sábado, 16 de marzo de 2013

Fermín, el loco


                 Con la misma prisa de un devoto ante el último repique, así subía la cuesta de la iglesia Fermín el loco. Si no fuera por las cabriolas para evitar las hierbas del empedrado, Fermín aparentaba ser un feligrés más de a los que la pendiente y la demora apuraba el aliento. Y aquel esfuerzo exigía siempre un alto en la fuente de los siete caños.

Junto a la fuente, los chavales dibujábamos una portería de tiza en la casona de Rufo hasta que, a cuenta de los balonazos, asomaba el viudo vara en mano. Formaba parte del juego correr en busca de refugio cuando el silbido del azote amenazador cortaba el aura de nuestra fuga; y qué mejor cobijo, a cuenta de lo sagrado, que el pórtico de la iglesia, el cual ganábamos con la risa de los pilluelos y ocupábamos sus rincones como los monos los templos de oriente. Desde allí nos sabíamos a salvo y contemplábamos el desaire de Rufo acarreando cubos que arrojaba contra su pared hasta que la última lágrima de blanca arcilla se perdía en el brillo del desagüe.

Si la tarde era de trinos y pipas nos quedábamos en el horuelo a contemplar el trasiego de parroquianos, antes de que los televisores dieran vida a las cortinas, antes de que nuestras madres nos reclamaran a la cena y el eco de las trancas y contraventanas anunciara el final del día; dejando una postal de silencio, con permiso de grillos y patrullas de perros sin collar olfateando el insomnio de los gatos.

Los urbanitas nunca nos preguntamos si alguna vez esas gentes llegaron y decidieron que aquella localidad era un buen lugar para establecerse, o si jamás salieron de allí o si, por el contrario, husmearon otras lindes y reconocieron las suyas inmejorables. La libertad que regalaba el entorno despreciaba perderse en esos dilemas. Asimismo, obvié, por el simple candor de la moza edad, que esos venerables también fueron niños. Los conocí adultos, enjutos, curtidos en la era; con la mirada profunda, la de los que sienten crecer la siembra y lo que el cielo advierte, y así quise y quiero recordarlos. Fermín era la excepción, él era un crío encerrado en la apariencia de un hombre, pero era nuestro Fermín.

Así como Carmelo, todas las madrugadas, propagaba los matices de la harina tostada por los aledaños del obrador, Fermín, minutos antes del mediodía, se introducía en la fuente dispuesto a soltar un alegato sobre la gran amenaza sísmica que se cernía sobre nosotros. En cuanto descubrías sus absurdos giros al caminar, y comprendías que era flojo de chavetas, reparabas más allá de su anómalo vagar y te sorprendías de la rara costumbre que tenía de sumergir la mano izquierda en el bolsillo contrario. Cualquier foráneo arrugaría el mentón ante quien, aproximándose como un caballo de ajedrez, y con esa mirada que tendía a depositar en la invisible parte posterior de las cosas, voceaba la noticia de un hecho insólito que había descubierto y del que nos quería librar.  Para Fermín, la pequeña localidad que le había acogido con el cariño de quienes toleran las disonancias si no alteran mojones, era el lugar exacto donde la tierra pretendía expiar sus tensiones con un gran terremoto. Así, a las doce en punto, sumergía con un violento pisotón media pierna en la fuente y proclamaba que ese era el epicentro de lo que nos avecinaba. Luego, sin variar su discurso, repetía datos de los grandes cataclismos acontecidos en la historia de la humanidad mezclando la churra Pompeya con la merina Atlántida. 

Finalizado el acto, cuando Fermín procedía a escurrir los restos de su teatro, siempre le ofrecíamos el balón. Antes de rechazar la invitación miraba hacia la puerta de Rufo e, invariable, demostraba que de loco lucía una espléndida melena, pero de tonto ni las canas. Luego, se perdía calle abajo para seguir con su rutina. Esta consistía en cosechar hojas de parra y dejarlas bajo las aldabas de cada puerta, a modo de sereno diurno que anuncia su ronda. Era su forma de saludar a los vecinos a pesar de que sólo algunos rendían pan o abrigo a su loco.

Con el paso de los años, muchos dejamos de ir al pueblo. Pero ciertas nostalgias persiguen y perduran más que una efeméride. Así, organicé un reencuentro de quintos en el que quise también implicar a nuestras respectivas familias.

Los recuerdos conmueven a quien los alberga y por mucha intensidad que vuelque en su relato, por mucho que mire a cada rincón como si una ventana en el tiempo se abriera, resulta imposible transferir con fidelidad la vivencia. El obrador de Carmelo cerró; la vieja cosechadora, que gripó engranajes en los trigales, y fue nuestra nave del imperio, ahora es pecio de espinos y moras. Corrales y casonas, como la del Rufo, muestran los costillares de su ruina. Nos dijeron que el viudo acabó en la residencia de mayores de la nacional. La fuente seguía firme con sus siete caños, pero de uno solo manaba un hilo de agua. Sonaron las doce y Fermín no acudió al chapoteo. «De atar», refirió el camarero a las preguntas por la suerte del loco. «Quiso mover la fuente de sitio y se dejó los huesos empujándola día tras día. Acordaron internarlo». Dicen que se escapó. Nadie volvió a verle.

Animados por el vino del brindis, decidimos enviar una carta a Rufo como promotores interesados en la construcción de un campo de fútbol, junto a la residencia.  Reconoció nuestra chanza y al mes me llegó una carta suya con una asombrosa aclaración:

La madrugada del colapso de la casona, alguien llamó con insistencia a la puerta; luego, la emprendió a balonazos. Vara en mano salí y tropecé en el umbral con un caldero a rebosar. En ese instante, la edificación se vino abajo. Cuando el polvo se disipó, pude distinguir sobre la maltrecha puerta una hoja de parra y a la sombra saltarina de mi suerte advertida perderse calle abajo.

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