Mi cuaderno de viaje, sujeto por una goma de
pollo, parecía sacado de un retrete y puesto a secar de tanto retal arrugado
que ceñía entre sus hojas pegadas. Así, billetes de tren, de barco; postales;
servilletas repletas de garabatos, señas, teléfonos, mapas y, cómo no, con manchas
del menú de aquel día lejano que almorcé en alguna parte y que, las noches de
insomnio, a la luz de una linterna escasa de pilas pero harta de estacazos, extraía
del pellizco de sus páginas y trataba de descifrar los ingredientes y, si
acaso, recordar la tasca donde los engullí. Era mi caja negra de una vida
aventurera azucarada con la sonrisa de los desprotegidos y que guardaba en mi
zurrón hasta que llegado a mi siguiente destino, sobre lo más parecido a un
escritorio reinaba como el más hermoso misal de la catedral de Santiago.
Y de este modo lo dispuse en una mesita en el
poblado de Kinzazhi, donde a cambio de mi trabajo de maestro me cedieron por un
año una habitación con su cama y su lámpara en uno de los barracones
prefabricados que habían sustituido a las viejas chozas de ramas y barro. Todo
gracias a la generosidad de una desconocida ONG francesa, que, aparte de las
construcciones, también dejó a su paso a un misionero jesuita, algo débil de
salud, empeñado en cristianizar al más sumido en los trances que dan los humos
de la adormidera: el hechicero. El anciano predicador pensó que evangelizando
al brujo le resultaría más sencillo que el resto del rebaño admitiera a Cristo.
Ignoraba que aquel hombre vestido con abalorios de huesos de cabra disfrutaba del
mismo liderazgo que un leproso invitando a cañas.
Kinzazhi era una localidad del África central
con dos centenares de habitantes creada en torno a un pozo y con una extensión
infinita de arbustos que basaba su subsistencia en la recolección de una
preciada baya destinada a los alambiques de la capital. También se prodigaba en
la caza de todo bicho que pretendiera comérsela y en un rudimentario sistema de
agricultura, casi siempre en barbecho, pues dependía de que una nube de
invierno descargara su negrura con precisión sobre un barranco próximo que
cumplía las veces de embalse.
Para mi asombro disponíamos de fluido
eléctrico gracias a un grupo electrógeno que una destilería facultó junto a
unas cámaras frigoríficas a cambio del dominio sobre la recolección y su
cuidado. Cuando un avión de la compañía licorera vestía con el polvo y el
rugido de sus motores las cuatro calles del pueblo, antes de llenar su bodega
con la cosecha dejaba suficiente combustible para abastecernos de voltaje hasta
su siguiente visita. Era el trueque torticero entre el proveedor de una magia interesada
a cambio de un producto singular de esa tierra perdida.
Ajeno a esas zarandajas, en mi recorrido por
las escuelas más extraviadas del mundo nunca encontré un poblado tan
extravagante como aquel. Olvidado en medio del África negra, desprovisto de todo
lo elemental y, sin embargo, con un enchufe en cada barracón de paredes blancas,
techos azules y, por supuesto, suelos rojos. Firma tan inconfundible como
imborrable del ingeniero francés que las entregó.
Mi horario de trabajo, bueno, no tenía
horario. Si bien disponía de mi aula con su pizarra, pupitres y una mesa, la
escuela solo servía para que los adultos se quedaran fuera, al menos, esa era
la idea. Llegada la hora de salir, los niños desaparecían poseídos por ese
ánimo desatado, revuelto en risas, que supone cualquier juego de reglas por
inventar. Pero, entonces, eran sus padres, abuelos o vecinos los que me
rodeaban en un constante asalto de preguntas sobre artilugios de los que habían
oído hablar o de aquellos que figuraban en un viejo catálogo que se había
convertido en la biblia de la curiosidad de todo un pueblo y que guardaba un
supuesto alcalde como un incunable.
Al principio me dejé atrapar por el ansia de conocimiento
que demandaban los pobladores, pero cuando vi que el concepto de intimidad
dependía de la robustez del pestillo del baño tuve que reglar por las tardes
nuevas clases y ordenar horarios. De este modo, todos, incluido el hechicero y
su católica escolta, después del almuerzo, se aglomeraban en mi aula como si se
decidiera el éxodo a otros parajes, en un abigarrado y continuo interrogatorio
de porqués y para qué servían ciertos instrumentos que iban desde un
sacacorchos hasta un transbordador espacial.
