jueves, 27 de noviembre de 2014

Cuatro céntimos

Trato de ganar el sueño y mi mirada se pierde en los ojales de la persiana. Contra mi espalda yace la de mi esposa. Su postura traduce el enfado con el que apagó las luces. Desconfía, anoche llegué tarde, con las manos vacías y la cartera hueca apenas sujeta con la sonrisa de los satisfechos. En un principio traté de explicarle la causa, pero ella se negó a oírme mientras su nariz pretendía descubrir matices de ramera en la ropa que me despojaba. Adujo que mi facilidad para la ingeniería de las excusas sólo aumentaría su disgusto hasta el punto de perder por completo el apetito. Acabé cenando sólo y, al recoger, descubrí su mordisco en la manzana del fondo del cubo: el bocado de la ira, el ayuno del exceso.
Renuncié a seducirla, a sacarla del error, me demoré en el aseo, esperé a que se acostara, a que simulara el más profundo de los sueños y me regocijé imaginando su sorpresa cuando, con el nuevo amanecer, atrapada en el callejón de las tostadas sobre las yemas, con el pelo alborotado disperso sobre los mullidos hombros de su albornoz, sin ganas de pleitear, se viera obligada a atenderme en mi despiece, eslabón por eslabón, de su cadena absurda de sospechas.
Las horas previas de aquella noche, como cada miércoles, con los niños ya acostados, me colé antes del cierre en el supermercado del barrio. Con la prisa de un doble fila recorrí los solitarios pasillos y llené el carro en la mitad del tiempo habitual en la hora maruja. Cuatro gatos recorríamos los pasillos, casi todos conocidos, pero a él nunca antes le había visto por allí, sin embargo, ya en la línea de caja, le cedí el paso pues un kilo de arroz y un bote de tomate ocupaban su regazo. Llegado el momento de pagar echó mano al bolsillo, contó céntimo a céntimo el total y pude descubrir en su palma cómo abundaban más pelusas que monedas. La cajera comprobó la cantidad recibida y ésta resultó insuficiente. El hombre miró los productos y, tras un largo silencio, decidió renunciar al tomate. Fue entonces cuando examiné su figura. Ropa y calzado de calidad descubrían su largo descuido. Barro reseco tiznaba las suelas y los brillos tornasolaban el verdadero color de las prendas. Cuatro céntimos más y hubiera podido costearse aquel bote que quedó arrinconado junto a la caja registradora. Contemplé aquella escena de miseria atenazado por la incomodidad de la absurda condescendencia y me ocupé en disimular mi recato hacinando mi compra en la cinta como quien, culpable, silba al cielo al paso de la autoridad.
Cuarenta y nueve códigos de barras después, con la billetera famélica y una cuenta kilométrica rizando su largura sobre la montaña de mis bolsas al límite de su elasticidad, me dirigí al aparcamiento. Nada más franquear la cristalera de automatismos me topé de nuevo con él, arrodillado, frente a un cartón donde una leyenda describía las razones de su miseria y el número de bocas que le esperaban en las penumbras. Mirada y postura destilaban la humillación de los nuevos pobres, de aquellos que tocaron el cielo de la prosperidad sobre una escalera que ascendía por peldaños de una deuda imposible de pagar si en un solo mes se interrumpían los ingresos. Mi primer impulso fue rascarme el bolsillo, pero la única moneda de la que disponía brillaba en el mecanismo de enganche del carro. Dos pasos más di y esperé a que la curiosidad, ante la quietud de mi calzado, quebrara su quietud penitente, y en cuanto sus ojos, fugaces ante la firmeza de los míos, se encontraron, se lo dije: «Tuyo».
Y de allí me fui con las manos vacías, pero con el corazón lleno mientras la cadena del carro, abandonado, reducía su movimiento pendular en una cuenta atrás imaginaria a la espera de que su nuevo propietario la reanimara con el empuje alegre de quien lleva el mejor regalo a su necesitada familia.
No quise esperar a su agradecimiento, ni siquiera quise mirarlo, tan sólo pude advertir en la maniobra de salida cómo desechaba aquellos artículos cuyo cocinado precisaban de un horno, de electricidad. Detalle de normalidad que pasa desapercibido en las vidas estables.
