lunes, 29 de julio de 2013

Por dos yemas



 —¿Qué obliga a un multimillonario como Salazar Huertas a saltar al vacío?
—¿Frente a una muerte segura?, sólo un miedo mayor… —apuntó Minerva mirándose las uñas.
—¿Un miedo mayor? En todo caso a la inminencia de un mal menor. ¿O existe algo más temido que la muerte? —replicó su hermana.
—Sin duda, el sufrimiento —afirmó con el esmalte del índice al filo de sus dientes.
Noelia, ante la rotunda respuesta, se atusó el moño como queriendo encontrar una objeción a la altura.
—Estoy de acuerdo en parte —asumió, por fin—, pero sigo sin entender cómo alguien prefiere morir a sufrir.
Esta vez fue Minerva quien dirigió sus manos hacia su tocado pero interrumpió el gesto en el último instante. Le repateaba ser una copia idéntica de su hermana gemela y ya desde niña se esforzó por diferenciarse. El corte de pelo fue lo primero; ¿la ropa? en cuanto doblegó la moral de su madre, empeñada en presumir de sus gemelas hasta en la vestimenta, el hilo y las tijeras obraron milagros con el mismo ajuar. Así, Minerva, siempre se demoraba en el desayuno para asegurarse que por cada falda puesta de Noelia un pantalón suyo bajaba esa mañana por la escalera. Llegó incluso a dejar un novio porque alguien, un don nadie, comentó cierto parecido con uno antiguo de su hermana. Pero a pesar de su obsesión, el subconsciente actuaba por su cuenta y los gestos desplegados por su hermana, con los que solía acompañar las alocuciones más enérgicas, eran imitados en la réplica sin otra voluntad que la inercia de los genes. Era entonces cuando se maldecía al tiempo que se mordía los nudillos y desaparecía dando un portazo. Con los años fue moderando esos arrebatos hasta convertir los refunfuños en conversaciones que nunca emergieron más allá de sus meninges.
—La vida es sufrimiento —dictó Minerva—. El  instinto de supervivencia desaparece ante un umbral de consecuencias dolorosas ya vividas o fielmente imaginadas. La muerte es desconocida. La tememos por definitiva y de eso viven las religiones, pero cuando el final sobreviene, irremediable, fatídico, muy pocos son los que se encomiendan con plegarias hacia sus dioses. Tememos sufrir porque conocemos su latencia y desconocemos su remisión. Morir eleva los puentes a todo sufrimiento.
Noelia dejó que las palabras de su hermana se desvanecieran hasta que el silencio circuló ente ambas y las obligó a retomar la tarea: husmear entre la documentación sobre la muerte de Salazar Huertas e hilvanar una respuesta veraz a la interrogante de su fallecimiento.
Noelia nunca pudo con las argumentaciones de su hermana ni tampoco quiso. Ella era más perseverante pero menos sagaz. Minerva demostraba un tremendo empeño por quedarse con la última palabra aunque para ello tuviera que elevar su tono hasta acercarse a la discusión propia de verduleras. Noelia cedía, pues para ella era toda una victoria descubrir el enojo de su contraria.  Siempre disfrutó para sus adentros de la ofuscación de su gemela.
El seguro de vida contratado por el multimillonario Salazar Huertas estipulaba, en connivencia por las partes, que cualquier episodio violento que llevara a la muerte del firmante sería examinado con especial rigurosidad por si alguno de los beneficiarios hubiera acelerado su finiquito. Del mismo modo, cualquier forma de suicidio eximía a la aseguradora de toda indemnización pactada y la desvinculaba del contrato, siempre previo informe pericial del organismo encargado de su dictamen.
