miércoles, 12 de febrero de 2014

La duda


         Mi chaqueta huele a puticlub, la dejé colgada junto a la de Castrillo y como fumador empedernido que soy mi olfato parece vivir de ocupa en mi nariz.  Sé de la fragancia a puta porque mi mujer, absorta en sus gráficas de balances frente al ordenador, ha recibido mi beso y mis buenas tardes arrugando su ceño y volviéndose cuando mi chaqueta ya iba camino del ropero:
         —Ni se te ocurra —la escuché gritar, pensando que hablaba por el manos libres oculto bajo su hermosa melena.
         Pero cuando citó mi nombre compuesto y mis apellidos completos hasta la tercera generación, delante de la misma frase, asumí la orden como un buen soldado y giré mis talones al modo castrense tratando de divertirme mientras pensaba en la razón de tanto imperativo.
         Respondí a todas sus preguntas y mi sonrisa de suficiencia fue decayendo en la misma medida en que comprendí la causa. Mi gesto final de oler mis prendas, como una fan la camiseta de su ídolo tras dos horas de escenario, me sentenció. «Sí a puticlub, a perfume de ladillas», me definió al tiempo que cerraba su portátil con violencia como un juez con su mazo tras dictar la condena.
         Un sándwich, un botellín de agua, su bata y su silencio fue lo último que supe de ella antes de acostarse. Me conmutó la pena de extrañamiento hotelero con un destierro indefinido al sofá del salón, pero supo templar su ira, maquinar mi castigo, su inteligencia siempre me sacó dos cuerpos de ventaja, pues antes de que las puertas se cerraran delimitando nuestras nuevas áreas, descubrí muy ligero el mando de la televisión.
Ambos sabíamos que no disponíamos de pilas de repuesto en casa, siempre comprábamos las necesarias cuando éstas se habían consumido. Esa fue la razón por la que me subí a una silla de la cocina y descolgué el reloj de pared con forma de pizza. Lo cierto es que en las noches de resaca su tic tac me martilleaba y casi celebro una fiesta cuando las cinco y diez se convirtieron en la hora oficial de la cocina dos meses atrás. Ahora me arrepentía. Aún así, con la sonrisa del ladino y diciéndome un «¿Quieres jugar?, pues juguemos», las introduje en el congelador. Conocía el truco de la pequeña recarga que adquieren las pilas con el frío extremo, así que tomé una posición cómoda en mi nuevo lecho y esperé. No me importaba la programación televisiva, se trataba de llevarme algo de orgullo intacto entre las uñas.
          Dormí como un lechón hasta que los sueños invadieron mi profundo descanso y ganaron ese umbral en el que circulan al borde de la conciencia. Soñé con el momento en el que conocí a mi mujer. Jóvenes los dos, años ochenta, ella caminaba por el arcén hacia la ciudad en el escaso kilómetro del tramo que unía la urbe a una discoteca de moda, yo regresaba a casa conduciendo mi flamante utilitario de quinta mano.
Mis dientes perfectos siempre me sirvieron para doblegar la hostilidad inicial, el rechazo, inherente a todo primer encuentro con un DD. Ese es el apodo que recibíamos los que pisábamos las pistas de baile por primera vez. Un DD en solitario las espantaba. Tenías que ser un guaperas de pasarela para que al menos te mantuvieran la mirada. No debía ser mi caso pues cuando la luz incidía intensa, con esa intermitencia rítmica bajo el son de la música disco, siempre divisaba sombras de ojos o coronillas. Acudir en compañía de otros DD nada variaba, producía el mismo efecto en las pestañas de las féminas. Terminaban apuntando con tal insistencia hacia sus botines que acabábamos todos mirándonos nuestros zapatos por si en ellos encontráramos algún indicio de conversación en clave entre los cordones suyos y los nuestros. No tardamos en descubrir que debías de frecuentar durante casi cuatro meses la misma discoteca para que perdieras una “d”. Pasabas de ser DD, doble desconocido, a ser un SD, un simple desconocido, pero, ojo, detalle importante, ya eras un habitual en el paisaje. Entonces tus maniobras, tu danza de cortejo, tus poses ensayadas, la dirección de tu cadera empezaba a ser aceptada. Sin embargo, mi dentadura perfecta, mi punta de lanza, mi joya de la corona en los bares de la ciudad, la que siempre me abrió las puertas ahora era motivo de broma a causa de esa luz que fluoriza el blanco. Para evitar los cuchicheos que suscitaba mi paso terminé por arrinconarme donde la luz ultravioleta no incidía, precisamente donde nadie quería permanecer a causa de la proximidad de los descomunales altavoces de la sala. Ansioso como un vampiro al mediodía, a partir de entonces mi regreso a casa se fue precipitando cada vez más temprano y fue el motivo que me llevó una noche a descubrir bajo la luz de mis faros a quien acabó siendo mi esposa.
Si sus piernas ya eran largas mis halógenos estiraron su sombra hasta más allá de las montañas. Si además les había añadido unos tacones con los que bien se podían coser bufandas llegué a pensar que quizá si se animaba a subir no cupiese en el asiento. No dudó en abrir la puerta en cuanto los frenos chillaron a su lado. Ni siquiera me miró, parecía enfadada y a pesar de su gesto de contrariedad su atractivo mentón destacaba por encima de las cercanas rodillas de sus inconmensurables piernas plegadas como un clip.
