sábado, 2 de febrero de 2013

El puente que lleva a Venus


        Hoy he vuelto a cruzar el puente que me lleva hasta tu casa. Al otro lado, los postes de teléfono me señalan el sendero oculto por la hierba. Desde sus gastados cables, las golondrinas saludan con alborozo a los primeros rayos. Parecen buscarse un sitio en la foto del nuevo amanecer.
     Tropiezo con las piedras que la exuberancia oculta; largas fibras de maleza doblegadas por el rocío que oscurece a cada zancada el color de mis perneras. Mi boca no se mueve pero en mi mente escucho los silbidos que a ese aire entregué muchas décadas atrás, cuando, cada mañana, iba a tu encuentro sin otra preocupación que sujetar mi entusiasmo de enamorado.
Décadas de ausencia me separan de la imagen última de nuestro infante escenario, el que me ofrecía un cristal trasero. Entre cortinas de paquetes, valijas y el polvo de las ruedas, tú, despidiéndome, desde la cuneta, con un vestido de flores que el viento del final del verano agitaba, como esos pañuelos en el andén al tren que se desplaza.
A medida que me adentro en la propiedad, las dos chimeneas de tu casa van ocultando su gallardía por el bosque que tantas veces exploramos juntos. Reducto donde levantamos nuestra cabaña, donde creamos sendas de cantos y escondimos tesoros en urnas de lata, y grabamos nuestros nombres en las cortezas del pórtico.
A la edad de un mocoso su opinión es charla, la rabia, rabieta y las lágrimas un recurso gastado de caudal saurio. No decides tu ropa ni el menú ni tus lecturas. Mis padres eligieron el mar y olvidaron su pasado entre montañas. Parecían seguir una moda infernal pues la sombra de frescor que ofrecía el abrazo de un chopo, o ese placer que regalaba sestear bajo un mosaico de hojas de roble, era sustituido por una sombrilla de estampados clavada en un arenal, donde las conversaciones del vulgo te asombraban por el tono severo con el que afrontaban el malestar de encontrarse bajo una inclemencia elegida: el sol de agosto.
No niego que disfruté del mar, que encontré amigos no sin antes pasar las pruebas de empujarme con ellos. Un pulso necesario en todo recién llegado para ganar jerarquía ante el elegido líder por ser el más canalla. Pero echaba de menos el viento que agitaba las ramas, el que riza los arroyos, el que abultaba las nubes contra las cumbres; pues en la brisa y en las mareas no encontraba otra música que el romper de las olas. Y te echaba de menos a ti y a esa margarita que horquillaba tus mechones sobre tu oreja.
Hubo otras niñas que surgieron detrás de las sillas de aquellos círculos de tostadas familias reunidas ante jarras de sangría, donde presumían de sus orígenes hidalgos contraviniendo los adhesivos de sus coches aparcados por quincenas ante la carestía de los combustibles. Escuché renegar a los míos de su procedencia labriega y tildarse de capitalinos, y en mi torpe agudeza me sumergí en los juegos que aquellas repeinadas con coletas organizaban con requiebros con un único fin: humillarme, para luego aplacar mi sonrojo en un tira y afloja que jamás llegué a comprender.
Superados noviazgos epistolares, acnés y otros esguinces sentimentales, completé mis estudios en el extranjero y las becas prolongaron mi destierro. Mi lengua pasó a ser otra y mi foto lució gafas, entradas y patillas en un nuevo pasaporte de un nuevo país.
Me dediqué a la docencia en cuerpo y alma, publiqué investigaciones y una pieza minúscula dentro de una óptica compleja contribuyó a enviar imágenes de Venus, ese planeta que nos regalamos un alba sin saber su nombre y que juramos conquistarlo.
La herrumbre ha quebrado las bisagras de tu verja. De un vistazo miro a tu ventana. Las lamas se descuadran, el barniz se agrieta. Alzo la vista; los arbustos crecen en los tejados. Retiro la mirada. Prefiero la emborronada nostalgia a una realidad tan franca como innecesaria para quien los recuerdos nunca dejan de estirarle una sonrisa.
Nadie sabe por qué hay lugares que tienen esa facultad de recordarte que les debes una visita. Es posible que fueran las personas que te acompañaran las culpables de tu regreso o quizá que tu ánimo, por aquel entonces, estaba en armonía con ese entorno, pero ¿Por qué regresar? ¿Por qué empañar tan bella emoción si ahora tus ojos no descubren nada más que la decadencia? ¿Acaso se busca reforzar con un leve detalle, todavía en vigor, todavía por descubrir, todos aquellos matices que dieron forma a un paraíso? Preferiría no formularme estas cuestiones ni siquiera plantearme las respuestas. Mis pobladas cejas, rubias de canas, enmarañan mi pesar más de lo que mi afortunada vida me señala como insolente. Al final, creo que me hago viejo y ando repasando lo conocido por si algo quedó en el aire, algo pasó inadvertido ante la falta de astucia propia de un mozalbete.
Nunca volví a saber de ti. Sí de tu familia que al año siguiente también buscó en la costa un lugar donde encontrar su descanso durante el estío. Pero nadie supo o quiso darme referencias. Tus apellidos, de imposible rastreo por frecuentes, me llevaron a buscarte entre la multitud mis domingos de paseo; pero confundido por la ansiedad me puse las gafas del desesperado y creí reconocerte en las espaldas de unas pocas. Todas tenían una parte de ti y ninguna tu todo.
Con el tiempo asumí tu madurez y te imaginé esbelta como tu madre pues tus huesos se alejaban con mucho del esqueleto de tu corpulento padre. Sin embargo, a pesar de los años, no dejaba de fijarme al atravesar los parques en aquellas criaturas que se asemejaban a la niña del vestido de flores que me despidió entre una nube de polvo.
He dejado atrás tu casa y un mantillo de acículas acolcha mis pasos en dirección a nuestra cabaña. Los cantos que recogimos del río todavía marcan parte del camino. De niño me parecía toda una travesía y ahora, tras dos recodos, me he plantado ante las dos piedras que definimos como la cocina de nuestro jardín. A su lado, unos troncos que hicieron de vigas de nuestro refugio yacen mostrando los clavos que en su día sujetaron nuestra ilusión. Por suerte, el techo se vino abajo y me permite invadir la estancia erguido. Con un solo paso llego a una raíz que nos sirvió de banco. A sus pies elegimos el lugar donde enterrar nuestra urna de lata con aquellos objetos que por brillo, color o trascendencia catalogamos como tesoros.
Sonrío ante las canicas que recuerdo y pienso en aquel jefe indio de plástico que formaba parte de mi legado más preciado. Tu elegiste guardar un collar de conchas y un coletero de bolas con forma de cereza. Nos dijimos que, enterrarlos, era un modo de nombrarnos adultos, y que a partir de ese momento, nos miraríamos como lo hacían nuestros padres y nos daríamos la mano cuando ellos no nos vigilaran.
Después de escarbar un minuto, allí estaba la caja; picada de óxido, desfigurando el sonriente rostro de una pin-up con una bandeja de bebidas que elevaba por encima de su cabeza. Tras sentarme en la raíz soplé su superficie, luego rebañé con mis dedos los restos de tierra y la deposité sobre mis rodillas. Acto seguido saqué un sobre de mi chaqueta, dentro, una carta con un resumen de mi vida, muy escueta, casi idéntica en los términos aquí narrados.
Cuando un mes atrás me llegó otra carta, la de mi jubilación, me la llevé a mi mesa de siempre en la cafetería de la universidad. Tras releerla, me vi obligado a dar un repaso a mi trayectoria profesional. Impecable podía definirse; premiada en los cinco continentes; un ilustre de la ciencia. El remitente sabía, tan bien como yo, que era una misiva meramente protocolaria, pues para un investigador solo una esquela le retiraba por completo. No obstante, si bien no acepté la invitación, sí que me regalé un par de meses de descanso. Quería poner en calma ciertos aspectos de mi pasado que alguna vez sentí martillear en mi conciencia. Y el más apremiante era volver al jardín de mi recreo y despedirme como un caballero de a quien por inocencia, brevedad y pureza siempre consideré el amor de mi vida.
Y en esa carta, que ahora sujetaba con el temblor de los honorables, dispuesta a ser enterrada en la vieja lata, condensaba el testamento de mi corazón y cerraba las cortinas que siempre dejé abiertas por si el azar volvía a cruzar nuestras vidas de nuevo. En el sobre tan solo escribí su nombre.
Las canicas seguían ahí, y el indio, y su collar de conchas y su coletero, pero no llegué a distinguirlos. Tan solo tuve ojos para lo que no esperaba: otra carta, en tan buen estado como la que mis manos había dejado caer por la impresión. En ella pude leer mi nombre, y, en su interior, media docena de veces más.
Ella sí supo de mí en cuanto la prensa publicó mis investigaciones. Nunca consideró contactar conmigo pues, cuando descubrió mi paradero, acaba de alumbrar a su tercer hijo. Me refirió su azarosa vida, pero prometió amor y lealtad a su marido, y hasta su fallecimiento mantuvo reprimido su pesar, su sentir que nuestra correspondencia supuso algo más que un verano de niños. Por eso se atrevió a regresar a nuestro rincón y dejar la carta que ahora sujetaban mis manos. Éramos espejos de un mismo reflejo, decía, y cuando miraba a la noche estrellada sonreía porque Venus nunca dejaría de alumbrarnos.
Dejé la mía en su lugar, sin ninguna seña, al igual que la suya. El reencuentro ya se había producido a partir del momento en que habíamos vuelto a pisar aquel rincón. Ambos reconocíamos que habíamos disfrutado de la más hermosa historia de amor posible y cuan dichosos éramos, al revivir, tantos años después, las mismas sublimes sensaciones de entonces y querer dejarlas como estaban.

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