viernes, 31 de enero de 2014

La casa de las Marcelianas


        

Alejada de los cruces, de las ventas y de las postas, el forastero que llegaba a tocar la aldaba de la casa de las Marcelianas venía atraído por una leyenda que los viajeros no dudaban en transmitir a cuantos quisieran escuchar sobre las excelencias de aquellas solteras que, en plena posguerra, habían decidido dar sustento a todo aquel que llamara a su puerta. Si ya era extraño dar alimento en aquella época de miserias, aún mayor era la sorpresa cuando el bocado que se entregaba producía las lágrimas más sinceras que un comensal agradecido pudo jamás corresponder a quien le regalaba la más exquisita de las delicias y saciaba su hambruna.

Primor podría decirse, también disciplina o, mejor todavía, rigurosidad. Sin escudo labrado que adornara el atrio de su portalón, bien podían ser éstas las divisas de la casa. Tres plantas de piedra y adobe, tejado a dos aguas; cuadra, pajar, silos y un huerto con pozo propio en la parte trasera. Acostadas sus vigas entre otras semejantes, la vivienda iniciaba la hilera irregular de casonas que serpenteaban por la única calle de la aldea, cuyo empedrado partía desde la plaza donde fuente, pilón, lavadero y escuela distaban a veinte pasos de la única cuesta donde terminaba su linde.

La mayor de las hermanas representaba el carácter y a la vez el talento entre los fogones. Codiciada por la aristocracia barcelonesa donde sirvió durante los bombardeos, en su viaje de regreso, con la bandera blanca y el hedor de una cal insuficiente en las cunetas, retornó a sus orígenes serranos con una maleta llena de delantales y mangas pasteleras. Allí se reencontró con el resto de la familia que también deshacía maletas tras su dispersión al otro lado del Ebro, la gran frontera de la contienda. Tres mujeres y un varón retomaron la hacienda. Cuatro hermanos. Él, codiciado por sus anchos huesos, mirada azulada y por su entrega a la labor, sufrió con dulzura el secuestro de sus hermanas necesitadas de un hombre que esgrimiera músculo y escopeta cuando las noches acercaban a los lobos que la guerra había parido. Así, aquellas que le pretendieron, a la manera sutil que la época estimó como decente, tuvieron que asumir la infranqueable barrera de delantales y conformarse con otros mozos de manos grandes pero de mirada terrera.

Marcelina fue la madre y por algo que se pierde en la memoria de los tiempos superó en fama a su marido. Razón por la cual su descendencia fue recordada en su nombre. Gran proeza podría decirse dado el machismo de la época, pero todo apunta que si uno de los placeres de la vida, como era y es el buen yantar, fue la causa, nada perdura en la memoria con más deleite que las sensaciones del paladar; las cuales, si acaso, compiten de tú a tú con un beso añorado o con aquel aroma concreto de un singular paraje que nos acompaña cada vez que respiramos fragancias parecidas.

No es que el resto de hermanas fueran gregarias por las virtudes de la mayor, pero en la casa se respetaba la edad y no se cuestionaba el altruismo decidido por ella, a pesar de que, cuando las nieves se retiraban de los caminos, aumentaba la peregrinación y la despensa dejaba espacio a la costura de las arañas. Sin embargo, nunca faltó una rebanada de pan y un casco de chorizo para el hambriento, y lumbre si sus dientes sonaban más que su estómago.

La naturaleza quiso que por el mismo orden de nacimiento se fueran marchando al camposanto. Pero mientras las cruces del apellido esperaban a erguirse junto a la tumba de Marcelina, la puerta siguió abriéndose a cada golpe de aldaba y una u otra de aquellas mujeres de moños horquillados, canosos como la harina de sus uñas; encorvadas por los años de acarreos, continuó atendiendo a la cada vez menor afluencia de famélicos, pues el país iba estabilizando su hambre y las ciudades habían barrido sus escombros para elevar chimeneas.

Con los años otro tipo de gente comenzó a llamar a la puerta. Parientes lejanos llegaron en sus automóviles tapizados de prosperidad y se sentaron a la mesa de igual manera que aquellos de ropas almidonadas por el polvo de los caminos lo hicieron antaño. Vinieron para quedarse los veranos y ocupar aquellas habitaciones que la casa iba vaciando con los lutos. Otra luz invadió las estancias. Nuevas risas, de niños, retumbaron entre las artesas. Por primera vez en mucho tiempo fueron ellas quienes llenaron sus estómagos de aleteos de mariposas.

Muchos años pasan desde que el horno de la casa de las Marcelianas acumula cenizas. En cada pueblo hay un par de ancianos, un trío a lo sumo, que ocupa un banco al cobijo de sus aleros. Son de lágrima perenne en sus pupilas y de silencio frente a la contemplación de la nada que sucede frente a sus balcones. Sus manos surcadas de arrugas se apoyan en sus cayados y sobre éstos, sus mentones. Se asoman al sol como lagartos y se retiran con las gallinas. Al lado, perros sin collar que tumban su desgana atentos al primer movimiento de sus amos, fingen dormitar.

Si alguna vez tus pies te llevan a una pequeña aldea de la Sierra de los Cameros y descubres a uno de esos ancianos, alégrale la tarde preguntándole por la casa de las Marcelianas. Pero si acaso toparas con una mujer de ajada faltriquera ten por seguro que un suspiro de añoranza inundará su pecho al formularle la pregunta, pues no quedó moza en la comarca que no quedara prendada del hombre inalcanzable de la mirada azul.

2 comentarios:

  1. Hola Joserra, qué relato más entrañable. Cuando estoy lejos de Montemediano me encanta leer cosas sobre nuestro pueblo. Sigo tu blog y suelo leer de vez en cuando tus relatos. Hace un par de veranos me enteré de que tenías esta vena literaria y me quedé asombrada de lo bien que escribes porque nunca habíamos hablado sobre cuestiones literarias y eso que yo me dedico a enseñar literatura y soy una lectora ávida y de raros gustos. Me gustan tus relatos porque en ellos hay una clara voluntad de estilo, una historia contada con mucha sensibilidad y con una temática muy variada. Es una pena que no les des salida o publiques en una editorial más o menos de tirada nacional.
    Te deseo mucha felicidad con tu nueva niña, mucho ánimo y sigue así.
    Un beso
    Nieves

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  2. Muchas gracias, Nieves. Tus palabras son latidos de resurrección para mis ánimos literarios. Le vienen estupendamente a mi blog cuya cadencia se había visto resentida por otras atenciones. Yo sí que sabía de tu pasión por las letras y de la brillante pluma de tu marido. Montemediano no te deja marchar en cada visita sin un almuerzo popular y un repaso a los que están, a los que se fueron y a los que van viniendo. Los ilustres no os escapáis en el recuento.
    Trataré de compaginar el mundo de los pañales y, a la hora de los pijamas, volver a descifrar los lloros con soltura para invertir parte de mi descanso en este blog que me permite viajar en el tiempo sin tripular máquina alguna de complicadas válvulas y manivelas.
    Gracias de nuevo por tus comentarios.
    Un beso.

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