendas de cantos y escondimos tesoros en urnas de lata, y grabamos nuestros nombres en las cortezas del pórtico.
A la edad de un mocoso su opinión es charla, la rabia, rabieta y las lágrimas un recurso gastado de caudal saurio. No decides tu ropa ni el menú ni tus lecturas. Mis padres eligieron el mar y olvidaron su pasado entre montañas. Parecían seguir una moda infernal pues la sombra de frescor que ofrecía el abrazo de un chopo, o ese placer que regalaba sestear bajo un mosaico de hojas de roble, era sustituido por una sombrilla de estampados clavada en un arenal, donde las conversaciones del vulgo te asombraban por el tono severo con el que afrontaban el malestar de encontrarse bajo una inclemencia elegida: el sol de agosto.
No niego que disfruté del mar, que encontré amigos no sin antes pasar las pruebas de empujarme con ellos. Un pulso necesario en todo recién llegado para ganar jerarquía ante el elegido líder por ser el más canalla. Pero echaba de menos el viento que agitaba las ramas, el que riza los arroyos, el que abultaba las nubes contra las cumbres; pues en la brisa y en las mareas no encontraba otra música que el romper de las olas. Y te echaba de menos a ti y a esa margarita que horquillaba tus mechones sobre tu oreja.
Hubo otras niñas que surgieron detrás de las sillas de aquellos círculos de tostadas familias reunidas ante jarras de sangría, donde presumían de sus orígenes hidalgos contraviniendo los adhesivos de sus coches aparcados por quincenas ante la carestía de los combustibles. Escuché renegar a los míos de su procedencia labriega y tildarse de capitalinos, y en mi torpe agudeza me sumergí en los juegos que aquellas repeinadas con coletas organizaban con requiebros con un único fin: humillarme, para luego aplacar mi sonrojo en un tira y afloja que jamás llegué a comprender.
Superados noviazgos epistolares, acnés y otros esguinces sentimentales, completé mis estudios en el extranjero y las becas prolongaron mi destierro. Mi lengua pasó a ser otra y mi foto lució gafas, entradas y patillas en un nuevo pasaporte de un nuevo país.
Me dediqué a la docencia en cuerpo y alma, publiqué investigaciones y una pieza minúscula dentro de una óptica compleja contribuyó a enviar imágenes de Venus, ese planeta que nos regalamos un alba sin saber su nombre y que juramos conquistarlo.
La herrumbre ha quebrado las bisagras de tu verja. De un vistazo miro a tu ventana. Las lamas se descuadran, el barniz se agrieta. Alzo la vista; los arbustos crecen en los tejados. Retiro la mirada. Prefiero la emborronada nostalgia a una realidad tan franca como innecesaria para quien los recuerdos nunca dejan de estirarle una sonrisa.
Nadie sabe por qué hay lugares que tienen esa facultad de recordarte que les debes una visita. Es posible que fueran las personas que te acompañaran las culpables de tu regreso o quizá que tu ánimo, por aquel entonces, estaba en armonía con ese entorno, pero ¿Por qué regresar? ¿Por qué empañar tan bella emoción si ahora tus ojos no descubren nada más que la decadencia? ¿Acaso se busca reforzar con un leve detalle, todavía en vigor, todavía por descubrir, todos aquellos matices que dieron forma a un paraíso? Preferiría no formularme estas cuestiones ni siquiera plantearme las respuestas. Mis pobladas cejas, rubias de canas, enmarañan mi pesar más de lo que mi afortunada vida me señala como insolente. Al final, creo que me hago viejo y ando repasando lo conocido por si algo quedó en el aire, algo pasó inadvertido ante la falta de astucia propia de un mozalbete.
Nunca volví a saber de ti. Sí de tu familia que al año siguiente también buscó en la costa un lugar donde encontrar su descanso durante el estío. Pero nadie supo o quiso darme referencias. Tus apellidos, de imposible rastreo por frecuentes, me llevaron a buscarte entre la multitud mis domingos de paseo; pero confundido por la ansiedad me puse las gafas del desesperado y creí reconocerte en las espaldas de unas pocas. Todas tenían una parte de ti y ninguna tu todo.
