Acudimos por
miles a las fábricas textiles de las afueras de Daca, Bangladesh. De mi trabajo
dependen mis padres y mis cuatro hermanos. Yo soy la pequeña, mañana cumplo
seis años y por esa razón de aquí a unos meses me habrán despedido. Nadie llega
a los siete. La naturaleza, imparable, obliga. La buena noticia es que me
retirarán las vendas al dormir, que por fin podré sentarme a cenar, la mala es
que no habrá nada en el plato.
En la fábrica
somos tres las niñas que nos dedicamos a lo mismo, tantas como las descomunales
máquinas tejedoras que alberga el pabellón. Me adscribieron a la número uno
cuando contaba con cuatro años. Mi tarea consiste en que la producción no se
detenga nada más que el tiempo mínimo imprescindible.
Al principio me lo tomé como un
juego. Mi escasa corpulencia, mis finos brazos y mis alargados dedos me permitían
sumergirme entre engranajes y mecanismos hasta llegar al lugar donde el atasco
se había producido o donde las piezas necesitaban un engrase de precisión según
las horas de trabajo que el manual de mantenimiento aconseja. Desmontar la
máquina conforme a lo que marca el procedimiento implica muchas horas en las
que ni un solo hilo sale de las bobinas. El tiempo es oro repiten los
encargados carpeta en mano, tocados con un casco blanco para distinguirse de la
multitud que, en hileras, uniformada de azul de pies a cabeza, se agolpa sobre
la línea de producción para autorizar o rechazar cada prenda que cae en su
puesto.
Un arnés, una linterna en la boca, grasa
lubricante, bisturís y un estuche de destornilladores forman parte de mi
equipo. Una cuerda me une al operario para las ocasiones en que desciendo a las
entrañas de la máquina y mi enclenque constitución me impide regresar. Nunca me
paré a pensar en las claustrofóbicas estrecheces ni en que, el corazón
desconectado de la máquina, con sólo apretar un botón, recuperaría su latido y
me engulliría con la misma sencillez con que los hilos de seda se desmadejan al
lado contrario de los telares. También resté importancia a la necesidad de rapar
mi cráneo para evitar enganchones. Jamás protesté por mi lacerada piel,
allí donde las esquinas de mis huesos se pronuncian, ni tampoco por la mugre
que me barniza cada atardecer de regreso a mi chabola. Siempre me dije para
animarme que llevaba dinero a mi familia. Al menos ellos comen, me repetía.
Esos pensamientos y otros
parecidos poblaban mi cabeza mientras mi padre, como un costalero, me recogía
cada día y me llevaba sobre su espalda de casa al trabajo y del trabajo a casa.
La miseria cubre nuestras paredes
y trepa como la humedad por los cartones que apilan mis hermanos en un rincón
de nuestra chabola. Parecemos un campamento de refugiados con el tamaño de una
ciudad alumbrada por el desamparo, donde todo tabique es tan provisional como
definitivo. Los charcos de orines que nos separan de las otras cabañas no
invitan al paseo para descubrir si la parabólica del vecino funciona o viene
del vertedero para cubrir una gotera. No conocemos otro entorno distinto salvo
el que anuncian los paneles publicitarios que agolpan la autopista y por cuyo
arcén voy a hombros de mi padre en dirección a la fábrica. Cierto que en la
zona de costura y empaquetado el orden y la pulcritud son permanentes. Me gusta
aprovechar los largos ratos que aguardo a una nueva avería para imaginar el viaje
de las impolutas prendas que tejemos.
Del almacén en Daca al contenedor, barco y un nuevo almacén en otro continente, tienda, bolsa, armario y, al fin, abotonada en un
cuerpo acorde con la reluciente etiqueta donde consta mi país y donde figura un
precio que oculta nuestra lástima.
Una noche más mi madre me venda
las manos para que no me crezcan. Sé que llora por dentro, pero veo el arroz en
las bandejas de mis hermanos, y, aunque mi estómago aúlla, el silencio con que
todos observan la colocación del nudo final sobre mis muñecas me reconforta el
ayuno, pues acabaré durmiendo feliz al saber que un día más su hambre no es la
mía.
La fiebre a mi edad dura dos
días, surge frecuente en la época de lluvias pues el agua deja de ser menos
potable todavía y nuevas bacterias anidan en cada sorbo. Ayer, poco después de
soplar una vela erguida en un pastel de barro caí enferma pero de pie, pues mi
salario pasa a la siguiente niña famélica que espera sustituirme si dejo de
asistir un solo día. Y a pesar de los delirios con que cabalgué a lomos de mi
padre pude completar la jornada. Esa misma noche, mientras mi
vendas se empapaban en sudor y se deshacían los nudos, mi pijama de quinta
herencia tensaba las costuras dispuesto a ser entregado a quien me sucediera en
el cargo de ser la pequeña.
El estirón tan deseado en una
niña de occidente, en mi casa supuso una tragedia. Me rechazaron en la fábrica y
mi padre, sin decir una palabra, bufó como nunca durante el retorno. Mi pena
debía pesar tanto como la suya y tuvo que hacer dos altos más de lo habitual
hasta que llegamos a casa. En el umbral cruzó su mirada con la de mi madre y
ambos negaron con la cabeza. Acosté mi febrícula en el rincón del camastro que
compartía con mis hermanos y me quedé dormida ajena al sol del mediodía.
Cuando desperté percibí el ruido
de las bandejas al otro lado de la tela que colgaba del techo y separaba
nuestra cama de la cocina. Mi padre vino a recogerme a la luz de un candil y me
sentó a la mesa. En el círculo que formamos ante nuestras bandejas unimos nuestras manos. La mías parecían perderse en un calor inusual sumergidas entre las de mis hermanos. A
continuación, poco antes de rezar, todos, durante unos segundos, me miraron con
una sonrisa que repitieron al final de las oraciones.
A pesar de que nos fuimos a la
cama sin calmar el hambre que vestía nuestras entrañas, aquella fue la mejor cena de toda mi vida.