martes, 28 de mayo de 2013

La chófer

    Al crujido de la valla le siguió el rugido del motor en cuanto las ruedas perdieron el contacto con el suelo. Pronto, el vehículo dejó de arquear su inercia y fijó la trayectoria hacia las rocas del fondo del barranco. Sujeto al volante, el joven conductor emblanquecía sus manos tratando de aferrarse a una vida que, doscientos metros después, expiraba en un impacto violento y seco como el puño que encaja en la palma contraria.
El féretro de amasijos fue observado desde el risco por la apocada figura de una mujer cuyos cabellos un pañuelo ceñía para evitar los latigazos del viento. Y así se mantuvo de pie frente al abismo hasta asegurarse de que la imagen del siniestro que contemplaba se iba convirtiendo en la postal inalterable de un final mucho tiempo esperado. Fue entonces y no antes, cuando reculó y se sacudió de codos y rodillas los restos de asfalto pegados a su ropa, justo por encima de donde los arañazos comenzaban a supurar su reciente factura y a oscurecer la tela. Las lágrimas surgieron pero ajenas a las laceraciones y recorrieron su rostro siguiendo el camino habitual por los flancos de la nariz, continuando por los pliegues sobre la boca y salando las comisuras hasta reunirse en la punta del mentón, antes de que la siguiente ráfaga las dispersara al capricho de sus bandazos. Sin embargo, una sonrisa trataba de dibujarse en su cara, una mueca reprimida por la necesidad de asegurarse de que aquel hombre había muerto. Y sin pensárselo dos veces, dispuesta a confirmar el deceso, se propuso descender por la ladera.

La persiana rasgó el latigazo sonoro de sus lamas al separarse e interrumpió el sueño, y el fulgor de la mañana la despertó sobre la alfombra junto a un cerco de sangre seca. En su centro, un diente se erigía entre las hebras justo a un palmo de su maltrecha nariz. Los pies desnudos de quien ahora abría la ventana tumbaron el incisivo cuando en la zancada siguiente, de camino hacia la cocina, pasó por encima de ella como quien salva el henchido cuerpo de un perro en la cuneta.
Ella no se movió y esperó a que la cucharilla dejara de agitarse, a que la cisterna silenciara su soplido y a que la puerta se cerrara no sin antes escuchar la advertencia sobre la mierda de casa y la mierda de mujer en la que se había convertido. Sólo cuando la maquinaria del ascensor reveló que su tripulante debía estar perdiéndose por el portal se atrevió a incorporarse buscando el refresco.
El espejo le recordó la secuencia de los golpes de esa última noche, pero ningún cardenal conseguía expresar con sus violáceas dimensiones el miedo con el que se desvanecía al final de cada embestida de quien le juró amor eterno una tarde de romería. El típico chico de ciudad que rescataba a la moza de la ignominia pueblerina, montado en su coche de aires deportivos, a fe de sus vinilos; el mismo que lucía gafas de aviador, gomina en su cresta y codo en ventanilla mientras los éxitos de la radio atronaban cualquier conversación a diez metros de su carrocería. Fue quien la convenció de la huida a la capital para elevarla a unos altares que resultaron ser un enjambre de viviendas y en el que cada noche buena parte del vecindario apedreaba al camión de la basura por competencia desleal.
No pasaron veinte días tras las cortinas del suburbio y la mano ya se alzó con la promesa de caer si sus paletos modales no se ajustaban a las necesidades de un héroe de barrio como él. Al mes, y aun asumidas las advertencias, la mano se convirtió en puño y se hundió en la boca que dobla al cuerpo vacío de aire. Entre tosidos, ella no supo distinguir que tras el portazo era su orgullo el que bajaba las escaleras y que por encima de su dolor era la culpa de haber nacido tan lozana como ignorante, tan engreída como terca al haberse cerrado a las puertas a su regreso si no era envuelta entre visones.
Encajado ese primer golpe comenzaron a convivir los discursos entre súplicas de perdón y lágrimas dirigidas tras un “ves a lo que me obligas, yo nunca fui así, pregunta por ahí, debes esforzarte en comprenderme, se nota de dónde vienes…” Y ella le creyó. Y así fue como la excepción se convirtió en norma y su cuerpo en un nido de golpes, donde un cobarde la manipulaba hasta convencerla de que merecía ese martirio.
