martes, 18 de junio de 2013

Entre humos

Con el sol del atardecer tiñendo de zanahoria la panza de las nubes, la maniobra del 747, aproximándose hacia su alfombra de luces, apretó bocas y reposabrazos. Desde el aire, la gran urbe refulgía su alumbrado, intenso en su centro, disperso en el extrarradio, bien definidas sus líneas de farolas, circulares en las plazas, rectas en las avenidas, solitarias en los montes próximos, apenas un parpadeo tras el arbolado, como faros en la niebla, como las nubes bajas que, en ese momento, envolvían la aeronave en vaharadas anunciando la última cortina antes del aterrizaje.
Desde su ventanilla, el detective retirado Winston Marlboro observaba el apacible panorama que ofrecía la ciudad y su río, lengua de apagado reflejo del cielo serpenteando el almíbar de su fuga hacia el mar. Tan solo los silbidos de los reactores rompían el silencio sepulcral impuesto por el respeto hacia el milagro de volar. Las balizas en el extremo de las alas parpadeaban y acentuaban los rasgos del maduro sabueso, quien suspiraba ante la calma que ofrecía la metrópoli a tres mil pies de altitud. Engañoso remanso puesto que, una vez sobre el asfalto, la investigación que había poblado de papeles su bandeja durante el vuelo apenas le concedería margen para nada más que tomar decisiones inmediatas y tratar de impedir un asesinato anunciado para la mañana del día siguiente.
            Aunque un lustro le separaba del último día de servicio activo en homicidios, las inercias de un investigador no aflojan por mucho que una cabaña en el bosque sea el lugar elegido para su retiro. Escogió las montañas por belleza, por soledad y por embelesamiento. Después de muchos años contemplando el picadillo con el que los seres humanos despojaban con saña la vida de sus iguales pensó en instalarse en algún lugar donde las ondas provocadas por la caída de una piña sobre el agua se convirtieran en la mayor de las agitaciones a las que se vería sometido.
La cabaña era modesta, algo húmeda a cuenta de la cercana orilla del lago, con los servicios esenciales para la vida de un ermitaño pero barata a cuenta de su complicado acceso, imposible en invierno y laberíntico el resto del año a causa de las numerosas ramas vencidas por la nieve que atravesaban los caminos. Impedimento que de poco sirvió para que, un día, antes del solsticio de verano, recibiera la visita de un viejo camarada con quien compartió la Olivetti, corchera, grilletes, tabaco y respiró sus pedos en las mil horas de vigilancia dentro de un coche frente al domicilio o negocio del sospechoso de turno. Trujas Fortuna, natural de Cuenca, ese era el nombre de quien negociaba la última rodera de barro frente a su puerta. Se saludaron con el mentón como si anoche fuera la última vez que se hubieran visto, no sin antes encenderse un cigarro sin ofrecer. Una costumbre arraigada en el turno por culpa de esos adictos al humo pero no a su compra. Ambos adivinaron que era mejor suprimir los formalismos. El visitante porque su rostro demudaba una sonrisa de compromiso y el anfitrión porque no pudo evitar sorprenderse por el grosor de la carpeta que sujetaba su antiguo compañero con ambas manos. En toda su carrera nunca permitió que un malnacido cubriera media anilla de las suyas.
Los cigarrillos volaron de su pellizco antes de entrar en la cabaña y clavaron su incandescencia en el barro a sus espaldas mientras la puerta se cerraba con los dos hombres dirigiéndose a la única mesa que presidía la estancia. Escasa superficie para tanto documento que obligó a invadir el sofá y, más tarde, los asientos de las cuatro sillas, al mismo tiempo que su portador explicaba el contenido y la relación con los ya desperdigados. Un rompecabezas de siete crímenes en dos meses y cada nuevo homicidio su autor se perfeccionaba hasta el punto que los dos últimos se le relacionaron porque la vanidad le pudo pensando que jamás llegarían a atribuírselos.
