En tu sueño te ves buceando hacia la profundidad del océano, hacia ese
punto más oscuro que tu leve silueta ennegrece. Y te sumerges sin descanso
hasta que la invencible velocidad de la luz doblegas y la dejas atrás con media
sonrisa de victoria. Entonces, el entorno abisal, donde el único sonido es el
del propio existir, se vuelve más parecido a la cama que te acoge y te ves
rodeado de sensaciones y de relaciones absurdas que solo la fiebre alta es
capaz de elucubrar.
Toda pesadilla acaba si
das con el pliegue exacto del embozo, ese que asoma tu cabeza de entre las
sábanas y abre tus ojos a un techo, lámpara, cortina, cuadro o armario
conocidos, y, ante todo, si esa es tu suerte, hacia ese ser querido que, a tu
vera, debe de haber perdido la cuenta de tus giros.
Entonces te descubres con la respiración agitada,
empapado, algo aturdido quizá, extenuado de una batalla que el cerebro libra
contra los diminutos invasores que enarbolan la bandera de la infección y que
no encuentra mejor manera, en esa actividad intempestiva, que hilvanar pasados,
miedos y ficciones, y perderse en una aventura que solo el sobresalto o
encontrarse al límite del pánico, detiene de súbito.
La primera medida que tomas no es ese vaso de agua que
tu sed suplica, sino asegurarte de que la realidad que vives es la cierta y no
otra jugada de tu cerebro, que está de vuelta de anteriores convalecencias y
tontea con tu despertar simulando una patraña parecida; donde deja que también
encuentres el cuadro, el armario, la lámpara e incluso las sombras del techo en
su sitio, pero te señala una puerta, una pista, algo que no encaja, pues en el
fondo sabe que su salud es la de ambos.
Así que codeas a tu pareja, como si no hubiera tenido
suficiente, pues tienes la necesidad del desahogo, de relatar al detalle tu
pesadilla, vivida tan intensamente, que esperas que comprenda que no hay mejor
medicina en ese momento que un abrazo de bienvenida después de un viaje a los
abismos.
Pero para tu sorpresa te pregunta si te acostaste
tarde, que cayó rendida, y muestra cierto malestar por despertarla de su
paraíso, y te da una palmadita antes de acudir al lavabo que la pereza bajo las
mantas le había postergado. Apenas entiendes nada en su huída pues tus oídos
están taponados. Y te incorporas, tomándote tu tiempo, tratando de atinar con
esa zapatilla que el maldito gnomo de debajo de la cama siempre pone del revés.
El vaso de agua te sigue esperando en la cocina, el
termómetro digital parece bailar en la mesilla como una mascota esperando con
la correa en la boca. Sacas una muda del cajón y con el tambaleo de un marinero
circulas por la casa para que los restos de tu naufragio acaben en el cubo de
la ropa. Aplacas tu sed y miras las pastillas junto al servilletero. Estás
seguro de tener fiebre todavía.
Cuando uno está enfermo toda contrariedad, la más
mínima, es como un latigazo al reposo. Con tu impagable enfermera roncando su
merecido descanso, debes organizarte antes de tomar una decisión porque el
trasiego tan normal en un piso pequeño se vuelve en esas condiciones térmicas
el camino de Santiago.
Si has cometido el error de sentarte sabes que el
siguiente paseo solo te va a llevar a la cama. Con el agua y la pastilla en la
cocina, por una parte, y el termómetro en la mesilla, por otra, calculas que el
orden debe ser como el que sigues en el supermercado pues ahí, como el carro
vaya repleto, es mejor abandonarlo y desandar hacia el olvido, antes que hacer
trompos con un vehículo de ruedas locas con las inercias de un petrolero.
Mientras ingieres con dolor el medicamento, y lo asientas con el
último trago, piensas en tu pesadilla como advirtiendo a la azotea que por esta
noche has tenido suficiente. Y mientras en tu tambaleante regreso tus manos van
torciendo los cuadros del pasillo, tratas de hacer acopio de buenos recuerdos como
si fueran implantes cerebrales que desanimen a la infección creyéndote
desprevenido.
No sabes por qué pero siempre olvidas tapar tu sitio al
levantarte y el breve rato de abandono consigue enfriarlo que ni el nitrógeno
líquido. Pero a pesar de los remilgos, y sintiendo que, al echarte las mantas,
cierras la puerta de una nevera, sabes que en unos segundos tu incandescencia
vencerá la breve escarcha que barniza tu pijama.
Antes de apagar la luz, que a tu vecino cadáver parecía
no importunarle, recuerdas el termómetro y esa necesidad de tasar la fiebre a
la que ya has puesto remedio, solo para que al día siguiente puedas aburrirle
el desayuno a tu resucitada pareja como si fueras un héroe de increíble
fortaleza en tu lucha contra los virus.
Enfriado con la misma botella de nitrógeno, tu axila lo
recibe de uñas y esperas. Esperas a que pite y divagas en la dilación en la
palabra que te define. No la de enfermo, no, la de paciente. No lo entiendes,
precisamente, en este estado es cuando de menos paciencia dispones y los
segundos de lectura del sensor te parecen horas en un vuelo entre borrascas.