No desaproveché la oportunidad y dos vuelos
más tarde, además de un buen soborno al piloto, mi pedido llegó
perfectamente embalado. Desde la desbrozada pista hasta mi barracón un séquito
de detectives con taparrabos iba describiendo la caja: composición de la madera,
dirección de las betas; diferencias entre clavos y tornillos, entre adhesivos y
franqueos, como quien diserta sobre un hallazgo inaudito. Todo un parlamento de
vagos pues ninguno dispuso una mano para el acarreo y tuve que detenerme tres
veces a descansar antes de ponerme a salvo en el dormitorio con mi codiciada
valija.
Desde mi encierro aquella tarde hasta la
mañana siguiente, como si mi barracón se hubiera convertido en un meteorito
incandescente tan indescifrable como inquietante, niños y mayores aguardaron en
el umbral para conocer el contenido de mi envío. Al abrir la puerta me encontré
una turba semiinconsciente por el desvelo tratando de recomponerse al verme
aparecer. Ignoré el coro de bostezos y demandé al más próximo una escalera y,
una vez afirmada, me subí al tejado llevando conmigo una parte del artilugio.
Los murmullos a mis pies sobre mi enigmático cometido se propalaron como en una
platea antes de abrirse el telón. Una vez asegurada esa parte en el techo
desatendí todo comentario y obvié responder hasta que no finalizara por
completo la instalación. Me resultaba más fácil con una demostración final
darme a entender que explicar cada paso que iba dando, ya que, conociendo al
personal como lo conocía, por cada respuesta dada, media docena de nuevas
preguntas surgirían, y no había suficiente azúcar en la comarca para que mi
cerebro no muriese por una indigestión de reflexiones.
Una hora más tarde, con las últimas pruebas,
sentí al otro lado de las paredes como aquellas almas coreaban el lema «queremos
saber». En grupos de quince los hice pasar y tuve que pintarles una marca en la
espalda para que no repitieran y echarlos a empujones para que entraran los
siguientes. Finalizada la demostración los convoqué en el aula no sin antes
condicionarles a que tomaran algo de alimento y se refrescaran.
Nunca vi tanta gente con los carrillos llenos
tratando de hablar a la vez. Parecía una emulsión multitudinaria de palomitas
sin urna que las confine. Era increíble la voracidad por indagar de aquellas
mujeres y hombres, y no respetaban ni el atragantamiento con tal de saciar su
inquietud. Ante tanto ánimo ininteligible utilicé la pizarra como la mejor vía
para darles a entender el funcionamiento de un televisor y la parabólica a la
que se unía. Terminados los trazos y las flechas. Di paso a los contenidos que
aquel aparato podía mostrar con imágenes en movimiento. Todos coincidieron en
la misma pregunta, en la misma necesidad: cómo volar.
Nueve horas más tarde regresé a casa. Por el
camino que la separa de la escuela, apenas cien metros, mis decaídos hombros
fueron palmeados tantas veces como pasos mientras escuchaba la frase «una
última pregunta»…
No sé si dormí días o semanas, tampoco
recuerdo cómo llegué hasta la cama de aquel hospital ni, mucho menos, en qué
modo llegué a partirme una pierna. Buscando respuestas en mi despertar recorrí
mi reposo y descubrí que compartía habitación con el piloto del avión, que por
bigotes lucía una cánula de oxígeno y por barba un collarín.
—Nunca se acercaban demasiado… Temían mis
rugidos —balbuceaba una y otra vez.
Junto a él, en una silla, un policía de
uniforme roncaba su tedio con una revista de chicas ligeras sobre su abdomen, que
parecían aumentar sus pechos a cada golpe de respiración.
Presioné el botón y una enfermera compareció
al momento con cara de llegar tarde. Su expresión era de urgencia y se
convirtió en reproche cuando descubrió mi sonrisa. Comprobados los niveles de
mis goteros y la tensión de mi riego se dejó someter a mis preguntas a las que
respondió con lo que sabía por referencias después de llevar un mes postrado.