El desprecio fue minando sus fuerzas y cada noche, si él no la coceaba después de violarla, la cama era el lugar donde nunca se atrevía siquiera a cerrar los ojos, por si vencida al cansancio sus ansias se presentaban en voz alta y desvelaban sus ganas de huir o de algo peor. Por eso prefería la alfombra del salón o el frío suelo de la cocina donde al mismo tiempo que mil perfidias desfilaban por su mente conseguía descansar de su infierno, delirar una salida y recuperarse para afrontar la siguiente paliza, la cual se desencadenaba en cualquier momento y por cualquier razón tan de peso y tan vital en todo vínculo como el punto de cocción de los macarrones.
Esa mañana, tras arrojar su diente a la basura y comprobar el baile del resto, recogida la casa con más premura de lo habitual, el tiempo ganado lo empleó en subir a la azotea y acceder al cuarto de máquinas del ascensor. Allí escondía las píldoras y también una caja con viejas fotografías que siempre mantuvo fuera del alcance de quien ya las hiciera trizas en una ocasión. Recuerdos que le permitían sosegarse unos minutos rememorando los instantes de aquella vida simple de la que siempre renegó y de la que se burló ante sus paisanos el día de su marcha.
Vivir en un edificio con unos tabiques tan finos como obleas, aunque pudiera parecer lo contrario, tenía sus ventajas. Cierto que la intimidad no era un derecho a salvo en la escalera pero, precisamente, porque eran de dominio vecinal los menús del día, los atrancos, los cuernos, los suspensos, los programas de radio y los de televisión, las reconciliaciones y las riñas, cierta conciencia salvadora del quinto izquierda, una madre de tres churumbeles, y con un oído tan desarrollado como cualquiera, quiso surtir de anticonceptivas a aquella joven convertida en saco de un macarra. Y fue por esa aberrante disposición arquitectónica, la infame calidad de sus materiales y los gritos marujos por los que, a pesar de la distancia, supo que el cartero aporreaba su puerta con un certificado en mano y acudió presta a recogerlo.
Firmó en nombre de su destinatario y la dejó junto a las que había recogido del buzón. Supo que esa decisión era suficiente motivo para que él le cruzara la cara pero estaba tan cansada que esa noche prefería repetir en la alfombra con un diente menos que mantener una nueva vigilia.
Sus pasos (los de él) sonaron a media tarde por el descansillo y el cosquilleo en el estómago (el de ella), como en sus primeros días en la ciudad, que florecía con su llegada, ahora surgía en forma de escalofrío y le helaba las manos confundiéndolas  con el lavabo donde se apoyaba frente al espejo mientras cogía aire con fuerza dispuesta a recibir el primer pescozón.
Las llaves cayeron en el cuenco del recibidor y la puerta, su puerta, de la misma pésima calidad que todas las del bloque, sin embargo, parecía emitir un timbre especial, un clic con cierto matiz parecido al de las pesadas verjas de las mazmorras en su cierre tras el recuento. Señal de que una tarde más se vería encerrada a solas con su amor de verano y a merced de su violento ánimo.
Olía a cerveza y a humo desde el baño, y ante el prolongado silencio ella se atrevió a asomar la cabeza. Lo encontró pensativo, cabizbajo, con el sobre rasgado a sus pies y la carta arrugada en sus manos. Al poco se perdió en la cocina soltando en el camino el papel de su disgusto y los juramentos propios de un camionero.
Ella se deslizó con cautela y lo recogió no sin antes cerciorarse de que él no la sorprendía a hurtadillas. Pero su lectura le llevó a una exclamación involuntaria y al bajar la hoja de la vista encontró la cara de un viejo en el rostro de su amor de verano mirándola como si le hubieran arrancado el alma. Se preparó pensando que esa noche cenaría ese folio que ya temblaba en sus manos.
