domingo, 11 de agosto de 2013

Carta de contramarca


         Aquella mañana madrugó en busca de moras para esa tarta prometida en la siguiente cena. Se abrigó para el relente residual en el albor, besó la cabeza y tripa de su esposa, perdida entre pliegues y sueños, y partió con el regañadientes de los grillos y los resoplidos de la mula ante el sol que despertaba. El botín esperaba en los zarzales de una calva rocosa del profuso bosque que rodeaba la cabaña. La recolecta le entretendría un par de horas, antes pensaba revisar los cedazos del rio y algunos lazos frente a las gazaperas. Cuando regresó, muy avanzada la tarde, su cadáver cruzaba los lomos de la mula y una suerte de tramperos la escoltaba. La bestia cojeaba a causa de lo que parecía un mordisco y esa fue la razón de su regreso a la cuadra sin amo que la fustigara. Los tramperos se limitaron a seguirla con el interés primario de dar sepultura en el lugar adecuado ante quien reconociera como suyo al malogrado. En el cobertizo esperaba de pie una joven de rojos cabellos y abultada tripa que, al desplomarse sobre sus rodillas y recostarse junto a un pilar, confirmaba a los tramperos que allí pasarían la noche.
         Descargaron sus monturas y amortajaron el cuerpo antes de que el rigor de la muerte impidiese su funerario acomodo. Mientras tanto, la joven viuda había perdido la voz y la profundidad de sus ojos viajaba más allá de lo que los árboles permitían. Recordó a su madre y su niñez, y el calor de sus abrazos como defensa ante el desmoronamiento del mundo que había soñado. Sin variar su postura, con la mente escapando de la realidad, viajando por las ensoñaciones de muy lejanos recuerdos donde nunca antes su hombre, el difunto, estuvo, presenció, sin prestar atención, cómo el campamento que los tramperos habían levantado frente a la cabaña formaba un círculo de trémulas sombras. Rodeando una hoguera, con sus cabalgaduras paciendo a salvo tras la cerca, calentaron café y judías que ingirieron a la vez para ablandar un pan a semanas del horno que lo parió. Regaron la cena frente el resplandor de las ascuas con aguardiente del que lima gargantas. Luego, alternativamente, miraron a la mujer tras el vidrio confuso del alcohol. En otras circunstancias la habrían violado como dulce postre, poco antes de caer dormidos, pero la vida que alojaba en su vientre les contuvo.
         A la mañana siguiente, al tiempo que recogían petates, lazos y jaulas y apretaban las grupas de sus monturas, uno de ellos, el más ajado por las intemperies, con su sombrero al pecho, presentó sus condolencias a la viuda, informó que un oso debió partirle la espalda a su marido y sugirió enterrar el cadáver para evitar la ronda de alimañas. Pero ante el mutismo de la joven, que seguía en la misma postura, abatida y con la vejez prematura llamando a las puertas de su rostro, el trampero hizo un gesto en redondo con el dedo y el séquito inició el paso hacia las sombras del bosque.
         El sol secó sus lágrimas y las nuevas helaron su rostro cuando la noche cayó. La cobriza seda de su cabellos se fue hilando con la humedad como un nido de abejaruco hasta aparentar la textura de la retama con la que un escobón formaba su peine y apoyaba su abandono en una esquina. A su vera, quien lo había blandido el día anterior mientras la congoja por la tardanza de su amante la desesperaba y la llevaba a barrer las mismas tablas sin prestar otra atención que a cualquier sombra nueva que por el sendero apareciera, yacía un alma hueca.
El trampero de ajado rostro, desde el sendero, en el ultimo vistazo global a la cabaña, esto es, con la postrada en el cobertizo, la mortaja tendida sobre la hierba, la mula en el corral cubierta de moscas alrededor de su herida y con los restos humeantes donde habían hervido el café de la mañana, supo, que si algún día regresaba por ese lugar apostaría sus mejores pieles a que el bosque habría engullido la propiedad y en su digestión todo rastro de la tristeza que allí quedaba.