En un principio, el suicidio de Salazar Huertas estaba más que demostrado pues fue su propio impulso el que le llevó a tirarse al vacío desde la última planta de un rascacielos, tal y como captaron las imágenes emitidas por televisión. Sin embargo, era pronto para que la aseguradora se frotara las manos. Que un incendio de extraño origen y más que dudosa intencionalidad convirtiera el suntuoso ático de Salazar Huertas en una trampa mortal impelía a enfocar el deceso como un homicidio doloso, a pesar de los actos volitivos del finado en los instantes previos de su muerte. Razón por la cual, el dictamen pericial de una agencia independiente señalada por el Juez Instructor era fundamental para vincular o extinguir la responsabilidad civil según contrato. ¿La elegida?: la de las hermanas Caiñabel.
Aunque Noelia había fundado una compañía de seguros cuarenta años atrás, la mecánica empresarial, ante los numerosos casos de fraude, la obligó a contar con una agencia de detectives que testificara en los tribunales y evitara, de este modo, la ruina ante la reclamación de indemnizaciones viciadas de la mal nombrada picaresca española. Alianza corporativa que terminó por animarla a abandonar los seguros y a dedicarse en pleno a la investigación de estafas dada la  sencillez de los rastros que dejaban los delincuentes, la escasa violencia de sus artes y lo bien pagado que estaba el oficio.
«Dinero fácil con poca inversión», se decía. No obstante, la discordia surgió porque fue Minerva la que, animada por su gemela, creó la agencia de detectives que más tarde terminó por asociarla. Matiz suficiente para que Minerva se erigiera como adalid de una idea que nunca fue suya, pero de la que se apropió para que, cuando las más acaloradas discusiones sobre el trabajo surgían, siempre saliera a relucir buscando tensar la relación desde una posición de falso dominio, porque aún siendo su participación en la sociedad igualitaria, la mayoría de los clientes provenían de la cartera de Noelia fruto de su pasada relación con el sector.
—Según la policía científica se han hallado rastros de acelerantes en el foco del incendio. En la planta catorce, a seis del ático.
—¿Quién ocupa esa planta? —preguntó Noelia.
Minerva repasó con el dedo las diligencias y detuvo su requisa a la mitad del tercer párrafo.
—Una asesoría: Sombras consulting.
—Ya, pero ¿quiénes la integran? —inquirió.
—No consta, pero en seguida lo averiguo. No obstante, como bien sabrás, el edificio pertenecía al apellido Salazar, y las diecisiete plantas eran ocupadas con empresas propias o vinculadas a su firma.
Minerva marcó varios números y mientras anotaba las respuestas en su libreta sobre la identidad de los directivos de la asesoría de la planta catorce, con ningún disimulo, desde su posición al otro lado de la mesa, Noelia trataba de descifrar los garabatos a los que, la ya de por sí complicada letra, tenía que unir su lectura invertida.
Al finalizar la ronda telefónica Minerva tenía una conclusión bastante reveladora pero jugó con su reserva buscando colmar la paciencia de su contraria. Con esa aviesa intención se demoró mientras Noelia hojeaba una de las carpetas pretendiendo por su parte fingir desinterés harta de las rencillas típicas de Minerva. Y aunque elevó su mirada un par de veces, descubriendo cómo la retiraba su gemela, continuó hojeando nuevos documentos que no invitaban a la consulta ante los tecnicismos empleados en su enunciado, pero que le permitían seguir manteniendo ese pulso a la paciencia.
Quince minutos de un tira y afloja mental bajo la banda sonora del paso de las hojas y el reposo de los bolígrafos tras el subrayado reinó en el despacho de las hermanas Caiñabel.
—Espera un momento —advirtió Noelia—, acude a la página veinticinco del informe de los bomberos. Tienes una copia debajo de tu montón de la derecha.
Derruido el castillo de informes que aprisionaba el dossier aludido y una vez leída la referida página, la boca de Minerva quedó abierta como la de una tronera.