De regreso a casa, en el primer semáforo, busqué el reflejo de mi rostro en el retrovisor por si la inédita bondad, la misericordia de mi reciente arrebato hubiera dibujado en mi cara algún rasgo nuevo, un matiz que indicara una línea a seguir en el futuro. Esa indeleble marca de los espíritus en calma, adictos a la caridad como propia recompensa, la paradoja del egoísmo desprendido. Sin embargo, no hallé indicio alguno en mis facciones, tan solo la distensión de mis costillas y la placentera sensación de respirar libre de aires engolados. Aires que originaron tormentas maritales nada más poner los pies en casa, borrascas que dejé vaciar hasta la nueva mañana a causa de esa parte capulla que en mi juventud casi me definía.
Así, con la claridad ganando presencia entre las lamas, inquieto por revelar mi anónima solidaridad y en la búsqueda de recibir temprano un abrazo reconciliador, me desperté antes de que las manecillas señalaran la diana de los días laborales. Y para cuando mi reina del albornoz anticipó su entrada en la cocina con el arrastre de sus pies, los restos de mi desayuno ya flotaban en el fregadero y mi atención recalaba en los titulares de la prensa digital.
Sin formación en arte dramático pero hábil en las expresiones más trágicas, mi esposa simuló continuar con su enfado, el cual ahondó aún más ante mi fingida pose alegre, distraída, con mi dedo resbalando por la pantalla táctil de la tableta en la página de sucesos. Esperé a que las tostadas ocuparan sus manos para comenzar mi alegato y cuando el crujiente pan se vio amenazado por la sombra de un cuchillo pringoso carraspeé por dos veces hasta que gané su atención. Resumí mi generosidad de la tarde anterior con la euforia contenida y reconocí cierta maldad ante mi calculado silencio cuando acepté su sentencia de putero.
Mi exposición de los hechos, sucinta y bien meditada, no obtuvo la recompensa pretendida y mi abrazo quedó marginado, quizá por la vieja causa de que para toda afrenta, al menos, son necesarios cuatro deleites para su olvido. La técnica de repetir mi hazaña solidaria tampoco sirvió para derribar su hostilidad ni sumar placeres, pero cierto brillo de tregua surgió cuando me dirigió la palabra, aunque en forma de orden castrense sobre el encendido del lavavajillas, la plancha y la limpieza de ciertos azulejos fuera de su alcance. Pero para cuando su dictado ya buscaba una nueva tarea de castigo que encomendarme y con la que paliar su malestar, el timbre de la calle sonó con insistencia. Poco margen para la reflexión tuve cuando, a través del telefonillo, anunciaron su condición de policías y, sin cuestionarles, les franqueé el paso del portal. A los pocos segundos de su apertura ya ocupaban el rellano frente a mi puerta y les ahorré el timbrazo. Junto a sus credenciales de placa y carné, que mostraron en un gesto aburrido, les siguió un alargado papel dentro de una bolsa transparente. A pesar de sus manchas y arrugas pude reconocerlo. La cifra del total y los artículos enumerados correspondía con la cesta donada al ¿difunto?, me aclararon, buscando con el subsiguiente silencio forzar una explicación convincente por mi parte.
Puede que ciertas profesiones se acostumbren a citar la muerte con la misma tranquilidad que se divaga sobre el tiempo, pero para quienes todavía no encargamos flores ni el día de todos los santos, que te refieran el óbito de alguien a quien creías haberle alegrado unas horas antes sus inciertas venideras supone una convulsión de amarga derrota. Pero si además la causa de su fallecimiento se relaciona directamente con un favor propio, la noticia te lleva a que las piernas no resistan y busques un punto donde agarrarte.
El hombro de uno de los policías y el propio marco de mi puerta sirvieron de muletas ante el disgusto, y cuando conseguí sobreponerme me extendieron una citación para una comparecencia en la comisaría esa misma tarde.
—¿Quienes eran? —preguntaron mis benjamines, aún en pijama, con sus peluches asidos por una pata y su cabeza escobando el suelo del recibidor.
—Malas noticias —acerté a responder, todavía confundido y aún más arrepentido de mi respuesta—. Id a jugar mientras os preparo el desayuno.
Y mientras los cereales naufragaban sobre tazones de leche, la página de sucesos refería una pelea entre indigentes donde, uno, perdía la vida por defender un carro de la compra, al parecer, robado.

