lunes, 30 de septiembre de 2013

La picadura

Existe un banco sin respaldo al borde del acantilado de Cantapeñas. Su madera, sedienta de barnices, acoge el descanso fugaz de los paisanos pues no es lugar para meditabundos. Las vistas desde lo alto son tan excelentes como ventosas.  Aires de mar que impregnan de sal cada veta y cada poro de quienes apenas se asoman al desnivel. Podría pensarse que son los latigazos del mistral los que impiden el deleite, incluso el vértigo de un vacío tan próximo como definitivo puede azorar a los más temerosos, sin embargo, la presencia de ajados ramos de flores junto a unas cruces de forja recuerdan a aquellos que encontraron en esa caída la liberación definitiva a sus tormentos. Un lugar tan bello y tan hostil como maldito.
Cinco años atrás, el ayuntamiento de Cantapeñas quiso dotar de una zona de esparcimiento a sus vecinos y acordó la construcción de un parque junto a la escuela. Un error en la petición provocó que donde un diez debía figurar junto al epígrafe de los bancos solicitados un cien luciera con su cero de más. Cuando los descargaron de los camiones, en un lugar próximo al de su definitiva ubicación, el responsable de su custodia, ante la colina de bancos que no dejaban de crecer, pasó de los sudores al agobio y decidió comunicarlo de inmediato. Sin posibilidad de devolución por compromisos clientelares se decidió en junta extraordinaria que se distribuyeran a lo largo de la senda que moría en el acantilado; se dispondrían cada veinte metros, al pie de nuevas farolas.
Desde entonces, en las noches despejadas, con el vaivén de la resaca, la hilera de luces que asciende desde la aldea hasta el acantilado le confiere a la localidad el aspecto de una cometa buscando el suelo donde acostarse. Un buen lugar para el descanso.
Roger Ignasi Perales —ese era el nombre con que firmó en el registro— se vino a vivir a Cantapeñas cuando comenzaron las obras. Al principio se le tomó por uno de los integrantes de la contrata encargada de la faena, en parte, porque coincidió en alojarse en la misma pensión donde pernoctaron el topógrafo y el aparejador. Pero con la inauguración del parque y del paseo, y con la marcha del equipo de operarios, su permanencia comenzó a ser murmullo en una población de apenas un millar de habitantes. Su distinguido porte y sus hidalgos modales le atribuían un oficio más derivado hacia las artes que hacia algún gremio de sudado esfuerzo. Tuvieron que ser los niños del pueblo los que, repitiendo las mismas preguntas que escuchaban de sus mayores en cada sobremesa, acabaran por trasladarlas al desconocido en una de esas contadas ocasiones en que se dejaba ver por la plaza. «Viudo», confesó ser ante la extrañeza del grupo de chavales que, animados por la osadía de un primero, le fueron rodeando hasta obstaculizarle el paso. La noticia corrió como las piernas de aquellos críos y la decepción reinó entre las alcahuetas, pues aquella revelación sobre su estado civil las dejaba como antes. «Un rentista que busca tranquilidad», terminaron por concluir. Con el tiempo, aquel hombre de vida opaca y correctos ademanes comenzó a formar parte del paisaje y la curiosidad sobre su procedencia dejó de ser motivo de tertulias. Hasta que una mañana, a primera hora, acudió a la farmacia con una expresión de fastidio que no correspondía con la dolencia que decía presentar. Surtido de ungüentos y recomendaciones sobre su aplicación, a la espera de la llegada de un paliativo específico que encargó, abandonó la botica y se refugió en la casa que había alquilado al final del pueblo. Nadie le vio hasta dos días después cuando subió la senda hacia el último banco sin respaldo. Con el paso decidido, el último lo dio al vacío que lleva al fondo del acantilado.
Quien lo vio aquella tarde caminar, los que se cruzaron con él y a quienes adelantó, afirmaron que a ninguno de ellos devolvió el saludo como acostumbraba, que parecía sumido en nubarrones, con la mirada esquiva, sombría, cabizbajo y el entrecejo arrugado, y que, a pesar de la prisa con que caminaba una de sus manos no dejaba de agarrarse a la nuca, lo que le obligaba a escorarse en el braceo por la estrecha senda, como quien carga una pesada maleta.
