viernes, 10 de mayo de 2013

La séptima manzana


Caminaba bajo los tilos la joven hija de los Guzmán. De su brazo colgaba una cesta con media docena de manzanas protegidas del sol por un paño de encaje de alegres motivos. La frondosidad era un alivio en aquel agosto. Por esa razón y por niña, en cada claro, sus delgadas piernas se apresuraban hasta alcanzar la siguiente sombra convirtiendo en un juego de metas cada nuevo refugio de frescor.
Así, con ese andar a saltitos, donde un pie repite pisada antes de ceder el turno al otro, donde cada novedad en el entorno distrae la prisa, donde hablar con las hadas o cruzar una rama en una formación de hormigas, o enroscar con un hierbajo una procesión de orugas llena de normalidad el mundo fantástico de una niña, con esa veleidad la pequeña de los Guzmán se iba acercando a la aldea vecina. Debía cumplir con el siguiente encargo: llevar una muestra a los mercaderes para que conocieran la existencia de los mejores frutales de la comarca. Un simple bocado y quedarían convencidos.
—Cuídalas bien —le advirtió su padre depositando la pesada mano en el nacimiento del remolino que estiraba sus trenzas—. Si gustan puede que nos traigan algo de fortuna —añadió.
Todavía lejos de la fuente más cercana una piedra con faldas de musgo sirvió de asiento a la niña. La sed se avivó entre la quietud y la mirada puesta en el último tramo del sendero que, visible entre el enramado, serpenteaba su polvo muy cerca de las estribaciones del pueblo.
No dudó en elegir una de las manzanas para aplacarla. Jugosas como un melón maduro pero tiernas como la chicha del calabacín, su sabor erizaba la piel y un rubor fresco se instalaba definitivo al crujir su carnosidad entre los dientes. No cayeron ni una ni dos sino tres, y apenas quedaron restos para el festín de un hormiguero que esperaba impaciente por ver alejarse a la gigante pizpireta.
Ajustado el paño de nuevo, esta vez para evitar el baile de las restantes, una milla después la joven alcanzaba las calles de la aldea donde los comercios se agrupaban por gremios en cada cantón. Sin embargo era día de mercado y los estantes se multiplicaban estrechando las ya de por sí angostas callejuelas. Las voces sobre la dudosa excelencia del muestrario se confundían a cada nuevo paso, y el ajetreo de los circulantes, atentos a texturas y aromas, y no al suelo, obligaron a la niña a abrazar la cesta como a su mejor muñeca y a buscar refugio en algún recodo. Pero el gentío la empujaba lejos de cualquier cobijo y no tardó en caer. Sus manos buscaron el firme y al encontrarlo vio rodar cesta, manzanas y sueños que se convirtieron, bajo los pies de la muchedumbre, en sidra cenicienta.
Sus gemidos fueron advertidos de inmediato y un corro de adultos rodeó su lástima. Una robusta mujer asumió su protección y ante el llanto revisó manos y rodillas de la pequeña, pero al no encontrar rasguño que justificara aquellas lágrimas le sacudió la polvareda y la dejó sobre un cajón junto a un puesto de verduras. Luego, metiendo codos, regresó a su hueco en un barullo de mujeres que pujaban por su turno quedando la niña con dos velas bajo la nariz y una cesta llena de vacío.
Y allí se mantuvo media hora de pie y otra media más vencida por la desilusión, hasta que el dueño de su improvisada atalaya la conminó a bajar impelido por la necesidad de recoger los restos de su tenderete. Y se vio obligada a pisar la realidad. Para entonces el campanario señalaba la pausa del almuerzo y apenas quedaban compradores por la calles. De haber dispuesto de las manzanas podría haber recorrido en un santiamén las tiendas convenidas, pero ya nada ocupaba su cabeza salvo encontrar las fuerzas suficientes para arrastrar su fracaso de regreso a casa.
—¿Todavía sigues aquí? —preguntó arrugando su mentón la horonda rescatadora que cargaba unas alforjas repletas de víveres.