No obstante nada ocurrió, al menos, nada violento. ¡Le habían desarmado! Era lógico desconocerlo pues él nunca contaba sus cuitas y mucho menos las humillantes. Era todo un machote de tatuajes tribales a medio acabar en ambos brazos, pendiente de nuevos ingresos que le permitieran subvencionarse el relleno, como si aquel disfraz colorista le confiriera el mismo feroz aspecto atribuido a quienes doblaban el Cabo de Hornos con un velero de seis metros en tiempos de Magallanes. Sin su carné de conducir, que le retiraban por vía de apremio, le destinaban durante un año y medio a mostrar sus tatuajes asido a las barras del transporte urbano, y, de postre, a ponerse un mono de barrendero durante la mitad de ese plazo para servir a la comunidad si no quería afrontar la elevada multa que le imponían.
Incapaz de asumir ser el blanco de las piedras durante la noche y un peatón el resto del día, se encerró en el baño hasta que, tras un estruendo como de platos rotos, compareció con la mano igual de partida que el bidé donde la había estampado.
Aquella lesión no amparó a la moza de nuevos bofetones, menos fuertes pero más frecuentes debido a que pasaban más tiempo juntos. Sin embargo, dos días después se encontró yendo a la autoescuela por la mañana y, por la tarde, lamiendo bordillos en un polígono industrial con un ojo puesto en el volante y otro en la escayola amenazadora apoyada en su reposacabezas. Según él, una semana el coche estacionado en el barrio y al día siguiente amanecería su esqueleto. No importaba el dueño, algo inmóvil en el barrio era un mensaje claro de donación a la colectividad. Ni siquiera le pondrían ladrillos debajo, decía, a cuenta de una crisis de la que había oído hablar.
Al cabo de un mes ella celebró su aprobado con una nueva sombra de ojos no por el color sino por atreverse a pensar que cierta independencia surgiría con aquel llavero dispuesto en el recibidor.
Durante aquel periodo de convalecencia tuvo que escabullirse por las noches para visitar el cuarto de ascensores y dar cuenta de las pastillas sin un triste vaso de agua con el que digerirlas. Cada vez era mayor el número de ocasiones en que su ropa interior acababa en los tobillos y pensó que él quería preñarla solo por el hecho de retenerla, harto de propinarla tanta hostia de mala calidad como único método de dominio del que era capaz de imaginar.
Al cabo de cuatro meses, en cuanto el juzgado atendió el recurso del macarra y le libró de una parte de la condena, es decir, los servicios a la comunidad, y se los conmutó con cinco días de multa a razón de un total de cien euros, ella se convirtió en su chófer. Gracias a ese nuevo cometido la joven circuló por los rincones de la ciudad que, antes de la lesión, su amor de verano acostumbraba a frecuentar. Ahora bien, nunca le permitió poner un pie en el suelo salvo para llenar el depósito y, aún menos, mantener conversación alguna con nadie que él no autorizara.
Aquellos paseos tras el cristal le sirvieron para comprobar que su acompañante no era una excepción y que la ciudad era una excelente cantera de gilipollas peleándose por marcar la diferencia a pesar de su obsesión por imitarse. Era como querer parecerse a Elvis siendo calvo.
Su suerte cambió desde ese día, al menos en cuanto al aspecto de su rostro, dado que su nuevo cometido la exponía a la mirada cotilla de otros conductores, de los presuntos amigos de su novio y de los más preocupantes: los agentes de tráfico. Contención que tuvo que asumir su amor de verano puesto que la excusa de ser paseado por una boxeadora profesional fue escuchada con recelo por una patrulla, en un control rutinario, ante aquel labio partido con que les sonrió la joven mientras facilitaba su recién estrenado carné.
La normalidad durante aquellos meses, entendida como tal a causa de una menor extensión de los cardenales y su deriva hacia el amarillo, no calmó las ansias de la moza por darle matarile, ya que, hasta roncando, su amor de verano trataba de sacudirla aunque los golpes se acabaran perdiendo en la almohada mientras ella observaba el braceo a pie de cama con el cinturón de la bata tenso entre sus manos deseando ponérselo de corbata. Pero todo pasaba porque pareciera un accidente, algo fortuito, causal, que nadie arqueara una ceja si él perdía la vida en el contexto donde su cuerpo fuera hallado. Por eso la colección de cuchillos dormía en el cajón de la cocina con la misma frialdad con que ella se devanaba los sesos buscando el lugar apropiado y la ocasión exacta para que ella figurara como testigo de una desgracia. Ese era el único pasaporte válido para que su retorno al pueblo fuera aceptado bajo el fingido consuelo de las beatas de mantillo.
