martes, 28 de mayo de 2013

La chófer

    Al crujido de la valla le siguió el rugido del motor en cuanto las ruedas perdieron el contacto con el suelo. Pronto, el vehículo dejó de arquear su inercia y fijó la trayectoria hacia las rocas del fondo del barranco. Sujeto al volante, el joven conductor emblanquecía sus manos tratando de aferrarse a una vida que, doscientos metros después, expiraba en un impacto violento y seco como el puño que encaja en la palma contraria.
El féretro de amasijos fue observado desde el risco por la apocada figura de una mujer cuyos cabellos un pañuelo ceñía para evitar los latigazos del viento. Y así se mantuvo de pie frente al abismo hasta asegurarse de que la imagen del siniestro que contemplaba se iba convirtiendo en la postal inalterable de un final mucho tiempo esperado. Fue entonces y no antes, cuando reculó y se sacudió de codos y rodillas los restos de asfalto pegados a su ropa, justo por encima de donde los arañazos comenzaban a supurar su reciente factura y a oscurecer la tela. Las lágrimas surgieron pero ajenas a las laceraciones y recorrieron su rostro siguiendo el camino habitual por los flancos de la nariz, continuando por los pliegues sobre la boca y salando las comisuras hasta reunirse en la punta del mentón, antes de que la siguiente ráfaga las dispersara al capricho de sus bandazos. Sin embargo, una sonrisa trataba de dibujarse en su cara, una mueca reprimida por la necesidad de asegurarse de que aquel hombre había muerto. Y sin pensárselo dos veces, dispuesta a confirmar el deceso, se propuso descender por la ladera.

La persiana rasgó el latigazo sonoro de sus lamas al separarse e interrumpió el sueño, y el fulgor de la mañana la despertó sobre la alfombra junto a un cerco de sangre seca. En su centro, un diente se erigía entre las hebras justo a un palmo de su maltrecha nariz. Los pies desnudos de quien ahora abría la ventana tumbaron el incisivo cuando en la zancada siguiente, de camino hacia la cocina, pasó por encima de ella como quien salva el henchido cuerpo de un perro en la cuneta.
Ella no se movió y esperó a que la cucharilla dejara de agitarse, a que la cisterna silenciara su soplido y a que la puerta se cerrara no sin antes escuchar la advertencia sobre la mierda de casa y la mierda de mujer en la que se había convertido. Sólo cuando la maquinaria del ascensor reveló que su tripulante debía estar perdiéndose por el portal se atrevió a incorporarse buscando el refresco.
El espejo le recordó la secuencia de los golpes de esa última noche, pero ningún cardenal conseguía expresar con sus violáceas dimensiones el miedo con el que se desvanecía al final de cada embestida de quien le juró amor eterno una tarde de romería. El típico chico de ciudad que rescataba a la moza de la ignominia pueblerina, montado en su coche de aires deportivos, a fe de sus vinilos; el mismo que lucía gafas de aviador, gomina en su cresta y codo en ventanilla mientras los éxitos de la radio atronaban cualquier conversación a diez metros de su carrocería. Fue quien la convenció de la huida a la capital para elevarla a unos altares que resultaron ser un enjambre de viviendas y en el que cada noche buena parte del vecindario apedreaba al camión de la basura por competencia desleal.
No pasaron veinte días tras las cortinas del suburbio y la mano ya se alzó con la promesa de caer si sus paletos modales no se ajustaban a las necesidades de un héroe de barrio como él. Al mes, y aun asumidas las advertencias, la mano se convirtió en puño y se hundió en la boca que dobla al cuerpo vacío de aire. Entre tosidos, ella no supo distinguir que tras el portazo era su orgullo el que bajaba las escaleras y que por encima de su dolor era la culpa de haber nacido tan lozana como ignorante, tan engreída como terca al haberse cerrado a las puertas a su regreso si no era envuelta entre visones.
Encajado ese primer golpe comenzaron a convivir los discursos entre súplicas de perdón y lágrimas dirigidas tras un “ves a lo que me obligas, yo nunca fui así, pregunta por ahí, debes esforzarte en comprenderme, se nota de dónde vienes…” Y ella le creyó. Y así fue como la excepción se convirtió en norma y su cuerpo en un nido de golpes, donde un cobarde la manipulaba hasta convencerla de que merecía ese martirio.
