Hoy he vuelto a cruzar el
puente que me lleva hasta tu casa. Al otro lado, los postes de teléfono me señalan
el sendero oculto por la hierba. Desde sus gastados cables, las golondrinas
saludan con alborozo a los primeros rayos. Parecen buscarse un sitio en la foto
del nuevo amanecer.
Tropiezo con las piedras que la exuberancia oculta;
largas fibras de maleza doblegadas por el rocío que oscurece a cada zancada el
color de mis perneras. Mi boca no se mueve pero en mi mente escucho los
silbidos que a ese aire entregué muchas décadas atrás, cuando, cada mañana, iba
a tu encuentro sin otra preocupación que sujetar mi entusiasmo de enamorado.
Décadas
de ausencia me separan de la imagen última de nuestro infante escenario, el que
me ofrecía un cristal trasero. Entre cortinas de paquetes, valijas y el polvo
de las ruedas, tú, despidiéndome, desde la cuneta, con un vestido de flores que
el viento del final del verano agitaba, como esos pañuelos en el andén al tren
que se desplaza.
A
medida que me adentro en la propiedad, las dos chimeneas de tu casa van
ocultando su gallardía por el bosque que tantas veces exploramos juntos. Reducto
donde levantamos nuestra cabaña, donde creamos sendas de cantos y escondimos
tesoros en urnas de lata, y grabamos nuestros nombres en las cortezas del
pórtico.
A
la edad de un mocoso su opinión es charla, la rabia, rabieta y las lágrimas un
recurso gastado de caudal saurio. No decides tu ropa ni el menú ni tus
lecturas. Mis padres eligieron el mar y olvidaron su pasado entre montañas. Parecían
seguir una moda infernal pues la sombra de frescor que ofrecía el abrazo de un
chopo, o ese placer que regalaba sestear bajo un mosaico de hojas de roble, era
sustituido por una sombrilla de estampados clavada en un arenal, donde las
conversaciones del vulgo te asombraban por el tono severo con el que afrontaban
el malestar de encontrarse bajo una inclemencia elegida: el sol de agosto.
No
niego que disfruté del mar, que encontré amigos no sin antes pasar las pruebas
de empujarme con ellos. Un pulso necesario en todo recién llegado para ganar
jerarquía ante el elegido líder por ser el más canalla. Pero echaba de menos el
viento que agitaba las ramas, el que riza los arroyos, el que abultaba las
nubes contra las cumbres; pues en la brisa y en las mareas no encontraba otra
música que el romper de las olas. Y te echaba de menos a ti y a esa margarita
que horquillaba tus mechones sobre tu oreja.
Hubo
otras niñas que surgieron detrás de las sillas de aquellos círculos de tostadas
familias reunidas ante jarras de sangría, donde presumían de sus orígenes
hidalgos contraviniendo los adhesivos de sus coches aparcados por quincenas
ante la carestía de los combustibles. Escuché renegar a los míos de su
procedencia labriega y tildarse de capitalinos, y en mi torpe agudeza me
sumergí en los juegos que aquellas repeinadas con coletas organizaban con requiebros
con un único fin: humillarme, para luego aplacar mi sonrojo en un tira y afloja
que jamás llegué a comprender.
Superados
noviazgos epistolares, acnés y otros esguinces sentimentales, completé mis
estudios en el extranjero y las becas prolongaron mi destierro. Mi lengua pasó
a ser otra y mi foto lució gafas, entradas y patillas en un nuevo pasaporte de
un nuevo país.
Me
dediqué a la docencia en cuerpo y alma, publiqué investigaciones y una pieza
minúscula dentro de una óptica compleja contribuyó a enviar imágenes de Venus,
ese planeta que nos regalamos un alba sin saber su nombre y que juramos
conquistarlo.
La
herrumbre ha quebrado las bisagras de tu verja. De un vistazo miro a tu
ventana. Las lamas se descuadran, el barniz se agrieta. Alzo la vista; los
arbustos crecen en los tejados. Retiro la mirada. Prefiero la emborronada
nostalgia a una realidad tan franca como innecesaria para quien los recuerdos
nunca dejan de estirarle una sonrisa.
Nadie
sabe por qué hay lugares que tienen esa facultad de recordarte que les debes
una visita. Es posible que fueran las personas que te acompañaran las culpables
de tu regreso o quizá que tu ánimo, por aquel entonces, estaba en armonía con
ese entorno, pero ¿Por qué regresar? ¿Por qué empañar tan bella emoción si
ahora tus ojos no descubren nada más que la decadencia? ¿Acaso se busca
reforzar con un leve detalle, todavía en vigor, todavía por descubrir, todos
aquellos matices que dieron forma a un paraíso? Preferiría no formularme estas
cuestiones ni siquiera plantearme las respuestas. Mis pobladas cejas, rubias de
canas, enmarañan mi pesar más de lo que mi afortunada vida me señala como
insolente. Al final, creo que me hago viejo y ando repasando lo conocido por si
algo quedó en el aire, algo pasó inadvertido ante la falta de astucia propia de
un mozalbete.
