lunes, 24 de febrero de 2014

Hambre entre manos


         Acudimos por miles a las fábricas textiles de las afueras de Daca, Bangladesh. De mi trabajo dependen mis padres y mis cuatro hermanos. Yo soy la pequeña, mañana cumplo seis años y por esa razón de aquí a unos meses me habrán despedido. Nadie llega a los siete. La naturaleza, imparable, obliga. La buena noticia es que me retirarán las vendas al dormir, que por fin podré sentarme a cenar, la mala es que no habrá nada en el plato.
         En la fábrica somos tres las niñas que nos dedicamos a lo mismo, tantas como las descomunales máquinas tejedoras que alberga el pabellón. Me adscribieron a la número uno cuando contaba con cuatro años. Mi tarea consiste en que la producción no se detenga nada más que el tiempo mínimo imprescindible.
Al principio me lo tomé como un juego. Mi escasa corpulencia, mis finos brazos y mis alargados dedos me permitían sumergirme entre engranajes y mecanismos hasta llegar al lugar donde el atasco se había producido o donde las piezas necesitaban un engrase de precisión según las horas de trabajo que el manual de mantenimiento aconseja. Desmontar la máquina conforme a lo que marca el procedimiento implica muchas horas en las que ni un solo hilo sale de las bobinas. El tiempo es oro repiten los encargados carpeta en mano, tocados con un casco blanco para distinguirse de la multitud que, en hileras, uniformada de azul de pies a cabeza, se agolpa sobre la línea de producción para autorizar o rechazar cada prenda que cae en su puesto.
Un arnés, una linterna en la boca, grasa lubricante, bisturís y un estuche de destornilladores forman parte de mi equipo. Una cuerda me une al operario para las ocasiones en que desciendo a las entrañas de la máquina y mi enclenque constitución me impide regresar. Nunca me paré a pensar en las claustrofóbicas estrecheces ni en que, el corazón desconectado de la máquina, con sólo apretar un botón, recuperaría su latido y me engulliría con la misma sencillez con que los hilos de seda se desmadejan al lado contrario de los telares. También resté importancia a la necesidad de rapar mi cráneo para evitar enganchones. Jamás protesté por mi lacerada piel, allí donde las esquinas de mis huesos se pronuncian, ni tampoco por la mugre que me barniza cada atardecer de regreso a mi chabola. Siempre me dije para animarme que llevaba dinero a mi familia. Al menos ellos comen, me repetía.
Esos pensamientos y otros parecidos poblaban mi cabeza mientras mi padre, como un costalero, me recogía cada día y me llevaba sobre su espalda de casa al trabajo y del trabajo a casa.
La miseria cubre nuestras paredes y trepa como la humedad por los cartones que apilan mis hermanos en un rincón de nuestra chabola. Parecemos un campamento de refugiados con el tamaño de una ciudad alumbrada por el desamparo, donde todo tabique es tan provisional como definitivo. Los charcos de orines que nos separan de las otras cabañas no invitan al paseo para descubrir si la parabólica del vecino funciona o viene del vertedero para cubrir una gotera. No conocemos otro entorno distinto salvo el que anuncian los paneles publicitarios que agolpan la autopista y por cuyo arcén voy a hombros de mi padre en dirección a la fábrica. Cierto que en la zona de costura y empaquetado el orden y la pulcritud son permanentes. Me gusta aprovechar los largos ratos que aguardo a una nueva avería para imaginar el viaje de las impolutas prendas que tejemos.
Del almacén en Daca al contenedor, barco y un nuevo almacén en otro continente, tienda, bolsa, armario y, al fin, abotonada en un cuerpo acorde con la reluciente etiqueta donde consta mi país y donde figura un precio que oculta nuestra lástima.
Una noche más mi madre me venda las manos para que no me crezcan. Sé que llora por dentro, pero veo el arroz en las bandejas de mis hermanos, y, aunque mi estómago aúlla, el silencio con que todos observan la colocación del nudo final sobre mis muñecas me reconforta el ayuno, pues acabaré durmiendo feliz al saber que un día más su hambre no es la mía.