No obstante, el contador de la sanción avanzaba inexorable hacia su cero y pronto le sería devuelta la licencia, y con ella, estaba convencida, regresarían los puños.
A una semana de cumplirse el plazo dado por el tribunal, ella, agobiada por no encontrar un plan perfecto, decidió estrellar el coche. Una forma drástica de ganar tiempo y seguir manteniendo desarmado al hombre de sus sueños mientras daba por fin con la solución. Pero si para una novata circular con normalidad ya es preocupante, tratar de superar los límites sin causarse lástimas propias, aparentar que las circunstancias de la circulación la impelen a un brusca maniobra por culpa de un tercero y, además, convertir en chatarra el transporte mientras su amor de verano la golpea con la mano abierta, al tiempo que la música ahoga los vaticinios de su muerte inmediata, esa  suma de intenciones se convertía en un ejercicio de ingeniería del vodevil. 
El resultado: Un insulto que escuchó el cuello de su camisa hacia un repartidor de pizzas que cruzaba la rotonda, una mirada inyectada en sangre del príncipe de sus sueños cuando ella giró el volante esquivando la estela del mencionado ciclomotor que ya debía estar buscando las vueltas de la pizza entregada, un golpe seco en el parachoques producto del impacto contra un raquítico árbol de una hilera de ajardinados y otro, cinco segundos después, sobre el techo, por la caída de un nido de gorriones. El mayor contratiempo: la rueda encajada en el parterre y los dos euros del túnel de lavado por la tortilla  de pajaritos sobre el techo.
Su amor de verano salió del coche mordiéndose los nudillos dispuesto a comprobar los daños mientras ella, consciente de que no saldrían en los telediarios por el siniestro, oprimía el mechero por si, en la ofuscación de su príncipe y comprensible distracción calibrando los daños, le daba tiempo a incendiar la tapicería.
No tuvo margen salvo para causar un agujero en el asiento puesto que fue de inmediato obligada a meter marcha atrás para sacar del rebaje jardinero la rueda encallada. Las aceleraciones solo sirvieron para que rugiera el esfuerzo del motor sin ningún otro resultado que un fuerte olor a goma producto del nulo agarre de su contraria casi en el aire. Los gritos, el sudor y los temblores de su amor de verano, mientras recorría la distancia de su parachoques una y otra vez como un centinela esperando el relevo, ante la imposibilidad de machacarla allí mismo, dada la acumulación de espectadores divertidos con su impotencia, le obligaron a sacarla del volante con una novedosa dulzura apretada entre dientes.
El resultado fue la misma fragancia de caucho a la parrilla y una humareda que ni el Botafumeiro de Santiago logra. Tamaña señal, a imitación singular de las utilizadas por los apaches alertó a la caballería que, en forma de guardias civiles compareció con las adustas formas que les caracterizan a su afamada expedición de recetas sin importarles descargos aún se tratara una comitiva funeraria y el ataúd no llevara puesto el cinturón.
Presentándose con marcial saludo ayudaron con la simple pose de sus nalgas sobre la carrocería para que, una vez ganada tracción, el vehículo recuperara su natural estado sobre el asfalto. Agradecida la ayuda, el talento innato de quienes huelen carnaza llevó al más veterano de los uniformados a que su bigote se enroscara al más puro estilo daliniano tras observar que la posición al volante era sustituida por una joven con el pelo alborotado pero acusadamente planchado a la altura de la nuca como si una mano invisible permaneciera perenne a modo de yugo. Ante ese detalle solicitaron la documentación de quien hasta entonces había maniobrado el rescate. Comprobadas las credenciales y figurando en vigor la retirada del permiso de conducción decidieron decorar sus muñecas con un juego de grilletes, leerle sus derechos y sacudirse los besos y abrazos de su joven acompañante que, de un modo poco ortodoxo pero tan expeditivo como útil, ayudó con fuertes y reiteradas patadas en el culo del detenido a que éste renunciara a resistirse y se introdujera en el coche patrulla como nunca un matador buscó el burladero.

