Aquella mañana
madrugó en busca de moras para esa tarta prometida en la siguiente cena. Se
abrigó para el relente residual en el albor, besó la cabeza y tripa de su
esposa, perdida entre pliegues y sueños, y partió con el regañadientes de los
grillos y los resoplidos de la mula ante el sol que despertaba. El botín
esperaba en los zarzales de una calva rocosa del profuso bosque que rodeaba la
cabaña. La recolecta le entretendría un par de horas, antes pensaba revisar los
cedazos del rio y algunos lazos frente a las gazaperas. Cuando regresó, muy
avanzada la tarde, su cadáver cruzaba los lomos de la mula y una suerte de
tramperos la escoltaba. La bestia cojeaba a causa de lo que parecía un mordisco
y esa fue la razón de su regreso a la cuadra sin amo que la fustigara. Los
tramperos se limitaron a seguirla con el interés primario de dar sepultura en
el lugar adecuado ante quien reconociera como suyo al malogrado. En el
cobertizo esperaba de pie una joven de rojos cabellos y abultada tripa que, al
desplomarse sobre sus rodillas y recostarse junto a un pilar, confirmaba a los
tramperos que allí pasarían la noche.
Descargaron
sus monturas y amortajaron el cuerpo antes de que el rigor de la muerte
impidiese su funerario acomodo. Mientras tanto, la joven viuda había perdido la
voz y la profundidad de sus ojos viajaba más allá de lo que los árboles
permitían. Recordó a su madre y su niñez, y el calor de sus abrazos como
defensa ante el desmoronamiento del mundo que había soñado. Sin variar su
postura, con la mente escapando de la realidad, viajando por las ensoñaciones
de muy lejanos recuerdos donde nunca antes su hombre, el difunto, estuvo,
presenció, sin prestar atención, cómo el campamento que los tramperos habían
levantado frente a la cabaña formaba un círculo de trémulas sombras. Rodeando
una hoguera, con sus cabalgaduras paciendo a salvo tras la cerca, calentaron
café y judías que ingirieron a la vez para ablandar un pan a semanas del horno
que lo parió. Regaron la cena frente el resplandor de las ascuas con aguardiente
del que lima gargantas. Luego, alternativamente, miraron a la mujer tras el
vidrio confuso del alcohol. En otras circunstancias la habrían violado como
dulce postre, poco antes de caer dormidos, pero la vida que alojaba en su
vientre les contuvo.
A la mañana
siguiente, al tiempo que recogían petates, lazos y jaulas y apretaban las
grupas de sus monturas, uno de ellos, el más ajado por las intemperies, con su
sombrero al pecho, presentó sus condolencias a la viuda, informó que un oso
debió partirle la espalda a su marido y sugirió enterrar el cadáver para evitar
la ronda de alimañas. Pero ante el mutismo de la joven, que seguía en la misma
postura, abatida y con la vejez prematura llamando a las puertas de su rostro, el
trampero hizo un gesto en redondo con el dedo y el séquito inició el paso hacia
las sombras del bosque.
El sol secó
sus lágrimas y las nuevas helaron su rostro cuando la noche cayó. La cobriza
seda de su cabellos se fue hilando con la humedad como un nido de abejaruco hasta
aparentar la textura de la retama con la que un escobón formaba su peine y
apoyaba su abandono en una esquina. A su vera, quien lo había blandido el día
anterior mientras la congoja por la tardanza de su amante la desesperaba y la
llevaba a barrer las mismas tablas sin prestar otra atención que a cualquier
sombra nueva que por el sendero apareciera, yacía un alma hueca.
El trampero de ajado rostro,
desde el sendero, en el ultimo vistazo global a la cabaña, esto es, con la
postrada en el cobertizo, la mortaja tendida sobre la hierba, la mula en el
corral cubierta de moscas alrededor de su herida y con los restos humeantes donde
habían hervido el café de la mañana, supo, que si algún día regresaba por ese
lugar apostaría sus mejores pieles a que el bosque habría engullido la
propiedad y en su digestión todo rastro de la tristeza que allí quedaba.
A la tercera noche, el espectro
de quien fuera unas jornadas atrás una lozana e inminente madre de rojos
cabellos se puso en pie. Ajena al entumecimiento sólo un terrible pinchazo en
el vientre la dobló en su incorporación. Cuando cesó el dolor, poco a poco,
inició su caminar hacia los árboles. En cuanto la sangre comenzó a ganar
espacio donde siempre fluyó con alegría, la joven aumentó sus zancadas hasta
trotar. Sus manos sujetaban el vientre como quien envuelve manzanas en su
mandil mientras las ramas bajas laceraban brazos, piernas, cuello y rostro.
Buscaba ganar el río y que el agua llenara el aire de su respiración, pero la
oscuridad y los cortes en el rostro nublaron su visión hasta comprender que se
había perdido. Caminó a tientas y el amanecer la rindió frente a unos zarzales.