Con el tiempo asumí tu madurez y te imaginé esbelta como tu madre pues tus huesos se alejaban con mucho del esqueleto de tu corpulento padre. Sin embargo, a pesar de los años, no dejaba de fijarme al atravesar los parques en aquellas criaturas que se asemejaban a la niña del vestido de flores que me despidió entre una nube de polvo.
He dejado atrás tu casa y un mantillo de acículas acolcha mis pasos en dirección a nuestra cabaña. Los cantos que recogimos del río todavía marcan parte del camino. De niño me parecía toda una travesía y ahora, tras dos recodos, me he plantado ante las dos piedras que definimos como la cocina de nuestro jardín. A su lado, unos troncos que hicieron de vigas de nuestro refugio yacen mostrando los clavos que en su día sujetaron nuestra ilusión. Por suerte, el techo se vino abajo y me permite invadir la estancia erguido. Con un solo paso llego a una raíz que nos sirvió de banco. A sus pies elegimos el lugar donde enterrar nuestra urna de lata con aquellos objetos que por brillo, color o trascendencia catalogamos como tesoros.
Sonrío ante las canicas que recuerdo y pienso en aquel jefe indio de plástico que formaba parte de mi legado más preciado. Tu elegiste guardar un collar de conchas y un coletero de bolas con forma de cereza. Nos dijimos que, enterrarlos, era un modo de nombrarnos adultos, y que a partir de ese momento, nos miraríamos como lo hacían nuestros padres y nos daríamos la mano cuando ellos no nos vigilaran.
Después de escarbar un minuto, allí estaba la caja; picada de óxido, desfigurando el sonriente rostro de una pin-up con una bandeja de bebidas que elevaba por encima de su cabeza. Tras sentarme en la raíz soplé su superficie, luego rebañé con mis dedos los restos de tierra y la deposité sobre mis rodillas. Acto seguido saqué un sobre de mi chaqueta, dentro, una carta con un resumen de mi vida, muy escueta, casi idéntica en los términos aquí narrados.
Cuando un mes atrás me llegó otra carta, la de mi jubilación, me la llevé a mi mesa de siempre en la cafetería de la universidad. Tras releerla, me vi obligado a dar un repaso a mi trayectoria profesional. Impecable podía definirse; premiada en los cinco continentes; un ilustre de la ciencia. El remitente sabía, tan bien como yo, que era una misiva meramente protocolaria, pues para un investigador solo una esquela le retiraba por completo. No obstante, si bien no acepté la invitación, sí que me regalé un par de meses de descanso. Quería poner en calma ciertos aspectos de mi pasado que alguna vez sentí martillear en mi conciencia. Y el más apremiante era volver al jardín de mi recreo y despedirme como un caballero de a quien por inocencia, brevedad y pureza siempre consideré el amor de mi vida.
Y en esa carta, que ahora sujetaba con el temblor de los honorables, dispuesta a ser enterrada en la vieja lata, condensaba el testamento de mi corazón y cerraba las cortinas que siempre dejé abiertas por si el azar volvía a cruzar nuestras vidas de nuevo. En el sobre tan solo escribí su nombre.
Las canicas seguían ahí, y el indio, y su collar de conchas y su coletero, pero no llegué a distinguirlos. Tan solo tuve ojos para lo que no esperaba: otra carta, en tan buen estado como la que mis manos había dejado caer por la impresión. En ella pude leer mi nombre, y, en su interior, media docena de veces más.
Ella sí supo de mí en cuanto la prensa publicó mis investigaciones. Nunca consideró contactar conmigo pues, cuando descubrió mi paradero, acaba de alumbrar a su tercer hijo. Me refirió su azarosa vida, pero prometió amor y lealtad a su marido, y hasta su fallecimiento mantuvo reprimido su pesar, su sentir que nuestra correspondencia supuso algo más que un verano de niños. Por eso se atrevió a regresar a nuestro rincón y dejar la carta que ahora sujetaban mis manos. Éramos espejos de un mismo reflejo, decía, y cuando miraba a la noche estrellada sonreía porque Venus nunca dejaría de alumbrarnos.
Dejé la mía en su lugar, sin ninguna seña, al igual que la suya. El reencuentro ya se había producido a partir del momento en que habíamos vuelto a pisar aquel rincón. Ambos reconocíamos que habíamos disfrutado de la más hermosa historia de amor posible y cuan dichosos éramos, al revivir, tantos años después, las mismas sublimes sensaciones de entonces y querer dejarlas como estaban.