viernes, 10 de mayo de 2013

La séptima manzana


Caminaba bajo los tilos la joven hija de los Guzmán. De su brazo colgaba una cesta con media docena de manzanas protegidas del sol por un paño de encaje de alegres motivos. La frondosidad era un alivio en aquel agosto. Por esa razón y por niña, en cada claro, sus delgadas piernas se apresuraban hasta alcanzar la siguiente sombra convirtiendo en un juego de metas cada nuevo refugio de frescor.
Así, con ese andar a saltitos, donde un pie repite pisada antes de ceder el turno al otro, donde cada novedad en el entorno distrae la prisa, donde hablar con las hadas o cruzar una rama en una formación de hormigas, o enroscar con un hierbajo una procesión de orugas llena de normalidad el mundo fantástico de una niña, con esa veleidad la pequeña de los Guzmán se iba acercando a la aldea vecina. Debía cumplir con el siguiente encargo: llevar una muestra a los mercaderes para que conocieran la existencia de los mejores frutales de la comarca. Un simple bocado y quedarían convencidos.
—Cuídalas bien —le advirtió su padre depositando la pesada mano en el nacimiento del remolino que estiraba sus trenzas—. Si gustan puede que nos traigan algo de fortuna —añadió.
Todavía lejos de la fuente más cercana una piedra con faldas de musgo sirvió de asiento a la niña. La sed se avivó entre la quietud y la mirada puesta en el último tramo del sendero que, visible entre el enramado, serpenteaba su polvo muy cerca de las estribaciones del pueblo.
No dudó en elegir una de las manzanas para aplacarla. Jugosas como un melón maduro pero tiernas como la chicha del calabacín, su sabor erizaba la piel y un rubor fresco se instalaba definitivo al crujir su carnosidad entre los dientes. No cayeron ni una ni dos sino tres, y apenas quedaron restos para el festín de un hormiguero que esperaba impaciente por ver alejarse a la gigante pizpireta.
Ajustado el paño de nuevo, esta vez para evitar el baile de las restantes, una milla después la joven alcanzaba las calles de la aldea donde los comercios se agrupaban por gremios en cada cantón. Sin embargo era día de mercado y los estantes se multiplicaban estrechando las ya de por sí angostas callejuelas. Las voces sobre la dudosa excelencia del muestrario se confundían a cada nuevo paso, y el ajetreo de los circulantes, atentos a texturas y aromas, y no al suelo, obligaron a la niña a abrazar la cesta como a su mejor muñeca y a buscar refugio en algún recodo. Pero el gentío la empujaba lejos de cualquier cobijo y no tardó en caer. Sus manos buscaron el firme y al encontrarlo vio rodar cesta, manzanas y sueños que se convirtieron, bajo los pies de la muchedumbre, en sidra cenicienta.
Sus gemidos fueron advertidos de inmediato y un corro de adultos rodeó su lástima. Una robusta mujer asumió su protección y ante el llanto revisó manos y rodillas de la pequeña, pero al no encontrar rasguño que justificara aquellas lágrimas le sacudió la polvareda y la dejó sobre un cajón junto a un puesto de verduras. Luego, metiendo codos, regresó a su hueco en un barullo de mujeres que pujaban por su turno quedando la niña con dos velas bajo la nariz y una cesta llena de vacío.
Y allí se mantuvo media hora de pie y otra media más vencida por la desilusión, hasta que el dueño de su improvisada atalaya la conminó a bajar impelido por la necesidad de recoger los restos de su tenderete. Y se vio obligada a pisar la realidad. Para entonces el campanario señalaba la pausa del almuerzo y apenas quedaban compradores por la calles. De haber dispuesto de las manzanas podría haber recorrido en un santiamén las tiendas convenidas, pero ya nada ocupaba su cabeza salvo encontrar las fuerzas suficientes para arrastrar su fracaso de regreso a casa.