El mar estaba en calma y la labor de rescate se pudo desarrollar sin necesidad de contar con un equipo especializado. Una barca se acercó al arrecife que lo había descoyuntado y con la ayuda de un bichero su patrón lo subió a bordo. Cuando arribó al muelle, dos inspectores de policía esperaban con las manos metidas en los bolsillos y los cuellos de sus camisas aleteando por la brisa. Siguieron con parsimonia la maniobra de atraque hasta que el bote quedó amarrado. Una vez firme, con ayuda de unos mozos, el cadáver terminó depositado sobre el cemento del dique, cubierto por una lona que evitaba la morbosidad vecinal y el acecho de las gaviotas. De la nada aparecieron cuatro hombres de negra uniformidad, lo embolsaron y, momentos antes del cierre de la cremallera, uno de los inspectores, en cuclillas, lo observó, retiró con la punta del bolígrafo el cabello que caía sobre la nuca del finado, tocó el bulto y, tras un gesto de aceptación, ordenó que lo retiraran. El otro inspector se acercó.
—¿Crees que es él?
—Esperaremos a los análisis pero estoy convencido de que por fin hemos pillado a este canalla. La pena es que no hubiera pasado antes por un tribunal, aunque la sentencia hubiera sido idéntica tenía ganas de mirarle a la cara mientras la dictaban.
En el corro que se formó ante el dispositivo policial figuraba presente el boticario, quien, al ser advertido por los dos inspectores, elevó su mano para que le atendieran. Llevado a un lugar aparte en el mismo muelle, pero de imposible discreción hacia la numerosa curiosidad vecina, el licenciado expuso su inquietud sobre quién se haría cargo del coste del lenitivo que el finado le requirió días atrás. Los dos policías se miraron ante la inesperada solicitud. Cierto era que gracias a la colaboración de aquel hombre habían encontrado la dirección que les llevó hasta el sospechoso. Lamentablemente, llegaron tarde. De haberlo capturado con vida se hubieran ganado un buen titular encima de la foto del detenido y una felicitación de sus superiores. Pero dejadas a un lado las ensoñaciones con una mayor gloria llegaba el momento de reconocer la ayuda del farmacéutico y atenderle. A fin de cuentas su información resultó fundamental para dar por cerrada una década de homicidios efectuados por el más escurridizo de los asesinos. En efecto, le debían un favor al inquieto herbolario.
 Sin pensarlo dos veces, y a pesar de que el acto se salía de toda norma, incluso era reprensible, el más veterano de los dos inspectores ordenó que detuvieran el traslado. Abrió la bolsa y, entre exclamaciones de horror de algunos de los presentes, hurgó en los bolsillos del cadáver hasta encontrar la billetera, extrajo la cantidad requerida y la entregó al farmacéutico a cambio del medicamento. Luego, la billetera acabó dentro de la bolsa y ésta en el furgón forense que partió hacia la capital tras los dos cachetes pertinentes en su carrocería.