¡Un mes!
Casi ese mismo tiempo tardé en recibir el
alta y hasta entonces sólo supe que el ejército tuvo que intervenir en Kinzazhi
para sofocar la revuelta que, al parecer, una televisión por satélite avivó.
El resto de la historia traté de recomponerla
con hemerotecas y en una entrevista con el director comercial de la compañía de
licores, que me despachó con la celeridad de un funcionario dado que nunca
habían trabajado en la zona ni destinado recurso alguno en aquel poblado. Pero
fue con mi consulta a la Compañía de Jesús donde mi extrañeza se duplicó cuando
me reconocieron no tener ni haber tenido destacado miembro alguno en misiones
por esa zona del África Central.
Volví al hospital y aproveché el flirteo del
polizonte con las enfermeras para colarme en mi antigua habitación. Mi
compañero de convalecencia no me reconoció por la fiebre y me sorprendió con
sus temores. Me confundió con un sicario y en sus súplicas intercaló las
suficientes respuestas para que saliera de la estancia con una idea vaga de lo
que realmente me ocurrió en Kinzazhi.
Sin duda el avión se estrelló conmigo dentro,
además de con unos cuantos vecinos del poblado que trataron de hacerse a la
fuerza con los mandos en pleno despegue. Al principio pensé que quizá se
envalentonaron producto del visionado de algún documental sobre la historia de
la aviación, pero mi memoria desde el día del montaje del televisor se había
quedado en blanco y no recordaba ni esa proyección ni mi razón para encontrarme
en el interior de la aeronave.
Esa laguna era importante pero no tan
relevante como la sublevación de Kinzazhi, el misterio del falso jesuita, la
empresa de licores fantasma y la razón de la custodia policial del piloto. Todo
se concentraba en un mismo motivo que mi presencia, más bien mi docencia,
descompuso.
Al igual que todos los vecinos del pueblo
también fui utilizado. La apariencia de normalidad en un lugar tan remoto debía
seguir manteniéndose y nada mejor que colocar un maestro trotamundos para que si
alguna organización humanitaria se entrometía, la supuesta empresa licorera, en
voz del falso jesuita, se pronunciara como mecenas y veladora de su bienestar,
y procuradora de su progreso facultando docentes y medicinas cuando urgiera. De
esta forma espantaban a curiosos o naturalistas para seguir recolectando la
cosecha en exclusiva. Una cosecha abundante, regular y de extraordinaria calidad
que crecía natural sin siembra ni cuidados por el singular microclima y la
riqueza de su suelo. Por desgracia, su fruto capsular era tan codiciado como
prohibido: el opio.
Regresé al poblado en busca de mi cuaderno.
El ejército, al tiempo que había construido un puesto a las afueras, había
arrasado con toda la plantación de adormideras y pulverizado herbicidas para
evitar su regeneración. En mi parabólica había anidado una pareja de cigüeñas.
El hechicero volvía a ser una eminencia y era consultado sobre esa nube negra
que esperaban descargara durante el invierno toda su amenaza sobre el barranco.
De este modo se pasaba el día lanzando tabas y augurando chubascos a discreción
a cambio de cigarrillos condimentados.
Mi paso no despertó ninguna inquietud, ni
siquiera la de los niños. Parece que los sables hablaron con sus filos y enmudecieron
la alegría del saber.
Encontré
mi cuaderno en el cajón donde lo dejé. Su
aspecto era tan deplorable como siempre y era su garantía para ser despreciado.
Aproveché la visita para dar un repaso final a la que fuera mi residencia con
el fin de rescatar un recuerdo de mi paso. Descubrí el televisor en una esquina
hecho añicos y atravesado por una especie de lanza. De ella prendían plumas de
ganso hiladas con piel curtida de roedor. Las deseché pero no así un par de
astillas con restos del franqueo de la caja que trajo todos los truenos.
En el viaje de vuelta, pensando en el nuevo
destino donde enseñar los avances de este mundo imperfecto y sopesando censurar
ciertos descubrimientos, inútiles según la latitud, di abrigo en mi maltrecho
cuaderno de viaje a los restos de madera tintada bajo el título de La capital de los arbustos.
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