Mi abrazo soñado cambió el inicio pues éste vino de atrás, sorpresivo, rodeándome, con las manos en el pecho y su cabeza apoyada en mi espalda, y cuando me giré para aceptarlo me encontré llorando sobre su mullido hombro mientras sus dedos se sumergían en mi cabello y yo enmudecía mi llanto para que mis pequeños barrenderos no acudieran a mi desgarro con preguntas que nunca podría responder.

jueves, 16 de octubre de 2014

El amante crepuscular

         Los más madrugadores se habían acostumbrado a la figura del amante crepuscular. Barrenderos, taxistas, panaderos o tunantes, frecuentes del centro de Olivenza respetaban al solitario figurín a razón de su triste historia y ante la mirada perdida que dirigía a una ventana al otro lado de la calle. Los dominios de aquel galán de hombros hundidos comprendían el ancho de dos esquinas de un estrecho callejón que partía desde el paseo principal, cuyo empedrado de dos vías se veía separado por varias plazas oblongas donde palmeras, jaspe y mosaicos de azulejos creaban un espacio de sombras y el retiro espléndido para la bulla.
Con luna o sin ella, repeinado, aparecía el novio bien entrada la noche para iniciar su ritual de breves paseos y miradas fugaces hacia el ventanal de los Ruiz de Areces, convencido de que su amada, la joven Carlota, acabaría corriendo las cortinas regalándole la señal convenida para el encuentro furtivo, apalabrado quince años atrás, junto a la tapia de las Clarisas, cuando, en un despiste de la nodriza, él, un tanto más arrebolado que su cortejada, le deslizó una nota que ella guardó presurosa en la cuenca de sus lunares.
         Y así tres lustros de guardia, atento a una ventana convertida en estación de palomas y telarañas, envejecían a un centinela sin relevo que quebraba su salud hasta la neumonía. Vigilancia lastimera que sólo abandonaba al alba en cuanto la ciudad se despertaba y el ajetreo de una curiosidad compasiva le impedían mantener el ritmo de su acechanza. Con la reprimenda mañanera de alguna de las piadosas oliventinas iniciaba su regreso. Manos en los bolsillos, cabizbajo, farfullando entre toses un bolero de estribillo plagado de quizás, y la cantilena trepaba por las paredes de los callejones como los murmullos de las novenas, hasta la siguiente noche que enmudecía atento a toda novedad tras el cristal.
         Cuando todo ese tiempo atrás aquel tractor perdió la carga en la curva antes del puente del embalse de Piedra Aguda, el granjero apenas pudo llevarse las manos a la cabeza al observar, en la esquiva del obstáculo, el corto vuelo hacia las aguas sombrías del vehículo de los Ruiz de Areces con la familia al completo dentro. Una semana de luto y un testamento que aunó heredades en un sobrino nada interesado en liquidarlas fue el legado hacia una estirpe querida por todos sus vecinos y amada su más joven pizpireta hasta la locura, por el mozo mejor plantado de la comarca, cuyo llanto se detuvo al cabo de ese tiempo llevándose diluidas en sus lágrimas el consuelo y el brillo en sus ojos verdes de toda esperanza por recuperarle la cordura.
         De vuelta a nuestros días, ante el pronóstico del peor de los inviernos, el maestro, por la apelación de sus alumnos todos los cursos hacia el solitario de la esquina, y el cura, achuchado por las venerables de su parroquia, se reunieron con la juez y la alcaldesa, y como única orden del día trataron la salud de su desdichado vecino y la forma de retirarlo de las calles sin que la pena le ahogara definitivamente su escasa respiración. Acordaron que un alguacil investigara los detalles de la relación de los amantes y éste delegó en un funcionario que dedicó una jornada completa a interrogar al círculo de amistades de ambos y a escuchar a quien quisiera colaborar en la indagación. Pero con la criba nada sacó en claro salvo la suma discreción con que la que se cortejaron los amantes siempre huyendo de testigos y de rastros. Ante la infructuosa gestión inicial, el alguacil solicitó la colaboración del único heredero de los Ruiz de Areces y éste, no sin ciertos reparos, consintió el acceso a la ya ruinosa vivienda que albergó a su familia, convertida en un santuario de polvo y de vida detenida en el tiempo, donde los abrigos, despensa formidable de polillas, seguían en los percheros y sólo los ratones, en su libre albedrío, habían cambiado de posición los ornamentos de encimeras, mesillas y tocadores sin gato alguno que lo impidiera.
Ante el recelo de una inspección sumaria en un ambiente tan insano, la habitación de Carlota se convirtió en el centro de las pesquisas del funcionario. Los roedores se habían encargado de facilitarle la tarea y por una doble bendición habían dejado a la vista un mazo de misivas, antaño oculto por el ahora vencido rodapié junto a la mesilla, y cuyo cordel les había servido de entretenimiento suficiente para obviar el preciado contenido que ceñía. A pesar del mantillo de ácaros decidió tomar asiento en la cama con el fin de acomodarse antes de arrojar un primer vistazo al tesoro que sujetaba entre sus manos, pero la escasa luz de la única ventana apenas le permitía enhebrar las palabras allí condensadas y descubrir el remite, razón por la que se vio obligado a incorporarse de nuevo y a retirar las cortinas. Con la nueva luz sintió el respingo de los afortunados pues había encontrado lo que buscaba.
Una relación epistolar como la de aquellos jóvenes, con una caligrafía esforzada en el trazo para enamorar con su mimo, bien merecía una valoración colegiada y, a la mañana siguiente, fuera de sus rasgados sobres, se extendieron en la amplia mesa de juntas para su análisis por la alcaldesa, el cura, el maestro y la juez. Las veinticuatro cartas fueron leídas con la vergüenza de quien invade criptas cerradas por las emociones puras de dos enamorados felices de su privacidad. Del balance posterior a su lectura la conclusión final descorazonó a los reunidos, pues ni elucubrando entre líneas imaginaron otra solución distinta que la creación de una nueva carta, imitando la letra de la joven Carlota, emplazando a su amante a una cita en algún lugar a cobijo de las inclemencias. Sin embargo, aunque la idea resultaba loable, cierto reflujo de las entrañas surgió en los presentes ante la violación de una historia de amor que a todos había conmovido.
Con el silencio y las miradas huecas de los ilustres, ante aquellas caricias literarias de dos adolescentes que nunca llegaron a consumar su mutua devoción, el alguacil entró apresurado en la sala y, tras pedir disculpas a los presentes, habló al oído a la alcaldesa quien no tardó en mostrar su pesadumbre ante la noticia que le acababan de comunicar: la reciente visita a la casa de los Ruiz de Areces había tenido sus consecuencias esa misma noche y el amante crepuscular al descubrir el cambio en las cortinas se había apresurado a confeccionar un grotesco ramillete de flores esquilmando las macetas de las cercanías y, desde entonces, ya no se había retirado a pesar de que el sol había borrado las sombras de las callejuelas. La ansiedad del enfermo parecía resulta a permanecer en el sitio hasta el absoluto desfallecimiento.
Podría dictar una orden de internamiento en un centro de salud mental en aras de preservar la otra que también le flaquea, pero me siento una traidora por interferir en un hombre tan feliz aunque a nuestros ojos desdichado, intervino la juez.
Se me ocurre iniciar unas obras en la calle, que la corten y le obliguen a desplazarse, pero entre que es una arteria principal y que nadie de la oposición ni muchos de los vecinos iban a entenderlo lo veo descabellado, causaría trastornos y desconozco si le harían desistir, mencionó la alcaldesa.
El maestro y el cura prefirieron callar pues su alcance dividido entre la mística y la ciencia poco podía lograr salvo rezar por un invierno caluroso, injusto para las cosechas en una tierra tan rural como la suya.
La pesadumbre volvió a remarcar las caras y el alguacil se sintió sobrecogido por el aspecto a velatorio de aquel cónclave y creyó que debía aportar alguna sugerencia, concretamente, una idea propia del funcionario que indagó sobre los amantes: rebuscar entre las pertenencias de los ahogados. Estaba convencido que la más preciada de las misivas se encontraría en poder de la joven Carlota, pues en ausencia de su amado la releería a hurtadillas una y otra vez para hinchar su pecho con anhelos.
La juez se puso en pie de inmediato al escuchar la propuesta y con la frente despejada de asombros, que parecía haber aumentado de tamaño, inició un paseo circular en la sala mientras por el teléfono dictaba órdenes precisas de urgente cumplimiento. A pesar del tiempo transcurrido desde el accidente, los sótanos del juzgado se habían reformado desde el último incendio y preservaban las causas archivadas de la humedad y del fuego, así como de los merodeadores, gracias a un par de gatos que un bedel soltaba semanas alternas. Si algo se recuperó de entre las pertenencias personales de la joven Carlota, allí debía permanecer.
El agua había emborronado los márgenes, pero los cuatro pliegues ceñidos por la presión del pecho de Carlota, junto a su corazón, habían impedido que la última nota entregada se malograra. El forense la consignó en su listado y junto a pulseras, pendientes y un anillo quedó almacenada en un sobre unido al expediente de defunción.
Hubo que esperar a la noche para que una vela primero en el alféizar y un papel envolviendo una piedra después, dejado caer a la calle por una delicada mano de una de las hijas del maestro, cumplieran con el nuevo lugar elegido para el encuentro.
Quizás, como compuso Osvaldo Farrés en su bolero y que el amante crepuscular canturreó dos semanas más desde el abrigo de su propia casa esperando a su amada, como digo, quizás, de haber indagado antes sobre aquella historia de amor en sus brotes le habrían librado de la neumonía que terminó por vencerle. Pero, ahora que su ramillete se deshoja sobre su tumba, puede que nuestra conmiseración fuera un error y no hay día que pase por la calle de su plantón y dude sobre si nuestra lástima peleó contra la felicidad plena de un hombre que siempre creyó en el amor verdadero como fuente de su existencia y esperanza.

