jueves, 19 de septiembre de 2013

La estela de la venganza

                En el ángulo donde muere el muelle, poco más allá de los almacenes, los días de brisa chirrían los eslabones del cartel de la taberna del Loro tuerto. La rancia solera del tugurio se anuncia con el sonido de la herrumbre. Se accede descendiendo por media docena de escalones desgastados, curvos como los rieles de un lavadero. La puerta, siempre abierta salvo en temporal, luce bisagras con formas de pica; una enorme argolla sirve de tirador y los negros remaches que la sujetan sobresalen de la agrietada y gruesa madera, seca como la boca de un acorralado. Los días de paga o atraque de mercantes la algarabía impide que la llegada de nuevos clientes sea advertida por todos, pero si la mirada del tabernero se posa más allá de un vistazo sobre el recién arribado, los presentes detiene el trago, enmudecen, convergen hacia la presencia con un giro de cabeza y al murmullo de un responso cargado por la atmósfera del tabaco picado y el vaho del encierro, sus miradas comienzan a oscilar como los padrinos hacia el sudor de los duelistas.  Quietud que cesa cuando la cabeza tras la barra asiente o niega en un gesto casi imperceptible. Si niega es entonces cuando del taburete junto al umbral emerge un tipo de tal corpulencia que eclipsa la breve luz de los únicos candiles que perfilan los charcos de la espuma desleída sobre la barra. Unos cuantos pechos ya habían encontrado la manaza del fornido cancerbero apenas la oscuridad del garito les había envuelto, y no pocos sopesaron pleitear el siguiente paso, pero la imposición era tan innegable y, por mecánica, de tal desprecio, que detenía el hipo incluso de los más ebrios, a quienes el temor les devolvía cierta dignidad y una falsa valentía. Sin embargo, era la ausencia de palabras y de mirada la que les acrecentaba una violencia incontenible que, a ojos de un luchador, eran los manejos procaces de un Goliat aburrido de no tener rival pero adicto a los mamporros definitivos.
                No fue el caso de aquella tarde y de aquella sombra que acentuaba un sombrero tan raído como el abrigo de hebillas que vestía. A pesar de su anchura de hombros representaba un esqueje comparado con la enormidad del árbol que le interrumpía el paso. La sombra, ante la pared humana, se limitó a esperar. La punta de su sombrero se apoyaba en el esternón contrario y su quietud parecía anunciar una sumisión casi religiosa. La consulta habitual del matón con un leve giro de cuello hacia el mostrador logró que, cuando su mirada retornó al visitante éste ya le hubiera franqueado. Quiso reaccionar pero la renovada curiosidad del propietario sobre aquel escurridizo desconocido frenó la embestida. Si bien nadie sospechaba que aquel entrometido fuera tan letal como el estilete que escondía su manga, todos se apartaron a su paso por esa cautela que cimientan los hombres sombríos. Las hebillas, como espuelas, en cada zancada, fueron marcando con su soniquete el recorrido. Terminó sentándose en el taburete que esquinaba la barra, señaló una pinta y, al poco, como un ánsar ameriza entre cañaverales, la jarra se deslizó desde el otro extremo hasta detenerse por la mano del desconocido que surgió en el último instante. El follón, los brindis y los cánticos marineros volvieron a abigarrar las penumbras del Loro tuerto mientras la noche caía en el fondeadero al son del tenso crujir de las maromas.
                Amanecía en el puerto con las sirenas de cuatro mercantes bramando en vapores la señal de su pronta partida. Desde los tiempos de los primeros grandes buques de pasajeros, que cubrían la línea del Atlántico, era inusual su empleo para anunciar el inminente desamarre. El acontecimiento de aquel entonces era tan extraordinario que convocaba a autoridades, bandas de música, allegados del pasaje despidiéndose pañuelo en mano; a curiosos, a polizones frustrados y a la prensa. Se lanzaban serpentinas y una ventisca de papelitos poblaba el aire entre el muelle y la borda mientras la bulla eclipsaba discursos y emotivos adioses, y la banda tocaba marchas al ritmo de bombo y platillos. Pero aquella madrugada el soplido de las sirenas reclamaba ausencias. Cuatro barcos huérfanos de capitanes demoraban su partida. La marinería, extrañada por la ausencia de su máxima autoridad, revisó toda fonda, prostíbulo o rincón que albergara un camastro donde el sueño o el alcohol, o los suaves brazos de una puta pudieran haber tomado como rehén a su capitán. En la requisa una y otra tripulación coincidió. El recelo no invitaba a la charla pero en el siguiente encontronazo la conversación fue obligada. Se concienciaron de no estar ante una casualidad y aunaron sus esfuerzos, de momento, evitando visitas donde otras tripulaciones ya batieron las puertas. Sólo restaba por abrir la única que siempre lo estuvo y, esa mañana, sospechosamente, se mantenía cerrada y en silencio: la de la taberna del Loro tuerto.
