Junto a la fuente, los chavales dibujábamos una
portería de tiza en la casona de Rufo hasta que, a cuenta de los balonazos, asomaba
el viudo vara en mano. Formaba parte del juego correr en busca de refugio
cuando el silbido del azote amenazador cortaba el aura de nuestra fuga; y qué
mejor cobijo, a cuenta de lo sagrado, que el pórtico de la iglesia, el cual
ganábamos con la risa de los pilluelos y ocupábamos sus rincones como los monos
los templos de oriente. Desde allí nos
sabíamos a salvo y contemplábamos el desaire de Rufo acarreando cubos que
arrojaba contra su pared hasta que la última lágrima de blanca arcilla se
perdía en el brillo del desagüe.
Si la tarde era de trinos y pipas nos quedábamos en el
horuelo a contemplar el trasiego de parroquianos, antes de que los televisores
dieran vida a las cortinas, antes de que nuestras madres nos reclamaran a la
cena y el eco de las trancas y contraventanas anunciara el final del día;
dejando una postal de silencio, con permiso de grillos y patrullas de perros
sin collar olfateando el insomnio de los gatos.
Los urbanitas nunca nos preguntamos si alguna vez esas
gentes llegaron y decidieron que aquella localidad era un buen lugar para
establecerse, o si jamás salieron de allí o si, por el contrario, husmearon
otras lindes y reconocieron las suyas inmejorables. La libertad que regalaba el
entorno despreciaba perderse en esos dilemas. Asimismo, obvié, por el simple candor de la moza edad, que esos
venerables también fueron niños. Los conocí adultos, enjutos, curtidos en la
era; con la mirada profunda, la de los que sienten crecer la siembra y lo
que el cielo advierte, y así quise y quiero recordarlos. Fermín era la
excepción, él era un crío encerrado en la apariencia de un hombre, pero era
nuestro Fermín.
Así como Carmelo, todas las madrugadas, propagaba los
matices de la harina tostada por los aledaños del obrador, Fermín, minutos
antes del mediodía, se introducía en la fuente dispuesto a soltar un alegato sobre
la gran amenaza sísmica que se cernía sobre nosotros. En cuanto descubrías sus
absurdos giros al caminar, y comprendías que era flojo de chavetas, reparabas
más allá de su anómalo vagar y te sorprendías de la rara costumbre que
tenía de sumergir la mano izquierda en el bolsillo contrario. Cualquier foráneo arrugaría el mentón ante quien, aproximándose
como un caballo de ajedrez, y con esa mirada que tendía a depositar en la
invisible parte posterior de las cosas, voceaba la noticia de un hecho insólito
que había descubierto y del que nos quería librar. Para Fermín, la
pequeña localidad que le había acogido con el cariño de quienes toleran las
disonancias si no alteran mojones, era el lugar exacto donde la tierra
pretendía expiar sus tensiones con un gran terremoto. Así, a las doce en punto,
sumergía con un violento pisotón media pierna en la fuente y proclamaba que ese
era el epicentro de lo que nos avecinaba. Luego, sin variar su discurso,
repetía datos de los grandes cataclismos acontecidos en la historia de la
humanidad mezclando la churra Pompeya con la merina Atlántida.
Finalizado el acto, cuando Fermín procedía a escurrir
los restos de su teatro, siempre le ofrecíamos el balón. Antes de rechazar la invitación
miraba hacia la puerta de Rufo e, invariable, demostraba que de loco lucía una
espléndida melena, pero de tonto ni las canas. Luego, se perdía calle abajo
para seguir con su rutina. Esta consistía en cosechar
hojas de parra y dejarlas bajo las aldabas de cada puerta, a modo de sereno
diurno que anuncia su ronda. Era su forma de saludar a los vecinos a pesar de
que sólo algunos rendían pan o abrigo a su loco.
Con el paso de los años, muchos dejamos de ir al
pueblo. Pero ciertas nostalgias persiguen y perduran más que una efeméride. Así,
organicé un reencuentro de quintos en el que quise también implicar a nuestras
respectivas familias.
Los recuerdos conmueven a quien los alberga y por
mucha intensidad que vuelque en su relato, por mucho que mire a cada rincón
como si una ventana en el tiempo se abriera, resulta imposible transferir con
fidelidad la vivencia. El obrador de Carmelo cerró; la vieja cosechadora, que
gripó engranajes en los trigales, y fue nuestra nave del imperio, ahora es
pecio de espinos y moras. Corrales y casonas, como la del Rufo, muestran los
costillares de su ruina. Nos dijeron que el viudo acabó en la residencia de mayores
de la nacional. La fuente seguía firme con sus siete caños, pero de uno solo manaba
un hilo de agua. Sonaron las doce y Fermín
no acudió al chapoteo. «De atar», refirió el camarero a las preguntas por la
suerte del loco. «Quiso mover la fuente de sitio y se dejó los huesos
empujándola día tras día. Acordaron internarlo». Dicen que se escapó. Nadie volvió
a verle.
Animados por el vino del brindis, decidimos enviar una
carta a Rufo como promotores interesados en la construcción de un campo de
fútbol, junto a la residencia. Reconoció
nuestra chanza y al mes me llegó una carta suya con una asombrosa aclaración:
La madrugada del colapso de la casona, alguien llamó
con insistencia a la puerta; luego, la emprendió a balonazos. Vara en mano salí
y tropecé en el umbral con un caldero a rebosar. En ese instante, la
edificación se vino abajo. Cuando el polvo se disipó, pude distinguir sobre la
maltrecha puerta una hoja de parra y a la sombra saltarina de mi suerte
advertida perderse calle abajo.
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