https://www.youtube.com/watch?v=xYz5CiEy5bY

Quizás, quizás, quizás (bolero)

Siempre que te pregunto que ¿Cuándo? ¿Cómo? y ¿Dónde?
Tu siempre me respondes: Quizás, quizás, quizás
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

Estás perdiendo el tiempo pensando, pensando
Por lo que tu más quieras hasta cuando, hasta cuando

Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

Siempre que te pregunto que ¿Cuándo? ¿Cómo? y ¿Dónde?
Tu siempre me respondes: Quizás, quizás, quizás
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

Estás perdiendo el tiempo pensando, pensando
Por lo que tu más quieras hasta cuando, hasta cuando

Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

lunes, 6 de octubre de 2014

Fuego cruzado

Pienso en cómo pasa mi vida en este discreto apartamento de Lisboa. Desde su ventana domino el estuario del Tajo y, gracias a los achaques de mi pasado como corresponsal de guerra, apenas percibo el zumbido de la serpiente de motores del cercano puente que lo cruza. Elegí esta capital de la historia para mi retiro pues en ella, cuarenta años atrás, esperando la llegada del barco que habría de llevarme al otro lado del Atlántico, escapé de una muerte segura. Desde aquel entonces, me atengo a la creencia de hallarme en un santuario, en un lugar mágico donde mis días se prolongarán hasta que sienta conclusas mis inquietudes terrenales y me deje llevar por la negra sombra del descanso eterno.
Antes de detallar aquel lance de la que fue mi primera visita a la capital lusa debería comenzar por presentarme en mis tiempos de reportero de carrete, lápiz y libreta. Tan atrevido como joven, con mis rizos alborotados de irreverencia, con mi cuidado bigote, mi camisa de un sospechoso beige y mi Leica al cuello, bajo el apodo del Lentejo, me jugaba el tipo por una instantánea en los rincones donde la nariz se resecaba entre la mezcla de la pólvora y el escombro. Decían de mí que acostumbraba a reírme, a contener la carcajada saltando entre las simas creadas por los morteros. No desmiento mi nerviosa alegría en aquel juego del horror entre brincos y lluvia de fragmentos, en busca de la atalaya perfecta para mi cámara, pero tal desparpajo ante la muerte nacía de mi doctorado con la fatalidad.
Mi temeraria apuesta para el avance por aquellos humeantes socavones partía de la veteranía convertida en ciencia impartida a desgana por un curtido sargento de la legión de quien aprendí todo lo necesario para sobrevivir en un campo de batalla. Aquel militar de barbas de chivo y tatuajes hasta en la ingle, cada noche de retén, mientras esculpía a navaja cubiertos de boj y vaciaba una cafetera recostado en el pilar más firme de la estancia, nos soltaba su discurso a quienes, en principio, sólo buscábamos despojarnos de los horrores del día antes de conciliar el sueño. Aquel legionario nunca nos miró a los ojos en sus sermones, pero tampoco divagó por el simple hecho de sentirse entre los vivos. Se permitía abroncarnos ante la obligada carga que le suponíamos y, como un entrenador después del partido, nos señalaba los errores de la última incursión. «¿Queréis volver a casa en la bodega o en turista soñando con pellizcar esos muslos que recorren el pasillo?» Iniciaba la reprimenda con esa pregunta u otras similares antes de proseguir con un: «¿No? Pues atended.» De aquellas arengas aprendí que dentro del caos del fuego de mortero existe un azar incierto, pues la ley de la probabilidad lo evidenciaba: nunca una bomba aterriza en el mismo sitio donde otra acababa de firmar con su detonación un cráter de fumarolas.
De este modo, bregado en varios frentes y graduado en supervivencia, con el estigma de temerario, pocos colegas me elegían como compañero de escaramuza. Mi descarte no me evitó presenciar la caída de unos pocos gacetillas por el azar del plomo y, en un par de ocasiones, acabar preso de milicias sin otra mella que vestir la camiseta del miedo durante la primera noche. La misma que lucieron mis captores, muda evidente a cuenta de los empujones de su desprecio hacia mi suerte, al poder elegir la deserción sin otra consecuencia que un buen rapapolvo de mi editor.
Con varios premios y reconocimientos, en cuanto las fronteras silenciaron sus cañones y afianzaron sus alambres, organicé exposiciones con una selección de mis mejores trabajos para, después de una década de sosiego frente a un equipo de redacción en un periódico local, jubilarme apenas nació mi segundo nieto.
Al año siguiente enviudé. Y si la terquedad de Francisca consiguió alejarme de las trincheras, con su pérdida sentí la necesidad de volver a retratar aquellas ciudades donde la adrenalina fue el café de mis amaneceres.