Un kilómetro no daba ni para preguntarla su destino, así que si ni siquiera iba a mirar mis dientes y mi conversación inicial partiría y acabaría sobre lo fría que estaba la noche, que bien podría interpretarla como que le estaba recordando el favor que le había hecho al recogerla, decidí cambiar mi registro glandular, ese que tantos fracasos me había reportado, y me lancé sin pensar a una única pregunta:
—¿Te he estado buscando?
Ella miró al frente, hacia las ya inmediatas luces de la ciudad. Sus rasgos se habían suavizado una vez desaparecida la penumbra hasta entonces apenas quebrada por los relojes del salpicadero.
—¿Te manda Basili? —me contestó al tiempo que se retiraba el pelo y me miraba.
Dudé antes de ignorar su pregunta. Había decidido dejarme resbalar por la cuesta de la vergüenza del todo o nada y responderla suponía interrumpir una osadía que, conociéndome, sería incapaz de retomar.
—No me has entendido —repliqué—. No esta noche. Te llevo buscando toda mi vida —dije bajo el mayor de los sonrojos que el semáforo que nos detuvo me ayudó a disimular.
Cuando terminó de retirar la última de sus piernas. Dejó abierta su puerta y no tardó en regresar con parte de un cartel de los muchos que amarilleaban de viejos y apelmazados en aquella época de cubo de cola, escoba y un: hay te quedas hasta que te pongan otro encima. En él escribió con pintalabios su dirección, la cual guardé sin mirar, pues sus piernas me hipnotizaron hasta que una esquina, calle arriba, las engulló.
Desperté del sueño de aquel lejano recuerdo con una sonrisa creyendo que los gallos ya estarían haciendo gárgaras pero apenas tres horas habían transcurrido desde que los cojines de mi isla de Elba se amoldaron a mi castigo. Sin lectura alguna con la que distraer mi desvelo, la cocina y mi experimento televisivo me esperaban. Durante cinco minutos me dejé el orgullo y las uñas quebradas junto al hielo adherido a las pilas. El témpano las había integrado junto al resto de los congelados en un bloque macizo, típico de esos frigoríficos de media estrella que desenchufas cada mes porque acaban por no cerrar a causa del glaciar que desborda sus comisuras.
Como muchos idiotas de mi barrio presumía de plasma y callaba los achaques de mi nevera o el vetusto sistema de fogones de mi cocina. El problema de los televisores modernos es que sólo las funciones básicas constan en su estructura, el resto se establecen desde el mando. Te limitan al apagado, encendido, al control de volumen y al avance de los programas.
El «algo habrá» que me tuvo en cuclillas frente a la pantalla se quedó en dos canales regionales en analógico. El primero, un teletienda estadounidense traducido en latinoamericano y, el segundo, de pornografía, donde en una pequeña ventana una moza ya curtida, con tatuajes de la década anterior, parecía sorprenderse descubriéndose rincones del placer donde nadie puede afeitarse sin ayuda. El resto de mis cincuenta pulgadas de plasma lo cubría: un chat en tiempo real donde estoy seguro de que la gente escribe con la polla y unos anuncios con fotos de chicas de fantasía dispuestas a hablar por teléfono, donde la tarifa escrita al pie era imposible de descifrar ni expuesta en una pantalla de doscientas pulgadas y con el telescopio Hubble como lupa.
Como soy de Toledo los cuchillos del canal yanqui quedaron descartados y elegí el erótico. Subí el volumen lo justo para que algún gemido llegara hasta el dormitorio en plan envido y me entretuve con los premios Nobel que escribían a esas horas en el chat sobre las averías que estaban dispuestos a dejarse acometer en los baños de la estación. Imaginaba a unos y otros aceptando la cita sin tener claro si en la de autobuses o en la de trenes, ni en qué ciudad. Los recreaba cada uno en una punta del distrito, saliendo al encuentro acalorados por la promesa de encontrarse a un marinero depilado con tatuajes hasta en la yugular. Conductores empalmados ávidos de carne fresca coincidiendo en algún cruce en sus idas y venidas sin reconocerse; ambos chateando insultos en los semáforos, renegando al descubrir a los habituales chaperos en los urinarios, obligándose a masticar el plantón con el regusto de la Viagra en las encías. Y en esas estaba divagando cuando uno de los rótulos publicitarios cambió y mi sueño reciente pasó a un primer plano al figurar el nombre de un mecenas del puterío como firma de calidad en el mundo de la entrepierna durante los últimos treinta años.
Boquiabierto por la relación que mi cabeza iba armando no advertí que piernas largas se había plantado a mi lado y miraba la pantalla con el mismo detenimiento que yo. No tardó más de dos segundos en colocar la pilas y apretar el botón rojo. El doble de tiempo en lo que tardaron en difuminarse los destellos de los rótulos hacia el negro azabache pero que en mi nervio óptico seguían reluciendo.
         —A la cama —la escuché decir por el pasillo.
Tardé un poco en incorporarme y no dudé en aceptar su propuesta. Apagué las luces y en pocos segundos me encontraba sumergiéndome entre las sábanas. Di los últimos retoques al embozo, ahondé mi hombro bajo la almohada, suspiré ante el regalo inesperado de verme entre algodones añorados y cuando el buenas noches habitual ya peleaba por salir a modo de despedida, y mi mano alcanzar alguna de las curvas de piernas largas, no sé por qué pronuncié el nombre del lema que aún titilaba en mi retina: Basili, garantía de placer.

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