En el ángulo donde
muere el muelle, poco más allá de los almacenes, los días de brisa chirrían los
eslabones del cartel de la taberna del Loro tuerto. La rancia solera del
tugurio se anuncia con el sonido de la herrumbre. Se accede descendiendo por
media docena de escalones desgastados, curvos como los rieles de un lavadero.
La puerta, siempre abierta salvo en temporal, luce bisagras con formas de pica;
una enorme argolla sirve de tirador y los negros remaches que la sujetan
sobresalen de la agrietada y gruesa madera, seca como la boca de un acorralado.
Los días de paga o atraque de mercantes la algarabía impide que la llegada de
nuevos clientes sea advertida por todos, pero si la mirada del tabernero se
posa más allá de un vistazo sobre el recién arribado, los presentes detiene el
trago, enmudecen, convergen hacia la presencia con un giro de cabeza y al
murmullo de un responso cargado por la atmósfera del tabaco picado y el vaho
del encierro, sus miradas comienzan a oscilar como
los padrinos hacia el sudor de los duelistas.
Quietud que cesa cuando la cabeza tras la barra asiente o niega en un
gesto casi imperceptible. Si niega es entonces cuando del taburete junto al
umbral emerge un tipo de tal corpulencia que eclipsa la breve luz de los únicos
candiles que perfilan los charcos de la espuma desleída sobre la barra. Unos
cuantos pechos ya habían encontrado la manaza del fornido cancerbero apenas la
oscuridad del garito les había envuelto, y no pocos sopesaron pleitear el
siguiente paso, pero la imposición era tan innegable y, por mecánica, de tal
desprecio, que detenía el hipo incluso de los más ebrios, a quienes el temor
les devolvía cierta dignidad y una falsa valentía. Sin embargo, era la ausencia
de palabras y de mirada la que les acrecentaba una violencia incontenible que,
a ojos de un luchador, eran los manejos procaces de un Goliat aburrido de no
tener rival pero adicto a los mamporros definitivos.
No fue el caso de
aquella tarde y de aquella sombra que acentuaba un sombrero tan raído como el
abrigo de hebillas que vestía. A pesar de su anchura de hombros representaba un
esqueje comparado con la enormidad del árbol que le interrumpía el paso. La
sombra, ante la pared humana, se limitó a esperar. La punta de su sombrero se
apoyaba en el esternón contrario y su quietud parecía anunciar una sumisión
casi religiosa. La consulta habitual del matón con un leve giro de cuello hacia
el mostrador logró que, cuando su mirada retornó al visitante éste ya le
hubiera franqueado. Quiso reaccionar pero la renovada curiosidad del
propietario sobre aquel escurridizo desconocido frenó la embestida. Si bien
nadie sospechaba que aquel entrometido fuera tan letal como el estilete que
escondía su manga, todos se apartaron a su paso por esa cautela que cimientan los hombres sombríos. Las hebillas, como espuelas, en cada zancada, fueron
marcando con su soniquete el recorrido. Terminó sentándose en el taburete que
esquinaba la barra, señaló una pinta y, al poco, como un ánsar ameriza entre cañaverales,
la jarra se deslizó desde el otro extremo hasta detenerse por la mano del
desconocido que surgió en el último instante. El follón, los brindis y los
cánticos marineros volvieron a abigarrar las penumbras del Loro tuerto mientras
la noche caía en el fondeadero al son del tenso crujir de las maromas.
Amanecía en el
puerto con las sirenas de cuatro mercantes bramando en vapores la señal de su
pronta partida. Desde los tiempos de los primeros grandes buques de pasajeros,
que cubrían la línea del Atlántico, era inusual su empleo para anunciar el
inminente desamarre. El acontecimiento de aquel entonces era tan extraordinario
que convocaba a autoridades, bandas de música, allegados del pasaje
despidiéndose pañuelo en mano; a curiosos, a polizones frustrados y a la
prensa. Se lanzaban serpentinas y una ventisca de papelitos poblaba el aire
entre el muelle y la borda mientras la bulla eclipsaba discursos y emotivos
adioses, y la banda tocaba marchas al ritmo de bombo y platillos. Pero aquella
madrugada el soplido de las sirenas reclamaba ausencias. Cuatro barcos
huérfanos de capitanes demoraban su partida. La marinería, extrañada por la
ausencia de su máxima autoridad, revisó toda fonda, prostíbulo o rincón que
albergara un camastro donde el sueño o el alcohol, o los suaves brazos de una
puta pudieran haber tomado como rehén a su capitán. En la requisa una y otra
tripulación coincidió. El recelo no invitaba a la charla pero en el siguiente encontronazo
la conversación fue obligada. Se concienciaron de no estar ante una casualidad
y aunaron sus esfuerzos, de momento, evitando visitas donde otras tripulaciones
ya batieron las puertas. Sólo restaba por abrir la única que siempre lo estuvo
y, esa mañana, sospechosamente, se mantenía cerrada y en silencio: la de la
taberna del Loro tuerto.