La fiebre a mi edad dura dos días, surge frecuente en la época de lluvias pues el agua deja de ser menos potable todavía y nuevas bacterias anidan en cada sorbo. Ayer, poco después de soplar una vela erguida en un pastel de barro caí enferma pero de pie, pues mi salario pasa a la siguiente niña famélica que espera sustituirme si dejo de asistir un solo día. Y a pesar de los delirios con que cabalgué a lomos de mi padre pude completar la jornada. Esa misma noche, mientras mi vendas se empapaban en sudor y se deshacían los nudos, mi pijama de quinta herencia tensaba las costuras dispuesto a ser entregado a quien me sucediera en el cargo de ser la pequeña.
El estirón tan deseado en una niña de occidente, en mi casa supuso una tragedia. Me rechazaron en la fábrica y mi padre, sin decir una palabra, bufó como nunca durante el retorno. Mi pena debía pesar tanto como la suya y tuvo que hacer dos altos más de lo habitual hasta que llegamos a casa. En el umbral cruzó su mirada con la de mi madre y ambos negaron con la cabeza. Acosté mi febrícula en el rincón del camastro que compartía con mis hermanos y me quedé dormida ajena al sol del mediodía.
Cuando desperté percibí el ruido de las bandejas al otro lado de la tela que colgaba del techo y separaba nuestra cama de la cocina. Mi padre vino a recogerme a la luz de un candil y me sentó a la mesa. En el círculo que formamos ante nuestras bandejas unimos nuestras manos. La mías parecían perderse en un calor inusual sumergidas entre las de mis hermanos. A continuación, poco antes de rezar, todos, durante unos segundos, me miraron con una sonrisa que repitieron al final de las oraciones.
A pesar de que nos fuimos a la cama sin calmar el hambre que vestía nuestras entrañas, aquella fue la mejor cena de toda mi vida. 

miércoles, 19 de febrero de 2014

La granja escuela


        Nos fuimos a vivir al campo porque papá tenía una afección en los pulmones. Eso es lo que dijo mamá cuando me sacaron del colegio a mitad de curso. Nos instalamos en una granja con dos olmos en la entrada y el curso de un río seco detrás. Mis amigos a partir de entonces fueron cinco cerdos y un par de gallinas que, a los dos meses, nos las cenamos pues fueron incapaces de poner un solo huevo en ese tiempo. Mi madre decía que era por el ruido, que se estresaban y es que mi padre siempre estaba cacharreando en una especie de taller que había habilitado en el cobertizo. Comenzó con un tractor que no tardó en dejar inservible y que se convirtió en el patio de recreo de un grupo de ratones cuando lo abandonó junto a la valla de la entrada. Pasada la primavera las zarzas comenzaron a tejer un jersey de espinos a su alrededor y para el siguiente invierno apenas la cabina quedó al descubierto.
         Como el colegio más cercano distaba a unos treinta kilómetros circulando por tortuosas pistas forestales mi madre se empeñó en enseñarme las alabanzas de las matemáticas y de la gramática en la mesa de la cocina. Y así, cada mañana, después de desayunar y justo hasta una hora antes de comer, se recogía el pelo, desplegaba varios cuadernos y lapiceros, me sentaba a su lado y me describía símbolos, números y operaciones. Por la tarde, durante una hora, me enseñaba las letras y a encadenar sílabas, luego palabras, luego frases y, finalmente, párrafos. Aquel aprendizaje me sirvió para contabilizar los vehículos que iba desguazando mi padre y que, cuando habían terminado de entretenerle, los iba remolcando hasta el barranco de la parte de atrás donde la naturaleza se encargaba de enmantarlos con enredaderas y pámpanos. La ventana de mi cuarto, minúsculo ventanuco orientado al norte, daba hacia esa montaña de chasis y de zarzales que iba cobrando altura y despellejando su metálica pintura hasta convertirla en una mole de óxido y sarmientos.