El desprecio fue minando sus fuerzas y cada noche, si él no la coceaba después de violarla, la cama era el lugar donde nunca se atrevía siquiera a cerrar los ojos, por si vencida al cansancio sus ansias se presentaban en voz alta y desvelaban sus ganas de huir o de algo peor. Por eso prefería la alfombra del salón o el frío suelo de la cocina donde al mismo tiempo que mil perfidias desfilaban por su mente conseguía descansar de su infierno, delirar una salida y recuperarse para afrontar la siguiente paliza, la cual se desencadenaba en cualquier momento y por cualquier razón tan de peso y tan vital en todo vínculo como el punto de cocción de los macarrones.
Esa mañana, tras arrojar su diente a la basura y comprobar el baile del resto, recogida la casa con más premura de lo habitual, el tiempo ganado lo empleó en subir a la azotea y acceder al cuarto de máquinas del ascensor. Allí escondía las píldoras y también una caja con viejas fotografías que siempre mantuvo fuera del alcance de quien ya las hiciera trizas en una ocasión. Recuerdos que le permitían sosegarse unos minutos rememorando los instantes de aquella vida simple de la que siempre renegó y de la que se burló ante sus paisanos el día de su marcha.
Vivir en un edificio con unos tabiques tan finos como obleas, aunque pudiera parecer lo contrario, tenía sus ventajas. Cierto que la intimidad no era un derecho a salvo en la escalera pero, precisamente, porque eran de dominio vecinal los menús del día, los atrancos, los cuernos, los suspensos, los programas de radio y los de televisión, las reconciliaciones y las riñas, cierta conciencia salvadora del quinto izquierda, una madre de tres churumbeles, y con un oído tan desarrollado como cualquiera, quiso surtir de anticonceptivas a aquella joven convertida en saco de un macarra. Y fue por esa aberrante disposición arquitectónica, la infame calidad de sus materiales y los gritos marujos por los que, a pesar de la distancia, supo que el cartero aporreaba su puerta con un certificado en mano y acudió presta a recogerlo.
Firmó en nombre de su destinatario y la dejó junto a las que había recogido del buzón. Supo que esa decisión era suficiente motivo para que él le cruzara la cara pero estaba tan cansada que esa noche prefería repetir en la alfombra con un diente menos que mantener una nueva vigilia.
Sus pasos (los de él) sonaron a media tarde por el descansillo y el cosquilleo en el estómago (el de ella), como en sus primeros días en la ciudad, que florecía con su llegada, ahora surgía en forma de escalofrío y le helaba las manos confundiéndolas  con el lavabo donde se apoyaba frente al espejo mientras cogía aire con fuerza dispuesta a recibir el primer pescozón.
Las llaves cayeron en el cuenco del recibidor y la puerta, su puerta, de la misma pésima calidad que todas las del bloque, sin embargo, parecía emitir un timbre especial, un clic con cierto matiz parecido al de las pesadas verjas de las mazmorras en su cierre tras el recuento. Señal de que una tarde más se vería encerrada a solas con su amor de verano y a merced de su violento ánimo.
Olía a cerveza y a humo desde el baño, y ante el prolongado silencio ella se atrevió a asomar la cabeza. Lo encontró pensativo, cabizbajo, con el sobre rasgado a sus pies y la carta arrugada en sus manos. Al poco se perdió en la cocina soltando en el camino el papel de su disgusto y los juramentos propios de un camionero.
Ella se deslizó con cautela y lo recogió no sin antes cerciorarse de que él no la sorprendía a hurtadillas. Pero su lectura le llevó a una exclamación involuntaria y al bajar la hoja de la vista encontró la cara de un viejo en el rostro de su amor de verano mirándola como si le hubieran arrancado el alma. Se preparó pensando que esa noche cenaría ese folio que ya temblaba en sus manos.
