jueves, 14 de febrero de 2013

Dragones y faringes


        En tu sueño te ves buceando hacia la profundidad del océano, hacia ese punto más oscuro que tu leve silueta ennegrece. Y te sumerges sin descanso hasta que la invencible velocidad de la luz doblegas y la dejas atrás con media sonrisa de victoria. Entonces, el entorno abisal, donde el único sonido es el del propio existir, se vuelve más parecido a la cama que te acoge y te ves rodeado de sensaciones y de relaciones absurdas que solo la fiebre alta es capaz de elucubrar.
      Toda pesadilla acaba si das con el pliegue exacto del embozo, ese que asoma tu cabeza de entre las sábanas y abre tus ojos a un techo, lámpara, cortina, cuadro o armario conocidos, y, ante todo, si esa es tu suerte, hacia ese ser querido que, a tu vera, debe de haber perdido la cuenta de tus giros.
Entonces te descubres con la respiración agitada, empapado, algo aturdido quizá, extenuado de una batalla que el cerebro libra contra los diminutos invasores que enarbolan la bandera de la infección y que no encuentra mejor manera, en esa actividad intempestiva, que hilvanar pasados, miedos y ficciones, y perderse en una aventura que solo el sobresalto o encontrarse al límite del pánico, detiene de súbito.
La primera medida que tomas no es ese vaso de agua que tu sed suplica, sino asegurarte de que la realidad que vives es la cierta y no otra jugada de tu cerebro, que está de vuelta de anteriores convalecencias y tontea con tu despertar simulando una patraña parecida; donde deja que también encuentres el cuadro, el armario, la lámpara e incluso las sombras del techo en su sitio, pero te señala una puerta, una pista, algo que no encaja, pues en el fondo sabe que su salud es la de ambos.
Así que codeas a tu pareja, como si no hubiera tenido suficiente, pues tienes la necesidad del desahogo, de relatar al detalle tu pesadilla, vivida tan intensamente, que esperas que comprenda que no hay mejor medicina en ese momento que un abrazo de bienvenida después de un viaje a los abismos.
Pero para tu sorpresa te pregunta si te acostaste tarde, que cayó rendida, y muestra cierto malestar por despertarla de su paraíso, y te da una palmadita antes de acudir al lavabo que la pereza bajo las mantas le había postergado. Apenas entiendes nada en su huída pues tus oídos están taponados. Y te incorporas, tomándote tu tiempo, tratando de atinar con esa zapatilla que el maldito gnomo de debajo de la cama siempre pone del revés.
El vaso de agua te sigue esperando en la cocina, el termómetro digital parece bailar en la mesilla como una mascota esperando con la correa en la boca. Sacas una muda del cajón y con el tambaleo de un marinero circulas por la casa para que los restos de tu naufragio acaben en el cubo de la ropa. Aplacas tu sed y miras las pastillas junto al servilletero. Estás seguro de tener fiebre todavía.
Cuando uno está enfermo toda contrariedad, la más mínima, es como un latigazo al reposo. Con tu impagable enfermera roncando su merecido descanso, debes organizarte antes de tomar una decisión porque el trasiego tan normal en un piso pequeño se vuelve en esas condiciones térmicas el camino de Santiago.
Si has cometido el error de sentarte sabes que el siguiente paseo solo te va a llevar a la cama. Con el agua y la pastilla en la cocina, por una parte, y el termómetro en la mesilla, por otra, calculas que el orden debe ser como el que sigues en el supermercado pues ahí, como el carro vaya repleto, es mejor abandonarlo y desandar hacia el olvido, antes que hacer trompos con un vehículo de ruedas locas con las inercias de un petrolero.
Mientras ingieres con dolor el medicamento, y lo asientas con el último trago, piensas en tu pesadilla como advirtiendo a la azotea que por esta noche has tenido suficiente. Y mientras en tu tambaleante regreso tus manos van torciendo los cuadros del pasillo, tratas de hacer acopio de buenos recuerdos como si fueran implantes cerebrales que desanimen a la infección creyéndote desprevenido.
No sabes por qué pero siempre olvidas tapar tu sitio al levantarte y el breve rato de abandono consigue enfriarlo que ni el nitrógeno líquido. Pero a pesar de los remilgos, y sintiendo que, al echarte las mantas, cierras la puerta de una nevera, sabes que en unos segundos tu incandescencia vencerá la breve escarcha que barniza tu pijama.
Antes de apagar la luz, que a tu vecino cadáver parecía no importunarle, recuerdas el termómetro y esa necesidad de tasar la fiebre a la que ya has puesto remedio, solo para que al día siguiente puedas aburrirle el desayuno a tu resucitada pareja como si fueras un héroe de increíble fortaleza en tu lucha contra los virus.
Enfriado con la misma botella de nitrógeno, tu axila lo recibe de uñas y esperas. Esperas a que pite y divagas en la dilación en la palabra que te define. No la de enfermo, no, la de paciente. No lo entiendes, precisamente, en este estado es cuando de menos paciencia dispones y los segundos de lectura del sensor te parecen horas en un vuelo entre borrascas. Por suerte, la alarma interrumpe tu queja sin sentido y te haces con el instrumento.