De aquellas ruinas que plasmé en blanco y negro, de aquella infamia cuyo hedor tardé años en olvidar, de aquellos esqueletos de cemento, de fachadas vencidas a sus pies, donde los muebles, amalgama de polvo y cristales, recordaban la tranquilidad perdida, donde uno se imaginaba a familias reunidas frente a esa mesa que ahora descolgaba sus patas al vacío, de toda aquella barbarie no quedada ni rastro y me encontré con amplios paseos, plazas concurridas, engalanadas ventanas presididas por geranios de un intenso color, cegador para mi memoria pero de alegre traición al recuerdo con el que pude aquietar mi alma, tan adherida a la crueldad que me costó mucho tiempo despojarme de las miradas vacías de los soldados acostumbrados a la bayoneta.
Instalado en la permanente desconfianza de quien se siente ratón en una gatera recorrí el mundo y sus conflictos con la mochila cargada de atrocidades, pero nada fue comparable al episodio que hubo de acontecer e iniciarse en los salones del hotel Avenida Palace de Lisboa, una tarde de mayo del sesenta y tres, mientras contaba las horas para la llegada a puerto del buque que me llevaría a husmear las tensiones en Cuba. Aquel trance cambió mi perspectiva de las batallas y el azar de la muerte.
En aquel escenario de ciudad neutral se libraba una contienda de cuellos subidos, sombreros calados y esperas a la sombra de los zaguanes, donde la ausencia de uniformes convertía a la amenaza en impredecible y su esquiva en una quimera. La Lisboa en aquellos años se convirtió en el casino de los servicios secretos. La supuesta neutralidad portuguesa sirvió de casa de citas para los trapicheos de las agencias y una feria de identidades circuló por los registros de hospedería sin que nadie se molestara en comprobar la veracidad de los documentos.
En toda gran ciudad para comer como un rey a un módico precio si se pregunta lo suficiente siempre se descubren uno o varios lugares recomendables, pero para alojarse al mismo nivel no existen fondas con sábanas de palacio. Para lo primero era hábil en las pesquisas, para lo segundo, cuando estrenaba ciudad, acudía a los mejores hoteles como premio a las incomodidades pasadas y a las, sin duda, venideras. Nunca antes Lisboa fue presa de mi cámara, pero desde su puerto partía mi barco y dos noches debía aguardar en sus calles hasta que soltara amarras rumbo al Caribe. 
Todo comenzó con un inocente click. Mi dedo, siempre dispuesto a captar rutinas de mí alrededor, decidió retratar los contrastes de luces y sombras que los cortinajes de los grandes ventanales del Palace tamizaban a quienes, ocupando su salón, se sentaban junto a ellos en un ideal contraluz de sepia y de grises, taza de café en mano. Con el tiempo supe que aquella pareja de mirada cómplice y pasión contenida, que refugiaba su intimidad en una de las mesas del rincón, la componían dos miembros del cuerpo diplomático. Para su desgracia el amor que se profesaban surgía opuesto a las banderas de sus distintas legaciones y a los anillos de sus respectivos matrimonios. Ella traductora en la embajada Británica y él, adjunto en la Democrática Alemana.
Ajeno a esa disparidad, desde el confortable mullido de mi asiento, mi objetivo quiso posarse en el bello perfil de la dama y retratar la brillante línea que la intensa luz reverberaba sobre su cabello. En un inicio, aquella distracción me mantuvo disperso y no reparé en la agitación que de entre las sombras se venía sucediendo y en cómo cuatro pares de ojos, a partir de ese instante, depositaron parte de su interés en mí y en mi cámara.
Con el aburrimiento próximo a asomarse, entre tanta finura aromada por el torrefacto reparé en que los posos de mi café ya cicatrizaban en la loza y mi asiento adormecía la raíz de mis posaderas. Decidido a darme un paseo por la ciudad en busca de esos edificios, monumentos y esquinas con esa historia que si sabes escuchar a las piedras imaginas a quienes tropezaron con ellas, al ponerme en pie se me ajustaron las presiones y el bajo vientre me pidió paso hacia el aseo, y allí me encaminé recordando la grifería de bronce que califiqué de soberbia en mi urgencia del día de mi llegada.
El olor a desinfectante peleaba por reinar contra varios ramilletes de espliego repartidos en cántaros de latón distribuidos por las esquinas del lavabo. Cuatro pilas de mármol, bajo un espejo corrido donde se reflejaban las otras tantas puertas de los excusados, se mostraban relucientes a mi derecha. En uno de ellos, él último, me encerré con cierta premura cuando escuché la entrada de un calzado de hombre que se solapaba sobre la liberación de mi bragueta. La alta bisagra de mi puerta me permitió evidenciar su paso vacilante entre lavabos y retretes, pero no tardó en girar bruscamente sobre sus tacones ante la repentina aparición de un tercer usuario. Como consecuencia de su quietud, entendí que se hallaban frente a frente. El silencio contrajo mi vejiga y sólo se vio interrumpido por el chasquido parecido a los elásticos de una carpeta al golpear su plana superficie.