         Una mañana, tras escuchar un motor acercarse y una puerta cerrar, unas voces llegaron hasta el umbral de la puerta. Al principio parecían amables luego se me antojó que discutían. Ante el tono elevado de las palabras, mamá me condujo al salón y con un bolero de fondo en el tocadiscos me fue cantando las tablas de multiplicar. Para cuando se cansó de recitarlas la aguja rondaba el taladro y rompía con su silente rasgar la calma reinante que pronto mi padre quebró enfrascado de nuevo en retorcer chapas y destripar motores.
          Ayer nos sobrevoló una avioneta. Mi madre me dijo que era del servicio de vigilancia forestal, de quienes protegen los bosques contra los incendios y las talas descontroladas. Quise creerla pero esta mañana la avioneta ha vuelto y, al poco, unos hombres de uniforme han rodeado nuestra casa. Después de una conversación a gritos con mis padres les han obligado a tirarse al suelo con las manos en la cabeza. Yo lo he visto todo desde el soportal y me ha extrañado que mi padre no protestara por permanecer en esa postura a pesar de sus maltrechos bronquios. También observé cómo llegaban unos camiones y de ellos descendían hombres con máscaras vistiendo buzos blancos y botas de goma. Se han llevado a los cerdos y los han enjaulado. De cebados que están han tenido que auparlos a empellones por una rampa. Más tarde se ha presentado un grupo, una especie de cuadrilla de leñadores y han comenzado a desbrozar la montaña de coches con ayuda de una grúa. Al mismo tiempo, cinco personas con botas de goma y chaquetas con letras han ido recorriendo la finca anotando todo lo que les parecía de interés. Había una chica que, como mi madre, llevaba el pelo sujeto y una carpeta con papeles. La he preguntado si era maestra y si me podía ayudar con las divisiones. Se me dan muy mal, la advertí. Ella me ha sonreído y me ha acompañado hasta un coche donde me ha dejado en el asiento trasero. Huele a nuevo y tiene un aspecto flamante. Espero que a mi padre no le dejen tocarlo. Siempre los estropea después de acostar a sus dueños junto a los cerdos.

miércoles, 12 de febrero de 2014

La duda


         Mi chaqueta huele a puticlub, la dejé colgada junto a la de Castrillo y como fumador empedernido que soy mi olfato parece vivir de ocupa en mi nariz.  Sé de la fragancia a puta porque mi mujer, absorta en sus gráficas de balances frente al ordenador, ha recibido mi beso y mis buenas tardes arrugando su ceño y volviéndose cuando mi chaqueta ya iba camino del ropero:
         —Ni se te ocurra —la escuché gritar, pensando que hablaba por el manos libres oculto bajo su hermosa melena.
         Pero cuando citó mi nombre compuesto y mis apellidos completos hasta la tercera generación, delante de la misma frase, asumí la orden como un buen soldado y giré mis talones al modo castrense tratando de divertirme mientras pensaba en la razón de tanto imperativo.
         Respondí a todas sus preguntas y mi sonrisa de suficiencia fue decayendo en la misma medida en que comprendí la causa. Mi gesto final de oler mis prendas, como una fan la camiseta de su ídolo tras dos horas de escenario, me sentenció. «Sí a puticlub, a perfume de ladillas», me definió al tiempo que cerraba su portátil con violencia como un juez con su mazo tras dictar la condena.
         Un sándwich, un botellín de agua, su bata y su silencio fue lo último que supe de ella antes de acostarse. Me conmutó la pena de extrañamiento hotelero con un destierro indefinido al sofá del salón, pero supo templar su ira, maquinar mi castigo, su inteligencia siempre me sacó dos cuerpos de ventaja, pues antes de que las puertas se cerraran delimitando nuestras nuevas áreas, descubrí muy ligero el mando de la televisión.
Ambos sabíamos que no disponíamos de pilas de repuesto en casa, siempre comprábamos las necesarias cuando éstas se habían consumido. Esa fue la razón por la que me subí a una silla de la cocina y descolgué el reloj de pared con forma de pizza. Lo cierto es que en las noches de resaca su tic tac me martilleaba y casi celebro una fiesta cuando las cinco y diez se convirtieron en la hora oficial de la cocina dos meses atrás. Ahora me arrepentía. Aún así, con la sonrisa del ladino y diciéndome un «¿Quieres jugar?, pues juguemos», las introduje en el congelador. Conocía el truco de la pequeña recarga que adquieren las pilas con el frío extremo, así que tomé una posición cómoda en mi nuevo lecho y esperé. No me importaba la programación televisiva, se trataba de llevarme algo de orgullo intacto entre las uñas.