                Tuvieron que improvisar un ariete para quebrarla, no porque su cerradura se presentara indomable sino porque algo, al otro lado, obstaculizaba su apertura. Al cabo de media hora reconocieron ese algo como el cuerpo inerte del cancerbero. La punzada que presentaba debajo del esternón indicaba que allí mismo perdió la vida, sobre la alfombra de su propia sangre. Aquel cadáver representaba ser el primero de una montonera que las linternas fueron descubriendo sobre las mesas, sillas y tras la barra. Entre ellos figuraban los cuatro capitanes desaparecidos, éstos, sin embargo, parecían haber sido colocados intencionadamente en un rincón y habían sido despojados de las credenciales de su condición de oficiales.
                La guardia no tardó en acordonar el puerto. Pensaron que quienes hubieran perpetrado aquella matanza debían encontrarse todavía por las inmediaciones. La requisa policial dio los mismos inútiles resultados que las tripulaciones obraron dos horas antes. Con la noticia de la masacre, las sirenas dejaron de bramar, salvo una que partía. Los armadores de los mercantes, huérfanos de patrón, ofrecieron doblar los sueldos a otros capitanes ya comprometidos con los navíos allí atracados. Era temporada de vientos alisios y no quedaba capitán alguno disponible en la ribera, por muchos naufragios que se le atribuyeran. Por otra parte, la lealtad de un capitán con su buque junto a su palabra eran valores tan apreciados que incluso los fletadores dejaron de insistir con la primera negativa, a pesar de la grave contrariedad por las pérdidas económicas que suponía mantener los amarres con los buques ya cargados y los compromisos expirando en una inexorable cuenta atrás.
                Poco antes de que la noticia de los asesinatos llegara a oídos del puesto de guardia, un hombre aporreó la puerta acristalada de la capitanía. Al ordenanza le gustaba cabecear el desayuno y se encerraba en el aseo unos minutos antes de abrir al público. Con el aturdimiento propio de los sueños intensos, breves, pero bruscamente interrumpidos se incorporó y atendió a la insistente llamada que amenazaba con romper el vidrio. Cuando quiso abrir la boca para objetar tanta urgencia se quedó en el gesto como esas ranas de metal que engullen fichas lanzadas a diez pasos. A pesar de los cinco años transcurridos reconoció de inmediato al personaje que ya se adentraba en la oficina con el tintineo de sus hebillas como comparsa.
Un lustro entre rejas por contrabando, esa fue la condena que escuchó en un juicio donde se negó a responder, ni siquiera a defenderse. Su abogado de oficio, un recién licenciado sin conocimientos sobre las leyes del mar, asumió la defensa con las ganas de los nóveles pero con el pragmatismo de los vencidos de antemano.
Un capitán debe conocer a fondo el barco que maneja pero las caletas ocultas por manos arteras no las descubre ni el armador salvo por un chivatazo. Ese fue el caso del Bella Doria, un mercante de 48 metros de eslora que los traficantes emplearon como señuelo mientras, por la misma ruta, un velero de recreo, libre de la curiosidad aduanera, surcaba las aguas con las bodegas repletas de cocaína. Una encerrona a la que dedicó los cinco años de su cautiverio para averiguar quiénes la orquestaron y quienes formaban parte de la tripulación de aquel velero. Uno por uno sus vientres fueron funda momentánea de su estilete. Ocho en total, la mitad, clientes la pasada noche del Loro tuerto.
Puede que fuera la rabia acumulada la que propiciara que con una velocidad centelleante acabara dando un repaso a cuchillo al aforo, incluido el hostelero, evitando así testigos incómodos. Semejante tragedia no le arredró para que, tal y como tenía planeado, a la mañana siguiente, con la sangre todavía fresca en los faldones del abrigo, solicitara alguno de los puestos inesperadamente vacantes, le agilizaran el trámite y con el mismo petate con el que salió de prisión cruzara la pasarela dispuesto a navegar dejando atrás la estela de la venganza.



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