—¿Todavía sigues aquí? —preguntó arrugando su mentón la horonda rescatadora que cargaba unas alforjas repletas de víveres.
La niña se encogió de hombros. Pero ante la insistencia de la mujerona, que la miraba directamente al lacrimal a sabiendas que a punto estaba de desbordarse, la chiquilla confesó su desgracia.
Tras escuchar la fatalidad la mujer depositó sus alforjas en el suelo y extrajo de una de ellas una manzana que ofreció a la niña. Ésta negó con la cabeza y un suspiro acompañó al gesto. La mujer sonrió y se apresuró a explicarle sus razones.
—Pruébala y dime si es mejor que las perdidas.
La manzana lucía entre el verde y el amarillo, y más refulgió cuando su piel fue lustrada con un par de repasos en el regazo. Sin embargo, su sabor, arenisco, se alejaba del edén de los lagares.
Ante el gesto de desagrado, la sonrisa de la mujer aumentó de tamaño y esa alegría confundió a la pequeña Guzmán. No entendía cuál podía ser el propósito de aquella bondadosa mujer que ahora la asía por los hombros y se inclinaba hasta igualarla en estatura.
Le propuso rondar los puestos, detenerse frente al cesto de pomas y curiosear hasta que su inocencia fuera percibida por los fruteros. Con más dudas que lágrimas aceptó la idea y dirigió su paso remolón hacia la calle donde se concentraban los mejores aromas de la fruta fresca.
Todos la atendieron y ofrecieron su género, pero a todos rechazó con gratitud. Extrañados la interrogaron y su respuesta fue idéntica: desde que probó las manzanas de los Guzmán, la finca de puertas rojas al otro lado de la colina, nunca encontró otro fruto que mereciera la pena. Ante la rotundidad de su aseveración insistieron en que las probara. Aceptado el envite su gesto de desagrado no fue fingido y con la misma parsimonia que rondó los muestrarios se alejó dejando un poso de curiosidad en todos y cada uno de aquellos mercaderes que, con una mano sujetaban la manzana mordida y con la otra acariciaban su calva mientras veían perderse por el declive del callejón un par de trenzas saltarinas.
Mintió a su regreso y la esperanza de negocio se dibujó en el rostro de su padre con el vistazo de complacencia que pudo regalarle sacado de entre las mil tareas que le ocupaban de sol a sol y le desplomaban tras la cena.

Durante dos semanas la niña estuvo interrumpiendo sus quehaceres cada vez que sentía que alguien franqueaba la verja. Tras el chirrido turbador comparecían peregrinos pidiendo agua, forasteros asegurándose la buena dirección de su camino, vecinos devolviendo herramienta… Ningún frutero o mercader tuvo interés en abrir la roja cancela de los Guzmán, al menos, de momento.
La última noche fue tema de conversación en la cena. Padre se extrañaba pues nunca sus frutales dieron mejor cosecha. Ya en la cama la pequeña pensó en aventurarse por su cuenta con una nueva cesta, pero la mentira ataba su decisión y la vergüenza esa mentira. Y así dio vueltas a su laberinto de engaños hasta que el sueño la venció. Jamás unas sábanas aprisionaron tanto una inquietud, y esa fue la primera vez que tuvo una pesadilla.
Pero al día siguiente, una señora con los andares de una regenta, bajo el amparo de una sombrilla de volantes, giró los goznes y deslizó su enlutada figura hasta detenerse en el recibidor. No hicieron falta ni campanillas ni carraspeos para que la puerta se abriera a su presencia y fuera atendida por la señora Guzmán quien, presurosa, extendiendo la mano hacia el interior, le ofreció acomodo mientras reparaba en los pegotes de harina que cercaban sus uñas y en los lamparones de su delantal. La dama reprimió el primer vistazo hacia la apariencia de la anfitriona y declinó el asiento ofrecido, pero aceptó un vaso de agua que al instante la pequeña de los Guzmán acercó en una bandeja.
—¡Por fin te encontré! —observó la dama al verla.