Por suerte, la alarma interrumpe tu queja sin sentido y te haces con el
instrumento.
Realmente solo estás pensando en apagar la luz, y en
recuperar ese recuerdo aparecido en el pasillo, el del mejor gol que marcaste
en tu vida, que fue de rebote tras pegar en tres contrarios, pero que con el
sueño y sin testigos convertirás en una estupenda chilena. Así que con los ojos
ya medio cerrados, echas un vistazo a la pantalla, tratas de memorizar la
lectura y tu dedo nuevamente llena de sombras el dormitorio. Sin embargo, un
nudo en el estómago se te acaba de formar y se deshace con la misma rapidez
para convertirse en un escalofrío general que, por unos segundos, recorre centelleante
tu cuerpo dándote la sensación de que levitas entre las sábanas. ¿Qué demonios
acababa de suceder?
La sonrisa que tu churro de gol te prometía se ha
disipado. El sueño, el descanso, ya no llegará. Recapitulas los actos de tu
último cuarto de hora y una vez convencido de haberlos protagonizado, comienzas
por palparte el pijama, seco; luego, te pellizcas, duele. Vuelves a dar la luz,
esta vez son quejas al lado pero las desoyes. Te incorporas y sonríes porque el
gnomo de los huevos no ha tenido tiempo de jugártela. Regresas a la cocina con
un par de marcos en tus manos que no sabes como han llegado hasta ellas. Los
dejas, donde puedes, sin miramientos, más bien donde acostumbras en esa
estancia, en el fregadero. Prometes levantarte antes de que quien escuchas gruñir
desde la distancia lo haga. Sin duda tocará madrugar para que el rugido no se
convierta en grito y tu madre no vuelva ser titulada de oficiar en medias de
rejilla.
Pero por ahora nada más te importa que comprobar el
cesto con tu ropa, la cual olisqueas. Por supuesto, el resfriado que te atora te
permitiría confundir una alcachofa con un bidón de gasolina, así que tu
esperada fragancia a algas marinas, de tu paso por los fondos abisales, es un
indicio que se le escapa a tu averiado olfato.
Dudas en llevar la pringosa camiseta a los pies de la
alcoba para que una nariz independiente valore el rastro, pero te imaginas la
escena, la explicación y desechas la idea. La repercusión en forma de los
morros del Jagger duraría, al menos, una semana; máxime si la despiertas
asegurando que esta noche has nadado por las profundidades del océano.
El envoltorio del analgésico sigue junto al
servilletero, señal de su consumo, por lo que ya solo te queda comprobar la
última lectura del termómetro, la que desencadenó el escalofrío y tu particular
investigación paranormal.
Pero el regreso se complica pues el faro que partía de
tu mesilla se fue con el último gruñido. Así que, a tientas, vas descubriendo
por qué tus manos se llenaron de esos marcos que dejaste en la pileta y ahora
cargas con otro par que, gracias a la luciérnaga del despertador te permites
abandonar junto al radiador con el fin de terminar cuanto antes con tus
pesquisas.
La luz vuelve y, de la mano: un rugido, una
recompostura algo violenta de muelles y un resoplido que ahoga la almohada. Tu
emoción eriza las pelusas de tu cuello cuando la pantalla del termómetro
recupera la última lectura: ¡12000 ft! y un «¡sí!» eufórico se te escapa.
A veces desconfías de lo lentos que dicen ser los
avances en la ciencia cuando a media manta de ti ves a tu pareja transmutarse
en dragón a la velocidad de un giro de cadera. Pero tu no ves sus ojos en fuego
y solo celebras que por fin pueda escucharte, y, entonces, le muestras el
termómetro mientras acompañas el ofrecimiento con las palabras de asombro que
tal instrumento suscita al dar una medida en pies extraída de tu axila.
Por toda respuesta obtienes su proposición a un nuevo
viaje menos emocionante. «¡Vete a tomar por culo!», te profiere, no sin antes arrebatarte y estrellar tu singular profundímetro contra el armario.
Sabes que no has perdido todo su cariño porque el
lanzamiento fue orientado un poco alto sobre tu posición, o eso te dices, pero
dado su cabreo decides no mejorar tu situación tirando del manual de arrumacos
y mimos, y afrontas el resto de la madrugada y de la convalecencia de la única
manera posible, afrontando tu próxima pesadilla.
Siempre has sido de guardar lo que todavía funciona.
Como no puede ser de otro modo, más de puntillas que una bailarina del Bolshoi,
acudes a tu caja de herramientas y, sobre una toalla rodeada de un fuerte de
cojines, las sacas, una por una, hasta dar con el viejo bolígrafo que enroscaba
en su interior los extremadamente peligrosos termómetros de mercurio.
Con el mismo cuidado recoges todo, pero te quedas
también con tu linterna de leds. Y con más sigilo que un gato sobre un tejado
de zinc regresas a tus sábanas nitrogenadas, escalofrías tu temperatura, colocas
el mercurio en tu axila, en la muñeca de la contraria aprietas el lazo de la
linterna y cierras los ojos dispuesto a regresar con pruebas de tu siguiente
pesadilla que aplaquen el fuego del dragón y tu faringitis. Pero siempre antes de que se despierte y descubra el nuevo lugar donde descansan sus cuadros.
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