A la mañana siguiente los periódicos de tirada nacional publicaron la noticia del suicidio de un sicario, hasta entonces, el más buscado por la policía. En las páginas interiores se desarrollaba el suceso con las claves que consiguieron dar con su paradero, aunque su verdadera identidad seguía siendo un misterio. En la rueda de prensa ofrecida por la policía se desveló que como consecuencia de su último encargo: el asesinato en el propio domicilio de un entomólogo forense citado como perito en la inculpación de un capo. El hasta entonces impecable asesino, un auténtico obsesionado por no dejar rastro de su presencia en las escenas del crimen, resultó herido en el lance por unas avispas cuando el entomólogo cayó muerto por los disparos. ¿La causa? Uno de los proyectiles atravesó el cráneo del ilustre y fracturó una urna donde se hallaban los insectos, consiguiendo acribillar en el cuello al pistolero quien, antes de darse a la obligada fuga, debió leer el nombre científico de su agresora: Arthropoda hymenoptera vespoidea pompilidae pepsini. Según la escala del dolor del índice Schmidt, este avispón caza tarántulas se encuentra en el límite soportable de los padecimientos, sólo después de la hormiga bala. Tras sufrir su picadura, durante tres minutos el cuerpo permite una única actividad: gritar. Y aquella noche el grito fue escuchado en el vecindario del perito. Las patrullas se personaron casi de inmediato, descubrieron el cadáver y, acto seguido, peinaron la zona en busca del autor. Cuando un grupo especializado del cuerpo de bomberos pudo confinar a los avispones, los inspectores de homicidios iniciaron sus pesquisas en el escenario del crimen. A la mañana siguiente del homicidio, ilustrados por un colega de la víctima, enviaron los insectos al laboratorio con la ansiedad de quien reconoce un resquicio en el laberinto de muchos años aciagos persiguiendo a un fantasma. En el aguijón de uno de ellos encontraron sangre y, en las patas, restos epiteliales del asesino. Por fin tenían su ADN, pero a nadie con quien compararlo.
No era un letal lo que inoculaba el avispón y aunque su toxicidad anulaba a sus presas habituales, en el ser humano únicamente ponía a prueba el umbral del dolor. Eso sí, tan desgarrador que quien lo sufría no era descabellado que pensara encontrarse en el final de sus días o tratar de acelerarlo. En la desesperación de tan cegador sufrimiento, que a duras penas le permitió conducir hasta un camino en una zona boscosa, el asesino se vio impelido a acudir al sistema de salud, a la mañana siguiente, vía la farmacia del pueblo, en busca de un antídoto que frenara su malestar. Los años de investigación de un viejo sabueso de la policía atendían a razonar sobre posibilidades tan enrevesadas como que si alguien acudía en busca de un remedio para una picadura inusual, el sistema informatizado del suministro nacional de medicamentos revelaría las más recientes y extrañas peticiones y podrían acotarlas.
Dos días después del homicidio, de la masiva consulta surgieron los siguientes cuatro sucesos de anómala consideración: una víbora en el norte saboreó la mano que levantó la piedra donde se cobijaba; una cría de dragón de Comodo, escapada de un terrario del sótano, visitó a unos vecinos hiriendo al menor de ellos; y una medusa, en un baño nocturno de yate y champán, anclado en el Mediterráneo, saludó con sus tentáculos a un embriagado bañista. Los detalles de cada lance se obtuvieron fruto de las pastosas narraciones de los somnolientos boticarios, sacados de sus camas a base de dedo pegado al timbre. De sus testimonios dedujeron que ninguna de esas tres víctimas pudo haber sido el sicario. Faltaba la respuesta del titular de la farmacia de Cantapeñas, quien en la demanda de un antihistamínico específico solicitó, además, información ante la singular picadura que presentaba un cliente de su localidad. La lejanía de aquella aldea y su botica, y, por otra parte, del sueño profundo de su titular, permitieron que las insistentes llamadas telefónicas de la policía no turbaran su descanso unido a la imposibilidad de enviar una patrulla que aporreara su puerta. Pero una vez en su puesto, el boticario, con el estómago feliz de tostadas y café, y abotonada la impecable bata blanca sinónimo de salud, atendió la enésima llamada con la prestancia de a quien le parece la primera. Ante la respuesta, los inspectores no tardaron en ponerse en marcha hacia «el culo del mundo», como convinieron en señalar a aquel punto remoto en el mapa.