Cinco conatos de incendio más se produjeron en el mismo edificio, el mismo día, a una hora aproximada respecto del que prosperó, con la salvedad de que se originaron en otras plantas y de que en esas oficinas el sistema de contraincendios funcionó ahogando las llamas. La domótica del edificio disponía de un registro de incidencias y el colapso de las plantas superiores no afectó al almacenamiento de los datos. Éstos mostraban su activación y el despacho desde donde se originó.
—¿Cuántos hijos tenía Salazar Huertas?
—Tantos como la suma de conatos de incendio sin descontar el que finalmente le obligó a saltar desesperado por huir de las llamas. Tres varones y tres mujeres.
—Qué te apuestas a que unas páginas más adelante encontramos la misma química en todos esos focos.
La conclusión de ser cierta era demoledora y evidenciarla llevaría a la cárcel a todos los herederos del malogrado Salazar. Por de pronto, sin ninguna excepción, se originaron en los despachos gestionados por sus hijos y cada sabotaje tenía un nombre propio bajo el mismo apellido. Era toda una conspiración en la que sus verdugos asumieron que debían proceder con los mismos actos y, al mismo tiempo, confiaron en que el fuego purificador se llevaría cualquier rastro de su participación. Sin embargo, el incendio sólo prosperó en la planta catorce ante la falta de presión por la demanda de caudal de las inferiores como consecuencia de la activación de los aspersores.
—¡La tajada a repartir debe ser descomunal! —exclamó Minerva justo en el instante en que sonó el teléfono. Como de costumbre Noelia pulsó el manos libres.
La voz se identificó como un representante legal de los Salazar y no se anduvo con rodeos. Quería reunirse con ellas antes de que elevaran su dictamen al juzgado. Ambas hermanas se miraron y concluyeron que esa propuesta sólo pretendería negociar el precio por cada tachón u omisión del informe final. Ante el mutismo de la hermanas el representante abundó sobre el panorama de la familia Salazar buscando otro discurso que acompañara a su abrupta petición. De este modo diseccionó el apellido y relató que los hijos del difunto, hasta la fecha, solo manejaban negocios de poca monta donde metían horas como becarios. El proceder del patriarca, lejos de acomodar a su descendencia, consistió en inculcarles el valor del esfuerzo. Nada de extrañar en un padre que pretende formar a sus herederos ante el vasto patrimonio que en un futuro recibirían, pero el más joven de ellos ya se acercaba a la cincuentena. Las hermanas Caiñabel no necesitaron más datos para afinar que los herederos habían decidido disfrutar del imperio Salazar por la vía de apremio.
—Llámenos mañana a esta misma hora —dijo Minerva interrumpiendo la comunicación ante el asombro de su hermana. Pero antes de que ésta pudiera objetar nada añadió: —¿A cuánto alcanza nuestro montante?
Noelia se recostó sobre el respaldo, miró a los ojos de su clon y por primera vez en la vida no se reconoció, no la reconoció, y en un gesto cercano al miedo se llevó el dorso de la mano sobre la boca —¿Qué pretendes? —acertó a preguntar con la voz temblorosa.
—Vamos hermanita, no me decepciones. Bien sabes que oportunidades así pasan una sola vez en la vida. Compara nuestra minuta con la posibilidad de obtener una parte del pastel de los Salazar. Somos el último obstáculo para que alcancen su fortuna. Podríamos… podemos pedirles una parte igual a la suya. Seríamos el efecto colateral de todo crimen imperfecto y no podrían negarse. Les tenemos pillados por los huevos.
Noelia se había llevado las manos a los oídos en un principio y las había ido resbalando lentamente hasta taparse la cara. Para cuando Minerva terminó de hablar con un final «¿Qué me dices, hermanita?» Noelia se había puesto en pie y comenzaba a recorrer la estancia hasta llegar a la nevera y abrirla. Refrescó su nerviosismo asomando su rostro al interior y unos segundos después sacó unos hielos que arrojó sobre un vaso para servirse una ginebra que bebió de un trago sin tiempo a que ésta se enfriara. Luego, con el mentón hundido sobre el cuello apoyó las manos en un aparador donde dejó el vaso vacío. Minerva observaba a su hermana sin hablar, pensando en el proceso en el que se debatía. Nunca había conocido a persona más recta y era lógico que se tomara su tiempo, tanto para reprenderla como para, y esa era su esperanza, tomar partido.