La extrañeza y el horror se repartieron por ese orden en los rostros de madre e hija. Esta última apenas acertó a dejar medio trago dentro del cristal.
—Le pido disculpas —se apresuró a abogar la señora Guzmán aún desconociendo la razón de tan distinguida visita pero oliendo el miedo de su pequeña en el oleaje derramado.
La dama de negro depositó su sombrilla sobre una mesa antes de hablar.
—¿Disculpas? Perdóneme a mí por la intromisión y por no haber podido reprimirme al reconocer a su hija. Me la describieron con tal profusión que en mi cabeza vive su retrato como un óleo de Velázquez. Mi nombre no le dirá nada pero soy la presidenta de la sociedad Las Pirámides. Somos un grupo de mujeres amantes del buen gusto y de los refinados modales. Gracias a su pequeña el azar con las manzanas quiso que supiéramos de su existencia.
En ese instante entró el hombre de la casa dispuesto a refrescar su esfuerzo en la tina y a llenar su estómago de pan duro y casquería antes de proseguir con la faena. Su mujer hizo las presentaciones que no interrumpieron la inercia tosca y habitual de Guzmán con su aseo. Cara y brazos se precipitaron en la pila y, tras unos instantes, de ella emergió el rostro empapado de quien parece haber dejado entre las aguas parte de su batalla diaria con la tierra, parte de su derrota. Las tres mujeres miraron al hombre mientras secaba su piel con una toalla que vista en sus manos parecía un alzacuello.
—¿Viene por las manzanas?  —mencionó Guzmán buscando un tenedor para su bocado.
El lenguaje directo del varón sorprendió a la visita pero no arredró el tono de su réplica.
—Lo cierto es que no —precisó—. Lamentablemente no pude probarlas, pero a tenor de los esfuerzos de su encantadora hija por divulgar su excelente cosecha nos encantaría que una cesta llegara a nuestra sede, siempre y cuando su mujer tenga a bien acompañarnos.
La señora Guzmán buscó los ojos de su marido y éste abandonó sus pesquisas con la cubertería para corresponderle la mirada ante la sorprendente propuesta. La pequeña, al tanto, mantenía su boca prieta para evitar que sus dientes delataran el castañeo y cruzaba sus dedos tras el vestido confiando en que aquella mujer tuviera un ataque repentino de aires glamurosos y se fuera por donde había venido.
—Mi mujer, ¿acompañarla? No termino de comprenderla.
La dama hizo una pausa y puso su mirada en la temblorosa figura de la niña y pudo advertir su juego de manos. Luego, antes de responder, la dirigió al rincón donde un sofá junto a la ventana acumulaba en su asiento retales de una afición laboriosa.
—Su hija tuvo un percance en el mercado y extravió parte de su cesta… —aclaró.
En ese momento todas las miradas confluyeron hacia la jovencita, que sentía la piel de su cara encarnarse como un ascua al viento y la mentira se le enroscaba en el estómago tal que una serpiente a la presa que asfixia.
—… y gracias a su tropiezo —prosiguió la dama—, y a una serie de casualidades propias de una localidad pequeña, supimos de la gran virtud que atesoran en esta finca.
Por primera vez en su esforzada vida Guzmán tuvo un cosquilleo de vanidad que le erizó el vello de la nuca. Sensación de ingravidez que desapareció tan rápida como vino cuando la ilustre visita sacó de su bocamanga una tela blanca que extendió junto al paraguas. El paño con el que había cubierto sus manzanas ahora mostraba sus excelentes bordados sobre la mesa y era librado de toda arruga con el primor de unas manos acostumbradas a la delicadeza.
—¡La di por perdida! —exclamó la costurera mientras repasaba sus manos por el delantal indecisa por recogerla.
—Nos gustaría ver más —intervino la visitante—. Fíjese nuestro asombro que mis asociadas y yo ya queremos que dirija un taller escuela. Tiene usted un don único para la costura, querida, y la pagaríamos muy bien si comparte sus enseñanzas. El aburrimiento se ha instalado en la villa y salvo los días de cuestación para la beneficencia, cuando el sol traspasa nuestros polvos de tocador, el resto del año el bingo, el club de lectura de los jueves y las pastas de té de los sábados nos reúnen tras las cortinas del hastío.