No obstante nada ocurrió, al menos, nada violento. ¡Le habían desarmado! Era lógico desconocerlo pues él nunca contaba sus cuitas y mucho menos las humillantes. Era todo un machote de tatuajes tribales a medio acabar en ambos brazos, pendiente de nuevos ingresos que le permitieran subvencionarse el relleno, como si aquel disfraz colorista le confiriera el mismo feroz aspecto atribuido a quienes doblaban el Cabo de Hornos con un velero de seis metros en tiempos de Magallanes. Sin su carné de conducir, que le retiraban por vía de apremio, le destinaban durante un año y medio a mostrar sus tatuajes asido a las barras del transporte urbano, y, de postre, a ponerse un mono de barrendero durante la mitad de ese plazo para servir a la comunidad si no quería afrontar la elevada multa que le imponían.
Incapaz de asumir ser el blanco de las piedras durante la noche y un peatón el resto del día, se encerró en el baño hasta que, tras un estruendo como de platos rotos, compareció con la mano igual de partida que el bidé donde la había estampado.
Aquella lesión no amparó a la moza de nuevos bofetones, menos fuertes pero más frecuentes debido a que pasaban más tiempo juntos. Sin embargo, dos días después se encontró yendo a la autoescuela por la mañana y, por la tarde, lamiendo bordillos en un polígono industrial con un ojo puesto en el volante y otro en la escayola amenazadora apoyada en su reposacabezas. Según él, una semana el coche estacionado en el barrio y al día siguiente amanecería su esqueleto. No importaba el dueño, algo inmóvil en el barrio era un mensaje claro de donación a la colectividad. Ni siquiera le pondrían ladrillos debajo, decía, a cuenta de una crisis de la que había oído hablar.
Al cabo de un mes ella celebró su aprobado con una nueva sombra de ojos no por el color sino por atreverse a pensar que cierta independencia surgiría con aquel llavero dispuesto en el recibidor.
Durante aquel periodo de convalecencia tuvo que escabullirse por las noches para visitar el cuarto de ascensores y dar cuenta de las pastillas sin un triste vaso de agua con el que digerirlas. Cada vez era mayor el número de ocasiones en que su ropa interior acababa en los tobillos y pensó que él quería preñarla solo por el hecho de retenerla, harto de propinarla tanta hostia de mala calidad como único método de dominio del que era capaz de imaginar.
Al cabo de cuatro meses, en cuanto el juzgado atendió el recurso del macarra y le libró de una parte de la condena, es decir, los servicios a la comunidad, y se los conmutó con cinco días de multa a razón de un total de cien euros, ella se convirtió en su chófer. Gracias a ese nuevo cometido la joven circuló por los rincones de la ciudad que, antes de la lesión, su amor de verano acostumbraba a frecuentar. Ahora bien, nunca le permitió poner un pie en el suelo salvo para llenar el depósito y, aún menos, mantener conversación alguna con nadie que él no autorizara.
Aquellos paseos tras el cristal le sirvieron para comprobar que su acompañante no era una excepción y que la ciudad era una excelente cantera de gilipollas peleándose por marcar la diferencia a pesar de su obsesión por imitarse. Era como querer parecerse a Elvis siendo calvo.
Su suerte cambió desde ese día, al menos en cuanto al aspecto de su rostro, dado que su nuevo cometido la exponía a la mirada cotilla de otros conductores, de los presuntos amigos de su novio y de los más preocupantes: los agentes de tráfico. Contención que tuvo que asumir su amor de verano puesto que la excusa de ser paseado por una boxeadora profesional fue escuchada con recelo por una patrulla, en un control rutinario, ante aquel labio partido con que les sonrió la joven mientras facilitaba su recién estrenado carné.
La normalidad durante aquellos meses, entendida como tal a causa de una menor extensión de los cardenales y su deriva hacia el amarillo, no calmó las ansias de la moza por darle matarile, ya que, hasta roncando, su amor de verano trataba de sacudirla aunque los golpes se acabaran perdiendo en la almohada mientras ella observaba el braceo a pie de cama con el cinturón de la bata tenso entre sus manos deseando ponérselo de corbata. Pero todo pasaba porque pareciera un accidente, algo fortuito, causal, que nadie arqueara una ceja si él perdía la vida en el contexto donde su cuerpo fuera hallado. Por eso la colección de cuchillos dormía en el cajón de la cocina con la misma frialdad con que ella se devanaba los sesos buscando el lugar apropiado y la ocasión exacta para que ella figurara como testigo de una desgracia. Ese era el único pasaporte válido para que su retorno al pueblo fuera aceptado bajo el fingido consuelo de las beatas de mantillo.