Nunca
volví a saber de ti. Sí de tu familia que al año siguiente también buscó en la
costa un lugar donde encontrar su descanso durante el estío. Pero nadie supo o
quiso darme referencias. Tus apellidos, de imposible rastreo por frecuentes, me
llevaron a buscarte entre la multitud mis domingos de paseo; pero confundido
por la ansiedad me puse las gafas del desesperado y creí reconocerte en las
espaldas de unas pocas. Todas tenían una parte de ti y ninguna tu todo.
Con
el tiempo asumí tu madurez y te imaginé esbelta como tu madre pues tus huesos
se alejaban con mucho del esqueleto de tu corpulento padre. Sin embargo, a
pesar de los años, no dejaba de fijarme al atravesar los parques en aquellas
criaturas que se asemejaban a la niña del vestido de flores que me despidió
entre una nube de polvo.
He
dejado atrás tu casa y un mantillo de acículas acolcha mis pasos en dirección a
nuestra cabaña. Los cantos que recogimos del río todavía marcan parte del
camino. De niño me parecía toda una travesía y ahora, tras dos recodos, me he
plantado ante las dos piedras que definimos como la cocina de nuestro jardín. A
su lado, unos troncos que hicieron de vigas de nuestro refugio yacen mostrando
los clavos que en su día sujetaron nuestra ilusión. Por suerte, el techo se
vino abajo y me permite invadir la estancia erguido. Con un solo paso llego a
una raíz que nos sirvió de banco. A sus pies elegimos el lugar donde enterrar
nuestra urna de lata con aquellos objetos que por brillo, color o trascendencia
catalogamos como tesoros.
Sonrío
ante las canicas que recuerdo y pienso en aquel jefe indio de plástico que
formaba parte de mi legado más preciado. Tu elegiste guardar un collar de
conchas y un coletero de bolas con forma de cereza. Nos dijimos que,
enterrarlos, era un modo de nombrarnos adultos, y que a partir de ese momento,
nos miraríamos como lo hacían nuestros padres y nos daríamos la mano cuando
ellos no nos vigilaran.
Después
de escarbar un minuto, allí estaba la caja; picada de óxido, desfigurando el
sonriente rostro de una pin-up con una bandeja de bebidas que elevaba por
encima de su cabeza. Tras sentarme en la raíz soplé su superficie, luego rebañé
con mis dedos los restos de tierra y la deposité sobre mis rodillas. Acto
seguido saqué un sobre de mi chaqueta, dentro, una carta con un resumen de mi
vida, muy escueta, casi idéntica en los términos aquí narrados.
Cuando
un mes atrás me llegó otra carta, la de mi jubilación, me la llevé a mi mesa de
siempre en la cafetería de la universidad. Tras releerla, me vi obligado a dar
un repaso a mi trayectoria profesional. Impecable podía definirse; premiada en
los cinco continentes; un ilustre de la ciencia. El remitente sabía, tan bien
como yo, que era una misiva meramente protocolaria, pues para un investigador
solo una esquela le retiraba por completo. No obstante, si bien no acepté la
invitación, sí que me regalé un par de meses de descanso. Quería poner en calma
ciertos aspectos de mi pasado que alguna vez sentí martillear en mi conciencia.
Y el más apremiante era volver al jardín de mi recreo y despedirme como un
caballero de a quien por inocencia, brevedad y pureza siempre consideré el amor
de mi vida.
Y
en esa carta, que ahora sujetaba con el temblor de los honorables, dispuesta a
ser enterrada en la vieja lata, condensaba el testamento de mi corazón y
cerraba las cortinas que siempre dejé abiertas por si el azar volvía a cruzar
nuestras vidas de nuevo. En el sobre tan solo escribí su nombre.
Las
canicas seguían ahí, y el indio, y su collar de conchas y su coletero, pero no
llegué a distinguirlos. Tan solo tuve ojos para lo que no esperaba: otra carta,
en tan buen estado como la que mis manos había dejado caer por la impresión. En
ella pude leer mi nombre, y, en su interior, media docena de veces más.
Ella
sí supo de mí en cuanto la prensa publicó mis investigaciones. Nunca consideró
contactar conmigo pues, cuando descubrió mi paradero, acaba de alumbrar a su
tercer hijo. Me refirió su azarosa vida, pero prometió amor y lealtad a su
marido, y hasta su fallecimiento mantuvo reprimido su pesar, su sentir que
nuestra correspondencia supuso algo más que un verano de niños. Por eso se
atrevió a regresar a nuestro rincón y dejar la carta que ahora sujetaban mis
manos. Éramos espejos de un mismo reflejo, decía, y cuando miraba a la noche
estrellada sonreía porque Venus nunca dejaría de alumbrarnos.
Dejé
la mía en su lugar, sin ninguna seña, al igual que la suya. El reencuentro ya
se había producido a partir del momento en que habíamos vuelto a pisar aquel
rincón. Ambos reconocíamos que habíamos disfrutado de la más hermosa historia de amor
posible y cuan dichosos éramos, al revivir, tantos años después, las mismas
sublimes sensaciones de entonces y querer dejarlas como estaban.
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