Sin una confirmación pero con la certeza de ser centro de una tertulia en cuanto cerraran la puerta, la dama abandonó la propiedad.
No se celebraría reunión alguna en la finca de las puertas rojas hasta que llegara la hora de la cena. La labor del campo es esclava y las interrupciones obligan a acelerar las tareas con las bestias antes de que la marcha del sol convierta en sombras sus pelajes. Durante esa tarde la costurera suspiró varias veces mientras terminaba de amasar la harina. También se le agitaba el pecho cada vez que pasaba por el rincón donde muchas noches se dejaba la vista enhebrando a la luz de una vela. Mientras tanto, la niña, sobre su cama, se había abrazado a su muñeca de trapo y sorbía su sollozo dispuesta a desplegarlo en cuanto con la primera cucharada de sopa comenzara el interrogatorio sobre su percance.
Sin embargo, llegadas las diez y ya recogidas las gallinas, los fondos de los platos mostraron su brillo acuoso y se pasó a la carne, y después al melón, y cuando el café de puchero humeaba sobre la taza, entonces, Guzmán habló a las dos mujeres de su vida con una sinceridad nunca sospechada. Confesó que esa tarde buscó una sombra y durante un buen rato masticó una hierba de lado a lado de la boca al tiempo que su cabeza asumía las novedades que dejó la enlutada visita. Mencionó al padre de su padre, quien siempre tuvo tiempo y un lugar en sus rodillas para enseñarle esos atajos de la vida que permiten afrontarla con menos daños de los que un mozo bravo siempre se causa a sí mismo. Su abuelo le describió que los golpes enseñan a caer, que las letras a meditar, que las mujeres a serenar el corazón y que las mentiras crecían como las malas hierbas que, de lejos, aparentan el mismo verdor al campo pero que arruinan cosechas sino se retiraban a tiempo.
Madre e hija escuchaban al hombre de sus vidas con el mismo brillo en sus miradas. La pequeña escondía ahora una emoción bien distinta a la que trajo a la mesa pues de ninguna de las maneras quería interrumpir la otra versión de su padre a quien, hasta entonces, siempre lo consideró un esforzado labriego de fuertes manos y ancho pecho que deshacía su vigor por darles cobijo, comida y vestimenta mientras miraba al cielo para que el granizo no arruinara su trabajo.
—Sabré componérmelas los días que el taller te reclame. He visto cómo la alegría encendía de rubor tus mejillas al escuchar la propuesta. Además, nuestra hija podrá acompañarme en tu ausencia. Me apetece que mis rodillas se doblen como asiento y enseñarla aquello que me dio paz cuando creía que el mundo era un botín en el que todo valía por conseguir mi pellizco y ocultar, para negar, mis carencias.
Dicho esto alejó el café, puso sus manos sobre la mesa y miró a su pequeña.
—Hija, hace dos semanas te envié con seis manzanas para que la fortuna diera un codazo a nuestra suerte. El azar quiso que así fuera y hoy deberíamos celebrar con vino que alguien haya reconocido el talento de tu madre, ese que nunca supe considerar y taché como un entretenimiento que evitaba turbar mi descanso. Pero mientras brindamos por nuestra bella costurera debes saber que en aquel encargo viajaba junto a las demás otra manzana. Aquella que mordiste para que nunca supiéramos el destino del resto. Es cierto que el sabor de la mentira embriaga y que con un buen discurso es sencillo de mantener. Nos protege de los temores pero nos disfraza con una seguridad tan débil que antes de sentirnos descubiertos nos obligamos a seguir mintiendo. Los mentirosos se rodean de iguales y es de tal artificio su discurso que al final dudan de hasta sus orígenes.
Tras un breve sorbo al vino, prosiguió.
—Mañana acompañarás a tu madre al pueblo y llevarás una nueva cesta de manzanas contigo. Estoy convencido de que sabrás darlas un destino adecuado.
Aquella noche los hombros de Guzmán se libraron del peso de su agotadora jornada y durmió pensando en el reciente abrazo de sus mujeres.