domingo, 21 de abril de 2013

Aquella noche de charcos


      Sara eligió ese noche porque la lluvia arreciaba y confiaba en que la inclemencia tiñera las calles de soledad. Aún así tuvo que esperar en un soportal a que otras como ella, pero más decididas, terminaran de abandonar a sus tesoros recién paridos. Durante la espera la niña gimió, gimió de amor al saberse apretada contra el pecho que reconocería entre un millón aún sumida en el jolgorio del último carnaval; cuando fue concebida bajo la influencia de los vapores del vino y de la perseverancia de un canalla sin rostro, que por aquel desahogo tan sólo se llevó el rasguño de la primera bofetada. La que le propinó la adolescente antes del desmayo.
            Cierto convento veneciano ideó un buzón como forma de entrega ante la avalancha de niñas indeseadas que eran abandonadas a la intemperie de sus muros. La mayoría eran fruto del desenfreno anterior a la cuaresma, pero fue tal la fama de cuidados y el nivel de docencia de la congregación, sobre todo musical, que algunos pudientes también entregaron a su descendencia sabedores de que nunca recibirían mejor instrucción sin perder en el empeño unos buenos reales.
            Aquella reputación llevó a la peregrinación de doncellas todavía preñadas hasta las puertas de la abadía, y, también, a oídos de Roma. Por ello el Papa ordenó grabar sobre el muro que ceñía el buzón, una orden de excomulgación sobre toda alma que abandonara el fruto de su vientre en aquella rendija de la vergüenza como se apresuró a nombrar.
De nada sirvió la amenaza pues, si acaso el llanto, la cobardía o la nocturnidad ya cegaban la desesperación de aquella madres, el detalle que tildaba de inútil aquel bando era no haber considerado el analfabetismo reinante en los fondos de la húmeda Venecia.
Desde que resoplara el último esfuerzo y escuchara el primer llanto a la vida, Sara no quiso mirarla. Durante la semana que amamantó a su hija y mientras recuperaba fuerzas, se desenvolvió a tientas bajo una venda que solo se retiraba cuando, al tacto, estaba segura de no poder ver ni un asomo de piel de aquella criatura que pronto despediría.
Por eso eligió la noche, por eso esperó a la lluvia, por eso aguardó a la soledad, sin otra mujer detrás que la apresurara, por eso también pudo escuchar el gemido de aquella tierna vida gozando del abrigo de los mejores brazos. Y con aquella condolencia bajo su manto, su caminar entre los charcos se volvió errático hasta que llegó frente al buzón, donde con su negra boca la esperaba insaciable. La lluvia resbalaba por el muro y se reunía en gruesas gotas antes de perderse en la comisura. Un simple gesto y el fruto de una desgracia, la losa sobre su espalda se perdería en un tobogán definitivo hacia una vida sin penurias.
—Enfermarás si te demoras —pudo escuchar de una voz a su lado.
El enrejado de la mirilla mostraba una sombra tremolar tras la luz de los cirios. Una sombra que volvió a hablar.
—Aquí, salvo que sea frágil de salud vivirá entre algodones, aprenderá un oficio y si su voz es virtuosa tendrá su sitio en la coral. Conocerá la música, aprenderá del maestro Vivaldi y crecerá entregada a Cristo. Jamás su rostro se mostrará en el coro pues una celosía confunde facciones para evitar que la iglesia sea un centro de visitas de madres arrepentidas o curiosas.
El agua había empapado hombros y coronilla, y a la luz de la candela se distinguía el oscuro brillo de un manto que iba ganando peso y perdiendo su función. Sara acababa de escuchar de aquella monja lo que ya conocían todos los hijos de Venecia y aún así sus brazos seguían aferrando aquel latido que trepidaba como barruntando el adiós del marino que se hunde en la galerna.
—Pasará frío y hambre —repuso Sara entre sollozos—, y otras muchas penas que la miseria atrae. Y quizá no prospere. Es posible que nunca llegue a peinar sus cabellos. Creí que era amor darle lo mejor posible, creí que entregándola recibiría lo que nunca jamás podría llegar a darle, y pensé que por pobre carecía de ello. Pero ahora sé que me equivoqué. Tendrá una madre, me tendrá hasta que me consuma. Como yo la tuve. Y es el recuerdo de su enorme cariño el que ante la adversidad de haber nacido plebeya consigue que apriete los dientes y me gane cada mendrugo de pan todos los días. Ahora sé que la oportunidad está en este lado del muro. Debo obrar el milagro de aumentar mis pechos cada mañana para entregarme al ser al que debo amar por encima de todas las cosas y al que nunca abandonaré. Espero que algún día me perdone este paseo y la flaqueza con que me dejé guiar hasta aquí.
La mirilla se cerró y la luz de las rendijas dejó de filtrarse hasta la extinción. La boca del buzón parecía ahora más pequeña. La lluvia aumentó su castigo, los charcos se unieron y nunca más rindieron su nivel convirtiendo ciertas calles de la ciudad en navegables.
El aguacero de aquella noche no pudo con los huesos de una joven que salió asustada con una niña oculta en su regazo y regresó a su miseria con la fortaleza y la salud de la que se sabe irremplazable.
Diecisiete años después la abnegada Sara residía en el Palacio Contarini del Bovolo. Un regalo de su hija tras las nupcias. Desde lo alto de su escalera de caracol contemplaba el ajetreo de las calles de Venecia. Sonreía como cada vez que un espejo reflejaba las ropas que siempre pensó propias de la realeza. Su hija insistió en que debía vestirlas porque aunque no frecuentara la vida de palacio ni los circuitos nobles siempre podría recibir una visita inesperada de la familia Contarini y confundirla con el servicio. No dejó de sonreír cuando advirtió desde su atalaya a un par de mozas perseguidas en la distancia por una legión de jóvenes que, entre grescas y empujones, competían por encontrar el momento adecuado para presentar sus respetos.
Mucho florete reflejó las calles inundadas de Venecia batirse por las escasas damas de la ciudad. El convento aglutinó durante tanto tiempo los nacimientos de niñas que la proporción descomunal de varones puso a los pies de aquella minoría a los mejores herederos, aún siendo los orígenes de aquellas mozas muy alejados de las hidalgas procedencias de sus pretendientes.
Así fue como la hija de Sara en cuanto sus cabellos se dejaron peinar por el viento que avivan las esquinas, captaron la mirada del primogénito de los Contarini, quien sintió la necesidad de dejarse enredar por ellos como el abrazo definitivo de una madre. Como el de Sara en aquella noche de charcos.

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