            A pesar de que las hemerotecas presentaban a los asesinos en serie como seres de elevado cociente intelectual, lo cierto es que el componente de fortuna, unido a la desidia o incompetencia de ciertas autoridades encargadas de darles captura, habían fomentado esa aura de grandes estrategas e indudables artistas de la esquiva. Sin embargo, con independencia de sus discutibles facultades, parecía una asignatura troncal esa inclinación por dejar acertijos a su paso que facilitaran pistas sobre su siguiente víctima o paradero. Afirmación absolutamente novelada pues todo se basaba en la formación de perfiles, recopilación de vestigios en los lugares del crimen y la toma de testimonios. Así de simple, de aburrido y frustrante era el trabajo de los detectives hasta que daban con la línea de investigación adecuada, si es que la conseguían. Entonces se abría la esperanza a una detención con cargos irrefutables. Sin embargo, en esta ocasión, el asesino, presumiendo de su infalibilidad, había facilitado por carta el lugar donde caería su siguiente víctima. Envió un escrito en el dorso de una fotografía donde retrataba el arma que había empleado hasta entonces.  En la imagen, siete eran las muescas que lucía el filo de un puñal asido con fuerza por su mano ejecutora. Esa era la macabra postal de un viaje con siete paradas donde describía la siguiente con la soberbia de quien se sabe una sombra en el pozo de las interrogantes.
            En cuanto el avión chilló su contacto con la pista y la velocidad se volvió familiar para quienes transitan por carretera, las conversaciones afloraron junto al ruido de los cinturones al desabrocharse a pesar de que la aeronave aún seguía en movimiento. Minutos después, salvo los de las ventanillas, una legión de apresurados se incorporaban locos por recuperar sus equipajes de mano de los maleteros superiores y ocupar una pulgada en la moqueta del pasillo central. Winston traía consigo la calma del bosque y decidió que saldría el último. Si era preciso, esperaría a que viniera una azafata a advertirle de su soledad. No obstante, no perdió de vista su maleta por si algún espabilado la creía huérfana a medida que se despejaba su estrechez. No llevaba gran cosa, apenas unas mudas, un pijama y un neceser, lo suficiente para un par de días. Tiempo estimado para cumplir con el favor pedido y desear buena suerte a sus compañeros en la búsqueda de tan escurridizo criminal. Ni un triste pelo, peor aún, ni una epitelial, ni una mitocondria en los escenarios de sangre y desdicha, como si el asesino actuara envasado al vacío. Esas eran sus credenciales.
Las manos de los pasajeros esperaban su turno para arrancar de su reposo las maletas. Alguna parecía haber engordado durante el vuelo y se resistía. Ese parecía el caso de una dulce dama de algodonado cabello de brillos azules, quien solicitó ayuda al joven que la precedía. Un muchacho de camisa floreada que a causa de sus tatuajes parecía vestirla de manga larga. Con gesto de desgana asistió a la señora que, abusando de un desvalimiento mayor, imploró para que le porteara la valija hasta que las ruedas encontraran el pasillo adecuado para su anchura y mejor acarreo. El joven pensó en resoplar pero finalmente sonrió y se hizo cargo ante la imposibilidad de sustraerse dado el depósito de miradas clavadas en la suya.
A Winston le resultó divertido el lance pero nada nuevo consiguió distraer su espera, ni siquiera la melodía incesante y variada de mensajes de móviles reprimidos durante el vuelo en el purgatorio de las operadoras. Decidió perder la vista por la ventanilla y trató de divisar por encima del borde de las alas unas barcazas que remontaban el río. Barrera natural que separaba el aeropuerto de la ciudad, desagüe de la población y de las fábricas aledañas, seguramente, espeso como el chocolate y fétido como las tripas de un osario. Recordó entonces el color benigno que las nubes conferían a sus aguas como consecuencia de los rayos del sol en su ocaso. La forma de los meandros, sinuosa como la sombra de una guitarra española. De lejos, desde las alturas, la distorsión ayudaba al encanto y alejaba la decadente realidad. Ahora, el sudor de los nervios impregnaba el corredor de un avión repleto de costaleros, de paso reprimido al ritmo de la impaciencia.