Exhausta, creyó que los gruñidos que escuchaba eran los ronquidos de sus
agotados pulmones. Se sentó y, por primera vez, sintió las patadas del fruto
que portaba. Fue una sacudida que le arrebató la pena y que la llenó de
esperanza. Imaginó que quizá algún rasgo de aquel hijo resucitara al padre
perdido y con ese ánimo recobró tan deprisa las ganas de vivir como dos noches
antes las había perdido. Fue en ese instante cuando supo que los rugidos venían
de la espesura. Miró a su alrededor y gracias al sol, que rebotaba en una
formación rocosa próxima, pudo descubrir entre los helechos tres pares de ojos
que la observaban. No tardaron en separarse, rodearla y mostrar la silueta de
la clase de depredador a la que siempre se le asociaba en manada: el lobo. Sus
ojos color miel perdían encanto por la fila de dientes que mostraban arrugando
el hocico. Uno de ellos presentaba un girón de piel en sus muelas. Sin duda,
fue quien dio el bocado a la mula antes de la llegada de los tramperos.
Resuelta a defenderse se puso en pie y miró a los ojos de su amenaza. A pesar
de que no tenía ninguna posibilidad, y que los lobos la barruntaban, éstos
seguían estrechando el círculo, muy despacio, buscando el menor riesgo y el
mejor ataque, olisqueando la sangre seca de los mil cortes de la travesía nocturna.
Ella no percibió nada, ni
siquiera el lejano crujir del más verde de los
brotes, pero las orejas de un lobo tras otro se orientaron en la misma
dirección y, con ciertas dudas por iniciar la carrera, lamentándose del bocado
perdido, se alejaron entre los helechos aullando su dolor de ayunas.
Desaparecida la amenaza el golpe de tensión le pasó factura y sus piernas
comenzaron a flaquear. Llevaba días sin alimentarse y su alma se había
consumido por el luto. Necesitaba reponerse y la dispersión de moras, brillantes del rocío, llamaron a su estómago y tiraron de ella a duras penas.
Las lágrimas volvieron al
descubrir el sombrero de su hombre tendido entre las zarzas. Algunas se habían
doblegado por el peso de su cuerpo cuando debió caer ya inerte, y presentaban
andrajos de su camisa adheridos a las espinas. Las huellas de unas zarpas
lindaban con el lecho donde debió ser arrastrado. Huellas de un oso de tres
metros que ahora respiraba a un palmo del enmarañado pelo rojizo humedecido por
las cadentes vaharadas de aquella enormidad. Bestia de fuerte olor a cubil que
había puesto en fuga a los lobos; soberano de aquel territorio y, por lo visto,
guardián y señor de las moreras que defendía con el más salvaje de los abrazos.
Las fuerzas habían abandonado a
la preñada y tan solo hizo el esfuerzo por alcanzar el sombrero. Descartó girarse
hacia el terror y descubrir los ojos de un animal que por natural jurisdicción
había dado muerte a su marido.
¿Para qué?, se preguntó. No tenía
fuerzas ni para aterrarse. Así que con el sombrero como almohada se recostó
mientras se acariciaba el vientre y sentía la pelea de su hijo por hacerle
llegar sus ganas de vivir.
En las nebulosas de su
desfallecimiento, esperando la sacudida final, creyó escuchar una pelea
encarnizada. El hambre acuciaba y atrevió a la manada de lobos a retar al
plantígrado. La joven, en su debilidad, creyó ver al ras de los tallos a un
lobo sobre la abultada cerviz del oso mientras de un zarpazo lanzaba casi
partido en dos a uno de sus congéneres. Aullidos de un lamento en fuga fue el
siguiente episodio sonoro; el último, el desplome de una corpulencia tal que
sintió levitar en su desmayo. Cuando el
frío entreabrió sus ojos pudo ver un desfile de copas entre las luces del
ocaso. Sintió que era arrastrada; luego, la oscuridad.
El trampero regresó dos
temporadas después. Contrariado por la falta de capturas, a causa del sabotaje
en sus artilugios, decidió dar un rodeo hasta la cabaña. La nieve había hundido
la techumbre y el esqueleto de la mula mostraba su jaula de costillas al otro
lado de la cerca. No había rastro de la dama pero se alegró de ver una tumba en
la parte trasera de la ruina. La curiosidad le llevó a descabalgar y, tras
retirar los copos del tablón clavado a la tierra, se dispuso a leer el epitafio
que, labrado a navaja, decía: Aquí yace
Jeremiah, mi hombre. El mismo oso que le arrebató su vida salvó la mía y la de
nuestro hijo librándonos de los lobos. Recojo el testigo y buscando el
equilibrio vagaré por las montañas buscando poner a salvo algún descendiente de
aquella manada. Sólo así podré llorarle.
El trampero trató de estirar una
sonrisa que su curtida piel apenas permitió. Volvió a su montura, revisó su
rifle y meditó el mapa de trampas saboteadas que, como migas de pan, una madre
con un hijo a cuestas había dejado a su paso.
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