Tuvieron que
improvisar un ariete para quebrarla, no porque su cerradura se presentara
indomable sino porque algo, al otro lado, obstaculizaba su apertura. Al cabo de
media hora reconocieron ese algo como el cuerpo inerte del cancerbero. La
punzada que presentaba debajo del esternón indicaba que allí mismo perdió la
vida, sobre la alfombra de su propia sangre. Aquel cadáver representaba ser el
primero de una montonera que las linternas fueron descubriendo sobre las mesas,
sillas y tras la barra. Entre ellos figuraban los cuatro capitanes
desaparecidos, éstos, sin embargo, parecían haber sido colocados
intencionadamente en un rincón y habían sido despojados de las credenciales de
su condición de oficiales.
La guardia no
tardó en acordonar el puerto. Pensaron que quienes hubieran perpetrado aquella
matanza debían encontrarse todavía por las inmediaciones. La requisa policial
dio los mismos inútiles resultados que las tripulaciones obraron dos horas
antes. Con la noticia de la masacre, las sirenas dejaron de bramar, salvo una
que partía. Los armadores de los mercantes, huérfanos de patrón, ofrecieron
doblar los sueldos a otros capitanes ya comprometidos con los navíos allí
atracados. Era temporada de vientos alisios y no quedaba capitán alguno
disponible en la ribera, por muchos naufragios que se le atribuyeran. Por otra
parte, la lealtad de un capitán con su buque junto a su palabra eran valores
tan apreciados que incluso los fletadores dejaron de insistir con la primera
negativa, a pesar de la grave contrariedad por las pérdidas económicas que
suponía mantener los amarres con los buques ya cargados y los compromisos
expirando en una inexorable cuenta atrás.
Poco antes de que
la noticia de los asesinatos llegara a oídos del puesto de guardia, un hombre
aporreó la puerta acristalada de la capitanía. Al ordenanza le gustaba cabecear
el desayuno y se encerraba en el aseo unos minutos antes de abrir al público.
Con el aturdimiento propio de los sueños intensos, breves, pero bruscamente
interrumpidos se incorporó y atendió a la insistente llamada que amenazaba con
romper el vidrio. Cuando quiso abrir la boca para objetar tanta urgencia
se quedó en el gesto como esas ranas de metal que engullen fichas lanzadas a
diez pasos. A pesar de los cinco años transcurridos reconoció de inmediato al
personaje que ya se adentraba en la oficina con el tintineo de sus hebillas
como comparsa.
Un lustro entre rejas por contrabando, esa fue la
condena que escuchó en un juicio donde se negó a responder, ni siquiera a defenderse.
Su abogado de oficio, un recién licenciado sin conocimientos sobre las leyes
del mar, asumió la defensa con las ganas de los nóveles pero con el pragmatismo
de los vencidos de antemano.
Un capitán debe conocer a fondo el barco que maneja
pero las caletas ocultas por manos arteras no las descubre ni el armador salvo
por un chivatazo. Ese fue el caso del Bella
Doria, un mercante de 48 metros de eslora que los traficantes emplearon
como señuelo mientras, por la misma ruta, un velero de recreo, libre de la
curiosidad aduanera, surcaba las aguas con
las bodegas repletas de cocaína. Una encerrona a la que dedicó los cinco años
de su cautiverio para averiguar quiénes la orquestaron y quienes formaban parte
de la tripulación de aquel velero. Uno por uno sus vientres fueron funda
momentánea de su estilete. Ocho en total, la mitad, clientes la pasada noche del
Loro tuerto.
Puede que fuera la rabia acumulada la que propiciara
que con una velocidad centelleante acabara dando un repaso a cuchillo al aforo,
incluido el hostelero, evitando así testigos incómodos. Semejante tragedia no
le arredró para que, tal y como tenía planeado, a la mañana siguiente, con la
sangre todavía fresca en los faldones del abrigo, solicitara alguno de los
puestos inesperadamente vacantes, le agilizaran el trámite y con el mismo
petate con el que salió de prisión cruzara la pasarela dispuesto a navegar
dejando atrás la estela de la venganza.
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