 «Perdón», repitió Winston mientras se incorporaba como un resorte y detenía el paso de quienes trataban de medrar en aquel avance patibulario.
El sobresalto le sorprendió así mismo y cuando eso ocurre el de los vecinos se multiplica. Con los modales de una urgencia se hizo con su equipaje, se lo colgó en bandolera y amoldó su paso al de su predecesor hasta que ganó espacio en el corredor donde, a pesar de su renovada prisa, la vida en las montañas le había retirado las fibras de la velocidad y era adelantado con soltura por los urbanitas, interponiendo más caudal humano entre el hombre que había despertado su alarma. Fue entonces cuando, sin aflojar el paso, tuvo que recurrir a la vista para no perder esa cabeza que bailaba entre otras y los hombros de los más altos. Si su intuición no le fallaba se dirigiría a la sala de recogida de equipajes.
En cuanto se aseguró de ello y jugando con la demora de costumbre de las cintas de equipajes, Winston salió al encuentro de su antiguo compañero quien había acordado esperarle junto al siempre vacío mostrador de reclamaciones de la terminal de salidas. Pero al no hallarlo tuvo que pinzarse el nacimiento de la nariz. Era su gesto habitual ante la contrariedad cuando debía acelerar sus pensamientos y tomar decisiones. Por suerte, por encima de su mano, descubrió a Trujas Fortuna fumando junto a la parada de taxis. Lógico, nunca supo esperar sin un cigarrillo en la boca. Winston estaba convencido de que a lo largo de su vida durante las vigilancias, su viejo compañero se habría fumado una plantación con la extensión de los incendios que iniciaban los telediarios.
Esta vez ni siquiera hubo saludos de mentón. El detective Fortuna tiró su cigarro nada más verle y le señaló el vehículo que elevaba un par de ruedas sobre la acera, al inicio de la cola de taxis. Sin embargo, tuvo que detenerse dos pasos después. Su jubilado camarada le indicó que le siguiera con la cabeza al tiempo que regresaba al interior de la terminal.
Una hora más tarde, en la estancia contigua a la sala de interrogatorios, mientras el abogado de oficio llegaba, Trujas y Winston apoyaban sus fofas nalgas en el canto de una mesa y observaban en silencio al detenido, a través del espejo sin azogue, mientras degustaban sendos cigarrillos con la parsimonia de quienes al final de una carrera de liebres disfrutan y celebran su victoria chocando sus caparazones de tortuga.
«Coinciden las trazas», dijo la joven detective que irrumpió en la habitación mostrando el arma embolsada y arrugando el morro ante la humareda. El silencio de los veteranos, quienes giraron sus cabezas hacia su escote inexistente, pero prometedor ante las redondeces ceñidas por la funda sobaquera, le hizo dar media vuelta y cerrar la insana dependencia con un portazo.
—De estas ardillas no hay en tu bosque —observó Trujas mirando hacia la puerta.
Winston sonrió antes de apagar el cigarrillo sobre la montonera de colillas. Luego se miró la mano y la articuló varias veces en el vacio esperando que los meandros de las venas afloraran remontando sobre los tendones. Como el puño que asía el cuchillo en la foto, el mismo que extrajo la maleta de la anciana, idéntico, delator, casual, afortunado. Tragó un suspiro ante el pellejo yermo entre sus nudillos y la muñeca. Solo lunares sobre el cuero arrugado surgían recientes. Pigmentos anómalos propios de la vejez.

—Mi rama hace tiempo que se dobla ante el peso de una hoja —dijo mientras se cruzaba su bolsa como un tahalí y seguía el camino de la ardilla.