A pesar de la simultaneidad del sonido pude distinguir por dos veces ese eco característico de las pistolas silenciadas y, algo más separado, el impacto contra el suelo y su rodar, de dos casquillos de 9mm. Supe el calibre de inmediato pues uno de ellos vino a detenerse en la arruga de mis pantalones.
No tardé en comprobar las consecuencias del plomo a alta velocidad. Noventa kilos enfundados en un abrigo beige, perforado a la altura del pecho, habían resbalado por el azulejo de la pared dejando el escabroso rastro de sus últimos segundos de vida. Al otro lado, junto a la puerta, con menos kilos, boca abajo, el último en llegar también lo hacía en morir. A diferencia del primero, su abrigo de negro cuero disimulaba la hemorragia y, pretendía, en el último acto de su existencia, acabar con la mía dirigiendo el alargado cañón de su automática. Su exangüe mano demostraba la imposible tarea y pronto se rindió a la fatalidad de su herida en el cuello.
La parálisis inicial ante un escenario inesperado impidió que ni una sola instantánea recogiera del evento, pero en cuanto sorteé el cadáver y la puerta se cerró a mi espalda mis sentidos se agudizaron como acostumbraban en las trincheras. Así, con esa alerta instalada encontré mis manos dispuestas sobre la cámara, algo agazapado, con la nuca arrugada y un pie adelantado dispuesto a correr de esquina a esquina hacia la salida.
Quizá fuera el piano o el sonido eventual de las cucharillas contra la loza, que el largo pasillo acorchaba, las que sosegaron mi ligereza y, tomando aire como un escalador ante la siguiente pared, decidí sumirme en hipótesis sobre las razones de aquel encuentro con asesinos mientras mi astucia descubría desde el umbral, a ambos lados del salón, separados por muchas mesas y sus refinados ocupantes, los hermanos de idéntico abrigo de los dos fallecidos, cuyas delatadoras prendas, bien beige, bien cuero, doblaban sobre el respaldo de las sillas de los ausentes ante sus tazas todavía humeantes.
El respingo inicial de su descubrimiento pronto se vio sujetado cuando descubrí que sus miradas se mantenían fijas en dirección contraria hacia mi posición. Me intrigó ese desprecio ante un encargo tan importante, mi muerte, y me extrañó que no secundaran con algún vistazo hacia el pasillo aunque sólo fuera por la demora en regresar de sus colegas. Devaneos aparte, si quería salir de allí me veía impelido a cruzar el salón por alguno de los pasillos de entre las mesas. Semejante paseo me descubriría a la mínima ojeada de aquellos dos centinelas, sin embargo, como estatuas, como perdigueros a un palmo de la presa, para mi suerte, sus miradas no perdían detalle de un rincón en concreto de la estancia: el de la pareja de tórtolos que había fotografiado.
Quizá confiaron su espalda a la escolta que yacía en los lavabos o, tal vez, no querían perder detalle del más mínimo movimiento de la pareja. Lo cierto es que poco a poco gané el vestíbulo no sin sentir que el sudor, retenido por la tensión, fluía liberado y adhería mi camisa a la piel como el papel de las obleas. Aunque valoré ganar la calle de inmediato y correr sin dirección, la propia puerta giratoria, al recordarme las hélices del barco, me invitó a demorar la huida y a recoger mis pertenencias dado que mi pasaporte me aguardaba en la mesilla del dormitorio. Documento vital del que jamás me separaba en mis periplos bélicos y del que nunca pensé necesitar con tanto apremio cuando tomé posesión de mi lujosa suite.
Sopesé los riesgos y decidí que, anulados los dos matones, sus compinches desconocían mi suerte y mi paradero, por lo que podría acudir a mi habitación y recoger lo necesario sin el agobio de un fugitivo. El botones del elevador corrió con presteza la puerta a mi señal y cuando la mitad de mi cuerpo recibía el resplandor de las bombillas, escuchamos un grito lejano y las carreras inmediatas de algunos miembros del personal del hotel en dirección a los lavabos. Apremié al botones para que la curiosidad no detuviera su oficio y cerró la puerta algo contrariado. Pulsó la planta que le indiqué y el silencio en la caja contrastaba con el apagado escandalo que borboteaba a nuestros pies.