          Dormí como un lechón hasta que los sueños invadieron mi profundo descanso y ganaron ese umbral en el que circulan al borde de la conciencia. Soñé con el momento en el que conocí a mi mujer. Jóvenes los dos, años ochenta, ella caminaba por el arcén hacia la ciudad en el escaso kilómetro del tramo que unía la urbe a una discoteca de moda, yo regresaba a casa conduciendo mi flamante utilitario de quinta mano.
Mis dientes perfectos siempre me sirvieron para doblegar la hostilidad inicial, el rechazo, inherente a todo primer encuentro con un DD. Ese es el apodo que recibíamos los que pisábamos las pistas de baile por primera vez. Un DD en solitario las espantaba. Tenías que ser un guaperas de pasarela para que al menos te mantuvieran la mirada. No debía ser mi caso pues cuando la luz incidía intensa, con esa intermitencia rítmica bajo el son de la música disco, siempre divisaba sombras de ojos o coronillas. Acudir en compañía de otros DD nada variaba, producía el mismo efecto en las pestañas de las féminas. Terminaban apuntando con tal insistencia hacia sus botines que acabábamos todos mirándonos nuestros zapatos por si en ellos encontráramos algún indicio de conversación en clave entre los cordones suyos y los nuestros. No tardamos en descubrir que debías de frecuentar durante casi cuatro meses la misma discoteca para que perdieras una “d”. Pasabas de ser DD, doble desconocido, a ser un SD, un simple desconocido, pero, ojo, detalle importante, ya eras un habitual en el paisaje. Entonces tus maniobras, tu danza de cortejo, tus poses ensayadas, la dirección de tu cadera empezaba a ser aceptada. Sin embargo, mi dentadura perfecta, mi punta de lanza, mi joya de la corona en los bares de la ciudad, la que siempre me abrió las puertas ahora era motivo de broma a causa de esa luz que fluoriza el blanco. Para evitar los cuchicheos que suscitaba mi paso terminé por arrinconarme donde la luz ultravioleta no incidía, precisamente donde nadie quería permanecer a causa de la proximidad de los descomunales altavoces de la sala. Ansioso como un vampiro al mediodía, a partir de entonces mi regreso a casa se fue precipitando cada vez más temprano y fue el motivo que me llevó una noche a descubrir bajo la luz de mis faros a quien acabó siendo mi esposa.
Si sus piernas ya eran largas mis halógenos estiraron su sombra hasta más allá de las montañas. Si además les había añadido unos tacones con los que bien se podían coser bufandas llegué a pensar que quizá si se animaba a subir no cupiese en el asiento. No dudó en abrir la puerta en cuanto los frenos chillaron a su lado. Ni siquiera me miró, parecía enfadada y a pesar de su gesto de contrariedad su atractivo mentón destacaba por encima de las cercanas rodillas de sus inconmensurables piernas plegadas como un clip.
Un kilómetro no daba ni para preguntarla su destino, así que si ni siquiera iba a mirar mis dientes y mi conversación inicial partiría y acabaría sobre lo fría que estaba la noche, que bien podría interpretarla como que le estaba recordando el favor que le había hecho al recogerla, decidí cambiar mi registro glandular, ese que tantos fracasos me había reportado, y me lancé sin pensar a una única pregunta:
—¿Te he estado buscando?
Ella miró al frente, hacia las ya inmediatas luces de la ciudad. Sus rasgos se habían suavizado una vez desaparecida la penumbra hasta entonces apenas quebrada por los relojes del salpicadero.
—¿Te manda Basili? —me contestó al tiempo que se retiraba el pelo y me miraba.
Dudé antes de ignorar su pregunta. Había decidido dejarme resbalar por la cuesta de la vergüenza del todo o nada y responderla suponía interrumpir una osadía que, conociéndome, sería incapaz de retomar.