—¿Crees que saldría bien? —preguntó Noelia sin mirarla.
Minerva dio un respingo desde su asiento y sonrió abiertamente mientras pensaba que eran más parecidas de lo que jamás nunca había imaginado y, a la vez, odiado.
Noelia se apresuró a bajar las persianas. Comprobó que el pasillo estaba vacío y que, dada la hora, nadie quedaba en las oficinas de su planta. Se aseguró de cerrar y de que el teléfono hubiera quedado colgado. Minerva la seguía con la mirada, divertida. Nunca la había visto tan nerviosa y esperaba con ansia a que soltara toda aquella tormenta que se desataba en su cabeza y de la que deseaba hubiera tenido alguna idea genial con la que le sorprendería. Finalmente, Noelia recuperó su asiento, se entretuvo en revolver el cajón de su escritorio, desenvolvió de un paño una vieja Luger del 22 y apuntó a la cabeza de su hermana quien todavía mantenía la sonrisa estirada cuando escuchó «Esta es mi respuesta y requiere sacrificios. Ahora sí que van a confundirnos».
El calibre era ideal en las distancias cortas. Mataba, era silencioso y manchaba poco. De hecho, el proyectil, probablemente, se quedaría alojado en la cabeza y sólo un par de hilillos de sangre buscarían recorrido por las sienes hacia las patas de gallo. A continuación, con desmembrar un paraguas y forrar la cabeza de su hermana para luego arrastrar su cuerpo a la nevera, previa retirada de las bandejas, subir la potencia, alojarla en el interior y atrancarla con una silla tendría el escenario limpio para poder continuar con el plan que había maquinado entre los vapores de la ginebra. Pero prefirió abrir su cartera y extender su contenido sobre la mesa. Luego procedió de la misma forma con la de su hermana. Tarjetas, notas, dinero pero lo más importante, doble documentación, doble identidad, mismos genes.
A la mañana siguiente, tras una noche en vela y sobrecogida de remordimientos, Noelia acudió a la Comisaría de Policía más cercana. Una hora más tarde la supuesta Minerva disponía de un carné de identidad nuevo, digital, pero con las huellas dactilares de Noelia. Poco antes del mediodía, en otra Comisaría distinta, la supuesta Noelia renovaba su viejo DNI tras denunciar su extravío.
Cinco meses más tarde en cuanto Noelia Caiñabel pudo borrar todo rastro del dinero que los Salazar le habían transferido con esa mueca avinagrada que la avaricia aprieta, se personó en el juzgado de guardia para denunciar la trama urdida por los seis hijos de Salazar Huertas aportando toda la documentación que demostraba su asesinato. Las detenciones de los herederos, incluida la suya, fueron inmediatas y el juicio, al cabo de dos años, se celebró condenando al completo a la familia Salazar, a su representante legal y quedando absuelta de todo cargo, pero con el mayor de los enfados por parte del tribunal, la señorita Caiñabel, dado que el sistema penal no podía condenar a una ciudadana a la que no podía identificar plenamente. Cierto que la policía judicial tomó inútilmente muestras de ADN y buceó en los archivos buscando los tarjetones de las hermanas Caiñabel, de cuando en las cartulinas figuraba un índice entintado con las prisas de la funcionaria de turno. Y aunque aparecieron los registros no pudieron contrastar las huellas puesto que la señorita Caiñabel, al igual que su hermana, alojada con todo lujo en algún lugar cómodo e ignorado del planeta, habían sacrificado un par de yemas por seguir siendo inconfundibles.