Realmente solo estás pensando en apagar la luz, y en recuperar ese recuerdo aparecido en el pasillo, el del mejor gol que marcaste en tu vida, que fue de rebote tras pegar en tres contrarios, pero que con el sueño y sin testigos convertirás en una estupenda chilena. Así que con los ojos ya medio cerrados, echas un vistazo a la pantalla, tratas de memorizar la lectura y tu dedo nuevamente llena de sombras el dormitorio. Sin embargo, un nudo en el estómago se te acaba de formar y se deshace con la misma rapidez para convertirse en un escalofrío general que, por unos segundos, recorre centelleante tu cuerpo dándote la sensación de que levitas entre las sábanas. ¿Qué demonios acababa de suceder?
La sonrisa que tu churro de gol te prometía se ha disipado. El sueño, el descanso, ya no llegará. Recapitulas los actos de tu último cuarto de hora y una vez convencido de haberlos protagonizado, comienzas por palparte el pijama, seco; luego, te pellizcas, duele. Vuelves a dar la luz, esta vez son quejas al lado pero las desoyes. Te incorporas y sonríes porque el gnomo de los huevos no ha tenido tiempo de jugártela. Regresas a la cocina con un par de marcos en tus manos que no sabes como han llegado hasta ellas. Los dejas, donde puedes, sin miramientos, más bien donde acostumbras en esa estancia, en el fregadero. Prometes levantarte antes de que quien escuchas gruñir desde la distancia lo haga. Sin duda tocará madrugar para que el rugido no se convierta en grito y tu madre no vuelva ser titulada de oficiar en medias de rejilla.
Pero por ahora nada más te importa que comprobar el cesto con tu ropa, la cual olisqueas. Por supuesto, el resfriado que te atora te permitiría confundir una alcachofa con un bidón de gasolina, así que tu esperada fragancia a algas marinas, de tu paso por los fondos abisales, es un indicio que se le escapa a tu averiado olfato.
Dudas en llevar la pringosa camiseta a los pies de la alcoba para que una nariz independiente valore el rastro, pero te imaginas la escena, la explicación y desechas la idea. La repercusión en forma de los morros del Jagger duraría, al menos, una semana; máxime si la despiertas asegurando que esta noche has nadado por las profundidades del océano.
El envoltorio del analgésico sigue junto al servilletero, señal de su consumo, por lo que ya solo te queda comprobar la última lectura del termómetro, la que desencadenó el escalofrío y tu particular investigación paranormal.
Pero el regreso se complica pues el faro que partía de tu mesilla se fue con el último gruñido. Así que, a tientas, vas descubriendo por qué tus manos se llenaron de esos marcos que dejaste en la pileta y ahora cargas con otro par que, gracias a la luciérnaga del despertador te permites abandonar junto al radiador con el fin de terminar cuanto antes con tus pesquisas.
La luz vuelve y, de la mano: un rugido, una recompostura algo violenta de muelles y un resoplido que ahoga la almohada. Tu emoción eriza las pelusas de tu cuello cuando la pantalla del termómetro recupera la última lectura: ¡12000 ft! y un «¡sí!» eufórico se te escapa.
A veces desconfías de lo lentos que dicen ser los avances en la ciencia cuando a media manta de ti ves a tu pareja transmutarse en dragón a la velocidad de un giro de cadera. Pero tu no ves sus ojos en fuego y solo celebras que por fin pueda escucharte, y, entonces, le muestras el termómetro mientras acompañas el ofrecimiento con las palabras de asombro que tal instrumento suscita al dar una medida en pies extraída de tu axila.
Por toda respuesta obtienes su proposición a un nuevo viaje menos emocionante. «¡Vete a tomar por culo!», te profiere, no sin antes arrebatarte y estrellar tu singular profundímetro contra el armario.
Sabes que no has perdido todo su cariño porque el lanzamiento fue orientado un poco alto sobre tu posición, o eso te dices, pero dado su cabreo decides no mejorar tu situación tirando del manual de arrumacos y mimos, y afrontas el resto de la madrugada y de la convalecencia de la única manera posible, afrontando tu próxima pesadilla.
Siempre has sido de guardar lo que todavía funciona. Como no puede ser de otro modo, más de puntillas que una bailarina del Bolshoi, acudes a tu caja de herramientas y, sobre una toalla rodeada de un fuerte de cojines, las sacas, una por una, hasta dar con el viejo bolígrafo que enroscaba en su interior los extremadamente peligrosos termómetros de mercurio.
Con el mismo cuidado recoges todo, pero te quedas también con tu linterna de leds. Y con más sigilo que un gato sobre un tejado de zinc regresas a tus sábanas nitrogenadas, escalofrías tu temperatura, colocas el mercurio en tu axila, en la muñeca de la contraria aprietas el lazo de la linterna y cierras los ojos dispuesto a regresar con pruebas de tu siguiente pesadilla que aplaquen el fuego del dragón y tu faringitis. Pero siempre antes de que se despierte y descubra el nuevo lugar donde descansan sus cuadros. 

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