—No me has entendido —repliqué—. No esta noche. Te llevo buscando toda mi vida —dije bajo el mayor de los sonrojos que el semáforo que nos detuvo me ayudó a disimular.
Cuando terminó de retirar la última de sus piernas. Dejó abierta su puerta y no tardó en regresar con parte de un cartel de los muchos que amarilleaban de viejos y apelmazados en aquella época de cubo de cola, escoba y un: hay te quedas hasta que te pongan otro encima. En él escribió con pintalabios su dirección, la cual guardé sin mirar, pues sus piernas me hipnotizaron hasta que una esquina, calle arriba, las engulló.
Desperté del sueño de aquel lejano recuerdo con una sonrisa creyendo que los gallos ya estarían haciendo gárgaras pero apenas tres horas habían transcurrido desde que los cojines de mi isla de Elba se amoldaron a mi castigo. Sin lectura alguna con la que distraer mi desvelo, la cocina y mi experimento televisivo me esperaban. Durante cinco minutos me dejé el orgullo y las uñas quebradas junto al hielo adherido a las pilas. El témpano las había integrado junto al resto de los congelados en un bloque macizo, típico de esos frigoríficos de media estrella que desenchufas cada mes porque acaban por no cerrar a causa del glaciar que desborda sus comisuras.
Como muchos idiotas de mi barrio presumía de plasma y callaba los achaques de mi nevera o el vetusto sistema de fogones de mi cocina. El problema de los televisores modernos es que sólo las funciones básicas constan en su estructura, el resto se establecen desde el mando. Te limitan al apagado, encendido, al control de volumen y al avance de los programas.
El «algo habrá» que me tuvo en cuclillas frente a la pantalla se quedó en dos canales regionales en analógico. El primero, un teletienda estadounidense traducido en latinoamericano y, el segundo, de pornografía, donde en una pequeña ventana una moza ya curtida, con tatuajes de la década anterior, parecía sorprenderse descubriéndose rincones del placer donde nadie puede afeitarse sin ayuda. El resto de mis cincuenta pulgadas de plasma lo cubría: un chat en tiempo real donde estoy seguro de que la gente escribe con la polla y unos anuncios con fotos de chicas de fantasía dispuestas a hablar por teléfono, donde la tarifa escrita al pie era imposible de descifrar ni expuesta en una pantalla de doscientas pulgadas y con el telescopio Hubble como lupa.
Como soy de Toledo los cuchillos del canal yanqui quedaron descartados y elegí el erótico. Subí el volumen lo justo para que algún gemido llegara hasta el dormitorio en plan envido y me entretuve con los premios Nobel que escribían a esas horas en el chat sobre las averías que estaban dispuestos a dejarse acometer en los baños de la estación. Imaginaba a unos y otros aceptando la cita sin tener claro si en la de autobuses o en la de trenes, ni en qué ciudad. Los recreaba cada uno en una punta del distrito, saliendo al encuentro acalorados por la promesa de encontrarse a un marinero depilado con tatuajes hasta en la yugular. Conductores empalmados ávidos de carne fresca coincidiendo en algún cruce en sus idas y venidas sin reconocerse; ambos chateando insultos en los semáforos, renegando al descubrir a los habituales chaperos en los urinarios, obligándose a masticar el plantón con el regusto de la Viagra en las encías. Y en esas estaba divagando cuando uno de los rótulos publicitarios cambió y mi sueño reciente pasó a un primer plano al figurar el nombre de un mecenas del puterío como firma de calidad en el mundo de la entrepierna durante los últimos treinta años.
Boquiabierto por la relación que mi cabeza iba armando no advertí que piernas largas se había plantado a mi lado y miraba la pantalla con el mismo detenimiento que yo. No tardó más de dos segundos en colocar la pilas y apretar el botón rojo. El doble de tiempo en lo que tardaron en difuminarse los destellos de los rótulos hacia el negro azabache pero que en mi nervio óptico seguían reluciendo.
         —A la cama —la escuché decir por el pasillo.