La niña se encogió de hombros. Pero ante la insistencia de la mujerona, que la miraba directamente al lacrimal a sabiendas que a punto estaba de desbordarse, la chiquilla confesó su desgracia.
Tras escuchar la fatalidad la mujer depositó sus alforjas en el suelo y extrajo de una de ellas una manzana que ofreció a la niña. Ésta negó con la cabeza y un suspiro acompañó al gesto. La mujer sonrió y se apresuró a explicarle sus razones.
—Pruébala y dime si es mejor que las perdidas.
La manzana lucía entre el verde y el amarillo, y más refulgió cuando su piel fue lustrada con un par de repasos en el regazo. Sin embargo, su sabor, arenisco, se alejaba del edén de los lagares.
Ante el gesto de desagrado, la sonrisa de la mujer aumentó de tamaño y esa alegría confundió a la pequeña Guzmán. No entendía cuál podía ser el propósito de aquella bondadosa mujer que ahora la asía por los hombros y se inclinaba hasta igualarla en estatura.
Le propuso rondar los puestos, detenerse frente al cesto de pomas y curiosear hasta que su inocencia fuera percibida por los fruteros. Con más dudas que lágrimas aceptó la idea y dirigió su paso remolón hacia la calle donde se concentraban los mejores aromas de la fruta fresca.
Todos la atendieron y ofrecieron su género, pero a todos rechazó con gratitud. Extrañados la interrogaron y su respuesta fue idéntica: desde que probó las manzanas de los Guzmán, la finca de puertas rojas al otro lado de la colina, nunca encontró otro fruto que mereciera la pena. Ante la rotundidad de su aseveración insistieron en que las probara. Aceptado el envite su gesto de desagrado no fue fingido y con la misma parsimonia que rondó los muestrarios se alejó dejando un poso de curiosidad en todos y cada uno de aquellos mercaderes que, con una mano sujetaban la manzana mordida y con la otra acariciaban su calva mientras veían perderse por el declive del callejón un par de trenzas saltarinas.
Mintió a su regreso y la esperanza de negocio se dibujó en el rostro de su padre con el vistazo de complacencia que pudo regalarle sacado de entre las mil tareas que le ocupaban de sol a sol y le desplomaban tras la cena.

Durante dos semanas la niña estuvo interrumpiendo sus quehaceres cada vez que sentía que alguien franqueaba la verja. Tras el chirrido turbador comparecían peregrinos pidiendo agua, forasteros asegurándose la buena dirección de su camino, vecinos devolviendo herramienta… Ningún frutero o mercader tuvo interés en abrir la roja cancela de los Guzmán, al menos, de momento.
La última noche fue tema de conversación en la cena. Padre se extrañaba pues nunca sus frutales dieron mejor cosecha. Ya en la cama la pequeña pensó en aventurarse por su cuenta con una nueva cesta, pero la mentira ataba su decisión y la vergüenza esa mentira. Y así dio vueltas a su laberinto de engaños hasta que el sueño la venció. Jamás unas sábanas aprisionaron tanto una inquietud, y esa fue la primera vez que tuvo una pesadilla.
Pero al día siguiente, una señora con los andares de una regenta, bajo el amparo de una sombrilla de volantes, giró los goznes y deslizó su enlutada figura hasta detenerse en el recibidor. No hicieron falta ni campanillas ni carraspeos para que la puerta se abriera a su presencia y fuera atendida por la señora Guzmán quien, presurosa, extendiendo la mano hacia el interior, le ofreció acomodo mientras reparaba en los pegotes de harina que cercaban sus uñas y en los lamparones de su delantal. La dama reprimió el primer vistazo hacia la apariencia de la anfitriona y declinó el asiento ofrecido, pero aceptó un vaso de agua que al instante la pequeña de los Guzmán acercó en una bandeja.
—¡Por fin te encontré! —observó la dama al verla.
La extrañeza y el horror se repartieron por ese orden en los rostros de madre e hija. Esta última apenas acertó a dejar medio trago dentro del cristal.
—Le pido disculpas —se apresuró a abogar la señora Guzmán aún desconociendo la razón de tan distinguida visita pero oliendo el miedo de su pequeña en el oleaje derramado.
La dama de negro depositó su sombrilla sobre una mesa antes de hablar.
—¿Disculpas? Perdóneme a mí por la intromisión y por no haber podido reprimirme al reconocer a su hija. Me la describieron con tal profusión que en mi cabeza vive su retrato como un óleo de Velázquez. Mi nombre no le dirá nada pero soy la presidenta de la sociedad Las Pirámides. Somos un grupo de mujeres amantes del buen gusto y de los refinados modales. Gracias a su pequeña el azar con las manzanas quiso que supiéramos de su existencia.
En ese instante entró el hombre de la casa dispuesto a refrescar su esfuerzo en la tina y a llenar su estómago de pan duro y casquería antes de proseguir con la faena. Su mujer hizo las presentaciones que no interrumpieron la inercia tosca y habitual de Guzmán con su aseo. Cara y brazos se precipitaron en la pila y, tras unos instantes, de ella emergió el rostro empapado de quien parece haber dejado entre las aguas parte de su batalla diaria con la tierra, parte de su derrota. Las tres mujeres miraron al hombre mientras secaba su piel con una toalla que vista en sus manos parecía un alzacuello.
—¿Viene por las manzanas?  —mencionó Guzmán buscando un tenedor para su bocado.
El lenguaje directo del varón sorprendió a la visita pero no arredró el tono de su réplica.
—Lo cierto es que no —precisó—. Lamentablemente no pude probarlas, pero a tenor de los esfuerzos de su encantadora hija por divulgar su excelente cosecha nos encantaría que una cesta llegara a nuestra sede, siempre y cuando su mujer tenga a bien acompañarnos.
La señora Guzmán buscó los ojos de su marido y éste abandonó sus pesquisas con la cubertería para corresponderle la mirada ante la sorprendente propuesta. La pequeña, al tanto, mantenía su boca prieta para evitar que sus dientes delataran el castañeo y cruzaba sus dedos tras el vestido confiando en que aquella mujer tuviera un ataque repentino de aires glamurosos y se fuera por donde había venido.
—Mi mujer, ¿acompañarla? No termino de comprenderla.
La dama hizo una pausa y puso su mirada en la temblorosa figura de la niña y pudo advertir su juego de manos. Luego, antes de responder, la dirigió al rincón donde un sofá junto a la ventana acumulaba en su asiento retales de una afición laboriosa.
—Su hija tuvo un percance en el mercado y extravió parte de su cesta… —aclaró.
En ese momento todas las miradas confluyeron hacia la jovencita, que sentía la piel de su cara encarnarse como un ascua al viento y la mentira se le enroscaba en el estómago tal que una serpiente a la presa que asfixia.
—… y gracias a su tropiezo —prosiguió la dama—, y a una serie de casualidades propias de una localidad pequeña, supimos de la gran virtud que atesoran en esta finca.
Por primera vez en su esforzada vida Guzmán tuvo un cosquilleo de vanidad que le erizó el vello de la nuca. Sensación de ingravidez que desapareció tan rápida como vino cuando la ilustre visita sacó de su bocamanga una tela blanca que extendió junto al paraguas. El paño con el que había cubierto sus manzanas ahora mostraba sus excelentes bordados sobre la mesa y era librado de toda arruga con el primor de unas manos acostumbradas a la delicadeza.
—¡La di por perdida! —exclamó la costurera mientras repasaba sus manos por el delantal indecisa por recogerla.
—Nos gustaría ver más —intervino la visitante—. Fíjese nuestro asombro que mis asociadas y yo ya queremos que dirija un taller escuela. Tiene usted un don único para la costura, querida, y la pagaríamos muy bien si comparte sus enseñanzas. El aburrimiento se ha instalado en la villa y salvo los días de cuestación para la beneficencia, cuando el sol traspasa nuestros polvos de tocador, el resto del año el bingo, el club de lectura de los jueves y las pastas de té de los sábados nos reúnen tras las cortinas del hastío.