Me costó atinar con la llave en la cerradura y allí quedó bailando a las inercias del llavero. Obvié la maleta, recogí el pasaporte, una chaqueta y me largué tan deprisa como había entrado. Reconocía que mi ventaja se había disipado con el descubrimiento de los cadáveres y que, en esos momentos, dos asesinos sedientos de venganza me buscaban sin ninguna opción para poder explicarles el malentendido, la confusión a la que les habría llevado señalarme como objetivo.
Opté por las escaleras en detrimento del cómodo ascensor por aquello de evitar el suspense de encontrarme de bruces con mis perseguidores. El descenso mantuvo las mismas pulsaciones de mi alteración, pero a pesar de que la sangre fluía hacia mis piernas mi mente trabajaba oxigenada en el detalle, en la razón de encontrarme por primera vez en mi ajetreada vida en el punto de mira y no como espectador de los conflictos que tantas veces reporté.  
A pesar de mi prestigio entre colegas, era un donnadie. De orígenes humildes, ni como heredero merecía tanta atención y menos que un par de sicarios se hubieran matado por cobrarse mi vida. No manejaba información. Lo mío era la fotografía de hechos consumados, nunca fotografié una triste instalación militar a pesar de sobrevolarlas. Conocía mi profesión y los límites. A los espías se les ejecutaba sin juicio previo. Bastaba una imagen de absurda interpretación o caminar entre fronteras fuera del paso para que un pelotón concentrara sus miras en mi pecho. Supe en ese balance fugaz que la inocente foto a los amantes del rincón fue cualquier cosa menos inocente.
Las mismas escaleras de las habitaciones se prolongaban hasta el sótano. Nivel donde almacenes, cocinas y vestuarios del personal se repartían entre los cimientos desnudos del edificio. Elegí las cocinas pensando en el acceso a proveedores y en el callejón trasero del hotel. Debí reflexionar un poco más cuando, tras llevarme los desaires de los cocineros a cuenta de mi irrupción en su templo de fogones, di con una salida y me encontré en la suma estrechez de un pasadizo adornado de canaletas, cubos de basura y desperdicios derramados, acotados por sendas paredes de ladrillo que parecían unirse en una apenas perceptible vírgula brillante del cielo. La espalda del hotel parecía acumular la sordidez que su fachada principal rehuía a base de excelencia y continuos cuidados. El olor del alcantarillado me golpeó nada más chapotear en los charcos perpetuos de un pasillo donde nunca incide el sol. Aquella bofetada me sacudió la pausa y me apremió a tomar la única dirección posible: la doble esquina que abría el callejón a la avenida por donde veía pasar fugaces vehículos y peatones como una absurda, por angosta, pantalla de cine donde la estrechez y negrura que la enmarcaban me instalaban en un sala imposible de un única hilera de butacas.
Mi paso se aceleró a medida que ganaba la luz proveniente de la avenida. Como el ahogado que busca la superficie, el aire, y patalea con las fuerzas del último estertor corrí hacia la protección que entendí definitiva entre la muchedumbre, entre el cardumen, pero, de repente, la línea recta de una de las comisuras que formaban la esquina tomó el perfil de un sombrero, un abrigo y unos brazos alargados, uno más que el otro a cuenta de un objeto que lo prolongaba, objeto que pronto apuntó hacia mí, sabedor el pistolero, de mi imposible escapatoria y de la certeza de su puntería. Al matón le suponía disparar a un embudo y quizá por eso pude distinguir el brillo de su sonrisa en la demora que me ofreció en su deleite antes de apretar el gatillo. El acto de pánico ante mi inminente fin fue detenerme y la brusquedad me llevó a resbalar, y al decir resbalar quiero describir el vuelo en horizontal de quien patina en hielo por primera vez, cuando los tobillos superan en altura la propia nuca y los brazos se extienden cual alas tratando de aminorar el seguro costalazo. De nuevo sonó el elástico sobre la carpeta, de nuevo por dos veces, pero, esta vez, magnificados por la acústica del escenario que actuó como un desfiladero y su buscada aminoración se vio prolongada rebotando su chasquido por entre los ladrillos, mientras aterrizaba sobre mis costillas y me quedaba sin aire.
Esa noche no volví a respirar con la cadencia acostumbrada hasta que encontré mi cabina, dejé mi equipaje y salí a cubierta a impregnar mis pulmones con el aire salado de la inmensidad oceánica que me abrazaba rumbo a Cuba. A mi espalda veía empequeñecer las luces de Lisboa y, de entre aquellas sombras, las que la noche vestía el sueño de la ciudad, en la más oscura, en la del callejón de mi fuga, dos cadáveres se tendían frente a frente con la mueca de la sorpresa dibujada en su rostro al encontrar la muerte de forma inesperada cuando dispararon sus armas y mi resbalón dejó paso libre a sus proyectiles, los que buscaron mi cabeza por ambos lados y silbaron su final en las suyas.