No obstante, el contador de la sanción avanzaba inexorable hacia su cero y pronto le sería devuelta la licencia, y con ella, estaba convencida, regresarían los puños.
A una semana de cumplirse el plazo dado por el tribunal, ella, agobiada por no encontrar un plan perfecto, decidió estrellar el coche. Una forma drástica de ganar tiempo y seguir manteniendo desarmado al hombre de sus sueños mientras daba por fin con la solución. Pero si para una novata circular con normalidad ya es preocupante, tratar de superar los límites sin causarse lástimas propias, aparentar que las circunstancias de la circulación la impelen a un brusca maniobra por culpa de un tercero y, además, convertir en chatarra el transporte mientras su amor de verano la golpea con la mano abierta, al tiempo que la música ahoga los vaticinios de su muerte inmediata, esa  suma de intenciones se convertía en un ejercicio de ingeniería del vodevil. 
El resultado: Un insulto que escuchó el cuello de su camisa hacia un repartidor de pizzas que cruzaba la rotonda, una mirada inyectada en sangre del príncipe de sus sueños cuando ella giró el volante esquivando la estela del mencionado ciclomotor que ya debía estar buscando las vueltas de la pizza entregada, un golpe seco en el parachoques producto del impacto contra un raquítico árbol de una hilera de ajardinados y otro, cinco segundos después, sobre el techo, por la caída de un nido de gorriones. El mayor contratiempo: la rueda encajada en el parterre y los dos euros del túnel de lavado por la tortilla  de pajaritos sobre el techo.
Su amor de verano salió del coche mordiéndose los nudillos dispuesto a comprobar los daños mientras ella, consciente de que no saldrían en los telediarios por el siniestro, oprimía el mechero por si, en la ofuscación de su príncipe y comprensible distracción calibrando los daños, le daba tiempo a incendiar la tapicería.
No tuvo margen salvo para causar un agujero en el asiento puesto que fue de inmediato obligada a meter marcha atrás para sacar del rebaje jardinero la rueda encallada. Las aceleraciones solo sirvieron para que rugiera el esfuerzo del motor sin ningún otro resultado que un fuerte olor a goma producto del nulo agarre de su contraria casi en el aire. Los gritos, el sudor y los temblores de su amor de verano, mientras recorría la distancia de su parachoques una y otra vez como un centinela esperando el relevo, ante la imposibilidad de machacarla allí mismo, dada la acumulación de espectadores divertidos con su impotencia, le obligaron a sacarla del volante con una novedosa dulzura apretada entre dientes.
El resultado fue la misma fragancia de caucho a la parrilla y una humareda que ni el Botafumeiro de Santiago logra. Tamaña señal, a imitación singular de las utilizadas por los apaches alertó a la caballería que, en forma de guardias civiles compareció con las adustas formas que les caracterizan a su afamada expedición de recetas sin importarles descargos aún se tratara una comitiva funeraria y el ataúd no llevara puesto el cinturón.
Presentándose con marcial saludo ayudaron con la simple pose de sus nalgas sobre la carrocería para que, una vez ganada tracción, el vehículo recuperara su natural estado sobre el asfalto. Agradecida la ayuda, el talento innato de quienes huelen carnaza llevó al más veterano de los uniformados a que su bigote se enroscara al más puro estilo daliniano tras observar que la posición al volante era sustituida por una joven con el pelo alborotado pero acusadamente planchado a la altura de la nuca como si una mano invisible permaneciera perenne a modo de yugo. Ante ese detalle solicitaron la documentación de quien hasta entonces había maniobrado el rescate. Comprobadas las credenciales y figurando en vigor la retirada del permiso de conducción decidieron decorar sus muñecas con un juego de grilletes, leerle sus derechos y sacudirse los besos y abrazos de su joven acompañante que, de un modo poco ortodoxo pero tan expeditivo como útil, ayudó con fuertes y reiteradas patadas en el culo del detenido a que éste renunciara a resistirse y se introdujera en el coche patrulla como nunca un matador buscó el burladero.

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