Lo demás se precipitó durante el viaje de los dos inspectores a Cantapeñas. El sicario, hombre de movimientos pausados, de los que recitan en su interior cada acción de sus manos y que memoriza todo lo que deposita y le rodea, se encontraba en su domicilio sumido en una catarsis emocional impelido por las tinieblas de un dolor desconocido y replicante. Cuando los efectos de la picadura descendieron a límites tolerables buscó recuperar la serenidad que acostumbraba y en la evaluación de sus últimos actos asumió con terror desconocer con detalle quince minutos recientes de su vida. Los que transcurrieron justo después de la picadura, cuando en una cascada de tropiezos buscando una salida que le alejara del avispero acabó sollozando junto a su vehículo. Aún así, entre delirios, logró ponerse al volante e iniciar una conducción febril y errática por una carretera secundaria para, finalmente, ocultarse en un bosque donde las lechuzas saludaron al vehículo alejándose de él con un brusco aleteo. Y allí fue donde sudó su dolor hasta condensar de lágrimas los cristales, hasta que el amanecer lo sorprendió en un ovillo de ropas húmedas y el pelo adherido a los asientos como un cerco de sebo, como aquella vez cuando con la edad de un quinto pernoctó durante siete días en los calabozos de un castillo militar. Desde aquella experiencia entre barrotes surgió un juramento y una venganza. Juró que nunca volvería a verse encerrado y venganza contra quienes le llevaron a prometer ese juramento. Un círculo infernal del que ya nunca supo salir y del que, con el paso del tiempo y de las experiencias, sólo adquirió el aprendizaje pulido que le convirtió en un especialista en finiquitar venganzas ajenas.  
En efecto, las primeras luces le llevaron de vuelta a casa. Un par de cientos de kilómetros de curvas entre valles le separaban del fulgor que el mar irradia por encima de las montañas que lo ocultan. La promesa de una cama libre de preguntas le esperaba. Antes, la palpitante picadura reclamaba atenciones inmediatas. Tras la visita a la farmacia se sumergió entre sábanas durante dos jornadas y de ellas emergió envuelto con los lienzos de la culpa. Culpable de haber quebrado el rigor que hasta la fecha le había mantenido como una sombra. Con esa carga se dirigió a la cocina por la costumbre. La mesa le recibió al tiempo que la carcoma de los remordimientos le golpeaba. Se sentó, apoyó los codos y las manos recogieron su cabeza que no dejaba de negar por cada reminiscencia que le recordaba los múltiples errores cometidos bajo los efectos de la picadura. El enorme rastro dejado que violentaba su escrupulosa severidad con la que siempre vistió su fama de fantasma, de asesino riguroso, lento, infalible e indescifrable. Y mientras los inspectores negociaban el sinfín de curvas hacia Cantapeñas, el tic tac del reloj de la cocina se acusaba en el silencio y martilleaba la razón de quien ahora rememoraba la sombra de los barrotes de su juventud a través de la luz entreverada por los dedos que sujetaban su rostro.
Nadie quiso preguntar por la nueva cruz de forja que amaneció clavada junto al último banco sin respaldo un mes después. Decidieron acatar que pudiera ser obra del cura, por aquello de la bondad infinita, pero de todos era sabido que los suicidas eran abominados por la iglesia. O tal vez fuera responsable un forastero que se alojó en la pensión la noche anterior a su descubrimiento. Lo cierto es que nadie se atrevió siquiera a retirarla. A fin de cuentas una cruz tan solo era eso, una cruz. Y siempre es bueno que un símbolo recuerde, aunque sea algo nefasto.
Todos los casos abiertos presumiblemente atribuidos al sicario de Cantapeñas, como acordaron denominar en comisaría, se archivaron. Se pactó silencio entre policía, fiscal y juez con respecto a la verdadera identidad de Roger Ignasi Perales. Los periodistas de investigación, ante un candente caso de una niña fallecida en extrañas circunstancias, se olvidaron de inquirir sobre los resultados del laboratorio y a nadie le importó la nula correspondencia entre el ADN hallado en la escena del crimen y el del suicida. También se tildó de broma la circunstancia que estremeció a la dueña de la pensión de Cantapeñas cuando en el balance mensual descubrió que uno de sus huéspedes de la última semana, cuando apareció la cruz, había firmado el registro con idéntico nombre al del difunto asesino.
Las picaduras tienen esa facultad —le recordó uno de los inspectores al otro lado de la línea—  una vez sucedidas, a pesar del tiempo transcurrido, siguen molestando. Lo mejor es no rascarse. Es cuestión de tiempo —concluyó.


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