Sin una confirmación pero con la certeza de ser centro de una tertulia en cuanto cerraran la puerta, la dama abandonó la propiedad.
No se celebraría reunión alguna en la finca de las puertas rojas hasta que llegara la hora de la cena. La labor del campo es esclava y las interrupciones obligan a acelerar las tareas con las bestias antes de que la marcha del sol convierta en sombras sus pelajes. Durante esa tarde la costurera suspiró varias veces mientras terminaba de amasar la harina. También se le agitaba el pecho cada vez que pasaba por el rincón donde muchas noches se dejaba la vista enhebrando a la luz de una vela. Mientras tanto, la niña, sobre su cama, se había abrazado a su muñeca de trapo y sorbía su sollozo dispuesta a desplegarlo en cuanto con la primera cucharada de sopa comenzara el interrogatorio sobre su percance.
Sin embargo, llegadas las diez y ya recogidas las gallinas, los fondos de los platos mostraron su brillo acuoso y se pasó a la carne, y después al melón, y cuando el café de puchero humeaba sobre la taza, entonces, Guzmán habló a las dos mujeres de su vida con una sinceridad nunca sospechada. Confesó que esa tarde buscó una sombra y durante un buen rato masticó una hierba de lado a lado de la boca al tiempo que su cabeza asumía las novedades que dejó la enlutada visita. Mencionó al padre de su padre, quien siempre tuvo tiempo y un lugar en sus rodillas para enseñarle esos atajos de la vida que permiten afrontarla con menos daños de los que un mozo bravo siempre se causa a sí mismo. Su abuelo le describió que los golpes enseñan a caer, que las letras a meditar, que las mujeres a serenar el corazón y que las mentiras crecían como las malas hierbas que, de lejos, aparentan el mismo verdor al campo pero que arruinan cosechas sino se retiraban a tiempo.
Madre e hija escuchaban al hombre de sus vidas con el mismo brillo en sus miradas. La pequeña escondía ahora una emoción bien distinta a la que trajo a la mesa pues de ninguna de las maneras quería interrumpir la otra versión de su padre a quien, hasta entonces, siempre lo consideró un esforzado labriego de fuertes manos y ancho pecho que deshacía su vigor por darles cobijo, comida y vestimenta mientras miraba al cielo para que el granizo no arruinara su trabajo.
—Sabré componérmelas los días que el taller te reclame. He visto cómo la alegría encendía de rubor tus mejillas al escuchar la propuesta. Además, nuestra hija podrá acompañarme en tu ausencia. Me apetece que mis rodillas se doblen como asiento y enseñarla aquello que me dio paz cuando creía que el mundo era un botín en el que todo valía por conseguir mi pellizco y ocultar, para negar, mis carencias.
Dicho esto alejó el café, puso sus manos sobre la mesa y miró a su pequeña.
—Hija, hace dos semanas te envié con seis manzanas para que la fortuna diera un codazo a nuestra suerte. El azar quiso que así fuera y hoy deberíamos celebrar con vino que alguien haya reconocido el talento de tu madre, ese que nunca supe considerar y taché como un entretenimiento que evitaba turbar mi descanso. Pero mientras brindamos por nuestra bella costurera debes saber que en aquel encargo viajaba junto a las demás otra manzana. Aquella que mordiste para que nunca supiéramos el destino del resto. Es cierto que el sabor de la mentira embriaga y que con un buen discurso es sencillo de mantener. Nos protege de los temores pero nos disfraza con una seguridad tan débil que antes de sentirnos descubiertos nos obligamos a seguir mintiendo. Los mentirosos se rodean de iguales y es de tal artificio su discurso que al final dudan de hasta sus orígenes.
Tras un breve sorbo al vino, prosiguió.
—Mañana acompañarás a tu madre al pueblo y llevarás una nueva cesta de manzanas contigo. Estoy convencido de que sabrás darlas un destino adecuado.
Aquella noche los hombros de Guzmán se libraron del peso de su agotadora jornada y durmió pensando en el reciente abrazo de sus mujeres.

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