Tardé un poco en incorporarme y no dudé en aceptar su propuesta. Apagué las luces y en pocos segundos me encontraba sumergiéndome entre las sábanas. Di los últimos retoques al embozo, ahondé mi hombro bajo la almohada, suspiré ante el regalo inesperado de verme entre algodones añorados y cuando el buenas noches habitual ya peleaba por salir a modo de despedida, y mi mano alcanzar alguna de las curvas de piernas largas, no sé por qué pronuncié el nombre del lema que aún titilaba en mi retina: Basili, garantía de placer.

viernes, 7 de febrero de 2014

Mambrú


Y Mambrú volvió de la guerra. Las guerras no se ganan, se acaban. Toca restañar las heridas, barrer los escombros para olvidar la barbarie; regresar a la vida normal. Recordar qué era un paseo, cruzar la calle sin correr, sumergir las manos en los bolsillos, detenerse en un escaparate... Pero ni los vencedores estaban convencidos de la victoria ni los perdedores de su derrota. Nadie gana, solo se presume, unos del triunfo, todos, de seguir vivos.
         En los aledaños de su ciudad, cuyo cartel de entrada oxidaba las escamas de los balazos, Mambrú deshizo su petate y amontonó sus ropas militares. Tan solo las botas con la costra de cien trincheras se mantuvieron en sus pies. Un viejo abrigo y unos pantalones de cocinero coronados por un gorro de orejeras eran ahora su nueva indumentaria. La fragancia de la pólvora quedaba así enterrada en la montonera de prendas verde oliva.
         Los bombardeos no habían sido severos con su barrio y era fácil reconocer las calles a pesar de la viruela de las fachadas por el fuego de las ametralladoras. Las tiendas de verduras, antaño bulliciosas, ahora eran tenderetes a pie de calle donde el género escaseaba y el existente mostraba su rancia caducidad con hojas lacias y pieles tumefactas. La gente parecía vestir tallas grandes en cuerpos huesudos y las compras de estraperlo se escondían entre los abrigos como quien guarece a un cachorrillo del frío.
         La estampa de desolación de una ciudad que otrora fuera ejemplo de prosperidad sumía en una tristeza despreciable a quienes se habían retirado a sus residencias en las montañas durante los días previos a la gran batalla final y, ahora, a su regreso, caminaban entre humeantes cascotes para comprobar que nada quedaba de sus propiedades salvo la vida propia que, por longeva y dichosa, la despreciaban como valor.
         Alejado de esa zona de palacios derruidos, Mambrú fue recorriendo cadencioso cada tramo de empedrado donde quince años atrás una pelota le precedía rodando a puntapiés hasta la misma puerta de la escuela. Sobre el establecimiento todavía colgaba la cruz roja pintada en una sábana tensada por cuerdas unidas a los barrotes de las ventanas. Como hospital improvisado, los camastros ganaron las aulas y los pupitres se acumularon en una esquina junto al campo de futbol formando un ovillo de patas y cantos de madera hinchada por las lluvias. Un grupo de voluntarios se encargaba de trasladar a los heridos más leves a la bandeja de una camioneta que esperaba en marcha a que alguien golpeara su cabina para llevarlos a la clínica militar de las afueras.
         La guerra enseña al soldado a mirar al frente, buscando la amenaza antes de que ésta llegue en forma de plomo. El brillo de un fogonazo se descubre un instante antes de que silbe la bala, justo antes de que llegue el trueno de la detonación. Los francotiradores usaban trapos en sus primeros disparos para evitar errar cuando eran tropas de élite sus objetivos. Mambrú era capaz de distinguir de entre las personas que se iba cruzando a quién había estado en combate sólo por su forma de mirar mientras camina. La mayoría eran ciudadanos de refugio, de apretarse en sótanos mientras la luz desfallece y el polvo se cuela por las rendijas del techo que las bombas sacuden. Las sirenas advertían de la llegada de panzas volantes repletas de horror. Una lotería gravitatoria, un azar, como la simiente que reparte el labriego de un fuerte revés sobre la tierra labrada. La que cae en el surco medra, la de la linde quedará a la vista del pájaro. Las carreras se suceden buscando el cobijo. El instinto encoge la nuca. Recurso inútil ante la fuerza de un simple kilotón. Gesto humano de querer seguir viviendo. Nadie habla. Las manos aprietan los oídos, las bocas se abren para evitar que las ondas expansivas implosionen las entrañas. Esas son las miradas con las que se cruza. La de los espectadores de la guerra, las de los que temen a todos los bandos, las de la gente pacífica.