A la tercera noche, el espectro de quien fuera unas jornadas atrás una lozana e inminente madre de rojos cabellos se puso en pie. Ajena al entumecimiento sólo un terrible pinchazo en el vientre la dobló en su incorporación. Cuando cesó el dolor, poco a poco, inició su caminar hacia los árboles. En cuanto la sangre comenzó a ganar espacio donde siempre fluyó con alegría, la joven aumentó sus zancadas hasta trotar. Sus manos sujetaban el vientre como quien envuelve manzanas en su mandil mientras las ramas bajas laceraban brazos, piernas, cuello y rostro. Buscaba ganar el río y que el agua llenara el aire de su respiración, pero la oscuridad y los cortes en el rostro nublaron su visión hasta comprender que se había perdido. Caminó a tientas y el amanecer la rindió frente a unos zarzales. Exhausta, creyó que los gruñidos que escuchaba eran los ronquidos de sus agotados pulmones. Se sentó y, por primera vez, sintió las patadas del fruto que portaba. Fue una sacudida que le arrebató la pena y que la llenó de esperanza. Imaginó que quizá algún rasgo de aquel hijo resucitara al padre perdido y con ese ánimo recobró tan deprisa las ganas de vivir como dos noches antes las había perdido. Fue en ese instante cuando supo que los rugidos venían de la espesura. Miró a su alrededor y gracias al sol, que rebotaba en una formación rocosa próxima, pudo descubrir entre los helechos tres pares de ojos que la observaban. No tardaron en separarse, rodearla y mostrar la silueta de la clase de depredador a la que siempre se le asociaba en manada: el lobo. Sus ojos color miel perdían encanto por la fila de dientes que mostraban arrugando el hocico. Uno de ellos presentaba un girón de piel en sus muelas. Sin duda, fue quien dio el bocado a la mula antes de la llegada de los tramperos. Resuelta a defenderse se puso en pie y miró a los ojos de su amenaza. A pesar de que no tenía ninguna posibilidad, y que los lobos la barruntaban, éstos seguían estrechando el círculo, muy despacio, buscando el menor riesgo y el mejor ataque, olisqueando la sangre seca de los mil cortes de la travesía nocturna.
Ella no percibió nada, ni siquiera el lejano crujir del más verde de los  brotes, pero las orejas de un lobo tras otro se orientaron en la misma dirección y, con ciertas dudas por iniciar la carrera, lamentándose del bocado perdido, se alejaron entre los helechos aullando su dolor de ayunas. Desaparecida la amenaza el golpe de tensión le pasó factura y sus piernas comenzaron a flaquear. Llevaba días sin alimentarse y su alma se había consumido por el luto. Necesitaba reponerse y la dispersión de moras, brillantes del rocío, llamaron a su estómago y tiraron de ella a duras penas.
Las lágrimas volvieron al descubrir el sombrero de su hombre tendido entre las zarzas. Algunas se habían doblegado por el peso de su cuerpo cuando debió caer ya inerte, y presentaban andrajos de su camisa adheridos a las espinas. Las huellas de unas zarpas lindaban con el lecho donde debió ser arrastrado. Huellas de un oso de tres metros que ahora respiraba a un palmo del enmarañado pelo rojizo humedecido por las cadentes vaharadas de aquella enormidad. Bestia de fuerte olor a cubil que había puesto en fuga a los lobos; soberano de aquel territorio y, por lo visto, guardián y señor de las moreras que defendía con el más salvaje de los abrazos.
Las fuerzas habían abandonado a la preñada y tan solo hizo el esfuerzo por alcanzar el sombrero. Descartó girarse hacia el terror y descubrir los ojos de un animal que por natural jurisdicción había dado muerte a su marido.
¿Para qué?, se preguntó. No tenía fuerzas ni para aterrarse. Así que con el sombrero como almohada se recostó mientras se acariciaba el vientre y sentía la pelea de su hijo por hacerle llegar sus ganas de vivir.
En las nebulosas de su desfallecimiento, esperando la sacudida final, creyó escuchar una pelea encarnizada. El hambre acuciaba y atrevió a la manada de lobos a retar al plantígrado. La joven, en su debilidad, creyó ver al ras de los tallos a un lobo sobre la abultada cerviz del oso mientras de un zarpazo lanzaba casi partido en dos a uno de sus congéneres. Aullidos de un lamento en fuga fue el siguiente episodio sonoro; el último, el desplome de una corpulencia tal que sintió levitar en su desmayo.  Cuando el frío entreabrió sus ojos pudo ver un desfile de copas entre las luces del ocaso. Sintió que era arrastrada; luego, la oscuridad.  
El trampero regresó dos temporadas después. Contrariado por la falta de capturas, a causa del sabotaje en sus artilugios, decidió dar un rodeo hasta la cabaña. La nieve había hundido la techumbre y el esqueleto de la mula mostraba su jaula de costillas al otro lado de la cerca. No había rastro de la dama pero se alegró de ver una tumba en la parte trasera de la ruina. La curiosidad le llevó a descabalgar y, tras retirar los copos del tablón clavado a la tierra, se dispuso a leer el epitafio que, labrado a navaja, decía: Aquí yace Jeremiah, mi hombre. El mismo oso que le arrebató su vida salvó la mía y la de nuestro hijo librándonos de los lobos. Recojo el testigo y buscando el equilibrio vagaré por las montañas buscando poner a salvo algún descendiente de aquella manada. Sólo así podré llorarle.
El trampero trató de estirar una sonrisa que su curtida piel apenas permitió. Volvió a su montura, revisó su rifle y meditó el mapa de trampas saboteadas que, como migas de pan, una madre con un hijo a cuestas había dejado a su paso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario