Hay quien viaja azorado a
nuevos mundos a causa de aquellas primeras lecturas caídas en la mágica edad
del asombro constante. Hay quien abandona la seguridad de un entorno
favorecedor por tratar de encontrarle sentido a una vida demasiado evidente. Algunos
miran al firmamento, reconocen la brevedad de su paso y se cuestionan las
razones del universo por dotar de inteligencia a quienes nunca podrían influir en
las fuerzas que equilibran esa inmensidad.
Pongamos que somos planetas aquiescentes
a los influjos de nuestra cercanía. Que rotamos en torno a ese planetario
convenido y desplazamos nuestra órbita cuando la energía fundida bajo nuestra
corteza protesta por cambiar esa aburrida elipse que describe la rutina que nos
desplaza.
Digamos que los satélites son prójimos
de suerte esquiva, como formas abruptas alejadas de la armonía; personas que nos
engrandecen si los consideramos parte inseparable de nuestra constelación. Sin
embargo, son despreciadas porque la liga de la normalidad decidió señalarlas
con el dedo del temor.
La alcanzable luna, una masa yerma,
expuesta, inhabitable; que fuera meta de potencias por clavar su bandera, que
es reina de las mareas, nostalgia de lobos, cuna menguante de promesas, adalid
del poemario, raíz de lunáticos, anticipo de la mañana; rostro creciente, oculto
o pleno; la que maquilla de gris las noches y se esconde como buen espejo
cuando el fulgor excede la reflexión. Es la luna el mejor ejemplo de esa
inutilidad indispensable.
Luca de Tena acertó a referirlos como «Los
renglones torcidos de Dios». Recurso inhabitual acudir a la literatura novelada
para comprender su existencia, pero inmejorable retrato el que narra el
desaparecido escritor. Por el contrario, es quizá más frecuente que, de crío,
un comportamiento impropio de un adulto sea cuestión de sobremesa y llevé a que
los cubiertos caigan o la bebida atragante si la inquietud apela sobre el
mundo de los disminuidos mentales. La incómoda respuesta navegará entre la
delicadeza y la ilustración, con el reparo del mentor por no producir un escalofrío
a su curioso tutelado si éste entiende que ese fracaso ajeno se reduce a la
simple lotería del nacimiento.
Nombrarlos como mentes encerradas en cuerpos
de una talla inapropiada es un resumen demasiado transversal, reconducido como
por alivio hacia un asunto de desproporciones. Y aún asumida esa definición de
urgencia como una contrariedad de la naturaleza, a quien sea sensible a las
aflicciones ajenas el desasosiego le cerrará el estómago ante el matiz de lo
incurable.
Pero pongámonos en esa etapa de la
infancia donde se vadean las dudas entre soluciones alcanzadas por la
introspección o por el tino en las respuestas si es ilustre el interpelado.
Algunas, como la abordada, a pesar de la buena disposición del culto por aclararlas,
quedarán alojadas en un limbo de pesadumbre a cuenta de la injusta esencia por
ser diferente. Quizá a esa edad se es demasiado joven para comprender que no
todo en la vida es merecido, ni siquiera la buena estrella. Por esa razón
siempre se agradece que, de vez en cuando, surja un talento que deje en su arte
un recuerdo imborrable y llene de esperanza, y de dudas, a cuenta de la
semántica, sobre quién recae, en verdad, la desgracia. ¿Será en el señalado o
acaso el infortunio se detiene en quien le observa? Porque ¿qué esconde esa
mirada perdida, la de ese errante de mente entre nebulosas que la casualidad ha querido cruzarnos?
En esa coincidencia, una vez a nuestra
altura, las sombras se confundirían, nadie encontraría la diferencia. Puede que
ni siquiera existamos para él, o puede que se esté compadeciendo de nosotros y
de nuestra capacidad en el empeño de querer comprender todo, incluso lo
deficiente.
Compadecerse. Sufrir por quien sufre.
Se me antoja que ese artista, que
antes mencioné, supiera por confesiones celestiales que nuestra suerte campea
sobre un error ancestral. Como espectador de la historia que tararea, como
narrador de la desgracia, como trovador de la vida, nos recuerda que a pesar de
nuestra abundante fortuna los renglones torcidos no rivalizan, no envidian y ni
lo pretenden.
«No puede haber nadie en este mundo
tan feliz», afirma convencido el cantautor, y da rotundidad a su mensaje, nos
llama la atención, con un: ¡Hey!, todo se reduce a que «Sólo pienso en ti».
Quizá bajo esta simple consideración,
no estaría de más maldecirse cuando la indignación por meros contratiempos se
magnifica hasta el absurdo como si de afrentas al honor se trataran. Pues bajo
el Infinito, ante ese sol que nos ciega, ante esa luna que se cuela
por los poros de nuestras persianas, nada nos separa de esas otras vidas salvo
la estupidez de nuestros egos y el largo de nuestras sombras.
Quien tiene la capacidad de enamorarse,
nada más necesita, ninguna facultad le falta, todo es soportable cuando la mirada se detiene en la persona que nos colma.
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