         No esperaba ningún recibimiento. Las comunicaciones, por carta, dejaron de funcionar cuando las estafetas se convirtieron en objetivo al descubrirse sacas de propaganda ocultas entre las de la correspondencia. La profesión del cartero pasó a ser tan perseguida como la del espía. Las familias supieron de sus seres queridos en el frente, y éstos de sus familias, a través de lo que las radios describían sobre el estado de carreteras, puentes, vías y abastecimientos.  Si la localidad tal o cual todavía surtía agua potable, sabían que sus gentes seguirían manteniéndose en ella. Era una forma global de reconfortarse sin tener certeza de nada. Mambrú no estaba seguro de en qué condiciones su mujer y sus dos hijas podrían encontrarse, pero a la vista de cómo estaba el barrio, la fachada de su casa, el portal y las ventanas de su piso, trasluciendo cortinas de buen aspecto, asumía más información esperanzadora que una carta de bella cursiva, repleta de buenos deseos, con la firma de su amada, guardada en el pecho y envuelta con el sudor de cuarenta semanas desde que rasgó su sobre.
         Subió las escaleras con el corazón golpeándole la garganta. Por cada tramo ganado, que le acercaba al tercer piso, la luz del portal se desvanecía, los escalones se ennegrecían hasta la oscuridad total en los recodos, pero el brillo del pasamanos se iba acentuando por un tragaluz que la artillería debió causar. Sin poder determinar de donde provenía le pareció escuchar el sonido de un piano tocado sin pedales, sin sostenidos, como el del pulso de un aprendiz que se atreve por primera vez a presionar las teclas con un solo dedo.
Por fin llegó al rellano que tantas veces fue testigo de su extenuación, cuando sus prisas de chiquillo le retaban sí o sí a subir corriendo como si el diablo le persiguiera, cuando competía con su sombra una vez que había despedido a los amigos del colegio. La puerta seguía manteniendo la plaquita de sus apellidos justo por debajo de la mirilla. Colgaba de un tornillo, del otro solo quedaban astillas de su taladro. Se descubrió temblando cuando alzó la mano para golpear el umbral. Tres toques, luego otros tres. Al fin, pasos al otro lado acercándose hacia la puerta, aumentando junto con los crujidos de la tarima.
—Soy yo —respondió Mambrú al destello de la mirilla mientras se retiraba el gorro y mostraba la maraña de su pelo revuelto.
Tras unos segundos de dudas la puerta se abrió. La leve corriente de aire del interior trajo consigo las notas claras del piano. No había duda, era su casa, pero nunca tuvieron un piano aunque lo ansiaron. Él estudió solfeo. Fue su sueño, el de él y el de sus hermanas, disponer de todo un Steinway de cola. No conocía la melodía pero sonaba triste. Miró a la niña que le había abierto la puerta. Acababa de retirar la banqueta que le había permitido alcanzar la mirilla y ahora le sonreía. Mambrú se asustó. Un piano en su casa y una niña desconocida. La guerra mudada vidas y propiedades sin más registro que instalarse.
—¿Quién es? —preguntó una voz adulta, de mujer, desde el fondo del pasillo al mismo tiempo que el piano silenciaba sus cuerdas.
—Soy yo —repitió con la voz quebrada.
Nuevamente el silencio reinó durante unos instantes para ser interrumpido de nuevo por las notas del piano que repetían un do, re, mi, do, re, fa.
—Es el de la foto —gritó la niña.
La melodía se interrumpió. Sonó el arrastre de un taburete y otras niñas se asomaron al pasillo. El piano repicó de nuevo, esta vez por manos virtuosas. Y mientras la niñas se acercaban, mientras sus hijas corrían hacia él, una canción de marchas, de guerras, de pena y de dudas por un regreso acompañó a la melodía del do, re, mi, do, re, fa, ya sé cuándo vendrá.